Fuente: Colectivo La Digna Voz,
21-01-2014
El pasado miércoles, La Jornada Michoacán cerró su nota editorial con la siguiente
advertencia: “Si la actual administración
no es capaz de formularla con prontitud [una estrategia gubernamental
coherente e integral], el país vivirá
otro sexenio de violencia descontrolada, descomposición institucional y
barbarie multiplicada. Es de esperar que no sea el caso”. Las buenas
intenciones no se traducen necesariamente en análisis sesudos, “coherentes e integrales”. Pocos
espacios informativos aciertan a la hora de elaborar diagnósticos, o bien por
compromisos institucionales, o bien por las agravantes limitaciones analíticas
que imponen las estériles ideologías dominantes. Ni siquiera la llamada prensa “progresista” arriesga una lectura
diferente.
El conflicto en Michoacán es el
preámbulo de una revolución. Es preciso mirar los contenidos del poder y las
resistencias para aprehender la naturaleza de las hostilidades, y descubrir los
visos insurreccionales que entraña esta crisis social.
En este tenor, cabe observar que
la “violencia descontrolada,
descomposición institucional y barbarie multiplicada” no es un problema de
capacidades o incompetencias, y que si la “actual
administración no es capaz de formular con prontitud una estrategia coherente”,
no se debe a una limitación privativa de la entrante gestión peñista, o en su
defecto de la saliente gerencia calderonista: la violencia está en el ADN de la
propia institucionalidad, la descomposición e incoherencia corre en el torrente
sanguíneo de las distintas administraciones.
No se contradice acá la
complejidad de la efervescencia en Michoacán. Al contrario, se reconoce tal
condición, y por ello se recomienda absoluta consistencia en el análisis. Se
sabe que existe una multiplicidad de fracciones en disputa, pero casi nunca se
atina en el posicionamiento político (frente al poder) que ocupan estos grupos.
Tan sólo dentro del consejo de
autodefensas de Michoacán concurren 32 coordinadores, tres mediáticamente
visibles: José Manuel Mireles, Estanislao Beltrán e Hipólito Mora. Aunque las
discrepancias e intereses encontrados priman en los procedimientos de
coordinación (aún no sabemos si de manera significativa), esta caleidoscópica
confederación de autodefensas se enfrenta fundamentalmente, y con relativa
cohesión, a un grupo delincuencial: los
Caballeros Templarios (estos además movilizan a ciertos grupos ciudadanos
para protestar contra la presencia de las autodefensas). Se especula que
existen básicamente dos huestes orgánicas al interior de las guardias
comunitarias: una insurreccional (mayoritaria), y otra presumiblemente
infiltrada, leal a algún cártel o al gobierno (minoritaria). El cártel Nueva Generación es una suerte de actor
sigiloso pero no menos importante. Y por último, el más discreto pero también
más decisivo de los actores: el Estado, a cuyas instrucciones acuden los más de
mil 500 elementos de la Policía Federal y los 200 efectivos militares que
intervienen en la zona de conflicto.
El desenlace de este primer
episodio beligerante es de pronóstico reservado. Pero es un hecho que los
bandos en conflagración comienzan a visualizarse con cristalina claridad. Y es
acá donde los analistas no pueden desvariar, pues de lo contrario contribuirían
a la premeditada e irresponsable desinformación que concertadamente inducen los
poderes constituidos.
Resumidamente, se pueden agrupar
a los protagonistas en dos grandes bloques: los que son afines al poder, y los
que desafían el poder.
En el primer bloque se ubican
casi todos los actores, incluida por cierto la Comisión Nacional de Derechos
Humanos (virtualmente un apéndice del Estado), cuyo presidente, Raúl
Plascencia, fijó sin ambages el posicionamiento de este organismo: “No hay ninguna justificación para que
grupos de personas armadas en las calles pretendan hacer justicia por mano propia”.
Está visto que la policía federal y el ejército también van tras las
autodefensas insurreccionales. No es accidental que elementos del ejército
mexicano ingresaran violentamente al epicentro del conflicto para desarmar a
los colectivos de autodefensas, y no a los cárteles. De acuerdo con las
autodefensas, los efectivos militares asesinaron a cuatro personas; destaca
tristemente el caso de una niña de 11 años. El representativo del Estado (PRI y
consortes) tampoco economiza las amenazas, bravatas e intimidaciones: “[Los
operativos] han venido dando resultados
(sic) […] Eso eliminará los pretextos
(sic) o las razones de quienes dicen
(sic) estar buscando justicia” (Jesús
Murillo Karam –procurador); “Los
delincuentes [o grupos de autodefensa] deben
recibir el trato que la ley dispone y en este sentido no habrá ninguna
consideración por el Estado mexicano. No hay espacio alguno ni para la
tolerancia (sic) ni para la
complacencia… Vamos por quienes transgreden la ley” (Osorio Chong –secretario
de gobernación). Los cárteles de la droga, unos en contubernio con el Estado,
otros con la fracción truculenta de las autodefensas, siguen en lo suyo:
disputándose plazas con la venia e irrestricto apoyo logístico de las
autoridades.
En el otro bloque, el
insurreccional, se ubican, hasta donde se alcanza a advertir, la mayoría de las
coordinaciones del Consejo General de las Autodefensas. Allí se incuba el
desafío al poder, que naturalmente el Estado se dispone a aplastar, ahora sí,
con “prontitud” e incorregible
violencia.
En suma, el Estado no persigue a
los cárteles o las bandas delincuenciales. Por eso desarma a las guardias
comunitarias cuando más cerca están de arrebatar a los cárteles el control y
recuperar la totalidad del territorio michoacano. Es posible que consintiera el
avance parcial de las autodefensas, sólo con el fin de debilitar al cártel de los Caballeros Templarios, y facilitar
una claudicación negociada sin costos políticos mayúsculos para el gobierno
(recuérdese las incómodas videograbaciones de la “Tuta”, líder de la organización criminal), y acaso posicionar casi
monopólicamente a Nueva Generación,
que es un brazo armado del cártel oficialista, a saber, el de Sinaloa que
regenta el empresario Joaquín “Chapo”
Guzmán.
Los contenidos insurreccionales
de las autodefensas radican precisamente en su desafío a toda la cadena de
poder que representa el gobierno, las fuerzas castrenses, los cárteles y los
intereses creados en torno a estos. Por eso el Estado ha convenido utilizar al
ejército para apagar el conflicto, y a la policía sólo accesoriamente: el
propósito es liquidar transgresores de la ley, y no prevenir la proliferación
del crimen.
Acá no caben confusiones: las
autodefensas desafían el monopolio legítimo de la violencia pública que
técnicamente concentra el Estado. Y en este sentido se debe insistir en la
existencia fundamental de dos bloques antagónicos: los que salvaguardan este
monopolio, y los que se alzan –las autodefensas– contra este delincuencial
monopolio en cuyas filas concurren el Estado, los cárteles de la droga y
secuaces.
Este desafío puede constituir la
antesala de una sublevación armada.
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