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El movimiento estudiantil brasileño y la educación pública gratuita como principio universal


15-05-2013




 

El proceso de redemocratización de Brasil en la década de 1980 tuvo dos marcas importantes: la crisis fiscal del Estado, consecuencia del modelo de desarrollo implementado por la dictadura, basado en un elevado endeudamiento externo, y la elaboración de una nueva Constitución. En esta última, la movilización de la sociedad consiguió introducir valores fuertes de ciudadanía, comprometiendo al Estado con derechos sociales tales como educación y salud. Teniendo como inspiración a las socialdemocracias europeas, la nueva Constitución diseñaba modelos de política social definidos según principios de universalidad y gratuidad, lo que al mismo tiempo entraba en conflicto con los problemas de financiamiento del Estado.

Así, a comienzos de la década siguiente, el neoliberalismo brasileño convirtió el modelo de política social de la nueva Constitución en su blanco de crítica predilecto. Se trataba de un intento de deconstruir la imagen de la “Constitución Ciudadana”, revelando los problemas de acción de las agencias estatales y su supuesta ineficiencia, siempre contrapuesta a la “modernidad”, agilidad y flexibilidad de los mecanismos de mercado. El lema de los neoliberales brasileños era que la única solución para la crisis económica era la reforma del Estado. Modernizar el Estado era sinónimo de contraer sus funciones y reducir costos que no fuesen considerados esenciales. Todo lo que pudiese ser entregado al mercado, debía serlo. Además de las privatizaciones, la reforma del Estado del gobierno de Fernando Henrique Cardoso proponía que los grandes servicios sociales debían ser gerenciados por organizaciones no estatales, cada vez menos dependientes de las arcas fiscales y cada vez más capaces de generar sus propios recursos. La educación superior se encuadraría en este grupo.

Operando con este ideario, los intelectuales del neoliberalismo brasileño criticaron duramente la educación superior pública del país. En la época, Brasil contaba con cerca de 50 universidades públicas bajo la administración del gobierno federal, más otras tantas administradas por los gobiernos estaduales. Estas instituciones abrigaban cerca de 40% de los estudiantes brasileños y ofrecían la mejor y más prestigiosa formación. No cobraban mensualidades ni tasas significativas. Sus recursos eran básicamente los que le entregaba el Estado. Siendo así, las vacantes en las universidades públicas eran las más disputadas entre los jóvenes que deseaban acceder a la educación superior. El argumento liberal era que tales universidades provocaban una fuerte distorsión en el sistema brasileño, pues, siendo sostenidas con recursos públicos, atendían a los hijos de las clases más privilegiadas. Así, la educación pública sería un factor reproductor de desigualdad social. Como la transición de las universidades hacia la administración de organizaciones no estatales era un proceso complicado, aunque deseado, la salida más simple parecía ser la introducción de cobro de aranceles. De esta forma, alegaban, el Estado comprometía menos recursos con la educación superior y podría concentrar sus recursos en la educación básica.

La idea no era de ninguna manera una novedad. La sugerencia de focalizar las inversiones públicas en la enseñanza constaba en los documentos elaborados por el Banco Mundial en la década de 1990 con orientaciones para los países menos desarrollados. En escenarios de crisis del financiamiento del Estado, esa parecía, según el Banco Mundial, la mejor salida para optimizar los gastos públicos. Como tela de fondo estaba el antiguo ideario liberal de una división internacional del trabajo en la cual la producción de conocimiento en nivel superior no le cabía a los países periféricos. Esas concepciones fueron la marca ideológica de la política educacional del gobierno de Cardoso, que durante ocho años emprendió esfuerzos significativos para fortalecer la presencia del mercado en la educación superior y reducir los costos de las universidades públicas. En el inicio de su gobierno, entre los años de 1996 y 1998, cuando aún poseía alta popularidad, el gobierno de Cardoso intentó fallidamente convencer a la opinión pública de la importancia de cobrar aranceles en la educación superior. Tampoco logró consolidar una mayoría en el Congreso Nacional que le permitiese implementar la propuesta. No obstante, su política de disminución de recursos para las universidades fue ampliamente practicada con serias consecuencias para estas instituciones.

