Miguel Amorós
Texto inédito de Miquel
Amorós en el que se tratan temas antaño muy comunes como los Sindicatos Únicos,
los Consejos de Fábrica y los Consejos Obreros.
Para la charla en el
Ateneo Popular de Alcorcón (Madrid), 28 de febrero de 2015.
Red Latina sin fronteras
Publicado: 21 julio, 2016
La cuestión de la autonomía
ha estado ligada a las primeras manifestaciones históricas de la clase obrera.
Por autonomía se entendía la independencia del movimiento obrero respecto de
otras clases, especialmente de las facciones radicales de la burguesía que
intentaban servirse de él como fuerza de choque para alcanzar sus objetivos
particulares. Significaba pues, auto-actividad, autoorganización,
auto-orientación política y económica. La Asociación Internacional de
Trabajadores fue la primera organización que plasmó la autonomía obrera en su
divisa: “la emancipación de los trabajadores
será obra de ellos mismos”. Sin embargo, la manera con que concretar dicha
autonomía dividió a la Internacional en dos bandos: los “marxistas”, partidarios de la lucha parlamentaria y la autoridad
central, y “bakuninistas”, enemigos
de la política y de cualquier autoridad, rechazando colaborar con ningún
movimiento político “que no tuviera por
fin inmediato y directo la emancipación total de los trabajadores”. La
derrota de La Comuna de París acentuó estas diferencias, determinando una
separación entre acción política y lucha económica; para los socialdemócratas
marxistas era prioritaria la primera, y para los anarquistas bakuninianos, los
preparativos revolucionarios catapultándose en la segunda. La preponderancia
socialdemócrata, p. e. en Alemania, se tradujo en la formación de partidos
obreros a cuyas tácticas electorales debían supeditarse las uniones o
sindicatos, mientras que allá donde se impuso la influencia anarquista, p. e.
en España, las asociaciones obreras empleaban tácticas antipolíticas. Por un
lado, el voto en busca de reformas graduales y la mediación política de los
conflictos; por el otro, el federalismo, la acción directa y la huelga
insurreccional apuntando hacia metas revolucionarias. La socialdemocracia se
consideraba la vanguardia dirigente del proletariado y en su mayoría aspiraba a
la conquista del Estado burgués de forma escalonada, por etapas, gracias a un
movimiento fuertemente organizado, centralizado y disciplinado. Al final, un
capitalismo burocrático de Estado enmascarado como socialismo. En el extremo
opuesto, los anarquistas no podían imaginar una liberación dentro del Estado y
gracias a él: “Estado significa
dominación, y cualquier dominación supone sujeción de las masas y, por
consiguiente, explotación en provecho de una minoría gobernante cualquiera”
(Bakunin). El anarquismo societario se orientaba en cambio hacia un movimiento
sin estados mayores y con un alto grado de espontaneidad, aspirando a implantar
directamente, sin transiciones ni intermediarios, un régimen social igualitario
no estatal basado en la federación libre de sociedades de productores. Un
comunismo libertario. El concepto de Productor u obrero libre emergía en
aquellos tiempos frente al de Asalariado o esclavo del capital.
El sindicalismo revolucionario fue una corriente doctrinal que
reivindicaba la independencia de los sindicatos en relación con los partidos, y
propugnaba la lucha sindical como la única específicamente obrera. Nació en
Francia con la creación de la Federación de las Bolsas de Trabajo en 1892 y de
la CGT en 1895, siendo una reacción contra la desunión que provocaban los
partidos y contra la subordinación de la lucha social a la contienda
parlamentaria. Fue pues un intento de conseguir la unidad de la clase por
encima de cualquier ideología recurriendo a los sindicatos, órganos que no
solamente habían de consagrarse a la lucha económica y al control obrero, sino
que se habían de convertir en instrumentos de formación social y de gestión de
la producción en el periodo posrevolucionario. El sindicalismo revolucionario
no negaba la acción política, sino que se separaba de ella; sus tácticas eran
la acción directa contra la clase patronal, el boicot, el sabotaje y la huelga
general, gracias a la cual debutaría el proceso revolucionario. Los sindicatos,
hasta entonces simples organismos de defensa, ya no eran contemplados solamente
como bastiones contra la explotación, sino como motores de la revolución y
constructores de la nueva sociedad. Sin embargo, la marea nacionalista de 1914
sumergiría a los sindicatos, que no se opondrían a la movilización militar ni a
la guerra. Eso comportaría el fin del sindicalismo revolucionario como
tendencia mayoritaria en Francia, pero en España dio un paso hacia adelante: la
