Por John Gibler
Ilustraciones de Clay
Rodery
Traducido por Juan Elías Tovar
Traducido por Juan Elías Tovar
De la edición de enero de
2015
La crónica del 26 de septiembre de 2014, el día en
que 43 estudiantes mexicanos desaparecieron y por qué esto puede ser
un punto de inflexión para el país.
Para los primeros días de
Octubre, la cancha exterior de básquetbol de la Escuela Normal Rural de
Ayotzinapa, una población del estado mexicano de Guerrero, se había convertido
en una sala de espera de la desesperación. El dolor irradiaba como calor. Bajo
el alto techo de lámina corrugada de la cancha, los familiares de los 43
estudiantes desaparecidos se reunían a enfrentar las horas entre las
expediciones de búsqueda, las protestas y las reuniones con funcionarios del
gobierno, trabajadores de derechos humanos, y antropólogos forenses. Reunidos
en grupos a la orilla de la cancha, sentados en el piso de concreto o en sillas
plegables de plástico acomodadas en semicírculos, hablaban en voz baja y entre
ellos. La mayoría había viajado desde pequeñas comunidades indígenas y
campesinas de Guerrero. Muchos habían llegado sin una muda de ropa. Todos
habían venido a buscar a sus hijos.
La noche del 26 de septiembre
de 2014, en la ciudad de Iguala, a 125 km, policías uniformados emboscaron
cinco autobuses de estudiantes de la normal y otro que llevaba a un equipo de
fútbol profesional. Junto con tres sicarios no identificados, dispararon y
mataron a seis personas, hirieron a más de veinte, y “desaparecieron” a 43 normalistas. El cuerpo de una de las víctimas
fue hallado en un campo a la mañana siguiente. Los asesinos le habían quitado
el rostro. Los soldados del 27º Batallón de Infantería, cuyo cuartel está a
menos de tres kilómetros y que tienen la misión de combatir el crimen
organizado, no intervinieron.
La noticia del ataque fue
recibida inicialmente con muda indignación, sobre todo porque la información
que llegaba de Iguala, una ciudad montañosa de 110,000 habitantes, era confusa.
Durante varios días circularon conteos contradictorios de los normalistas
desaparecidos. No fue sino hasta el 4 de octubre, cuando la procuraduría
estatal anunció que habían descubierto la primera de una serie de fosas comunes
a las afueras de Iguala, que los medios nacionales e internacionales
descendieron sobre la región. Cuando los forenses confirmaron que el primer
cuerpo de los treinta restos calcinados no era de los estudiantes
desaparecidos, la ira y el horror se extendieron. A lo largo de octubre, hubo
marchas y vigilias por todo el país. En Chilpancingo, la capital de Guerrero,
estudiantes de Ayotzinapa rompieron ventanas e incendiaron edificios del
gobierno estatal. En Iguala, manifestantes saquearon y quemaron el palacio
municipal.
A pesar de no ser un evento
aislado ni la peor masacre en los últimos años, lo ocurrido en Iguala caló
hasta la médula de la sociedad mexicana. Quizá haya sido la magnitud de la
violencia, o la absoluta brutalidad, o que las víctimas eran estudiantes normalistas,
o que los autores materiales fueran en su mayoría policías municipales, o que
el presidente municipal de Iguala, su esposa y el jefe de policía probablemente
estuvieran detrás del ataque, o que los gobiernos estatal y federal fueran
falaces en su investigación e insensibles en su trato a las madres y padres de
los desaparecidos. Cualquiera que haya sido la causa — y probablemente fuera una
combinación de todas estas razones — es imposible exagerar el
efecto que los ataques han tenido sobre el país. Los mexicanos
hablan de Iguala como sinónimo de trauma colectivo. México ahora es una nación
de luto, y en el corazón de ese dolor están esas cuarenta y tres familias en la
cancha de básquetbol de Ayotzinapa y su agonizante demanda: Vivos se los llevaron,
vivos los queremos.
