Emma Goldman:
¿Debe el niño ser considerado
como una individualidad, o como un objeto a ser moldeado de acuerdo al antojo y
capricho de cada quién? Esta parece ser la pregunta más importante a responder
por padres y educadores. Y si es que el niño ha de crecer desde dentro, si es
que a todo lo que ansíe expresión le será permitido salir a la luz del día; o
si es que ha de ser amasado como masilla por fuerzas externas, eso depende de
la respuesta adecuada a esta pregunta vital.
El anhelo de los mejores y más nobles de nuestros tiempos hace a las más
fuertes individualidades. Todo ser sensible aborrece la idea de ser tratado
como mera máquina o como mero loro de lo convencional y lo respetable, el ser
humano ansía el reconocimiento de sus semejantes.
Debe tenerse en mente que es por el canal del niño que el desarrollo de
la persona madura debe pasar, y que las ideas presentes de la educación o
entrenamiento de éste en la escuela y la familia — incluso la familia del
liberal o el radical — son tales que sofocan su crecimiento natural.
Toda institución de nuestros días, la familia, el Estado, nuestros
códigos morales, ve en cada personalidad fuerte, bella, sin compromisos, un
enemigo mortal; por ende se hace todo
esfuerzo por coartar la emoción y la originalidad de pensamiento humano en el
individuo con una camisa de fuerza desde su más temprana infancia; o se le da
forma a todo ser humano de acuerdo a un patrón; no una individualidad integral,
sino una de paciente esclavo del trabajo, un autómata profesional, un ciudadano
que paga sus impuestos, o un recto moralista. Si uno, no obstante, se encuentra
con la espontaneidad real (que, por cierto, es un rasgo raro) eso no se debe a
nuestro método de crianza o educación del niño: la personalidad a menudo se
afirma a sí misma, independiente de las barreras oficiales y familiares. Un
descubrimiento como ese debe ser celebrado como un evento inusual, ya que los
obstáculos puestos en el camino del crecimiento y el desarrollo del carácter
son tan numerosos que se ha de considerar un milagro si retiene su fuerza y
belleza y sobrevive a los diversos intentos de incapacitar aquello que le es
más esencial.
Ciertamente, aquel que se ha liberado de las cadenas de la irreflexión y
la estupidez comunes y corrientes; aquel que puede pararse sin muletas morales,
sin la aprobación de la opinión pública —la pereza privada, le llamó Friedrich
Nietzsche— puede bien entonar un canto alto y voluminoso de independencia y
libertad; ha obtenido el derecho a ello con fieras y ardientes batallas. Estas
batallas comienzan ya a la más delicada edad.
El niño muestra sus tendencias individuales en sus juegos, en sus
preguntas, en su asociación con las personas y las cosas. Pero debe luchar con
la perpetua interferencia externa en su mundo de pensamiento y emoción. Que no
debe expresarse en armonía con su naturaleza, con su personalidad creciente.
Que debe convertirse en cosa, en objeto. Sus preguntas encuentran respuestas estrechas,
convencionales, ridículas, en su mayor parte basadas en falsedades; y, cuando,
con grandes, curiosos e inocentes ojos, desea contemplar las maravillas del
mundo, quienes le cuidan cierran rápidamente las ventanas y las puertas, y
mantienen a la delicada planta humana en una atmósfera de invernadero, donde no
puede ni respirar ni crecer libremente.
Zola, en su novela Fecundidad,
mantiene que grandes grupos de personas le han declarado la muerte al niño, han
conspirado contra el nacimiento del niño, —una imagen horrible ciertamente-,
pero la conspiración ingresada por la civilización contra el crecimiento y la
formación del carácter me parece por lejos más terrible y desastrosa, debido a
la lenta y gradual destrucción de sus cualidades y rasgos latentes y el efecto
estupefaciente e incapacitante por lo tanto sobre su bienestar social.
Ya que todo esfuerzo en nuestra vida educativa parece estar dirigida
hacia hacer del niño un ser extraño a sí mismo, debe por necesidad producir
individuos extraños los unos con los otros, y en perpetuo antagonismo los unos
con los otros.
