¡EN MEMORIA DE NUESTRO QUERIDO COMPAÑERO DE
LUCHAS ALEXIS BENHUMEA!,
Testimonio de Diego Enrique Osorno y John Gibler
El siguiente
texto lo escribió Diego Enrique Osorno con John Gibler, ellos ocultaron en una
combi a un agonizante estudiante llamado Alexis Benhumea, para burlar el
despiadado cerco policial impuesto en San Salvador Atenco el 4 de mayo de 2006,
en contra de miembros del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra y de
activistas urbanos que, como Alexis, habían acudido a respaldarlos en sus
protestas.
Aquél
día dejamos en coma a Alexis Benhumea, en un hospital público del Valle de
México; después regresamos a seguir reporteando lo que pasaba. Pasó un mes y el
joven alumno de la UNAM murió.
Su muerte aún permanece impune, mientras que el
político que ordenó -y se ufana de ello- el operativo que mató a Alexis, busca
ser presidente.
- Este chofer es muy bueno, dice el papá mientras
busca con su mano algo de vida en el hombro inmóvil de su hijo.
Van ocho personas en total en la combi. El conductor
y una reportera adelante, un par de pálidos periodistas atrás y dos hombres más
que sostienen el delgado cuerpo acostado en el banco detrás del conductor,
cuidando que la cabeza, ya cubierta con vendas blancas pintadas de sangre, no
choque contra uno de los oxidados costados del ruidoso vehículo.
El papá tiene toda la razón: el conductor es muy
bueno. La combi viaja a una velocidad imposible por la carretera Texcoco-México
a las 5 de la tarde. Con una destreza igual de imposible, el papá también
domina la situación. No grita, no llora, no se pierde en la desesperación ni el
dolor que ya lo ataca implacablemente.
Parece que no se da cuenta, pero cada cinco o seis
segundos su rostro se contracta y su cabeza se inclina violentamente a la
izquierda. Su cuerpo ya muestra el brutal golpe que es haber visto a su hijo
desangrando durante las últimas once horas. Habla sin que su voz se quiebre,
pero su cuerpo ya no aguanta.
- Sólo espero que llegue al hospital vivo, que mi
hijo aguante hasta el hospital. ¿Crees que pueda? ¿Crees que podemos llegar a
tiempo?... ¡Es impresionante como maneja este señor! Solo que aguante hasta el
hospital. ¿Cómo va, como lo ves? ¿Sí va a aguantar? ¿Sí llega?
Otra vez Ignacio del Valle es el centro de atención.
Su piel terrosa, su estatura pequeña, su pelo cobrizo, sus ojos grandes,
curiosos y negros pero sobre todo su machete campesino alzado son mirados con
atención desde los helicópteros de la policía y de las televisoras nacionales
que sobrevuelan desde hace rato esta casona cercada por centenares de policías.
Esta vez "Nacho"
no está en San Salvador Atenco, su pueblo que tras levantarse en 2002 logró
evitar la construcción de un moderno Aeropuerto Internacional, pensado para los
desesperados habitantes de la ciudad de México, y para el buen negocio de
algunos empresarios cercanos al presidente Vicente Fox.
Ahora, este comunero convertido por un tiempo en
icono de la rebeldía mexicana, camina y camina en círculo ante 30 de sus más
cercanos, quienes lo acompañan en esta bodega de gladiolas, rosas y tulipanes
que ocho indígenas nahuas intentaban vender en el mercado. A esos ocho
comerciantes indígenas, Nacho vino a apoyar a Texcoco, ciudad considerada por
pomposos historiadores como la "Atenas"
del imperio Azteca.
He podido traspasar el sitio implementado en contra
de Nacho y los demás comuneros después de discutir con un mando de la policía. "Por eso luego se los chingan (a
los periodistas) y ahí andan llorando en
Derechos Humanos", me ha dicho antes de dejarme pasar entre las firmes
columnas a su mando.
Y adentro entre los sitiados he hallado tensión.
