Fuente: La Vanguardia, 31-01-2014
Hasta el más iluso activista de cualquier
movimiento social europeo comprende ahora el misterio de lo que se ha visto en
Kiev: Si la causa es “justa”, se puede ocupar más de media docena de
edificios y sedes ministeriales en el centro de la capital, varias sedes
regionales del gobierno, organizar escuadras paramilitares, presentar una
fuerte resistencia física ante los antidisturbios, matar incluso a dos agentes
y ganarse el aplauso de la Unión Europea y hasta conseguir resultados: la
dimisión del gobierno, cancelación de las leyes antidisturbios, una amnistía y
quién sabe si elecciones anticipadas.
Revolución bendecida
por la troika
Las
batallas campales son allá “valientes y
pacíficas manifestaciones”. Las autoridades, y no los ciudadanos, “deben renunciar a la violencia” y
derogar “las leyes que limitan las
libertades y derechos” y sus reivindicaciones deben ser escuchadas, Merkel
et Bruselam dixit. Y del dicho al hecho; a lo largo de dos meses una
treintena de políticos polacos, alemanes, europeos y americanos, han hecho acto
de presencia en la plaza de Kiev, aleccionando al gobierno local y predicando
la buena nueva a “un país que quiere ser
europeo y no ruso”, en palabras del agudo senador John McCain.
¿Comienza una nueva época? ¿Veremos a políticos rusos,
bielorrusos y ucranianos llamando a la huelga general en Atenas, coreando el “no nos representan” en la Puerta del
Sol o aplaudiendo a quienes lanzan botellas incendiarias a la policía en el
Ocupy Frankfurt? Absurda comparación, sin duda, la que el Presidente Putin
sugería el martes en Bruselas. Este es un mundo desigual; imperio y colonia,
señores y vasallos, centro y periferia. La Unión Europea no reconoce ni las
formas diplomáticas, ni la soberanía nacional, ni la más elemental equidad
entre sus miembros. Eso ya lo sabían en las plazas españolas, griegas o
portuguesas. ¿Cómo vamos a comparar el capitalismo oligárquico ucraniano con
las democracias occidentales y sus “valores
europeos”?
Cuando se trata de Ucrania, todo es posible para el pueblo
indignado. Ese es el verdadero espejo que Ucrania ofrece a los movimientos
sociales en Europa. Hasta tomar por asalto el Palacio de Invierno es legítimo.
Todo con tal de impedir, “el intento de implantar un gobierno autoritario y el
regreso a la órbita imperialista de Rusia”, lo que, “representa un peligro para la UE, su integridad moral y quizá
institucional”, señala el correspondiente manifiesto de intelectuales
suscrito por los habituales defensores del “intervencionismo
humanitario” de la OTAN de Londres, París y Varsovia; Timothy Garton Ash,
Mark Leonard, Andre Gluksmann, Bernard Kouchner y demás.
Entre Belgrado y
Atenas
Kiev
se encuentra estos días en unas coordenadas situadas entre el Belgrado de los
meses de septiembre y octubre del año 2000, cuando una revuelta inducida desde
el exterior y orquestada desde la OTAN derribó a Milosevic, y la actual Atenas
de las protestas contra la troika europea y la involución neoliberal, que no es
otra cosa sino un hermano mayor y pariente directo del capitalismo oligárquico
postsoviético.
Lo primero, porque impedir la integración de Rusia en su
espacio tradicional es un vector fundamental de la política occidental desde el
mismo momento en que se disolvió la URSS. Impedir que la integración ya en
marcha de Rusia, Bielorrusia y Kazajstán se extienda a otros países como
Ucrania, Armenia y Moldavia, equivale a un “intento
de resucitar la URSS”. Tal como la secretaria de estado norteamericana
Hillary Clinton dijo en diciembre de 2012, “Estados
Unidos no va a permitir la refundación de una nueva versión de la URSS bajo el
pretexto de una integración económica creada bajo la coacción de Moscú”.
Pero si aquello es Imperio, ¿qué nombre le damos a la integración
sufrida por la Europa del Este, los países ex soviéticos, y desde hace poco,
hasta el sur de Europa, entre el sonriente diktat de Bruselas/Berlín,
que presenta a Ucrania ofertas de asociación sin la más mínima posibilidad de
discrepar ni de negociar absolutamente nada? ¿Es verdaderamente esta Unión
Europea regida por los tres principios de la constitución teutona (Autoridad,
Austeridad, Desigualdad) un club de iguales?
Lo segundo, porque el vector popular ucraniano quiere un cambio
hacia una sociedad menos corrupta e injusta –y ahí Rusia no puede ser modelo-
que no se diferencia en su impulso ético esencial de la que pueda haber en
Atenas o en el 15-M español. En Kiev rechazar el sistema oligárquico, que en su
presente versión tiene muchas más conexiones con Moscú que con Bruselas,
significa rechazar la influencia rusa. Ese sentimiento tiene, además, una
fuerte carga nacional independentista en la mitad de Ucrania, en
aquellas partes del país que en el pasado pertenecieron a Polonia y el Imperio
Austro-húngaro y que a la hora de elegir entre sus dos poderosos vecinos,
siempre eligieron a los occidentales. La última vez que se presentó la ocasión,
Galitzia (Lvov, Ivano Frankovsk, etc) prefirió a Hitler que a Stalin. Pero eso
es solo el cuadro identitario de la mitad de Ucrania, e incluso menos de
la mitad. En la mayor y más poblada parte del país, las regiones del sur y del
este, al final prefirieron a Stalin que a Hitler.
