Valentina Valle
13 noviembre, 2015
Agencia SubVersiones
Son las tres de la mañana y en la carretera
que de Chilpancingo conduce a Tixtla, justo después del túnel, dos camiones
Estrella de Oro están parados a un lado del carril, destripados, las ventanas
reventadas, las puertas arrancadas. Sólo hay lo que queda de una lluvia de
piedras y, en el asfalto, las rayas blancas de los lacrimógenos. Por unos 200
metros las piedras no paran, y los lacrimógenos tampoco. Luego, por un largo
tramo, sólo la noche, y nuestro temor de encontrar una patrulla, un retén o,
considerando donde estamos, una «bolsa
negra». De repente aparece otro camión, otro Estrella de Oro, otro cadáver
de hojalata, en las ventanas sólo las cortinas, la puerta acostada, rota. Otra
vez las piedras, otra vez los restos del ataque. Silencio. Viene otro autobús,
un Futura hecho a un lado del carril, las llantas que zigzaguean el asfalto y
las flechas amarillas que siguen relampagueando. La caseta de Tixtla no está
lejos, seguimos mirando de frente, buscando una señal de peligro que por fin no
llega. Nosotros nos salvamos, los normalistas no.
Esta
agresión de la cual la carretera queda como testigo, ocurrió en la tarde del 11
de noviembre, después que los estudiantes realizaron en Chilpancingo
actividades de protesta por la presentación con vida de los 43 desaparecidos y
que, al regresar a la escuela, decidieron «tomar» una pipa de gasolina que
cruzaron en el camino. La ocuparían para poder desplazarse en la movilización
del 14 de noviembre, fecha en que viajan a varios lados para recordar la
represión sufrida en 2007, cuando cuerpos antimotines desalojaron el Congreso,
tomado en este entonces para rechazar el recorte de matrícula y la reforma a
las escuelas normales que se pretendía imponer en Guerrero.
Los
estudiantes denuncian que el hostigamiento empezó desde la Autopista del Sol,
con policías de la Fuerza Estatal que apuntaron con sus armas a los autobuses
donde viajaban. La persecución fue violenta: decenas de patrullas de estatales,
ministeriales e incluso militares, que «aceleraban
hasta ponerse al nivel de los últimos autobuses, mientras los policías que
viajaban en la batea golpeaban con sus toletes los vidrios hasta romperlos,
luego lanzaban gases lacrimógenos dentro de los autobuses».
“El gas inundó todo, empezaba a
asfixiarnos, incluso algunos choferes se desmayaron; nos detuvimos y salimos
como pudimos, pero abajo ya esperaban los policías, su rostro mostraba
satisfacción al atacarnos. No hubo negociación, tampoco diálogo, al bajar de
los autobuses nos recibieron con golpes de toletes y escudos. Nunca cesaron los
gases, las granadas eran lanzadas a escasos metros de nosotros, algunos
compañeros tienen lesiones en el rostro, el pecho, los pies y brazos por la
explosión de las bombas de gas. Hubo amenazas y humillaciones de las fuerzas
policíacas refiriéndose a los estudiantes desaparecidos, decían que nos iban a
matar igual que mataron a los 43. Unos compañeros lograron huir escalando por
los cerros de los alrededores, a otros los detuvieron y golpearon…”
En la
conferencia de prensa que tuvo lugar al día siguiente en las instalaciones de
la Normal, Vidulfo Rosales Sierra, abogado y asesor de los normalistas, en
conjunto con el defensor de derechos humanos Manuel Olivares Hernández, los
padres de familia en voz de Felipe de la Cruz y Melitón Ortega y Carlos
Martínez, representante de los alumnos de la escuela, denunció la violencia
perpetrada y el saldo definitivo de 20 heridos, de los cuales 8 están en graves
condiciones y 4 en estado crítico y requieren cirugía; hubo 13 detenidos, ahora
todos en condiciones de libertad y 70 desaparecidos, que afortunadamente se
pudieron localizar a unas horas de los acontecimientos, cuando la Secretaría de
Seguridad Pública los entregó a la Comisión Estatal de Derechos Humanos.
Durante
dicha conferencia los defensores de derechos humanos y los padres de familia se
unieron en condenar y responsabilizar al nuevo gobernador Héctor Astudillo
Flores y su política de endurecimiento no sólo en contra de la Normal de
Ayotzinapa sino también contra el movimiento social en general, acompañado por
la brutalidad de la intervención policial y violación de todos los protocolos
en materia de uso de la fuerza pública.
Los
normalistas denunciaron que fue un ataque coordinado, pues «en la caseta del libramiento de Tixtla, ya estaba instalado un retén
con militares y policías federales bloqueando la carretera, impidiendo el paso
de los demás autobuses», y «detrás
venían más antimotines que no dejaron de lanzar gases, obligando a los
compañeros restantes a escapar por el cerro y las barrancas».