Mucha tensión. "Hay que hacer allá
lo que hay que hacer, acá nosotros vamos a cumplir", le dice algo
agitado Nacho del Valle, por un estropeado teléfono celular, a su hijo César,
quien esta mañana del 3 de mayo de 2006 prepara un nuevo alzamiento en San
Salvador Atenco, a cinco kilómetros de aquí.
"Quiero
decirle, nomás por no dejar, que aquí nadie está seguro, güero. Ni los
periodistas ni nadie. Desde hace mucho se quieren vengar de nosotros por lo del
Aeropuerto y parece que hoy lo van a hacer", me advierte el comunero una vez que ha terminado
de hacer su llamada.
Lo escucho y tomo notas.
Suena el teléfono. La combi sigue su extraña y
fluida trayectoria por el caos de una bulliciosa carretera.
- Contesta- me dice el papá.
La llamada es de la radio, de un noticiero en
California. Quieren que pase un reporte en vivo sobre lo que está sucediendo
ese día, 4 de mayo, en San Salvador Atenco. Cubro el celular con mi mano y
pregunto al papá si le molesta que hable para la radio en inglés.
- Habla, sí. Diles lo que estás viendo aquí - señala
a su hijo: cuerpo delgado sin movimiento, brazos sin fuerza, cabeza llena de
sangre- diles lo que has visto en Atenco, lo que hicieron los granaderos.
Cuéntales para que sepan, para que se difunda todo eso. Solamente no menciones
nuestros nombres por favor.
Su mamá no sabe todavía.
Pues así es. Centenares de habitantes de San
Salvador Atenco han salido de sus casas para exigir que acabe el acoso
policiaco a Ignacio del Valle y los demás allá en Texcoco. Lo primero que hacen
es bloquear una carretera federal, después retienen algunos trailers y finalmente
capturan a dos despistados policías de un municipio vecino.
De inmediato, Enrique Peña Nieto, el joven
gobernador del Estado de México da la orden de que la policía estatal "libere" la carretera.
Seiscientos efectivos armados con toletes, escudos, bombas de gas lacrimógeno y
algunas armas de fuego lo intentan durante cuatro horas, pero una y otra vez
son repelidos por una muchedumbre furiosa.
Los helicópteros de las televisoras nacionales han
dejado el sitio de Texcoco para ese entonces y sobrevuelan la carretera donde
se desarrolla la batalla campal. Un locutor de Televisión Azteca opina,
aconseja:
"¡Es
una vergüenza lo que estamos viendo en la televisión! Yo no sé qué espera el
gobierno para dar una orden más fuerte, más eficaz, más precisa, para acabar
con estos hombres... ¡Está quedando en vergüenza, está quedando en entredicho
la autoridad!, ¡no puede envalentonarse la gente! ¡No pueden agarrar a un
policía y golpearlo como lo estamos viendo! A la policía le da miedo, le da
pánico cuando se enfrenta con esta gente. ¡Qué vergüenza, qué vergüenza, qué
vergonzoso para nuestros hijos!... Aquí están las imágenes para el señor
Enrique Peña Nieto. ¡Señor, hay que poner mano dura!".
Entro a la casa. Cuando lo veo por primera vez
tirado en el piso de concreto no puedo distinguir los rasgos de su rostro por
las vendas y la sangre. Veo que es joven, delgado y lleva el cabello largo. Me
parece conocido. "¿Quién es?",
pregunto al señor parado a su lado. "Es
mi hijo", responde.
Entonces se hace un largo silencio en la habitación.
Cae la realidad como una loza.
- Tenemos una combi- digo después. No dejaron que
las ambulancias entraran al pueblo. Podemos llevarlo a un hospital ahora mismo
en la combi.
- ¿Dónde está la combi? Tráela por favor.
Televisión Azteca repitió doce veces durante una
hora la imagen brutal de un policía que, tirado en el piso e inconsciente,
recibía una miserable patada en sus testículos por parte de uno de los
enardecidos pobladores de San Salvador Atenco.
