Mario Wainfeld
Texto publicado en Página
12
Desinformémonos
02 de diciembre de 2016
Cuando un dirigente sacralizado muere de ancianidad los
pueblos desamparados consideran, sin embargo, esa muerte una muerte violenta.
Cuando los estudiantes del
año 3000 abran sus libros de historia en las páginas del siglo veinte leerán
quizá: URSS, Stalin; Yugoslavia, Tito; Gran Bretaña, Churchill; Francia, De
Gaulle; China, Mao. Preguntarán entonces: “¿Eran
los nombres de las capitales?”. Se les contestará “no, eran los nombres de los dioses de ese siglo”. Y los niños de
las escuelas del futuro sacudirán la cabeza pensando que difícil sería para los
hombres vivir en un tiempo en el que los dioses habitaban entre ellos. Así lo
citó Bernard Chapuis en Le Monde, a propósito de la muerte de Mao Tse Tung.
“Cuánto
sufre un analfabeto, no se lo imagina nadie; porque hay algo que se llama
autoestima, que es más importante, incluso, que los alimentos, la autoestima.
La calidad de vida es otra cosa, calidad de vida es patriotismo. Calidad de
vida es dignidad, calidad de vida es honor; calidad de vida es la autoestima a
la que tienen derecho a disfrutar todos los seres humanos”
Fidel
Castro, en las escalinatas de la Facultad de Derecho de la Universidad de
Buenos Aires en 2003.
Fidel murió anciano,
cuando llevaba más de diez años extrañado del poder. Ese fue el destino del
refundador de la nación cubana: envejecer junto a su proyecto político.
Los estadistas que
perviven cargan con los altibajos de hacerse cargo de la realidad, los cambios,
las defecciones, las contradicciones, los retrocesos, el deterioro que es
compañero del paso del tiempo. También les caben los logros, las conquistas, el
amor de los propios, el odio inalterable de las derechas del mundo, tanto las
que celebraron en las calles de Miami como las que se regodearán en los medios
dominantes y en los quinchos VIP.
Su nombre es el de su
patria, de los que menciona la cita de Chapuis. Parte el último fundador de
naciones del siglo XX, que fue sucesivamente y sin fatiga, un joven insurgente
con las armas en la mano, un tribuno de su propia causa, el estadista que intentó
el asombroso experimento de implantar el socialismo en un solo país, pequeño en
tamaño y población.
Consiguió lo imposible:
sobrevivir él mismo y su proyecto al asedio del mayor imperio de la historia,
sito a tiro de cañón de la isla. La CIA, el Departamento de Estado, tantos
presidentes de Estados Unidos planificaron su derrocamiento, la invasión,
carradas de atentados terroristas, aquellos que los gringos condenan cuando
hablan ex cátedra pero que promueven y concretan más que nadie.
Este cronista renuncia acá
a un veredicto genérico sobre la vastedad de su obra, las carencias del
proyecto revolucionario, las fallidas acciones económicas, las libertades
públicas limitadas o conculcadas, la zafra desmesurada, el período especial, Fresa y Chocolate. En estos días y
semanas “todo el mundo” pontificará
sobre Fidel, su prédica y sus políticas que fueron mutando conforme pasaron los
años.
Un método comparativo
justo, supone sin originalidad quien esto escribe, debe cotejar a Cuba con lo
que era a fines de la década del 50’: un burdel poblado de casinos, tal como
reseñó Francis Ford Coppola en El Padrino.
O con otras comarcas de su región, que eligieron (o fueron sometidas) a un
trato más amigable con la mega potencia vecina.
La Guerra Fría es ahora una evocación distante, para muchas personas
tan remota como el Imperio Romano. En su momento, formateó el mundo bajo
paradigmas imposibles de evaluar con los imaginarios del siglo XXI. En aquel
entonces Fidel quiso exportar la Revolución, una fantasía ampulosa. El Che
Guevara murió en esa empresa: quedó en la memoria para siempre, joven, bello y
perfecto. Como Evita… A Fidel le cupo el rol de Perón: seguir a cargo de la
política cotidiana, mostrarse maduro o enfermo, sobrellevar desafíos y
desdichas.
