Escrito por Arsinoé Orihuela
Fuente: Colectivo La Digna Voz
domingo, 21 de septiembre de 2014
Una ideología es
básicamente un conjunto de creencias que cuando se ocupan de interpretar la
realidad irremediablemente la distorsionan. El problema de la inseguridad
pública a menudo se atiende ideológicamente. Y en este sentido, con frecuencia
se cree que la inseguridad es un síntoma de “ausencia”
del Estado, o bien –en la más rudimentaria de las explicaciones– una
disfuncionalidad de ciertos individuos que tienen una suerte de vocación
antisocial congénita. Casi siempre van engarzadas estas dos interpretaciones.
Pero ninguna de las dos acierta en su empeño por descubrir las causas profundas
de este flagelo. Al contrario, distorsionan la materialidad del fenómeno. Y por
consiguiente, frenan cualquier tentativa de identificación y solución del
problema. Si bien es cierto que el “fracaso”
en el combate a la inseguridad pública es sólo parte de un cálculo ceñido a las
coordenadas de costo-beneficio (y por consiguiente. más o menos conscientemente
inducido), lo que enciende los focos de alerta es la avenencia de ciertos
segmentos de la población, y la condescendencia o impotencia de otros, en
relación con la política de seguridad que alcanzó rango de exclusividad en el
tratamiento de este problema: a saber, la militarización. La creciente
aceptación ciudadana en torno a las políticas militares tiene precisamente un
fondo ideológico, es decir, un sustrato falsario de la realidad, que se resume
en la siguiente ecuación: más Estado menos delincuencia, o la inversa, menos
Estado más delincuencia. No obstante, en el marco de los Estados neoliberales
la fórmula sigue la lógica contraria u opuesta: más Estado más delincuencia, o
menos Estado menos delincuencia. El problema es que frecuentemente se omite que
en la actualidad la presencia del Estado se afirma exclusivamente en términos
de ocupación militar, policial o paramilitar, y no en atención a reclamos cuyo
tratamiento exige otros modos de intervención, y que esta presencia
rigurosamente militar ha demostrado ser un catalizador y no un paliativo de la
violencia e inseguridad.
La fabricación de consenso en torno a la primacía de la militarización en
la procuración de bienestar social, data de algunos años atrás, y sin duda
cobra una fuerza inédita en el marco de la decadencia de Estados Unidos. En la
anterior entrega se sostuvo: “Sólo en un
renglón la supremacía de Estados Unidos sigue ilesa: la fuerza militar. Por eso
la solución a los problemas que enfrenta el pináculo de la jerarquía
estadunidense se ciñe tercamente a la vía militar”
En un intento de apología de esta contemporaneidad geopolítica, que bien se
puede tomar como una confesión involuntaria, el director del Centro Carr,
Michael Ignatieff, de la Kennedy School of Government deHarvard, escribió en un
artículo del New York Times: “El imperium
del siglo XXI es una invención nueva para los anales de ciencia política, un
imperio descafeinado, una hegemonía global que se apoya en los mercados libres,
los derechos humanos y la democracia, impuestos por la potencia militar más
asombrosa que el mundo haya conocido” (Noam Chomsky, 2006). Este no es más
que uno de múltiples ejemplos que ilustran el empeño de ciertos grupos de poder
por normalizar la militarización, e incluso maridarla con la seguridad o
bienestar de las poblaciones.
En México, esta falsa conciencia que atribuye a lo militar la condición de
antídoto para todos los males sociales, y especialmente para la inseguridad
pública, encontró eco y raigambre. En el libro “México a la deriva: y después del modelo policiaco ¿qué?”, el
jurista Pedro José Peñaloza registra el ascenso y preeminencia del gasto
militar: “[En el sexenio pasado] la Secretaría de la Defensa Nacional
‘acaparó’ cerca del 40 por ciento, del total del presupuesto destinado
anualmente a seguridad: de los 112 mil millones de pesos autorizados para ese
renglón en 2010, los militares concentraron 38.9 por ciento. Desde el inicio
del sexenio de Calderón, los recursos [registraron] un incremento del 61 por ciento (43 mil millones de pesos)”. Otro dato que no puede escapar
al escrutinio es el referente al aumento de personal y equipamiento militar en
México. De acuerdo con el Banco Mundial (y adviértase que las cifras pueden ser
conservadoras), entre 1995 y 2006 el gobierno mexicano elevó 50.5% su personal
militar; una tasa de incremento que contrasta significativamente con la de
otros países latinoamericanos. Por ejemplo, Brasil y Argentina reportan un
aumento en las filas de las fuerzas armadas del 10 y el 8 por ciento
respectivamente. También en el rubro de equipamiento militar, México registra
un alza significativa: en 2006 el país importó equipo con un valor de 68
millones de dólares, cifra que da cuenta de un incremento de 61% en relación
con la década anterior (La
Jornada 13-IV-2008). Pero el problema, que nadie o sólo
unos pocos quieren ver, es que esta inversión ingente en el ramo militar no se
tradujo nunca en una disminución de la delincuencia e inseguridad. Otra vez
Peñaloza advierte: “El dogma… se
derrumba: a pesar de la voluminosa inyección de recursos [a las fuerzas
castrenses] y del engrosamiento de las
filas policiales, los índices delictivos no bajan: peor aún, se incrementan. En
2009 se registraron 1 millón 805 mil presuntos hechos delictivos: 131 mil del
fuero federal y el resto del fuero común. De esta forma, los delitos del ámbito
federal se incrementaron casi 20 por ciento, en relación con lo reportado en
diciembre de 2006, y los del orden común 14 por ciento”.
