Humberto Santos Bautista
El Sur, periódico de
Guerrero
Publicado en noviembre 02
de 2015.
Reproducido el sábado 24
de septiembre de 2016
Guerrero, México
Ayotzinapa es ya un parte-aguas en la historia de México, y ya
nada será igual ni para Guerrero ni para el país. Lo que pasa en Guerrero es
inédito y las lecturas equivocadas que se hacen pueden ahondar la crisis. Por
eso es que me parece que Guerrero ya no cabe en la ortodoxia política, jurídica
ni pedagógica.
En una de las bardas de la
puerta de entrada de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos
–paradigmáticamente a la izquierda–, puede leerse una leyenda: “Ayotzinapa,
cuna de la conciencia social”, que nos recuerda a los educadores cuál
es la esencia de la tarea de educar: “crear
conciencia”, si por tal cosa se entiende el darse cuenta del papel que nos
toca desempeñar en el contexto en que vivimos, es decir, saber leer las
circunstancias de la complejidad de un mundo que ya no cabe en las aulas
escolares, ni en los marcos teóricos ortodoxos y descontextualizados que se
imponen en los discursos hegemónicos de la academia. En ese sentido, Ayotzinapa
–representada sobre todo, por las madres y los padres de familia de los 43
estudiantes desaparecidos y los alumnos de esa normal rural–, le han dado una
gran lección cívica y de dignidad a Guerrero y al país, en la exigencia de
justicia y la búsqueda de la verdad, principios esenciales para refundar las
instituciones del Estado y poder revertir su deterioro.
Los familiares de los
jóvenes desaparecidos de Ayotzinapa han superado la pedagogía del miedo y nos
han enseñado caminos inéditos hacia una nueva pedagogía de la resistencia. ¿Que se entenderá por educación si no
se tiene la capacidad de mirar esta pedagogía inédita que ha propiciado que los
ojos del mundo hayan volteado como nunca en la historia a este lugar olvidado
del sur de México? Por eso, los padres de los 43 estudiantes desaparecidos y
los estudiantes de la Normal, representan, de una o de otra manera, la cara de
dignidad que le queda a este país; y en contraste, la reacción del gobierno pidiendo
que se dé vuelta a esta página negra en la historia de México, no es más que un
síntoma de la decadencia de un régimen que ya no tiene argumentos para explicar
el por qué no ha sido capaz de cumplir con la obligación primaria que
constitucionalmente tiene: la de dar
seguridad y la de impartir justicia a los ciudadanos para poder vivir en paz.
La ineptitud del gobierno sólo es comparable con sus niveles de corrupción que
tienen casi en la ruina a las instituciones.
En ese marco, Ayotzinapa
se ha convertido ya en un símbolo de la resistencia cultural, porque es un
llamado a defender la vida y a detener
la barbarie. Los padres y madres de familia –acompañados de los estudiantes
de la Normal, maestros y maestras de la CETEG y de los organismos de derechos
humanos–, son las voces del silencio que le devuelven la esperanza a toda una
nación, porque nos han hecho recordar que la patria es de todos y que no
podemos seguir mirando pasivamente cómo una clase política insensible,
enquistada en el poder pero terriblemente frívola e inepta en situaciones de
emergencia, deshace a la nación entre sus manos.
Las batallas que durante dos
años han librado los padres de los 43 jóvenes estudiantes desaparecidos de
Ayotzinapa, acompañados de sus compañeros normalistas, en condiciones
terriblemente adversas, debiera de ser razón suficiente para que todos entendiéramos
que en Guerrero necesitamos reescribir nuestra historia, marcada por el
desprecio, el abandono y la impunidad, para empezar a replantear nuestros
problemas y diseñar nuestra propia agenda política y educativa, que reivindique
el derecho del pueblo guerrerense a vivir con justicia y dignidad. Esa es la
única forma de honrar nuestra historia caracterizada por un pasado luminoso y
realizar las esperanzas diferidas durante décadas.
En ese contexto, me parece
que Ayotzinapa se ha convertido en el corazón
de la resistencia cultural y el pathos de la indignación sigue sacudiendo a
la conciencia nacional y mundial, porque las
voces que exigen justica siguen vivas y ya no se podrán archivar como
expediente muerto. Eso es lo que la llamada clase política, la partidocracia
y algunos que otros medios oficiosos e intelectuales orgánicos, parece que no
son capaces de entender, todavía. Les cuesta mucho leer y, sobre todo,
entender, el contexto de Guerrero, y por ello, no se termina por asimilar que Ayotzinapa es un parteaguas en la historia
de México, y que ya nada será igual ni para Guerrero ni para el país. Lo
que pasa en Guerrero es inédito y las lecturas equivocadas que se hacen pueden
ahondar la crisis. Por eso es que me parece que Guerrero ya no cabe en la
ortodoxia política, jurídica ni pedagógica. El paradigma no derrota al
paradigma y la experiencia histórica pareciera demostrar que esos marcos de
entendimiento –el de pretender explicar a Guerrero sólo en los marcos de la
ortodoxia–, han tenido un costo social muy alto para todos, incluidos los que
ejercen el poder. ¿Algún jurista que se respete podría afirmar que somos “un Estado de derecho”? ¿Los doctos en
ciencia política podrían definir a Guerrero como “una sociedad democrática”? ¿Los pedagogos podrían explicar cómo es
que teniendo una alta producción de profesores no hemos podido trascender el
rezago educativo? Para responder a estos desafíos, necesitamos, como dice Edgar
Morín, reformar el pensamiento y reformar la educación de manera radical.
En Guerrero se ha
agraviado a la parte más sensible, la que tiene que ver con la educación, y eso
es lo que me parece que el gobierno no entiende que no entiende, y en ese
sentido, les haría bien una relectura de una frase sencilla de Mario Benedetti,
que dice: “Hay dos formas de crear conciencia política: una es por el hambre y la
otra es por la educación”.
Lo que parece que no se ha
entendido es que los padres y madres de los 43 estudiantes desaparecidos han
empezado la tarea de educar para ayudarnos a crear esa conciencia social.
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