"¡Esto
no es posible!, ¡no debe ser permitido!, ¿Qué les pasa a estos señores...
salvajes... de Atenco?",
cuestionaba consternado el conductor. Sin embargo, la televisora nacional
apenas haría un comentario sobre Francisco Javier Cortés, jovencito del pueblo
que minutos antes de la golpiza brindada al policía, había sido asesinado con
un revólver calibre .38.
Francisco había sido enviado por su madre a recoger
unos tamales de tripa de pollo ese día de la batalla en la carretera. El joven
de 14 años de edad caminaba por el interior del pueblo, donde no había
enfrentamientos. De repente se topó con un pequeño grupo de policías que huían
desesperados ante la derrota constante frente a los pobladores alzados.
Uno de los policías se acercó, y sin más, descargó
su pistola contra él, señalaron tres testigos. El atacante del jovencito estaba
a 70 centímetros, establece la contundente autopsia practicada, la cual no
mereció una sola mención en la televisora nacional.
"Era
una tensión muy fuerte adentro de la casa", rememora una de las jóvenes que se escondieron en
la casa de Atenco durante el sitio policiaco.
"El
padre nos dice que quiere entregar a su hijo, que no importa lo que pase, que
quiere sacarlo a la calle para ver si los policías lo recogen y lo llevan a un
hospital. En eso pues salimos todos y nadie quiere que lo entregue. Dicen que
no, porque nadie nos aseguraba que al muchacho lo recogerían. Además nuestra
seguridad también estaba de por medio. Entonces el señor aguanta mucho y no
entrega a su hijo con ese dolor que se le veía al señor. Pero nunca lloró,
nunca, nunca decidió hacerlo, a fin de cuentas decidimos quedarnos callados,
teníamos mucho miedo, todos estábamos en silencio".
La decisión del Presidente Vicente Fox de cancelar,
en octubre de 2002, el proyecto de construcción de un aeropuerto sobre las
tierras de San Salvador Atenco provocó que numerosos grupos inmobiliarios y
políticos perdieran la oportunidad de realizar un suculento negocio.
A partir de entonces, el gobierno federal fue
criticado sobre todo por empresarios y viejos políticos que siempre pidieron
usar la mano dura en contra de los inconformes dirigidos por Ignacio del Valle.
"Un
presidente cobarde", fue
lo menos que se opinó del mandatario desde aquellos espacios que pedían la
solución del conflicto a la usanza del régimen del PRI, derrocado en los urnas
apenas un par de años atrás.
Lo que ocurrió el 3 y 4 de mayo de 2006 en San
Salvador Atenco acabó siendo una venganza de la clase política en contra de un
grupo de comuneros y aliados que les habían dicho no.
Uno de sus nombres, Ollín, significa movimiento.
Ollín Alexis tenía veinte años y estudiaba danza desde los nueve. En la
Universidad Nacional Autónoma de México llevaba dos carreras, matemáticas y
economía, y además estudiaba ruso. Tocaba la guitarra, leía inexorablemente,
llevaba siempre libros, usaba lentes y en algunas fotos lo encontrabas bailando
o escuchando las palabras de comandantes zapatistas en La Garrucha, Chiapas.
"¿Y
ahora qué hacemos compañeros?",
preguntó en una asamblea del pueblo, Ignacio del Valle, unas semanas después de
impedir que les arrebataran sus tierras.
Para ese entonces, "los de Atenco" se habían vuelto famosos en el
altermundo. En la Selva Lacandona de Chiapas el Subcomandante Marcos escribía
largos comunicados sobre ellos, los Sin Tierra de Brasil mandaban sus
deferencias en cartas, el Ejército de Liberación Nacional de Colombia hacía lo
mismo, el agricultor francés altermundista Joseph Bové preguntaba quién era
Ignacio del Valle y el Premio Nobel, José Saramago, desde las Islas Canarias,
se confesaba admirador del movimiento.
Fue así como en esa asamblea lejos de abandonar la
lucha, "los de Atenco"
crearon una organización llamada Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra. De
esta forma, explicaba Ignacio del Valle, plantearían sus demandas "más
allá de los partidos políticos" y "apoyaremos
con nuestra presencia a los movimientos sociales que haya en todas partes del
país".