Cada año, 140 alumnos de nuevo
ingreso llegan a la Escuela Normal Rural Isidro Burgos, un internado varonil,
provenientes de algunos de los lugares más golpeados económicamente del
hemisferio, donde las escuelas primarias suelen ser estructuras de adobe de un
solo cuarto sin electricidad, agua corriente ni plomería. Estos son de los
jóvenes más comprometidos de sus comunidades, para quienes el sistema dice que
no hay lugar: aquellos aparentemente destinados a ingresar a las filas más
bajas de los ejércitos de la guerra del narco o a cruzar el desierto de Arizona
en desbandada para ir a pizcar pimientos en California o lavar platos en
Chicago. La escuela normal, conocida como Ayotzinapa, les ofrece una ruta
diferente: una profesión. Ayotzinapa les dice: “Aquí perteneces”.
La colegiatura, el alojamiento
y las comidas son gratuitos. El gobierno estatal proporciona un presupuesto
alimentario que equivale a unos $50 pesos por estudiante por día, lo cual suele
significar una dieta de huevo, arroz y frijoles. Los estudiantes se encargan de
limpiar todo, de servir y de buena parte de la cocina. Los dormitorios de
primero son cajas de concreto sin ventanas ni muebles. Llegan a dormir hasta
ocho alumnos por cuarto, tendiendo cartones y cobijas como camas. Algunos
cuelgan huacales en la pared para usarlos de cómoda.
Las Escuelas Normales Rurales fueron
creadas después de la Revolución mexicana para promover la alfabetización en el
campo. Para mediados del siglo XX, llegaron a ser 36. En 1969, el gobierno
federal cerró numerosas escuelas, y ahora sólo quedan 14. Ayotzinapa fue
fundada en 1926, y como todas las escuelas normales, tiene una larga tradición
de movimientos estudiantiles de izquierda. En los murales de la escuela no sólo
aparecen figuras revolucionarias de renombre internacional como el Che Guevara
y el rebelde zapatista Subcomandante Marcos, sino también los líderes
guerrilleros de los años 1970, Lucio Cabañas y Genaro Vázquez, ambos egresados
de Ayotzinapa. Varios murales conmemoran a dos estudiantes que la policía mató
en el 2011, durante una protesta exigiendo un aumento a la matrícula de la
escuela y a su presupuesto alimentario.
Una de las “actividades” — como los normalistas llaman a
sus acciones — más
comunes, es la toma de camiones. Viajar a observar a maestros en zonas rurales
es parte esencial del currículo, pero la escuela nunca ha
tenido muchos vehículos ni presupuesto para alquilarlos o adquirirlos. (A
principios de septiembre, la escuela sólo tenía dos camiones, dos urbans y una camioneta a su
disposición.) Desde hace mucho tiempo, para conseguir transporte, los normalistas
acuden a las terminales de autobuses cercanas o hacen un bloqueo en la
carretera, luego abordan un autobús detenido y le informan al chofer y a los
pasajeros que el vehículo será empleado “con
fines educativos para la Escuela Normal de Ayotzinapa”.
Los funcionarios del gobierno
condenan las acciones de los normalistas, que califican de robo. Los
estudiantes insisten en que no son ladrones y que siempre “llegan a un acuerdo” que incluye un pago. Los choferes no
abandonan sus vehículos; a veces acampan en la normal, donde les dan los
alimentos, por semanas y en ocasiones hasta meses. Cuando los estudiantes
bloquean las autopistas, normalmente lo hacen en las casetas de cobro. Rodeados
por los estudiantes, los conductores tienden a “donar” el pago al fondo de transporte de la escuela normal.
Ninguna de estas tácticas es exclusiva de Ayotzinapa, pero lo que los distingue
es que ellos las han integrado en el funcionamiento cotidiano de la escuela.
En mayo de 2013, Adela Micha,
reportera de Televisa, entrevistó al gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre
Rivero. Ella le preguntó cómo era posible que el robo de autobuses por parte de
los normalistas fuera una práctica habitual. Aguirre respondió que Ayotzinapa “se ha convertido en una especie de búnker.
Ni la autoridad federal ni la autoridad estatal tenemos acceso porque es un
espacio también que se ha utilizado por parte de algunos grupos, sobre todo
para llevar adoctrinamiento a estos jóvenes, para irles a sembrar mucho rencor
social”. Micha le preguntó quiénes estaban detrás del adoctrinamiento.
Aguirre respondió: “Algunos trasnochados
de la guerrilla en Guerrero”.