CNT mantendría una actitud antimilitarista y adoptaría una estructura sindical
descentralizada apoyada en federaciones locales y sindicatos únicos, a la
manera de la IWW americana, que abarcaban todos los oficios de una industria
determinada. En el Congreso de La Comedia de 1921 tomaría el comunismo
libertario como finalidad. En posteriores reuniones acordaría no adherirse a la
Internacional Sindical Roja promovida por los bolcheviques y prohibir el
desempeño de cargos a militantes afiliados a partidos. Quedaba constituido lo
que más tarde recibiría el nombre de anarcosindicalismo. Los intentos de cambio
en el Congreso reorganizador de El Conservatorio, en 1931, encontraron una
fuerte oposición por parte de los sectores anarquistas. La moción de
intervención política y la conversión de los sindicatos en federaciones de
industria a escala estatal despertaron una fuerte oposición interna, llevando
la CNT a la escisión, que no fue superada hasta el Congreso de Zaragoza, mayo
de 1936, a costa de mutuas concesiones de las partes enfrentadas. La guerra
civil revolucionaria confirmaría el carácter constructivo y administrativo de
los sindicatos, verdaderos organismos unitarios de la clase obrera tras las
alianzas UGT-CNT, pero desmentiría su antimilitarismo y su apoliticismo: la
burocracia sindical, secundada por la burocracia ideológica anarquista, actuaría como un auténtico partido
patriótico, llevando la clase obrera al desastre.
Si bien la necesidad de organizarse eficaz y libremente no encontraba
trabas insalvables en los países democráticos, en los países absolutistas como
Rusia las sociedades obreras estaban condenadas a la clandestinidad, desde
donde no podían ejercer demasiada influencia. Los sindicatos no resultaban
prácticos, puesto que la mayoría de los trabajadores quedaban al margen.
Durante el movimiento insurreccional de 1905, la clase obrera creó
espontáneamente en San Petersburgo un organismo nuevo, unitario, donde
confluían todas las corrientes proletarias, dándose la tarea de transformar las
masas de huelguistas en tropas de combate: el Consejo de Delegados Obreros o
Soviet. El soviet era la organización que respondía a necesidades ofensivas;
significaba que los obreros, la mayoría sin organizar, habían pasado al ataque.
Era “la forma natural y espontánea de
toda gran acción revolucionaria del proletariado”, resultado de una huelga
de masas, en palabras de Rosa Luxembourg (hoy diríamos huelga salvaje). La
huelga de masas se diferenciaba de la huelga general de los sindicalistas revolucionarios
por su espontaneidad, pues no nacía de una convocatoria, y el papel fundamental
era desempeñado por los obreros no organizados, no por los sindicalistas. Los
partidos y los sindicatos más bien eran arrastrados por el impulso
revolucionario, muy a su pesar. Al constituirse el Consejo y dedicarse éste a
organizar la vida social en todos sus ámbitos, se pasaba de la economía a la
política y, a poco que la huelga salvaje adquiriese visos de batalla en regla,
se pasaba de la política a la revolución. Así pues, los Consejos representaban
intereses colectivos que iban mucho más allá de los económicos. Eran organismos
autónomos del proletariado, pero no representaban a los obreros en función de
un oficio, una profesión o un trabajo determinado, sino como miembros de una
clase. Eran órganos democráticos revolucionarios de clase, la plasmación de la
autonomía obrera en el momento ofensivo, cuando el proletariado se aprestaba a
vencer a sus enemigos y se preparaba para dirigir la producción y administrar
la sociedad prescindiendo de los patronos y de los representantes del Estado.
En 1917, la situación revolucionaria rusa puso de nuevo en escena a los
Consejos Obreros, a los que se añadían Consejos de Campesinos, de Marineros y
de Soldados. Evidentemente no surgían para modificar el mercado laboral
elevando el precio de la fuerza de trabajo, sino para ocupar el lugar de los
ayuntamientos, de los parlamentos y del resto del aparato estatal. Encarnan la
forma de la revolución, a la que ningún partido ni ningún sindicato podían
representar. Son su expresión de masas inmediata. En la medida en que la
victoria no era segura, su posición resultaba inestable y, tal como sucedió en
1918 en Alemania y Hungría, donde el peso de la socialdemocracia era
considerable, los Consejos viraron hacia posturas conservadoras que les
auto-limitaron y al final provocaron su disolución. En tanto que instrumentos
de la destrucción del capitalismo se alineaban contra los sindicatos, quienes
con afán de supervivencia se aferraban a los esquemas de negociación burgueses.