Desde entonces, "los
macheteros de Atenco" se convirtieron en un hecho intolerable para el
Poder, en la evidencia misma de un precedente inadmisible: el dialogar con los
opositores en lugar de ejercer la fuerza del Estado.
Son las seis de la tarde en la Plaza de las Tres
Culturas, Tlatelolco. El subcomandante Marcos del Ejercito Zapatista de
Liberación Nacional, declara la alerta roja en las comunidades indígenas de
Chiapas y pide acciones de solidaridad con Atenco. "Atenco no puede estar solo", dice.
Ángel Benhumea se encuentra con su hijo y varios
compañeros escuchando las palabras del Subcomandante. Después se preguntan
entre ellos: ¿qué hacer? Nadie duda: hay que ir.
Primero van a la Universidad de Chapingo donde,
según dicen, se está reuniendo la gente. De hecho hay mucha gente, pero muy
poca organización. Esperan horas mientras grupos pequeños deciden irse a Atenco
a esperar la inminente llegada de las fuerzas federales.
Cuando el grupo de Ángel decide irse también son
casi las seis de la mañana. Llegan apenas unos minutos antes que los 3 mil
policías.
- Nos ponemos en las primeras filas para evitar que
el pueblo sea reprimido, dice Ángel.
Pero en ese instante, con la entrada de las primeras
tropas de la policía, con los primeros disparos de las granadas de gas
lacrimógeno, en las primeras filas, cae Alexis.
Ángel está parado a unos dos metros cuando el
proyectil le pega en la cabeza a su hijo, quien logra levantarse con ayuda de
su padre y todavía alcanza decir, "mis
lentes, se cayeron mis lentes". Pero la policía ya venía encima y no
les quedaba más que correr, buscar refugio en alguna casa del pueblo.
Por la radiofrecuencia de la corporación, los
policías que mantienen sitiada la casona de Texcoco donde está Ignacio del
Valle, escuchan la derrota propinada a sus compañeros en San Salvador Atenco.
A las 5 y media de la tarde dejan de ser
espectadores. Ponen manos a la obra. La orden que han recibido de sus jefes no
es realizar un operativo. Es, literalmente: "hay
que darles en su madre a esos hijos de la chingada".
Así es como centenares de efectivos entran con lujo
de violencia a sacar, bañados en sangre y semiinconscientes, a "Nacho" y los otros 30 de
Atenco que permanecían atrincherados desde la mañana en Texcoco.
Antes de irse, los efectivos de la policía derraman
pintura roja por toda la casa para disimular los charcos de sangre.
En la casa, de apenas dos cuartos pequeños en la
planta baja y dos iguales en la planta alta, se refugian más de cincuenta
personas. Algunos de Atenco y otros de la ciudad de México. Hay quienes son
viejos activistas que vienen de experiencias de represión históricas en México
como la de 1968. También hay otros, los más, estrenándose.
Un médico, Guillermo Selvas, es el primero en
reconocer la gravedad de la herida. Alexis quiere hablar, pero ya no puede. Su
lengua le falla. El Doctor Selvas le revisa la cabeza y ve que el cráneo está
roto, que el cráneo está expuesto, que ya empieza a sangrar de manera masiva.
En los primeros minutos el Doctor Selvas decide salir a buscar auxilio. El
Doctor nunca regresa a la casa. El Doctor, un año después, sigue preso.
En la planta baja Ollín Alexis ya no puede sentarse.
Se acuesta en el suelo. Otro médico lo revisa y se espanta. Saca vendas de su
mochila y busca parar la hemorragia. Alexis no responde, empieza a temblar.
Al conocer la detención de Ignacio del Valle, de
nueva cuenta, San Salvador Atenco se ha convertido en un pueblo amotinado. Sube
a diez el número de policías retenidos por los pobladores, así como una decena
de camiones, entre ellos una pipa de gas, se encuentran bajo su poder.