Desde hace décadas los
cubanos que salen en misión de las islas exportan educación y salud. Puertas
adentro su país desconoce el analfabetismo, el hambre, las enfermedades que
agravan la pobreza. Eso no vale nada en el inventario del modelo hegemónico,
que se conduele verbalmente de la miseria mientras la provoca.
El presidente boliviano
Evo Morales, que lo admiró como un pibe de sectores sumergidos que fue (y sigue
siendo), lo evocó en el canal Telesur y arrimó una cifra, que vale la pena
subrayar. Setecientos mil bolivianos fueron operados de la vista por médicos
cubanos. La propia Canciller argentina Susana Malcorra comentó un par de meses
atrás que la única acción internacional sanitaria exitosa en África es la
emprendida por Cuba. Ni los grandes estados del planeta, ni los laboratorios
multinacionales, ni las ONG (aun las virtuosas, que las hay) son eficaces o
siquiera presentes.
Tres generaciones lo
conocieron como parte del paisaje. Martín Rodríguez, periodista y ensayista
nacido mucho después de la entrada en La Habana, publicó en su cuenta de
twitter @tintalimón fotos de Fidel con protagonistas de primer nivel,
muchos de ellos ya fallecidos. Y escribió: “Fidel
fue un Zelig al revés. Fotos de él con todos y en todos los tiempos sin ser
camaleón”.
Según los sabios de la
tribu, era imposible soportar la agresión estadounidense. Solo lo sostenía el
oro de Moscú: era imposible que sobreviviera a la caída del Muro de Berlín y a
la entropía del “socialismo real”.
Pudo, sin embargo.
Se consagró como orador
larguero cuando se defendió en los tribunales de Fulgencio Batista. “Condenadme, no importa. La historia me
absolverá”. Habló y peroró sin pausa. Acaso fue el mejor predicador de una
etapa pródiga en elocuencia política. Dialogó con las masas, adoctrinó, educó
con el verbo. Se explayaba durante horas porque tenía mucho qué decir. Se
remontaba a la historia para llegar a la coyuntura. Una visión coherente del
mundo, una ideología que desea cambiar el mundo debe primero compartirse,
explicarse, comprenderse.
El discurso de la Facultad
de Derecho mencionado en el epígrafe congregó a miles de argentinos, muchos de
los cuales apenas lo conocían, porque era un prodigio de comunicación que se iba
extinguiendo.
En los últimos años de
vida activa fue constructivo con las nuevas democracias que surgieron en este
sur. Los líderes más radicales, el venezolano Hugo Chávez y Evo, lo admiraban y
también escuchaban. Su mayor consejo era acordar un rumbo común con los
gobiernos reformistas de Brasil y Argentina.
La relación con el kirchnerismo
tuvo momentos de idilio, vicisitudes y conflictos, como el vinculado con la
médica disidente Hilda Molina. Pero primó la alianza objetiva. La perspicacia
política del león devenido herbívoro captaba que cada etapa tiene su lógica,
sus imposiciones.
Su piné trascendió las
fronteras de su patria. Su partida fue un hecho violento, el segundo final del
siglo XX. Justo cuando el acercamiento entre Washington y La Habana, un
destello de lucidez, está en jaque.
El socialismo real es
pasado lejano. Una versión actualizada y nítida del fascismo y la xenofobia
son el producto actual del mix entre capitalismo y democracia en muchos países
del centro del mundo.
La muerte no sorprende,
estaba en las predicciones y las intuiciones. De cualquier modo, acongoja y
refuerza la admiración por el líder gallardo que jamás hocicó, jamás fue
lamebotas, jamás dejó de expresar a su patria, al son propio de los cubanos.
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