Extracto de la
conferencia con el título ‘La cárcel y su
mundo. Reflexiones para una sociedad sin jaulas’ en Rovereto el 5 de
diciembre del 2000 y publicada en italiano en la página web Anarchaos. Traducido
por amotinadxs.
Massimo Passamani
Domingo, septiembre 25,
2016
Cuatro puntos sobre los que reflexionar, nada más. La pregunta
fundamental, la que todos los libros eluden siempre, dejándola al margen o
tendiendo a confundir de modo más o menos eficaz, esta pregunta fundamental es:
si la cárcel significa punición, castigo, pena, evidentemente, hace referencia
a la transgresión de una determinada regla (de hecho, la punición interviene en
el momento en que la regla se trasgrede, se viola). Ahora, la transgresión de
la regla remite a su vez al concepto mismo de regla, es decir, a quién decide
–y cómo– las reglas de una sociedad. Esta es la cuestión que los distintos
operadores del sector, los expertos, no afrontan nunca. Esta es la cuestión que
contiene todas las demás y que, si se desarrolla hasta el final, amenaza con
derrumbar todo el edificio social y, con él, sus prisiones. ¿Quién decide, y
cómo, las reglas de esta sociedad?
Está claro que todas las
chácharas que se cuentan sobre el poder del ciudadano (“el ciudadano, esa cosa pública que ha suplantado al hombre”, decía
Darien), sobre la participación directa, se muestran cada vez más como lo que
realmente son, mentiras. Decidir, en esta sociedad y en todas las sociedades
basadas en el Estado, en la división de clases, en la propiedad, lo hace una
reducida minoría de individuos que se autodenomina “representantes del pueblo”
y que imponen, basándose en determinados poderes ejecutivos (coercitivos), sus
reglas. Esta definición, más bien genérica, resalta de inmediato que regla y
ley, acuerdo y ley, no son sinónimos. La ley no es una regla como las demás, es
una forma particular de concebir y definir la regla: la ley es una regla
autoritaria, es una regla coercitiva impuesta, además, por una reducida
minoría. Ahora bien, es posible concebir un modo completamente distinto de
definir las reglas, o dicho de otra manera, de tomar acuerdos. Por tanto, si no
hay coincidencia entre acuerdo y ley, la pregunta fundamental es: ¿cómo se
puede castigar a un individuo o conjunto de individuos en base a unas reglas
coercitivas, esto es, leyes que nunca han suscrito, que nunca han aceptado
libremente, que nunca han establecido? Esta es una cuestión extremadamente
simple, pero que nunca se formula.
Sin plantear aun la
pregunta de qué significa concebir las relaciones entre individuos en términos
de punición, castigo, pena; sin plantear aun esta cuestión, es necesario
preguntarse si es legítimo, justo, útil, agradable, que un individuo, un
conjunto de individuos, sean reprimidos, castigados, encerrados, torturados por
la transgresión de normas que nunca han concebido ni suscrito. Es esta la
cuestión fundamental a la que se intenta encontrar respuesta, una respuesta que
a pesar de ser teórica, debe hacerse espacio en la práctica. Ahora,
evidentemente, en la misma forma en que planteo aquí el problema a contraluz,
se puede ver cómo pienso afrontarlo.
El libre acuerdo es la
posibilidad y la capacidad que varios individuos, más o menos numerosos en su
asociación, tienen de establecer en común determinadas reglas para realizar su
actividad, actividad cuyas finalidades e instrumentos controlan. Sin este
control de las finalidades y los instrumentos del actuar propio, no existe
autonomía alguna, que es exactamente la capacidad de asignarse las propias
reglas. Existe entonces el dominio, el ser dirigidos por otros, por tanto, la
explotación. Justo porque esta sociedad no se basa en el libre acuerdo, esto
último se desarrolla solo dentro de pequeños grupos donde existe la conciencia
de la posibilidad de tener relaciones de reciprocidad, de libertad, por lo
tanto, sin formas coercitivas; pero más allá de pequeños grupos que, de forma
conflictiva con la sociedad, buscan vivir de este modo, en este orden de cosas
no existe una posibilidad parecida, porque precisamente vivimos en una sociedad
basada en la división de clases, en el dominio y en el Estado que, de alguna
manera, es producto y garante de esta división de clases y de este dominio.
Entonces se entenderá
porqué esta sociedad tiene la prisión como centro, se entenderá porqué y para
quién existe esta prisión. Y, partiendo justo de esta reflexión, se puede
entender el problema de la punición y, así, el del derecho y, aún más
concretamente, del código penal en el que los jueces basan sus sentencias que
encierran bajo llave a hombres y mujeres en cualquier parte del mundo, en el
que los policías encuentran la autoridad para arrestar, los carceleros para
vigilar, el asistente social de la cárcel para invitar a la calma y la
colaboración, el cura para encontrar materia funcional a sus prédicas sobre el
sacrificio, la renuncia, la culpa (por citar algunos de los que garantizan este
sistema social). Partiendo de esta reflexión uno se puede dar cuenta de que, en
la sociedad actual, la cárcel es un problema insuprimible, porque el problema
del crimen, es decir, de la transgresión de las normas coercitivas (las leyes)
es un problema fundamentalmente social.