Y todo este júbilo por lo militar, que tristemente no ceja, se manifiesta
de forma obscena en el presente, en casi todas las esferas de la vida pública.
Veracruz es un caso paradigmático. El 13 de diciembre de 2013, en un titular de
la sección de política en La
Jornada Veracruz, se podía leer: “Piden empresarios militarización de las principales ciudades por la
ola delictiva”. En otra nota que apareció en la edición del pasado lunes 15
de septiembre, en el mismo rotativo, se consigna la solicitud de los dirigentes
del Partido de Acción Nacional de dar urgente entrada a la Gendarmería en el
estado de Veracruz. “Seguiremos
insistiendo en que llegue la Gendarmería Nacional, igual que otras fuerzas, la
verdad es que en el tema de la inseguridad nada sobra (sic), al contrario, si llega la Fuerza Civil que
están anunciando, bienvenida, pero que también llegue la Gendarmería, el
Ejército, la Marina, y la Policía Federal”. Sólo faltó pedir el ingreso de
efectivos militares estadounidenses; aunque sospechamos que es un anhelo que se
incuba subrepticiamente en los diversos grupos empresariales.
Lejos quedaron los tiempos en que las fuerzas armadas se ocupaban de
combatir o impedir la agresión de fuerzas foráneas. Ahora están al servicio de
la agenda del poder en turno, y acaso en el mejor de los escenarios, a
disposición del combate a la criminalidad común que el propio sistema provoca y
nutre con la impunidad.
La posición del gobierno oscila entre el engaño y la continuidad de la
militarización. Cuando no atiende estos reclamos de universalización
irrestricta del recurso militar, se atrinchera en narrativas negacionistas.
Sino véase la reciente declaración del comandante de la Tercera Zona Naval,
Jorge Alberto Burguette Keller: “No hay
ninguna condición de inseguridad, las condiciones siguen siendo de
habitabilidad, funcionalidad y buen estado de ánimo social”. El comandante de
la Sexta Región Militar, Genaro Fausto Lozano Espinoza, complementó este guiño
retórico con el típico cinismo folklórico tan acudido por las autoridades
públicas: Está mejorando la situación, este mes está muy tranquilo, es para
celebrar a México (…) vamos a
trabajar en la percepción ciudadana que es igual de importante a la realidad
(¡sic!), hay una estrategia para ayudar a
la percepción y que se pueda disfrutar de las fiestas [patrias]” (La Jornada Veracruz 14-IX-2014).
Tanto empresarios como mandos políticos se resisten a identificar las
causas reales de la inseguridad pública, o peor aún, a admitir el avance de
este opresivo fenómeno en todas sus modalidades. Por ejemplo, de acuerdo con
diversas ONG’s, el delito de desaparición forzada va en aumento: “De los más de 22 mil desaparecidos, 9 mil
790 son casos presentados en lo que va del gobierno de Enrique Peña Nieto, y 12
mil 532 durante el de Felipe Calderón, lo que implicaría que en dos años de la
actual administración se han presentado 78 por ciento de las que hubo el
sexenio pasado… además de que sólo se iniciaron 291 averiguaciones previas
relacionadas con este ilícito entre 2006 y 2013” (La Jornada 28-VII-2014).
Otras cifras incluso más alarmantes, señalan que en el período 2006-2012
se registró la desaparición de 26 mil personas. Pero cualquiera que sea el dato
exacto (sin minimizar la inhumanidad de este crimen), la cifra que más alarma
es la que proporciona la Comisión Nacional de Derechos Humanos, referente a la
participación de las corporaciones militares: “El involucramiento de las Fuerzas Armadas en labores de seguridad
pública ha tenido un efecto directo en el aumento (sic) a violaciones graves de derechos humanos.
Las quejas presentadas… por violaciones de derechos humanos por parte de
militares se han incrementado en un 1000%... Particularmente resulta
preocupante el incremento en la cifra de desapariciones forzadas desde que dio
inicio [la pasada administración federal]”
Mancomunar militarización con “mercados
libres, derechos humanos y democracia”, y por añadidura con el combate a la
inseguridad pública, es uno de los grandes éxitos de una intensa campaña
propagandística que cultivan los Estados neoliberales, especialmente los que
presentan estados avanzados de bancarrota jurídica. Es interesante –aunque
insultante– este fenómeno ideológico, principalmente por dos razones: uno,
porque es un ejemplar de los sustratos falsarios que dan forma a las texturas
del imaginario colectivo; y dos, porque pone de manifiesto esa relativa
naturalización de la militarización, como elemento incluso complementario de la
seguridad pública o los derechos humanos. En suma, esta “conciencia falsa” niega lo que la militarización realmente es: a
saber, la anulación categórica de la democracia, la seguridad pública y los
derechos humanos.
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