El ideal del pedagogo promedio no es un ser completo, íntegro, original;
en vez, busca que el resultado de su arte de la pedagogía sean autómatas de
carne y sangre, para adecuarse mejor al molino de la sociedad y al vacío y la
insipidez de nuestras vidas. Todo hogar, escuela, colegio y universidad está
por el utilitarismo seco y frío, que rebalse el cerebro del pupilo con tremenda
cantidad de ideas, traspasadas desde generaciones pasadas. “Hechos y datos”, como les llaman, constituyen mucha información,
suficiente tal vez como para mantener toda forma de autoridad y para crear
mucho temor reverencial por la importancia de la posesión, pero esto no es más
que un gran retardo en la comprensión real del alma humana y su lugar en el
mundo.
Verdades muertas y olvidadas hace mucho tiempo, ideas del mundo y sus
pueblos, cubiertas de moho, incluso en los tiempos de nuestras abuelas, se
machacan en las cabezas de nuestra generación joven. El cambio eterno, la
miríada de variaciones, la innovación continua son la esencia de la vida. La
pedagogía profesional nada sabe de ello, los sistemas de educación son
ordenados en archivos, clasificados, y numerados. Carecen de la semilla fuerte
y fértil que, al caer en rico suelo, les haga crecer hacia grandes alturas,
están desgastados y son incapaces de despertar la espontaneidad del carácter.
Instructores y maestros, con almas muertas, operan con valores muertos. La
cantidad es forzada para reemplazar a la calidad. Las consecuencias por lo
tanto son inevitables.
En la dirección que uno mire, buscando ansiosamente por seres humanos
que no midan las ideas y las emociones con la vara de la propia conveniencia,
se encuentra uno con los productos de la instrucción de ganado en vez de con
los resultados de espontáneas e innatas características formándose a sí mismas
en libertad.
“Ningún rastro veo ahora de la voluntad del
espíritu. Es instrucción, nada más.”
Estas palabras del Fausto se
adecuan a nuestros métodos de pedagogía perfectamente. Tomemos, por ejemplo, la
manera en que la historia se enseña en nuestras escuelas. Veamos cómo los
eventos del mundo se vuelven presentaciones baratas de títeres, donde unos
pocos tira-cuerdas se supone que dirigieron el curso del desarrollo de todo la
especie humana.
Y la historia de nuestra propia nación! ¿Acaso no fue escogido por la Providencia que fuese la nación líder
sobre la tierra? ¿Y acaso no está en lo alto de las montañas por sobre las
otras naciones? ¿No es acaso la joya del océano? ¿No es acaso incomparablemente
virtuosa, ideal y valiente? El resultado de tal enseñanza ridícula es un soso y
superficial patriotismo, cegado de
sus propias limitaciones, con testarudez de toro, completamente incapaz de
juzgar las capacidades de otras naciones. Así es como se castra el espíritu de
la juventud, se sofoca por medio de una sobre-estimación del valor propio. No
sorprende entonces que la opinión pública pueda ser manufacturada tan
fácilmente.
“Alimento pre-digerido” debiese estar inscrito en toda sala de aprendizaje como advertencia a
todos quienes no deseen perder su personalidad y su sentido original de juicio,
quienes, en vez, estarían contentos con una gran cantidad de conchas vacías y
superficiales. Eso debería ser suficiente como reconocimiento a los múltiples
obstáculos puestos en el camino de un desarrollo mental independiente del niño.
Igualmente numerosas, y no menos importantes, son las dificultades que
confronta la vida emocional de los jóvenes. ¿No debe uno suponer que los padres
deban estar unidos a los niños por las más tiernas y delicadas cuerdas? Debería
uno suponerlo; sin embargo, triste como es, es, no obstante, cierto, que los
padres son los primeros en destruir las riquezas internas de sus niños.
Las Escrituras nos dicen que Dios creó
al Hombre a Su imagen y semejanza, lo que por ningún motivo ha sido un
éxito. Los padres siguen el mal ejemplo de su amo celestial; hacen todo esfuerzo por dar forma y moldear al niño
de acuerdo a su imagen. Se aferran tenazmente a la idea de que el niño es mera
parte de ellos mismos, una idea tan falsa como injuriosa, y que solo aumenta la
incomprensión del alma del niño, y de las necesarias consecuencias de la
esclavitud y la subordinación.
