Por Claudia Rafael
Fuente:
(APe)
Red Latina sin fronteras
20 abril, 2016
Hubo un tiempo en que no se vivía como ahora. No había jabón
ni sal y vivíamos muy bien. Antes éramos muchos alrededor del opy (*). Hubo un
tiempo en el que los seres eran inmortales y la vida transcurría plácidamente,
la subsistencia estaba asegurada y no había padecimientos, escribe la
antropóloga Marilyn Cebolla. Anabela Morínigo no vivió ese tiempo de paraísos y
tibios soles para la cultura milenaria mbya guaraní. Con sus cuatro meses hace
apenas unos días murió –por las consecuencias de la desnutrición- sobre una
ambulancia, cuando la trasladaban desde el hospital de Jardín América hasta el
de Pediatría en Posadas. Anabela y su mamá, Isabel, vivían en la aldea Tekoa
Porá.
En aquellos días que
Anabela no vivió, los mbya persistían en la invisibilidad a los ojos del mundo
occidental que de cerca los rodeaba. Que los iba acorralando con las
plantaciones, con las topadoras, con la incomprensión, con la deforestación.
Los “bárbaros del Nuevo Mundo” –decía
el sacerdote católico Juan Ginés de Sepúlveda en los inicios del siglo XVI-
eran “siervos por naturaleza”. Y, por
lo tanto, había que domesticarlos con la Biblia en la mano. Y extirparles de
raíz la identidad y su tekoa, su modo de ser guaraní.
El diario El Territorio de
Misiones, publica que ya desde hace tiempo, en Posadas, “los precarios campamentos con muchas criaturas pueden verse en las
plazoletas de las cuatro avenidas y en el paseo Vicario cerca del puente
internacional. Los impulsa a dejar la aldea la necesidad de juntar dinero con
la venta de artesanías y, además, aprovechan para atenderse en el hospital. Son
comunes los cuadros gripales o alérgicos entre los chicos y las afecciones de
la piel”.
Las instituciones suelen
poner la mirada en los efectos y nunca en el origen. “En la ciudad hay leyes que impiden hacer campamentos en las plazas y
que no pueden tener a los niños bajo el sol y trabajando en la calle (…) A partir de ahora se va a sancionar a los
adultos que vengan con niños para hacerlos trabajar”, dijo el secretario
del Concejo de Caciques, Santiago Escobar.
“La cultura y el arte se consumieron en esta hoguera del ‘descubrimiento’”, escribió Alberto
Morlachetti en Que cien años fue ayer.
En una fogata atizada para hacer cenizas aquel principio de ausencia de la
propiedad privada. Donde el otro era un igual con el que disfrutar de la vida y
de los frutos de la tierra. Donde el hambre era una invención inimaginable.
Donde las Anabelas crecían bajo el cobijo de los lekajas (**).
Donde era la comunidad la
que cuidaba a sus semillas. Porque la tierra roja paría avachi (maíz), cho’o
(carne), ei porá (miel), hyakua (calabaza). Y Ñamandú era el dios
protector de todo mal.
No sólo fue la viruela, la
gripe o el sarampión las que fueron minando a los pueblos del origen. En la
hoguera occidental, fueron ardiendo identidades y sueños. Y fueron emergiendo,
de la mano de Aña (antagonista de Ñamandú), la perversidad de un sistema que
devora. Un informe de estudiantes secundarios y universitarios de la etnia mbya
publicó un año atrás que el alcohol y drogas como el paco van consumiendo –con
altos índices- a muchos adolescentes de su comunidad.
Son los pacientes métodos
del sistema capitalista. Que va arrasando con los territorios. Que va sembrando
de sangre y metal. Que va imponiendo plantaciones y fumigando las utopías hasta
vencer los cuerpos y derrotar las culturas. Que va germinando con un hilo de
violencias desde la civilización que todo lo puede hasta devorar
definitivamente las semillas de la ternura. Y destrozar la belleza de la
equidad.
(*) Casa de las plegarias.
(**) Ancianos.
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