La crítica al programa de Cardoso fue emprendida pioneramente por las organizaciones estudiantiles y sindicales de la educación. El argumento central era que el cobro de mensualidad en la educación superior, bajo el pretexto de promover equidad, disminuiría aún más las posibilidades de la población más pobre de ingresar a la educación superior. Aquí cabe decir que la universidad brasileña nunca fue el centro elitista que los neoliberales pintaban. Por esas paradojas que cabe a la buena investigación histórica explicar, la dictadura militar brasileña promovió una fuerte expansión del sistema universitario superior, constituyéndose en una vía de movilidad social ascendente para una parte de la población. Las estadísticas socio-económicas del perfil de los estudiantes universitarios brasileños mostraban también que, en la década de 1990, cerca de la mitad de los estudiantes matriculados en esas universidades provenían de escuelas públicas, no frecuentadas por las elites brasileñas. Ahora, era efectivo que la universidad poseía algunos enclaves elitizados, en particular los cursos de profesiones con alto valor de mercado, como medicina, derecho e ingeniería. De esta forma, el cobro indiscriminado de mensualidades tendría el efecto de elitizar aún más la universidad, cerrando el camino de los hijos de familias pobres o dificultando la permanencia inclusive de las capas media, que en el período sufrían con los ajustes de una política económica abiertamente recesiva. Ahora bien, el cobro selectivo se mostraba poco relevante en recaudación de recursos para el financiamiento. Debíamos entonces preguntarnos: ¿valdría la pena quebrar el principio universal de gratuidad de la educación pública sólo para recaudar un recurso que ni siquiera sería suficiente para cubrir los costos de la universidad? ¿Deberíamos cambiar la garantía universal por un puñado de dólares?

La respuesta del movimiento estudiantil fue rotundamente negativa. Defender el campo de las políticas universales significaba establecer un resguardo frente a la lógica competitiva e individualista del neoliberalismo. La gratuidad de la educación no puede pasar por un análisis selectivo y burocrático de la renta familiar de cada estudiante: es un derecho de todos y un deber del Estado. Nunca tuvimos la ilusión de que el cobro de aranceles pudiera ampliar los recursos para la educación y favorecer a los más pobres. Por el contrario, sería una apertura para una lógica de política pública que naturalizaba la desigualdad y estimulaba la mercantilización de la enseñanza, aproximando así la experiencia universitaria a la lógica de consumo. La gratuidad, en este caso, sale del campo de los derechos e ingresa en la siempre más precaria y vulnerable esfera del asistencialismo. Desde el punto de vista de los valores que orientan las políticas públicas, era un retroceso inmenso.

Fueron muchas las luchas organizadas contra el cobro de aranceles. Debates, marchas, paralizaciones y huelgas de estudiantes y profesores. Entre 1995 y 1999 la resistencia estudiantil al pago de tasas y mensualidades fue decisiva para impedir el avance de la propuesta neoliberal. En el período siguiente (1999-2002), con el enfriamiento de la intención del gobierno, el movimiento se volcó hacia la defensa y recuperación de los recursos materiales y humanos de las universidades que fueron duramente afectados en la década anterior. Esa movilización unió a amplios sectores de la comunidad universitaria, culminando con una gran huelga de profesores y estudiantes que recibió el apoyo de numerosos rectores, incluso de su Asociación Nacional, en el año 2001. La Unión Nacional de Estudiantes (UNE) propuso en esa ocasión al Congreso Nacional la aprobación de un Plan de Emergencia para la recuperación de presupuestos, la contratación de profesores y la democratización del acceso.

La salida para la universidad pública debería pasar por repactar la relación de la universidad con la sociedad, fortaleciendo su dimensión pública y enfrentando las concepciones que veían en la educación una extensión de las relaciones de mercado. En este sentido, ganaban importancia dos políticas: la de financiamiento y la de acceso. En relación al financiamiento, las organizaciones estudiantiles defendieron la recomposición de los recursos públicos para la universidad, elevando la prioridad de la educación en el presupuesto público, lo que nos llevó a una crítica más amplia de la política económica del gobierno de Cardoso, que comprometía gran parte del presupuesto con el pago de intereses de la deuda pública. En relación al acceso, el énfasis estuvo en su democratización sin cobros ni aranceles. En este aspecto, creo que las propuestas surgidas en Brasil fueron no sólo muy creativas, sino también, tal como demostró el tiempo, positivas.