Tan pronto como los primeros rayos de conciencia iluminan la mente y el
corazón del niño, comienza instintivamente a comparar su propia personalidad
con la personalidad de quienes lo cuidan. ¿Cuántos riscos duros y fríos
encuentra su gran mirada curiosa? Pronto se enfrenta con la dolorosa realidad
de que está aquí solo para servir de materia inanimada para padres y
guardianes, cuya autoridad sola le da molde y forma.
La terrible lucha de la mujer y el hombre pensantes contra las
convenciones políticas, sociales y morales debe su origen a la familia, donde
el niño es siempre obligado a batallar contra el uso interno y externo de la
fuerza. Los imperativos categóricos: ¡Tú
has!, ¡tú debes!, ¡esto es correcto!, ¡eso es incorrecto!, ¡esto es cierto!, ¡eso
es falso! caen como violenta lluvia sobre la cabeza rudimentaria del joven
ser y le imprime en sus sensibilidades que debe postrarse ante las largamente
establecidas y duras nociones de los pensamientos y las emociones. Sin embargo
las cualidades e instintos latentes buscan afirmar sus propios métodos
peculiares de encontrar la base de las cosas, de distinguir entre lo que
comúnmente se denomina incorrecto,
verdadero o falso.
Se inclina a ir por su propio camino, ya que está compuesto de los
mismos nervios, músculos y sangre, tal como aquellos que asumen dirigir su
destino. No puedo entender cómo esperan los padres que sus niños crezcan para
ser espíritus independientes, auto-suficientes, cuando hacen todo esfuerzo por
abreviar y limitar las diversas actividades de sus hijos, el plus en cualidad y carácter, que
diferencia a su prole de sí mismos, y en virtud de la cual son portadores
eminentemente equipados de ideas nuevas y vigorizantes. Un árbol joven y
delicado, que está siendo recortado y podado por el jardinero para darle una
forma artificial, nunca alcanzará la majestuosa altura y la belleza que cuando
se le deja crecer en su naturaleza y libertad.
Cuando el niño alcanza la adolescencia, se encuentra, sumado a las
restricciones del hogar y la escuela, con inmensa cantidad de tradiciones
rígidas de la moral social. Las ansias de amor y sexo se topan con la
ignorancia absoluta de la mayoría de los padres, quienes lo consideran algo indecente e inapropiado, algo vergonzoso,
casi criminal, a ser reprimido y combatido como una enfermedad terrible. El amor y
los tiernos sentimientos en la joven planta se tornan en vulgaridad y ordinariez por
la estupidez de quienes le rodean, de modo que todo lo lindo y bello es o bien
aplastado por completo o escondido en las profundidades más internas, como un gran pecado, que no osa enfrentar la
luz.
Lo más asombroso es el hecho de que los padres se privarán de todo,
sacrificarán todo por el bienestar físico del niño, se desvelarán por las
noches y temerán agonizantes cualquier mal físico de su amado; pero seguirán
fríos e indiferentes, sin la más leve comprensión de las ansias del alma y los
anhelos de su niño, ni oyendo ni queriendo oír el fuerte llamado del joven
espíritu que demanda reconocimiento. Por el contrario, sofocarán la bella voz
de la primavera, de una nueva vida de belleza y el esplendor del amor; pondrán
el largo y esbelto dedo de la autoridad sobre la tierna garganta y no
permitirán desahogo al plateado canto del crecimiento individual, de la belleza
del carácter, de la fuerza del amor y la relación humana, que por sí solos
hacen que la vida valga la pena vivirla.
Y sin embargo estos padres imaginan que quieren lo mejor para su niño, y que yo sepa, algunos realmente lo
quieren; pero lo mejor significa la muerte y el deterioro para el brote en
desarrollo. Después de todo, no están más que imitando a sus propios amos en
los asuntos de Estado, comercial, social, y moral, reprimiendo por la fuerza
todo intento independiente de analizar los males de la sociedad y todo sincero
esfuerzo hacia la abolición de estos males; nunca capaces de asir la eterna
verdad de que todo método que emplean sirve como el mayor ímpetu por hacer
nacer un mayor anhelo por la libertad y un fervor más profundo por luchar por
ello.