Por decirlo de otra forma:
mientras existan ricos y pobres, existirá el robo; mientras exista el dinero,
no habrá nunca suficiente para todos; mientras exista el poder, nacerán siempre
sus fuera de la ley. Por lo tanto, dándole la vuelta a la cuestión, la cárcel
es una solución estatal a los problemas estatales, es una solución capitalista
a los problemas capitalistas. El problema del robo, al igual que el de todos
esos crímenes que tienden a discutir el orden social, como las revueltas, las
resistencias, las luchas insurreccionales, etc., todos estos problemas están
vinculados a la raíz misma de esta sociedad. Es evidente que estamos todavía en
el ámbito de las reivindicaciones. Las respuestas solamente pueden venir de una
práctica social desde la que es posible delinear únicamente algunas
perspectivas. Precisamente, porque hablar de estos problemas formulados así no
nos permite salir de ese imagen social donde solo ahí tienen sentido.
En realidad, la cárcel es
un elemento central, fundamental de esta sociedad; está presente en toda la
sociedad y no se confunde solo con esos edificios que físicamente confinan a
determinados hombres y determinadas mujeres. ¿Por qué es un eje de esta
sociedad? Justamente porque la represión cuya expresión más radical es la
cárcel no se entiende como algo diferente al consenso forzado, cuya paz social
en la que se basa el orden actual de las cosas, entendiendo por paz social no
la convivencia pacífica de las personas, sino la convivencia pacífica entre
explotadores y explotados, entre dominadores y dominados, entre dirigentes y
ejecutores.
Así, la paz social es esa
condición producida por órganos muy precisos, como la magistratura y la
policía, pero al mismo tiempo por todas esas instituciones –sean estas el
trabajo, la familia, la escuela, el sistema de los medios de comunicación de
masas, etc.– que hacen imposible o extremadamente difícil cualquier pensamiento
crítico y, por tanto, cualquier voluntad de transformar radicalmente la vida
propia; en resumen, esa trama de relaciones, de palabras y de imágenes que
presenta el actual orden de las cosas no como un producto histórico, y, por
tanto, como todos los productos históricos, modificable, sino como un hecho
natural que nadie tiene la posibilidad ni el derecho de poner en entredicho.
Así, si nosotros vemos la cárcel (y, más en general, la represión cuyo ejemplo
es la cárcel) como una prolongación de esas normas sociales que cotidianamente
nos imponen una supervivencia cada vez más privada de sentido, entonces, vemos
que la cárcel es un espectro que se agita contra los inquietos que podrían, en
un determinado momento de su vida, ponerle fin a esta forma de sobrevivir, a
esta forma de estar atados en sociedad y luchar para conquistar la libertad,
una dignidad diferentes. Este espectro se agita continuamente ante los ojos
capaces de mirar más allá, de lanzarse más allá de las jaulas sociales.
Desafortunadamente –y esta
es la paradoja de la sociedad en la que vivimos– esos ojos son pocos, porque
ese deseo de rebelarse ya es un esfuerzo, un salto que se conquista con
dificultad, porque para vencer, muchas veces, no es ni el miedo al castigo,
miedo que afecta solo a quienes, por un motivo u otro, se meten en el problema
concreto de transgredir las reglas de una manera que no conviene a esta
sociedad, para todos los demás basta el chantaje, continuo e incesante que es
el vivir civilmente, el vivir socialmente con todas sus obligaciones y sus
prestaciones. Incluso antes de este miedo al castigo, es decir, la represión
preventiva es la incapacidad de imaginar una vida diferente: sin tener una
alternativa –no como modelo social, sino como proyecto de vida, de modificación
de lo existente–; sin tener esta alternativa en la cabeza, no queda más que
aceptar este mundo.
De hecho, en la
actualidad, para hacernos aceptar esta sociedad, la propaganda dominante ya
casi no usa los argumentos del orden justo, aceptados en base a los sacrosantos
principios de la propiedad, del derecho, de la moral (la suya, evidentemente),
sino que dice más simplemente y sin adornos: no existe otra cosa. Por lo tanto,
dado que no existe otra cosa, porque o ha terminado ya en la basura de la
historia o es impracticable, entonces no queda más que resignarse y aceptar
esta sociedad. Esta condición, más que ser una condición de consenso,
entendiendo consenso como un asentir consciente, directo y libre a determinadas
situaciones, a determinados acuerdos, es la de un consenso por defecto, esto
es, un no-disenso: se vive en esta sociedad simplemente porque no se consigue
imaginar y practicar cualquier cosa diferente. (Y esto nos remite nuevamente al
discurso inicial sobre la diferencia entre libre acuerdo –condición de
reciprocidad– y leyes – condición de jerarquía).