El plan para el 26 de
septiembre nunca fue Iguala. “Nos
interesaba Chilpo”, me dijo Iván
Cisneros, uno de los estudiantes de segundo año que coordinaron
las actividades aquella tarde, refiriéndose a
Chilpancingo. “Donde vamos a hacer las
actividades es a Chilpo. Estaban súper
calientes las cosas allí, y no nos queríamos ir para no arriesgar a la gente,
supuestamente, y por eso optamos por ir hasta Iguala”.
(La siguiente crónica de lo
ocurrido la noche del 26 de septiembre está basada en entrevistas con catorce
estudiantes que sobrevivieron a los ataques y a más de diez residentes,
incluyendo cuatro periodistas, que también los presenciaron. Los nombres de los
estudiantes que sobrevivieron son seudónimos).
A mediados de septiembre, un
grupo de alumnos de segundo año expropió dos camiones en la terminal de
Chilpancingo. Necesitaban los vehículos para transportar estudiantes a una
práctica de observación de aulas de tres días. A su regreso, se quedaron con
los autobuses — y los choferes — porque muchos de la escuela
planeaban viajar a la Ciudad de México para la marcha del 2 de octubre, que
conmemora lo que es considerado el evento más infame en la historia mexicana
moderna: la masacre de cientos de estudiantes a manos del ejército en 1968. El
problema era que Ayotzinapa no tenía suficientes autobuses para transportar a
todos.
Para conseguir más autobuses,
los coordinadores estudiantiles — casi todos de segundo año — programaron una actividad
para la tarde del viernes 26 de septiembre. Pero decidieron evitar Chilpancingo
porque los granaderos, policías antimotines, estaban apostados en la terminal
de autobuses. En vez de ir allí, la actividad se llevaría a cabo en la
dirección contraria, cerca de Huitzuco, una pequeña ciudad a unos 110
kilómetros de la escuela.
A eso de las 5:30 p.m., los
coordinadores llenaron los dos autobuses con unos 80 alumnos de primer año y
salieron. Según todas las versiones, el ambiente en los autobuses era festivo.
Los normalistas habían llegado al campus hacía más o menos un mes. Para muchos,
el viernes había sido el primer día de clases, y ahora estaban a punto de
participar en uno de los ritos de iniciación de la escuela, su primera
actividad. “No sabíamos a qué actividad
íbamos”, me dijo un alumno de primero. “Nada
más nos dijeron, Vámonos, para acá”.
Pararon a las afueras de
Huitzuco, y los normalistas empezaron a pedir donativos, atentos a los
autobuses que fueran a Chilpancingo. Empezó a oscurecer, los automovilistas
eran hostiles y no llegaba ningún autobús. Cisneros llamó a uno de los otros
coordinadores y le dijo, “No, pues esto
ya valió, no vamos a poder llevarnos ninguno”.
Los coordinadores se disponían
a regresar a Ayotzinapa cuando un camión se aproximó. Los estudiantes se
pusieron de acuerdo con el chofer, que les solicitó primero ir a dejar a sus
pasajeros a Iguala, como a 20 minutos. El autobús llegó a la ciudad a las 8:00
p.m., y todos los pasajeros bajaron, excepto los nueve estudiantes que lo
habían tomado. El chofer les dijo que necesitaba autorización antes de salir
hacia la normal. “Sí, espérenme un
momento”, les dijo.
A unas cuantas cuadras, la
élite política de Iguala y unos 4,000 acarreados se hallaban reunidos en la
Plaza Cívica de las Tres Garantías para escuchar lo que estaba anunciado como
el segundo informe anual de actividades del Sistema Nacional para el Desarrollo
Integral de la Familia (DIF) en Iguala. Una oficina regional del DIF
difícilmente derrocha dinero en flores, luces y sonido, comida y grupos
musicales para su informe anual. Los periodistas que cubrieron el evento dicen
que fue una fiesta de precampaña apenas disimulada para la esposa del alcalde,
María de los Ángeles Pineda, que esperaba ser su sucesora. Notable entre los
presentes, había un coronel del 27º Batallón de Infantería.