Entre los alzados hay nervios de guerra al clarear
la medianoche y es que para estas horas Atenco es ya un asunto de seguridad
nacional, dicen los principales mandos policiacos del país. El rumor en el
pueblo es que ahora no serán los policías estatales, sino el Ejército el que
los reprimirá.
Por eso hay tanta alerta y suenan con frecuencia las
campanas de la iglesia. A los más adormilados del pueblo, unos cohetones ayudan
a despertarlos. "¡Ya vienen los
federales, compañeros, vamos a organizarnos para darles en la madre!",
gritan líderes espontáneos.
Por algunos lados suena el himno zapatista, entonado
con emoción después de saber que el Subcomandante Marcos declaró hace rato la "alerta roja" en las
comunidades del EZLN, las fogatas parecen interminables a lo largo de la
carretera resguardada por los pobladores y los estudiantes llegados de
distintas universidades de la capital no dejan de fabricar bombas molotov.
"Los
de Atenco" saben
que serán reprimidos como nunca. Quizá por eso hasta deciden entregar a 8 de
los 10 efectivos en cautiverio a la Cruz Roja. Nada cambiará eso el transcurso
de las cosas durante las horas siguientes. La decisión está tomada: Hay que
darle una lección de una vez por todas a esos, "los de Atenco".
En la planta baja están varios que, como Ángel,
participaron en las movilizaciones estudiantiles de décadas anteriores. Ellos
piden detergente y vinagre. Echan el químico debajo de la puerta, y detrás de
las ventanas, luego mezclan sus orines con vinagre y derraman también el
contenido por todos lados.
Los policías traen perros y los perros suben de
frente a la planta alta por la escalera de metal delantera. Los perros no
huelen el sudor de treinta personas en la planta baja. Por la escalera los
policías jalan a los que se escondían arriba. Los bajan y los golpean. La gente
en la planta baja escucha los gritos. Llevan a golpes a Mariana, la hija del
Doctor Selvas. Mariana, un año después, sigue presa.
Un policía toca la puerta de la planta baja, pero
nadie le contesta.
Entraron por sorpresa la mañana del 4 de mayo. Ni siquiera
dieron tiempo a que los pobladores agarraran sus machetes, aquellas
emblemáticas armas. Cuando David despertó y trató de tomar la suya, siete
policías federales ya lo habían rodeado. Un minuto de puñetazos de pie, dos y
medio de patadas en el piso y varios más de insultos arrastrado, recibió antes
de ser subido a un camión de la Policía Federal Preventiva.
Su machete, con la hoja de acero diciendo EZLN, se
quedaba callado, mirando a su dueño inconsciente y lleno de sangre.
Así, cinco años después de haberlo intentado por
primera vez, las autoridades entraban a San Salvador Atenco. Unas horas antes
del arribo policiaco, los campesinos atrincherados habían bajado la guardia de
manera evidente. Información errónea, cansancio por la trifulca de cuatro horas
ganada el día anterior y una desventaja numérica de cuatro por uno frente a los
3 mil policías enviados.
Aquellos imbatibles guerreros postrados sobre el
kilómetro 27 de la carretera Lechería-Texcoco, corrían de prisa, tratando de
reorganizar su defensa desde el interior del poblado. A paso redoblado, el
contingente policiaco se posicionaba de la vía federal lanzando bombas de gas
lacrimógeno, piedras y golpeando a diestra y siniestra a quien se encontraban a
su paso.
Vicente Fox, el Presidente que al inicio de su
mandato había desechado el uso de la fuerza pública contra los comuneros que se
oponían a su megaproyecto urbanístico, ordenaba ahora, en alianza con el
priista Enrique Peña Nieto, el envío a San Salvador Atenco de centenares de
soldados disfrazados de policías. Todo –aparentemente– como consecuencia de un
problema originado en un mercado popular de Texcoco en el que laboraban menos
de 50 comerciantes.