Los sindicatos habían sido creados en una época de expansión capitalista y
formaban parte del orden institucional, donde abrevaba una burocracia sindical
con intereses semejantes a los de la burguesía. Al entrar en crisis el
capitalismo, su papel defensivo y regulador dejó de cumplimentarse, puesto que
para el proletariado no se trataba de reforzarse dentro del capitalismo, sino
de acabar con él. Entonces, ante la dimisión general de los sindicatos, junto
con las huelgas salvajes y las ocupaciones aparecieron otras maneras de
organizarse como las asambleas de huelguistas, los comités de fábrica y las
coordinadoras. Pronto dichas formas desbordaron el marco económico y actuaron
políticamente, con la consiguiente oposición de la burocracia sindical y
partidista. En una fase organizativa superior, tales estructuras dieron lugar a
los Consejos Obreros. No obstante, toda revolución que permite subsistir formas
anteriores de poder estatal o que deja constituirse formas nuevas, cava su
propia tumba. En Alemania, la socialdemocracia supo paralizar la dinámica
consejista para después apartarse, posibilitando la supresión de los consejos
por medios policiales y militares. En Rusia, los bolcheviques pusieron en pie
un aparato policial y un ejército que marcando distancias, facilitó el
desarrollo de una burocracia político-estatal destinada a domesticar y
convertir en elemento decorativo a todo el sistema consejista, no sin ahogar en
sangre los consejos que se resistieron, como los de Kronstadt y los del Sur de
Ucrania (makhnovistas). En España, en 1936, los sindicatos únicos desempeñaron
el mismo papel que los Consejos en lo relativo a la defensa de la revolución,
la producción y administración. La consigna “Todo
el poder a los sindicatos” era la traducción del lema ruso “Todo el poder a los soviets”. A pesar
de todo, la revolución española no desmanteló el Estado burgués sino que trató
de utilizarlo para consolidarse, viéndose forzada a una renuncia tras otra, con
la agravante de alimentar una burocracia obrera que se convirtió en uno de los
factores principales de su derrota. Cuando se desencadena la contrarrevolución,
o sea, cuando el Estado recobra fuerzas, tanto el terreno de los Consejos como
el de los sindicatos revolucionarios se contrae, puesto que no han podido o
sabido forjar una fuerza capaz de contenerlo y anularlo. Tras un corto periodo
decadente, donde se trasforman en organismos técnicos de mediación y cogestión,
unos y otros desaparecen.
A menudo se ha confundido Consejo Obrero con Consejo de Fábrica, dos
realidades completamente diferentes. El Consejo de Fábrica surgió durante el
movimiento de ocupaciones de marzo de 1921, en Turín, en tanto que organismo
encuadrando a los obreros en su lugar de trabajo por encima de los sindicatos.
Existía el precedente similar de los Shop stewards ingleses de 1915-1920, y el
de los Comités de Fábrica rusos. El Consejo de Fábrica era un órgano
representativo de base con funciones económicas relacionadas con el “control obrero” de la producción.
Carecía pues de las funciones político-administrativas del Consejo Obrero, que
obedecía a una fase superior de la lucha de clases. En gran parte ejercía
tareas que habían correspondido a los sindicatos, como la representación directa
de los trabajadores o la gestión de la producción frente al capitalismo. No era
la fórmula definitiva de la autonomía de clase en el periodo
prerrevolucionario, sino sólo su primer peldaño. Los Consejos de Fábrica
formaron parte de los Soviets en Rusia y terminaron confundiéndose con ellos en
Alemania, antes de ser definitivamente aplastados. La derrota del fascismo no
planteó de nuevo la necesidad de Consejos en el bloque capitalista occidental,
pero sí en el bloque estalinista. El sistema de Consejos reapareció en Hungría
en 1956 como respuesta popular al terrorismo policial y a la dictadura de
partido, planteando al mismo tiempo la reorganización de la economía sobre
bases verdaderamente socialistas y no sobre los pies de barro de un capitalismo
estatalista. Así pues se daba la dualidad entre Consejos Revolucionarios (que
abarcaban a los artistas, escritores, soldados, estudiantes y funcionarios) con
funciones claramente de gestión política, y los Consejos de Trabajadores (o de
Fábrica), que sustituían a los venales sindicatos del régimen en tanto que
representación genuina de los intereses económicos de los obreros. El sistema
de Consejos se reveló como la única alternativa democrática no sólo a la
dictadura, sino al sistema parlamentario. La democracia directa de las
asambleas es lo más opuesto que cabe a la seudodemocracia de partidos, porque
solamente en ella es posible la realización de los principios políticos de
igualdad y libertad. La república consejista de Hungría duró doce días, siendo
aniquilada por los tanques rusos. Es remarcable el hecho de que el régimen no
tuvo problemas en hacer concesiones económicas, sabedor de que en esa esfera
las crisis no llegan a cuestionarlo. Sin embargo, la represión intelectual fue
implacable. La verdadera libertad no nace del trabajo y el consumo, sino del
pensamiento. Un pueblo sumiso es el que no piensa, bien porque no le dejan,
bien porque ha perdido la facultad de pensar. Ese principio es la gran
aportación del totalitarismo a la dominación. La reconstrucción que siguió a la
guerra mundial dio lugar a un largo periodo expansivo propicio a los pactos
sociales desarrollistas. Durante los momentos de crisis posteriores –Mayo del
68 en Francia, Revolución de los Claveles en Portugal, Movimiento Asambleario de
1975-77 en España, Movimiento por la Autonomía en Italia, Solidarnosc en
Polonia, caída del Muro de Berlín- los consejos de fábrica hicieron acto de
presencia con denominaciones diferentes, pero tuvieron una existencia efímera.