Consenso o caos
La
revuelta antioligárquica ucraniana puede tener base social en el conjunto del
país, pero en su componente nacional anti-ruso, la nación se divide. Ucrania ha
convivido con esa identidad nacional plural, con ese corazón partido, de forma
ejemplar hasta el día de hoy desde la misma disolución de la URSS. Esa
convivencia ha sido consecuencia de un consenso razonable entre todos los
ucranianos. La extraordinaria marcha atrás efectuada esta semana por la Rada
(parlamento) de Kiev sobre las leyes antidisturbios y lo que seguramente
seguirá, con votaciones casi unánimes, refleja ese buen sentido. Si la amalgama
ucraniana de revuelta libertaria contra la corrupción y la oligarquía, y pulso
geopolítico entre Occidente y Rusia, pierde de vista ese equilibrio básico, el
país puede entrar en una caótica deriva extremadamente peligrosa.
Curiosamente este factor se comprende instintivamente mucho
mejor en Moscú –donde el fantasma de una revuelta social similar en Rusia
genera escalofríos en un establishment que tiende a ver conspiración y
no concibe la autonomía social-, que en Bruselas o Berlín, donde no parecen
entender lo más básico, a saber; que apostar por un maximalismo que rompa ese
equilibrio esencial de Ucrania abre el mismo escenario irresponsable y criminal
que en los años noventa echó leña al fuego de la sangrienta implosión
yugoslava.
En Ucrania ni el cambio de régimen ni el cambio de sumisión
geopolítica son posibles sin un gran derramamiento de sangre. Ha sido un
verdadero milagro que en la caótica amalgama de grupos de extrema derecha
militarmente organizados, robustas escuadras ciudadanas, oscuras financiaciones
no gubernamentales, bandas de lumpen y matones parapoliciales de civil
trabajando en conjunción con las fuerzas especiales antidisturbios, solo se
hayan registrado seis muertos, algunos de ellos tan confusos que se atribuyen a
una “tercera fuerza” que tanto puede situarse al servicio de un bando
como del otro…
Pero este milagro no va a ser eterno, porque privado de un
acuerdo básico razonable, el horizonte de la protesta no es ni la revolución ni
el cambio de régimen, sino la smuta, el turbulento caos de la historia
eslava-oriental, que en Ucrania tuvo siempre figuras mucho más simpáticas y
libertarias que en Rusia, lo que a fin de cuentas afecta poco a su resultado
siempre violento, caótico e inestable por poco duradero.
A un lado hay una oposición sin programa ni líderes que en
el mejor de los casos representa a la mitad occidental del país y cuenta con el
apoyo de polacos, alemanes y norteamericanos. Esa escena la ocupa una troika
formada por tres personajes; el ex boxeador Vitali Klishkó, un hombre rico y
sin experiencia que ha sido potenciado desde Berlín por la canciller Merkel y
la fundación Konrad Adenauer, el economista Arseni Yatseniuk, ex gobernador del
banco de Ucrania y partidario de las recetas económicas de la UE y del FMI, y
el neofascista Oleg Tiagnibok, jefe del partido “Svoboda”. Esa mezcla de
derechistas y magnates, no representa un cambio real para la situación social
del país, una de las peores de Europa. Su único mérito es geopolítico: que
encarna la apuesta de la Unión Europea y de Estados Unidos y las inversiones en
“sociedad civil” realizadas en el
país desde hace más de veinte años vía sus servicios secretos y organizaciones
“no gubernamentales”. El control que este trío tiene de la calle es
discutible.
Al otro lado, un gobierno desprestigiado y titubeante
confrontado a una protesta, que se crece ante la evidencia de sus escrúpulos y
vacilaciones. “No muchos países tienen
unas fuerzas de seguridad que toleren este tratamiento en una situación
similar”, ha dicho significativamente el ex presidente Leonid Kravchuk. El
actual presidente, Viktor Yanukovich es, sin duda, un hombre entre presionado y
apadrinado por Moscú, representante de los magnates del Este del país y
desprestigiado. Las defecciones en su campo son manifiestas. La población de
Ucrania sudoriental, donde Yanukovich tiene sus bastiones, no debe estar muy
motivada por el presidente, desprestigiado ante unos por débil y pusilánime,
ante otros por la corrupción familiar que le rodea y ante la mayoría por ambas
cosas.
Por todo eso, por la debilidad de ambas partes, lo más
probable es que esta crisis se salde con uno de esos compromisos que no
contentan a nadie; ni a los ucranianos, ni a las “terceras fuerzas” subterráneas en presencia. Pero la alternativa a
ese escenario sería aún menos estable y, seguramente, mucho más sangrienta.
Ucrania necesita, en sus dos grandes vecinos, estímulos que moderen su crisis
interna, no que la exacerben. Respecto a los ucranianos, si se les deja solos
lo más probable es que lleguen a un acuerdo de mínimos razonable.
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