Me levanté a las seis y prendí la televisión. En
pocos minutos vi la entrada de la policía a San Salvador Atenco. Vi, desde un
helicóptero, la ola negra de granaderos disparando bombas de gas lacrimógeno,
apuntando hacia los cuerpos de los ya muy pocos que se quedaban en las calles.
No quise ver más. Desperté a unos colegas reporteros y les dije: "tenemos que ir".
El tráfico para salir de la ciudad era una
pesadilla. Una hora para avanzar cinco kilómetros. Cuando por fin íbamos
saliendo de la capital vimos a unos dos o trescientos granaderos corriendo por
el pasto hacia el otro lado de la carretera. Paramos y tres reporteros con
cámaras salimos corriendo detrás de los granaderos para registrar el
enfrentamiento.
Pero no hubo enfrentamiento. Después de una hora de
negociaciones y amenazas, los granaderos de la ciudad de México lograron
desplazar a los manifestantes, quienes habían bloqueado la carretera en
solidaridad con Atenco.
Cuando se veía que ahí no iba a pasar nada, busqué a
mis amigos para continuar hacia Atenco. Ellos ya no querían. Entre otros
corresponsales de medios independientes que estaban ahí decidimos buscar un
taxi, pero no había nadie que nos llevara. Entonces decidimos contratar una
combi de transporte colectivo. Fuimos a la parada de un mercado cercano y
encontramos a un chofer dispuesto a llevarnos.
Eran las doce del día y el sol oprimía. Mandé un
mensaje por celular a un amigo periodista, quien estaba desde hace varias horas
en Atenco. "Vamos para allá",
escribí. "Con mucho cuidado
–contestó– están sacando la gente de sus
casas, andan como perros".
Ella está parada. Rendida en la plaza principal de
San Salvador Atenco. Levanta las manos como pidiendo paz después de tanto
correr. El primer policía llega y le propina un toletazo en la cabeza. Se
dobla. Aparece otro. Este para patearle sus piernas. Ella cojea, pero no cae.
Vienen cinco más. Todos a golpearla. Todos de la policía del Estado de México.
Ella cae por fin, se pega y sangra.
Uno de los representantes de la ley la agarra de los
pies. Otro de las manos. Así la van arrastrando diez metros por la calle hasta
la caja de una camioneta. Ella gime algo extraño. Ellos su euforia.
Se aparece otro efectivo con voz de mando. "Ándale, súbete pinche india",
ordena. Y su cuerpo es lanzado hasta caer en un montón inerte de personas que
también acaban de ser capturadas. Sus dos pies quedan al aire. A patadas, un
policía montado en la camioneta, termina de acomodarla.
Es la indígena mazahua Magdalena García Durán, quien
acaba de ser detenida y está a punto de ser trasladada al Penal de Alomoloyita.
Afuera de la cárcel donde Magdalena permanecerá
encerrada, 50 de sus compañeras se ofrecerán a ser recluidas para conseguir su
liberación. Buscarán hablar con todos los "licenciados"
que van saliendo del penal, pero nada. Se encadenarán a unos barrotes. Gritarán
en su lengua indígena y en español, pero sólo el silencio y el frío de la
madrugada en el Valle de México las escuchará, hasta la fecha
En la casa están intentando furiosamente contactarse
con personas en la ciudad de México para que manden una ambulancia. Por fin
responde alguien en la Cruz Roja del Estado de México y se compromete a enviar
una ambulancia. Ésta llega en unas dos horas a Atenco, pero la Policía Federal
Preventiva, que tiene cercado al pueblo, no le permite entrar. Espera una hora
y se va.
En la combi pasamos hojas en blanco donde apuntamos
nuestros nombres para que todos tengamos una lista de quienes van entrando. A
los pocos minutos suena mi celular. Contesto y escucho una voz hablando casi en
suspiros como una fantasma, repite mi nombre "¿John?, ¿John?". Cuelgo, pero poco después vuelve a
sonar y contesto nuevamente.
- John, soy Aarón, Aarón de la caravana (de La Otra
Campaña).