La clase obrera no llegó a disponer de un nivel de coherencia y cohesión
suficiente para imponerlos e impulsarse hacia adelante, en la dirección
revolucionaria. No fueron más que destellos anticapitalistas condenados a una
extinción rápida, pues la economía de mercado, integrando al capitalismo
burocrático de Estado, pudo superar con relativa facilidad las contradicciones
que los originaron.
Oponer consejismo y anarcosindicalismo sería estéril y absurdo, pues
ambas formas de autonomía se dieron en condiciones locales particulares, con
tradiciones diferentes y grados distintos de organización, y en ellas
colaboraron militantes obreros de diversas ideologías. Ahora, trascurrida la
etapa globalizadora y cerrado el último ciclo desarrollista del capital, el
problema principal más bien sería otro, a saber, el de la bajísima combatividad
de la masa asalariada, su escasa disposición a organizarse y aún menos a
abrirse perspectivas liberadoras. No sólo la masa muestra nulo interés por
cuestionar la sociedad en la que sobrevive, sino que con su conducta resignada
y autolimitada contribuye a su estabilización. Ninguna reivindicación contempla
la abolición del capitalismo; ningún contenido lo trasciende. La pregunta de
por qué la clase obrera dejó de manifestarse como tal hace más de treinta años
no tiene fácil respuesta, pero cualquier actividad subversiva ha de empezar
respondiéndola de modo convincente. Ninguna teoría de la revolución proletaria
ha podido sobrevivir incólume a tal desaparición y a tanto conformismo, y el
anarquismo no es ninguna excepción. Esto es así porque el ocaso de los
revolucionarios acarreó el de sus teorías, hoy pálidos reflejos doctrinarios de
un pasado idílico y mistificado. Bajo la etiqueta anarquista subyace
organizaciones, ideologías y actitudes muy dispares, cuyo común denominador es
la confusión, el guetismo y la presencia insuficiente o nula en los raros
conflictos actuales. Sin embargo, del anarquismo queda una parte no vencida, el
rechazo de la autoridad, de la política y del Estado, que ningún planteamiento
con vocación subversiva puede soslayar. Del consejismo y anarcosindicalismo
resiste el ejemplo de unidad, democracia directa y autonomía. Los grupos que
comparten esas mínimas exigencias libertarias y consejistas –los grupos
autónomos- han de aportar luz a la condición obrera actual que sirva de
catalizador de un movimiento realmente social, antipatriarcal, anticapitalista
y antiautoritario, al que el oportunismo no desvíe por cauces institucionales,
y esa tarea es principal (aunque no exclusivamente) teórica. El pensamiento
precede la acción, pero sólo como el relámpago al trueno. La cuestión social ha
de invadir la esfera del pensamiento para convertirse verdaderamente en fuerza
práctica. En cualquier caso, los grupos no han de colocar el activismo militante
en el sitio que correspondería al debate y a la lucha social por llegar de los
agraviados y oprimidos. No han de caminar por la senda vanguardista y
aventurera, ni dentro ni fuera de las instituciones. La función de un grupo
autónomo sería la de contribuir a una mayor conciencia de ese agravio y esa
opresión, que tendría que materializarse en la creación de organizaciones más o
menos formales de convivencia, autogestión y autodefensa. En fin, suscitar una
autoorganización de la disidencia social verdaderamente comunitaria en el curso
de las luchas que no dejan de producirse. Ellas son su medio y solamente en él
han de mostrarse ejemplares. Solamente partiendo de ellas podrá desencadenarse
un movimiento de segregación económica, política y social que dé al traste con
el capitalismo y el Estado, dos palabras pero una misma cosa.
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