Todo lo que esta sociedad
vende como Progreso, como metas a
alcanzar, es cada vez más manifiestamente impresentable, porque los desastres
producidos por este modo de vida (en forma de opresiones, de hambrunas, de
catástrofes enmascaradas como naturales pero en realidad profundamente
sociales) están ante los ojos de todos. El poder mismo, esa megamáquina en la
que la política, la economía, la burocracia, el comando militar se confunden,
apuesta hoy por un discurso catastrofista: el mundo se dirige al desastre evidente,
pero dado que somos nosotros quienes lo hemos creado –nos dicen los expertos pagados para serlo–, somos
también los únicos poseedores de la clave para resolverlo. Así, dentro de este
baile inmóvil de disfraces sociales y de remedios artificiales, a su vez
portadores de nuevos desastres, la imaginación se congela, se coloniza; ninguna
alternativa es posible y por lo tanto todo continúa mediante consenso negativo,
por no-disenso. Pero evidentemente no todos estamos de acuerdo con estas
reglas.
Si nos tomamos al pie de
la letra la ideología dominante, la liberal, se nos dice que el vivir social es
el resultado de un contrato estipulado del que no se sabe bien ni el cuándo ni
el por quién, en cualquier caso, por generaciones anteriores, ante el que las
generaciones presentes no pueden hacer otra cosa que adaptarse: esto ya es más
bien indicativo del modo de concebir los acuerdos, establecidos una vez no se
sabe bien el por quién y que después debería vincular (la ley, precisamente) el
resto del tiempo a todas las generaciones futuras de la humanidad. En todo
caso, estas estupideces las contaron también filósofos bastante acreditados y
por tanto se dice, este “ser”
impersonal que es todos y nadie, que esta sociedad es fruto de un contrato.
Ahora bien, es evidente
que cuando existen millones de individuos (porque siempre hay que pensar con un
ojo puesto en el planeta y en la historia, desde el momento en que el Poder
quiere empujarnos a pensar en un eterno presente que no tiene ninguna referencia
con el pasado y, sobre todo, nos cierra los ojos ante el funcionamiento del
modelo democrático a escala planetaria) a quienes se les niega incluso el
mínimo vital, este contrato social es una tomadura de pelo asesina. Cuando se
habla de democracia, no hay que tener presente solo la televisión, las compras
de Navidad, los coches nuevos y las consecuencias que todo esto implica a nivel
social y psicológico; hay que tener presente también los campos de trabajo
forzado en Indochina, el hambre de las poblaciones del sur del mundo, las
guerras sembradas por todo el planeta, porque todo esto es la periferia de
nuestras ciudadelas democráticas. El mismo orden capitalista democrático que
asegura a determinados súbditos, en vistas a un determinado desarrollo político,
económico, burocrático, un cierto modo de vivir, impone a otros que se pudran en
las reservas, en los guetos.
Si nos metemos en el
asunto de tomar al pie de la letra esta ideología del contrato social –del que
las diferentes teorías ortopédicas son el simple corolario– se hace evidente
entonces que para quien no tiene de qué vivir, para quien ni siquiera es
considerado ciudadano, porque no tiene los documentos en regla, porque no le
dejan pasar en las fronteras, para quien es forzado a condiciones de
clandestinidad, de invisibilidad social, para mujeres y hombres como estos (y
hoy son millones), el presunto contrato ha sido violado para siempre, en el
momento en que no garantizan ni siquiera los medios de subsistencia. Ahora
bien, incluso filósofos que eran de todo menos libertarios, de todo menos
partisanos de la emancipación individual y social, sostenían que cuando un
contrato se viola unilateralmente, quien sufre los efectos tiene todo el
derecho de ir y tomar esos bienes, esas riquezas, esas condiciones que le han
sustraído; si no tiene ningún acceso a este mundo de la propiedad es necesario
y justo que ataque ese mundo alargando las manos sobre las riquezas, es decir,
robando.
Dentro de esta sociedad,
aunque el problema parezca numéricamente poco consistente, porque son pocos en
términos generales a los que se recluye, el chantaje de la cárcel pesa sobre
millones de individuos. La supervivencia se hace cada vez más precaria, basta
pensar en las razones concretas por las que la mayor parte de ellos acaba en la
cárcel procesados y después condenados y recluidos; se trata, en su gran
mayoría, de pequeños delitos, hurtos, tráfico que un ordenamiento legislativo
diferente podría no considerar como delitos mañana, y así cancelar de un solo
golpe todo aquello que durante décadas ha sido considerado crimen. Y esto
hablando de la universalidad de los principios que deberían valer en cualquier
lugar y en cualquier época. Las razones sociales del crimen son tan evidentes,
que los reformadores del Estado deben hacer cómo que hacen algo.
Existe una diferencia
profunda entre la perspectiva de abolir la cárcel en esta sociedad, cosa que
significaría reforzar el dominio dando un toque de respetabilidad a un orden
social profundamente autoritario, y la de destruirlo –lo que significa: destruir todas las condiciones sociales que
la hacen necesario. Esto es una cosa completamente diferente.
Paradójicamente, la única perspectiva no utópica no es la de pensar que pueda
existir el dinero sin el hurto, el poder sin las revueltas, la colonización sin
la resistencia; es la de subvertir desde
la raíz las condiciones que hacen todo esto necesario, suprimir las clases y
derrocar todos los Estados.
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