No reconozco su voz. Me dice que están escondidos en
una casa en Atenco, que hay policías por todas partes y no pueden salir, miles
de policías, que ya sacaron gente a golpes de otra parte de la casa, que hay "un herido" y necesitan ayuda.
- Estamos en camino, le digo, en cuanto lleguemos y
veamos cómo está la situación te mando un mensaje. Estamos en una combi,
llegando vemos cómo te podemos ayudar.
Ya tienen el control de San Salvador Atenco y se
pasean por las calles del pueblo entrando a diestra y siniestra en las casas.
Rompen, miran y si deciden que los habitantes son sospechosos, los golpean sin
reparo alguno antes de llevarlos a camionetas y camiones.
Borbotones de sangre le salen de la cabeza al dueño
de una panadería que balbucea algo así como "yo
estaba dormido". Pero un policía le da otro puñetazo para que se
termine de callar. En eso entra una especie de cordura al notar la presencia de
reporteros. "Ya estuvo, no se
descuiden con este pendejo, el pedo está allá", salva uno de los
subdirectores del operativo.
La avanzada policiaca sigue por las calles y de
repente aparece el único encapuchado de la mañana —que no el subcomandante
Marcos— es un hombre vestido de civil que va diciéndole a los policías que
están en las casas y comercios donde se atrincheran los "macheteros". Es el delator.
En la plaza principal del pueblo un policía federal
preventivo colgado de la puerta del camión presume con su mano izquierda el
trofeo de la batalla: dos machetes campesinos blandiéndose en el aire.
Atrás de él, por la ventanilla, cuatro de los más de
100 activistas capturados asoman su rostro amoratado.
Este es San Salvador Atenco después de la refriega.
Ya no suena como hace unas horas, en la madrugada, el himno del EZLN, ni
tampoco es la imagen de Emiliano Zapata lo que más se mira en el corazón de
este convulsionado pueblo del Vaso de Texcoco.
Ahora, la fotografía obligada son una decena de
policías recostados en las escalinatas del auditorio "machetero" bajo una manta que reivindica La Otra Campaña
y la lucha popular. Con ese telón de fondo, uno de los efectivos ríe mientras
pregunta: "Pues bueno, ¿a qué hora
empezamos a construir el nuevo aeropuerto?".
Y es que hoy en los machetes están en manos de
federales. San Salvador Atenco está sitiado.
Nunca entendí bien lo que estaba sucediendo antes de
ver a Alexis. Me dijo Aarón que había "un
herido". Yo imaginaba a alguien con el brazo roto, alguien con un
golpe fuerte en la cara, con la nariz rota, tal vez con un toletazo en la cabeza.
Imaginé una herida con sangre e hinchazón, no un disparo en la cabeza, no un
cráneo roto y expuesto, nunca un muchacho muriendo en el piso, nunca un papá
midiendo con parpadeos el charco de sangre que derramaba su hijo.
Llegamos a Atenco como a la una y media. De
inmediato empecé a buscar la casa en la que Alexis y los demás se refugiaban
del sitio policiaco. Cuando encontramos la casa, el dueño salió al portón para
decirnos que "el herido"
estaba mal pero que era demasiado peligroso sacarlo todavía —había policías en
cada esquina mirándonos y patrullas recorriendo cada calle—. Nosotros,
ingenuos, decidimos ir a Texcoco a buscar una farmacia y comprar vendas,
alcohol y medicina para el dolor. En el viaje hicimos una hora. No sabíamos que
era una hora de vida.
La periodista de Narco
News fue la que entró a la casa para entregar la medicina. Pidió usar el
baño y Osorno y yo fingimos que estábamos haciéndole una entrevista al
propietario de la casa para que la policía no sospechara que la gente estaba
escondida ahí. Ella tardó mucho. Diez, quince minutos, y cuando finalmente
salió ya no podía hablar. Intentaba decirme cómo estaba "el herido", pero no le salía ni una sola palabra entera.
- ¿Cómo
está?, insistí.
- Es
que se está muriendo...