En sus
declaraciones retomaron que la agresión se dio luego de que autoridades
federales anunciaran que en Guerrero no hay seguridad, hecho que evidencia cómo
la represión del «movimiento Ayotzinapa»
es un pretexto para militarizar la entidad:
«…llegan miles de soldados y policías para
‘reforzar’ la estrategia de seguridad, incluso el comandante de la IX región
militar, Alejandro Saavedra Hernández, es nombrado coordinador de las fuerzas
represivas. Esta estrategia de Héctor Astudillo es una violación
constitucional, pues el articulo 129 estipula: ‘en tiempo de paz, ninguna
autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta
conexión con la disciplina militar’. Claramente la estrategia no tiene como
objetivo acabar con la violencia que reina en Guerrero donde a diario amanecen
personas asesinadas colgadas de los puentes, decapitados en las carreteras; más
bien el objetivo es reprimir las protestas sociales y acabar con la oposición
social».
Además,
Rosales Sierra denunció un cierre de filas de la clase empresarial y política,
para reducir el margen de acción de los padres y normalistas y explicó que
después de los hechos del 26 de septiembre de 2014 se pactó un convenio con las
empresas de autobuses Estrella Blanca y de Oro, para que les enviaran
voluntariamente y cada quince días entre seis y diez camiones. La semana pasada
hubo una ruptura de dicho acuerdo, con sólo nueve autobuses enviados entre las
dos compañías, por instrucciones de los directivos, que argumentaron que es
temporada alta y necesitaban todas las unidades en ruta.
Este
fue el contexto que vio a los estudiantes trasladarse a Chilpancingo en la
mañana del pasado miércoles para tomar los demás autobuses necesarios para la
actividad de la próxima semana y, según los normalistas y sus defensores,
demuestra la falsedad de la postura de Astudillo, que en palabras declara
tolerancia hacía el movimiento, pero en los hechos «se alinea a la política dura que el gobierno federal y sus antecesores
aplicaron contra la Normal de Ayotzinapa». La declaración en que el
gobernador afirmó que «si necesitan
autobuses, nosotros vemos cómo se los conseguimos; si necesitan gasolina, vemos
también cómo se las pagamos en una gasolinera», choca con las órdenes
impartidas al aparato policíaco, que fueron evidentemente de naturaleza
represiva, como demuestran los casos del estudiante de primer año Juan Castro
Rodríguez, que sigue hospitalizado con traumatismo craneoencefálico y de Kevin
Jordi Saldaña, que sufrió la perforación de la mejilla por la explosión de una
bomba de gas e, independiente de la gravedad, necesitará reconstrucción facial.
Otra
explicación de la saña con la cual los estudiantes fueron perseguidos, es que
la «pipa de la discordia»
perteneciera a la Gasolinera Astudillo S.A. de C.V., de propiedad de la familia
del gobernador, que desde Ayotzinapa denuncian como «grandes caciques de la región y cuyo poder ha perdurado hasta la fecha
en el ámbito político, cultural y social». Esta versión, que no está
corroborada del todo, explicaría por un lado la intensidad del ataque y, por el
otro, confirmaría la inscripción de la actitud del actual gobernador en una
línea de desvío de poder común a muchos de sus predecesores, que en Guerrero
utilizan la fuerza pública para la protección de sus personales intereses
políticos y económicos. El caso del ex alcalde Abarca que protege el informe de
su esposa de «los disturbios» de los
normalistas es sólo el último en orden cronológico de una larga serie, que
incluye masacres como Aguas Blancas y El Charco.
Cabe
destacar que en la mañana del jueves 12, en el ayuntamiento de Tixtla, tuvo
lugar otra conferencia de prensa, donde Pedro Santos Bartolo, síndico del
consejo municipal de dicha comunidad, reiteró el recrudecimiento de las
agresiones a daño del movimiento social desde el principio de la administración
Astudillo y vinculó los acontecimientos del día anterior a la delicada
situación política que se está viviendo en la ciudad, donde todavía «no hay condiciones para las elecciones».
Recordamos, de hecho, que después de que la protesta ciudadana impidió que se
llevaran a cabo las elecciones del junio pasado, en Tixtla el Congreso del
estado nombró como presidente interino del Concejo Municipal a Raúl Vega
Astudillo, militante del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y primo del
gobernador electo.
Después
de este enésimo episodio de represión queda claro que la situación de la Normal
Isidro Burgos de Ayotzinapa no podrá sino empeorar y el fuego cruzado de
intereses políticos y económicos en que se encuentra la escuela se hará, día a
día, más cercano y peligroso. Los estudiantes, juntos con los padres y madres
de familia, un amplio sector del magisterio disidente y muchos integrantes de
la sociedad civil no tienen la menor intención de claudicar en sus demandas de
presentación con vida de los 43 desaparecidos, así como de detenerse en su
lucha por la verdad y el castigo a los culpables. A esta altura además, lo que
se plantea es un cambio más radical en un país que parece cada día más un campo
de batalla y todo parece indicar que, una vez más, este cambio vendrá del
estado de Guerrero.
Comentarios