La política de “cuotas” fue tal vez una de las innovaciones más creativas para responder al problema de la democratización del acceso en la educación superior. Aunque, dentro de la tradición de las políticas de acción afirmativa, es muy clara la inspiración estadunidense de la propuesta, la experiencia brasileña acabó adquiriendo un perfil propio. Si en EE.UU. las cuotas formaron parte de acciones afirmativas restringidas a la reparación de las diferencias étnicas, en Brasil la política de cuotas asumió una dimensión más amplia, ligada a la propia interpretación que la sociedad brasileña realiza de sus diferencias sociales y raciales. Sin negar la importancia de la discriminación “de color” (étnica) en la desigualdad educacional y social del país, muchas de las propuestas de cuotas aprobadas en universidades brasileñas dieron énfasis a la promoción de la enseñanza escolar pública. En Brasil, las escuelas particulares obtienen una tasa de éxito en la aprobación de sus estudiantes en las universidades muy superior a la de las escuelas públicas. Así, los hijos de las familias acomodadas buscan las mejores escuelas particulares, mientras la escuela pública recibe buena parte de los hijos de las familias pobres. Al reservar una parte significativa de las vacantes universitarias, que en algunos casos llega a la mitad, sólo para estudiantes provenientes de escuelas públicas, las universidades brasileñas buscaron alcanzar dos objetivos fundamentales: valorizar política y simbólicamente la escuela pública y promover mayor equidad en el acceso a la enseñanza superior pública. La adopción del sistema ha dependido de la decisión de cada universidad y, de esta forma, las reglas son diversas. Algunas combinan reserva de vacantes para la escuela pública con cuotas para minorías étnicas; otras prefirieron adoptar bonos en los exámenes de clasificación para estudiantes formados en el sector público. Pocas son las instituciones que no adoptaron ninguna política de acción afirmativa.

No es necesario explicar cuán controvertida fue y sigue siendo la medida, pero sus resultados son bastante promisorios. La permanencia de los alumnos ha sido auxiliada por programas gubernamentales y el desempeño escolar de estos estudiantes nada tiene que envidiar del de sus compañeros, llegando en algunos casos incluso a superarlos; hay investigaciones que describen lazos de solidaridad significativos no sólo entre los cuotistas (que estudian gracias a las cuotas), sino también entre ellos y sus pares.

Finalizando, debo decir que el éxito de la política de “cuotas” o de “reserva de vacantes” no debe eclipsar los problemas que aún están presentes en la educación brasileña, no sólo a nivel superior. La construcción de un sistema educacional articulado en torno a los principios de calidad y equidad aún es un objetivo distante. En los últimos diez años, la política para la educación superior mejoró bastante, con visible fortalecimiento del sistema público. No obstante, en ese mismo período, la competencia con el sistema privado no amainó. De hecho, el propio gobierno federal ha adoptado, contradictoriamente, medidas favorables al financiamiento público de instituciones privadas. Por otra parte, las medidas para el mejoramiento de la calidad de la enseñanza escolar pública apenas muy lentamente van produciendo efectos, lo que es poco para un sistema educacional desvalorizado durante tanto tiempo.

Con este artículo no queremos decir que la “vía brasileña” de democratización del acceso pueda ser naturalmente universalizada. Cada sistema educacional tiene una trayectoria y problemas específicos. No obstante, si nos situamos en el campo de los valores, podemos decir que hay buenos motivos para desconfiar del quiebre de principios universales, como el de la gratuidad de la enseñanza pública.

 

Felipe Maia es Mestre en Sociología (IUPERJ) y doctorante en la misma disciplina en el IESP-UERJ. Fue Presidente de la União Nacional dos Estudiantes de Brasil (2001–2003).

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