Blog del autor:
Rebelión,
17-05-2013
Sor Juana Inés de la Cruz alguna vez
observó: “Hay muchos que estudian para
ignorar”. Es oportuno el recordatorio, pues la pregunta que da título al
presente artículo a menudo la formulan –y responden equivocadamente– círculos
que tienen una relación íntima con la academia y/o la vocación intelectual.
Extramuros, es decir, fuera de los confines de la reflexión cuadriculada la
respuesta de rigor es: “con fraude” o
“la compraron”. Si bien esta
contestación estándar es absolutamente acertada, y a pesar de la aparente
terquedad de la pregunta, habría que detenerse a responder con más
sistematicidad esta pregunta, máxime debido a la alarmante imprecisión de las
explicaciones que esgrimen “los
estudiosos” a los que alude Inés de la Cruz (léase doctos o especialistas
en la materia), que insisten en cargarle el muerto de la “restauración priista” a la inoperancia institucional o a la laxa
politización-civilidad de la sociedad mexicana. Un subterfugio que si bien es
preocupante, tan sólo es característico de la caducidad de los análisis
académicamente “imparciales”,
políticamente correctos. El francés Gilles Lipovetsky no desatiende este
patente fenómeno: “Por todas partes se
propaga la ola de deserción, despojando a las instituciones de su grandeza
anterior y simultáneamente de su poder de movilización emocional. Y sin embargo
el sistema funciona, las instituciones se reproducen y desarrollan, pero por
inercia, en el vacío, sin adherencia ni sentido, cada vez más controladas por los ‘especialistas’, los últimos curas
como diría Nietzsche, los únicos que todavía quieren inyectar sentido, valor,
allí donde ya no hay otra cosa que un desierto apático”. Encuentran eco las
palabras de Sor Juana: los especialistas “estudian
para ignorar”. Pero lo que nos interesa e intriga es el diagnóstico de
Lipovetsky, pues refiere a una primera pista para responder la pregunta que se
ha formulado: “el sistema funciona, las
instituciones se reproducen y desarrollan, pero por inercia…”
El
gran cáncer de nuestra era: la apatía. Que el PRI comprara votos, adulterara el
cómputo con la venia del IFE, contraviniera la ley electoral, es un hecho menor
si se le contrasta con la indiferencia que domina entre gruesos sectores de la
sociedad, particularmente en relación con la res pública. En la era
posmoderna o de capitalismo avanzado, las solidaridades se han fracturado (el
programa “Solidaridad” es un
chascarrillo de ironía prepotente). La sociedad actual se agrupa en torno a
intereses privados, y la defensa del derecho público no pocas veces se califica
como un acto de inadaptación social. Toda movilización colectiva, en las
histéricas cruzadas de la prensa amarillista, y en la apática vox populi
de amplia cobertura, tiene un tufo de perturbación del orden público,
vandalismo o desencadenamiento de resentimiento populachero. El sistema
político mexicano encontró en la abulia a su más leal cómplice. Porque la
defraudación específicamente electoral es sólo un eslabón más en la
operatividad natural de la maquinaria estatal. Al final, es la deserción de
vastos segmentos sociales en relación con la cosa pública, lo que ha permitido,
al menos parcialmente, la reedición-continuación de un poder caduco. Pero este
desierto no es accidental: los intereses privados que intervienen efectivamente
en los ritos “democráticos” inducen
esta indiferencia. Los llamados poderes de facto han sustraído el mando a los
poderes de derecho: si las decisiones cruciales relativas a la educación, la
salud, la economía, la cuestión alimentaria, las finanzas, se toman en otras
instancias (las juntas administrativas de las transnacionales) ¿qué caso tiene
atender las convocatorias de un cuerpo exangüe –el cuerpo político? La política
transitó hacia el espectáculo, se vació de su otrora sustancia. La nación
languidece, aunque el estado de competencia prospere. O más bien, el estado de
competencia florece a expensas de la nación. Que nadie se alarme con el triunfo
electoral del PRI. En la era de la apatía, el desencanto, la indiferencia,
cualquier estulto –grupo de interés o individuo– se entroniza sin impugnaciones
u objeciones que desafíen su oprobioso reinado.
Las elecciones de la ignominia
En
algo acertó Javier Sicilia: las de 2012 serían “las elecciones de la ignominia”. Que el PRI, y su candidato de
papel o teleprompter, obtuvieran el triunfo en la elección federal es
sólo sintomático de la degradación que priva en las borrascosas cumbres
palaciegas, y en una buena parte de la sociedad. “El que llegue [al poder] va
a administrar la desgracia en este país, porque va a llegar no con la unidad
ciudadana, sino con votos relativos”, advirtió Sicilia. Y para esto de
gobernar en la ignominia, administrar la desgracia, facilitarse triunfos sin
respaldo popular, comprar votos a granel, regir en un entorno de criminalidad,
corrupción e impunidad demencial, no existe persona moral o entidad política
más idónea que el PRI. Pero extrañamente casi nadie quiere recordar este
contexto deshonroso que enmarca las elecciones. Ramón Kuri sí, y escribe: “Escindir la jornada electoral del 2012 de
su contexto y de su historia es un asunto de supervivencia para la clase
dirigente. Recordar y reclamar lo hecho y lo deshecho los condena. De ahí el
interés por considerar sólo la cantidad de votos, no la calidad de la elección”
(Erase una vez la suave patria).
La certeza del fraude
El
PRI ganó las elecciones porque no podía ganar nadie más. El PRI no es un
partido; válgase la aclaración, especialmente para politólogos o analistas
políticos (“muchos que estudian para
ignorar”). El PRI es un estado, una cultura, una estructura histórica, una
forma de ejercicio y tenencia del poder. Aunque se escinda en múltiples colores
–amarillo, verde, blanquiazul–, al final el contendiente es uno solo: el PRI.
Rebelión ha publicado
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