Esa compulsión está destinada a despertar la resistencia, todo padre y
maestro debiese saberlo. Gran sorpresa se expresa ante el hecho de que la
mayoría de los niños de padres radicales o bien se oponen a las ideas de éstos,
muchos de ellos circulando los viejos y anticuados caminos, o son indiferentes
a los nuevos pensamientos y enseñanzas de regeneración social. Y sin embargo
nada hay de inusual en ello. Los padres radicales, aunque emancipados de la
creencia de apropiación del alma humana, aún se aferran tenazmente a la idea de
que son dueños del niño, y de que
tienen el derecho de ejercer su autoridad
sobre el niño. De modo que se disponen a moldear y formar al niño de
acuerdo a su propia concepción de lo que es correcto e incorrecto, forzando sus
ideas en él con la misma vehemencia que usa el padre católico promedio. Y, con
esto último, sostienen la necesidad ante el joven de “hacer lo que te digo y no lo que yo hago”. Pero la mente
impresionable del niño se da cuenta pronto que las vidas de sus padres están en
contradicción con las ideas que representan; que, como el buen cristiano que
fervientemente reza los días domingo, pero sigue rompiendo los mandamientos del
señor el resto de la semana, el padre radical
acusa a Dios, al clérigo, la iglesia, el gobierno, la autoridad
doméstica, pero sigue ajustándose a la condición que aborrece. Así también, el
padre librepensador puede jactarse orgulloso de que su hijo de cuatro años
reconoce la imagen de Thomas Paine o de Ingersoll, o que sabe que la idea de
Dios es estúpida. O el padre social-demócrata puede señalar a su pequeña niña
de seis años y decir, “¿quién escribió el
Capital, querida?”, “¡Karl Marx,
papá!” O la madre anarquista puede hacer saber que el nombre de su hija es
Louise Michel, Sophia Perovskaya, o que puede recitar los poemas
revolucionarios de Herwegh, Freiligrath, o de Shelley, y que señalará los
rostros de Spencer, Bakunin o Moses Harmon en todo lugar.
Estas no son exageraciones; son tristes realidades que he encontrado en
mi experiencia con padres radicales. ¿Cuáles son los resultados de tales
métodos de inclinación de la mente? Lo siguiente es la consecuencia, y no muy
poco frecuente, tampoco. El niño, alimentado de ideas unilaterales,
establecidas y fijas, pronto se agota de volver a tocar las creencias de sus
padres, y sale en busca de nuevas sensaciones, no importa cuán inferior y
superficial pueda ser la nueva experiencia, la mente humana no soporta lo mismo
y la monotonía. Entonces ocurre que el niño o la niña, sobre-alimentado de
Thomas Paine, caerá en los brazos de la iglesia, o votará por el imperialismo
solo por escapar del determinismo económico y del socialismo científico, o
abrirá una fábrica de blusas y se aferrará a su derecho de acumular propiedad,
solo para hallar consuelo del anticuado comunismo de su padre. O la niña se
casará con el primer hombre, mientras pueda mantenerse, solo para arrancar de
la charla perpetua de la variedad.
Tal condición de los asuntos puede ser muy doloroso para padres que
desean que sus hijos sigan su camino, pero yo lo veo como fuerzas psicológicas
muy refrescantes y alentadoras. Son la más grande garantía de que la mente
independiente, al menos, resistirá siempre a toda fuerza externa y extraña
ejercida sobre el corazón y la cabeza humanas.
Algunos preguntarán, ¿qué hay de las naturalezas débiles, no deben ser
protegidas? Sí, pero para poder hacerlo, será necesario darse cuenta de que la
educación de los niños no es sinónimo de la instrucción y entrenamiento de
ganado. Si la educación ha de significar realmente algo, debe insistir en el
libre crecimiento y desarrollo de las fuerzas y tendencias innatas del niño.
Solo de este modo podemos esperar al
individuo libre y eventualmente también a una comunidad libre, que habrá
de hacer que la interferencia y la coerción del crecimiento humano sea
imposible.
Emma Goldman
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