CHILE a 40 años: desafiar al presente, para subvertir al futuro en un horizonte de justicia y libertad
Texto y fotografías: Daniela Parra
11 de septiembre de 2013.
Parecía como si la Tierra también recordara lo que aquí pasó hace 40 años. El
viento vino frío, las nubes se apretujaron en el cielo gris, el silencio se
convirtió en cómplice de gritos y rumores. Las
calles nunca se llenaron, el metro no dejó ver a las multitudes y el tráfico
usual de las 7 de la tarde jamás ocurrió.
Contrario
a lo que se pudiera pensar, el 11 de septiembre parecía ser un día para
guardarse. Pero la historia está ahí, pasando, haciéndose. Se dejó ver en cada
rosa y en cada clavel rojo que se colocó en los antiguos centros de detención,
en las calles, en las universidades, alrededor de la estatua de Salvador
Allende, frente a la puerta de La Moneda que lo vio con vida por última vez. Se
dejó ver en los murales y en los afiches también.
Parecía
que el 11 se diluía entre los discursos que –desde el poder– piden
reconciliación y olvido, en la izquierda dividida que convoca a sus propios y
pequeños actos, en las tensiones propias de las próximas elecciones
presidenciales, en la impronta de prepararse para festejar las fiestas patrias,
la siempre amenazante presencia de los carabineros en cada esquina.
La
memoria no está muerta, está dentro, en el dolor y la esperanza. Las
palabras del último discurso del presidente Allende resonaron en varias
ocasiones, las lágrimas unieron tanto a jóvenes como viejos, los nombres de las
y los detenidos-desaparecidos se gritaron y esparcieron como cuchillos afilados
que hieren el corazón.
Y es que
aún no ha llegado la justicia. ¿Cómo podría? Si hay familias que aún no tienen
a dónde ir a llorarle a sus muertos, personas que viven deambulando sin poder
volver a su tierra porque ya no la sienten propia, represores sueltos y sin
haber sido juzgados, jóvenes que reclaman una educación libre y gratuita porque
el neoliberalismo les privatizó todo menos los sueños, niños que le preguntan a
sus padres que ¿por qué tanta violencia? ¿Cómo puede haber justicia en medio de
tantas confianzas y colectividades desgarradas?
Cuando
arribó la noche, y parecía que el día podía pasar oculto entre la niebla, nos
enterábamos que habían pasado horas de enfrentamientos en las poblaciones más
pobres, ahí donde siempre la represión fue peor, ahí donde estuvo la mayor de
las resistencias y el mayor de los dolores. Ahí donde aún se desafía al
miedo.
Con la noche, el Estadio Nacional, ese lugar de
infamia y dolor, se llenó de miles de personas que, con sus veladoras, llenaron
el silencio: de imágenes, de nombres, de canciones y presencias. Ahí estaban
los rostros de todas y todos los muertos, detenidos y desaparecidos. Estaban
los testimonios y recuerdos de los presos, torturados y exiliados. Estábamos
los que pudimos gritar “¡Presentes! ¡Ahora
y siempre!” ante su absurda ausencia.
Entonces, el cielo se tornó rojo y comenzó a
tronar. Entonces, la memoria no fue sólo el sustento de un recuerdo, sino la
reactivación de un pasado cuestionado, el sumergirse en sus luces y
oscuridades, el internarse en las heridas para desafiar al presente, para
subvertir al futuro en un horizonte de justicia y libertad.
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