"Me
subieron en un camión y me acostaron en el piso de éste indicándome no moverme
y no hablar. Seguían amenazándome con violarme y matarme, hasta que a golpes y
patadas me bajaron de ese camión para subirme en la parte de atrás de una
camioneta donde un sujeto me golpeaba las nalgas sin parar con un tolete,
mientras yo seguía con la cabeza cubierta y boca abajo. Cuando ya no pude
soportar los golpes en mis nalgas traté de cubrirme con mis manos y también me
las golpearon hasta que las quité, después el policía introdujo su mano por
debajo de mi ropa interior y me apretó fuertemente las nalgas, incluso
introduciendo sus dedos en mi ano.
Después,
con amenazas de muerte y patadas, me bajaron de esa camioneta para subirme en
un autobús, en el cual me obligaron a sentarme en el último asiento donde me
descubrieron solamente la boca y empezaron a morderme los labios y meterme su
lengua en mi boca, al menos cuatro sujetos apretaron mis senos y pellizcaron
mis pezones, al menos tres sujetos introdujeron sus dedos muchas veces en mi
vagina, mientras me insultaban y golpeaban. De repente empiezan a subir a
muchos compañeros y compañeras y yo oía como violaban y golpeaban a todos; nos
torturan todo el camino hasta llegar a este penal, donde tengo mucho dolor en
la manos, la cadera, el brazo derecho, el vientre y las piernas y no se me da
atención médica", declaró
ante el Ministerio Público, Norma Jiménez Osorio, una estudiante de 23 años de
edad detenida ese día.
De los 247 detenidos que hubo esos días, 28 siguen
presos y 172 están libres bajo caución. Algunos eran de Texcoco y Atenco, pero
muchos no. Venían de la UNAM, la Universidad de Chapingo y de la ciudad de
México a apoyar a los comuneros. También había cinco personas extranjeras:
Samanta Dietmar, fotógrafa de origen alemán; Maria Sostres Torrida y Cristina
Vals Fernandez, estudiantes españolas y Alberto Aguirre Tomic, estudiante de
antropología en una escuela oficial mexicana. Una documentalista chilena
también viviría en México aquello por lo que se había hecho famoso Pinochet.
Por ser deportada y libre una vez arribada a Chile, la de Valentina fue una de
las primeras voces de denuncia que se conocieron.
"Mi
nombre es Valentina. Mis amigos dicen que en la lista de detenidos aparecía
como Valeria Palma o Larissa Palma. Es lógico: los que anotaron mi nombre y
declaración no saben nada de mí. Para ellos soy un nombre cualquiera, unas
nalgas cualquiera, unos senos cualquiera. Sólo que ellos también pueden ser
cualquiera. Un policía sin uniforme es también cualquiera de esos rostros
mexicanos que estaban tendidos junto a mí llenos de sangre, llenos de miedo,
llenos de rabia por la impotencia".
Cuando llegamos al hospital Alexis sigue vivo. Lo
cargamos —su cuerpo está caliente— por la entrada de emergencias. Escucho a un
doctor comentar a su colega, "este
ya valió".
Por suerte un cirujano neurólogo se encuentra por
salir de su turno. Llevan a Alexis a una sala de operación donde a pocos
minutos de haber llegado comienza una cirugía de más de cinco horas. Alexis
aguanta, pero en coma. La hemorragia interna, hemorragia de once horas sin
atención médica, once horas cercado por policía, once horas atrapado por el
miedo de una treintena de personas escondidas también en la casa de refugio, la
hemorragia ya destrozó un ochenta por ciento de su masa encefálica.
Su familia, padre, madre, hermana, y hermano, tíos y
primos, tías y primas se quedan siempre abajo, en la puerta del hospital. Ahí
duermen, cuando pueden dormir. Ahí comen, cuando pueden comer. Ahí hablan con los
amigos y compañeros, las amigas y compañeras de la universidad, de la danza, de
la lucha contra el sistema político en México. Ahí permanecen día tras día,
hora tras hora, con la esperanza desgastada, chueca, como una barricada sola en
una calle olvidada.
Pero Alexis duerme. Ollín ya no se levanta.
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