Electo en 2012 como presidente
municipal, José Luis Abarca y su esposa trataban Iguala como su feudo desde
hacía mucho. En años recientes, adquirieron 31 casas y departamentos, nueve
negocios y trece joyerías. El Ejército Mexicano donó parte del terreno en el
que la pareja construyó un centro comercial de $23 millones de dólares a las
afueras de la ciudad. En diferentes ocasiones, las procuradurías estatal y
federal han acusado a los padres de Pineda y a sus tres hermanos (dos de los
cuales han sido asesinados) de encabezar un grupo del crimen organizado llamado
Guerreros Unidos. En Iguala, la
opinión generalizada es que la policía y los Guerreros Unidos son sinónimos. En una ocasión, Pineda amenazó a un
reportero en público, “Si le sigues te
voy a cortar las orejas”.
Abarca ha sido acusado de
asesinar al activista guerrerense Arturo Hernández Cardona en 2013. Un testigo
declaró ante la procuraduría federal que Abarca le disparó a Hernández Cardona
en el pecho y en la cara. Hernández Cardona llevaba cuatro días desaparecido
cuando su cuerpo torturado fue encontrado a la orilla de un camino.
Entre quienes desconocían las
acusaciones contra la pareja gobernante de Iguala y el hecho de que estuviera
en un mitin a pocas cuadras de allí, se hallaban los nueve estudiantes que esperaban
impacientes a que regresara el chofer del autobús. Lo veían, mientras seguía
hablando con los guardias de seguridad de la terminal, que a su vez hablaban
por sus teléfonos y radios. Temiendo que el chofer se negara a subirse otra vez
al autobús, los estudiantes llamaron a sus compañeros que seguían en la
autopista, cuya respuesta fue rauda: juntaron piedras, abordaron nuevamente sus
dos autobuses y salieron hacia la terminal.
Cuando llegaron, los
normalistas estacionaron los autobuses en la calle y se lanzaron sobre la
terminal, sus rostros cubiertos con las playeras amarradas a sus cabezas. Los
nueve estudiantes que esperaban abandonaron el camión y, junto con los demás,
tomaron otros tres. Ahora a bordo de cinco autobuses, la policía sin aparecer,
los normalistas les dijeron a los choferes que los sacaran de la ciudad lo
antes posible. Dos autobuses enfilaron hacia el oriente por Periférico Sur, que
rodea el centro de la ciudad y ofrece una salida directa hacia la autopista.
Los otros tres camiones se dirigieron hacia el norte por la calle Galeana,
hacia la Plaza Cívica. Ignorando las exigencias de los estudiantes de acelerar,
el chofer que iba a la cabeza avanzaba a vuelta de rueda. Para entonces eran
como las 9:30 p.m. En el mitin político, habían terminado los discursos y
estaba tocando la banda.
Cuando los tres autobuses
pasaron por la Plaza Cívica, patrullas de la policía llegaron, con las sirenas
encendidas. Una patrulla se metió enfrente del primer autobús, frenando la
caravana. Los normalistas bajaron de un salto para quitar la camioneta del
paso. Llegaron más policías y empezaron a disparar al aire. Los normalistas de
Ayotzinapa daban por hecho que pelear con la policía era un poco como jugar al
gato y al ratón: si te agarraban, te iban a golpear y arrestar, pero los
balazos no eran parte del juego. Se lanzaron a la patrulla, apedreándola y
obligando al conductor a retroceder. “Yo
iba en el tercer autobús. Cuando escuchamos los disparos, nos bajamos”, me contó
Ernesto Guerrero, un estudiante de primero. “Y
un compañero de nosotros de la academia, de segundo, nos dijo a los demás ‘No
se asusten, paisas, son disparos al aire’. Pero cuando íbamos, vimos que no
eran al aire, que eran contra el autobús, incluso eran disparos contra
nosotros. Es cuando tomamos la decisión de empezar a defendernos. En el camino
yo encontré cuatro piedras, y cuatro piedras son las que arrojé”.
Con el camino despejado, los
tres autobuses pasaron por la plaza y siguieron por la calle Juan N. Álvarez,
que se extiende unas quince cuadras antes de llegar a Periférico Norte, una de
las principales avenidas. Las camionetas de la policía los persiguieron,
llegando de los lados y desde atrás, disparando en repetidas ocasiones. Los
autobuses estaban a pocos metros del cruce con Periférico Norte cuando una
patrulla les cerró el paso. Esta vez, el chofer abandonó la camioneta. Cuando
los normalistas del primer autobús empezaron a empujar la patrulla para
quitarla, la policía abrió fuego. El estudiante Aldo Gutiérrez Solano recibió un
disparo en la cabeza. En la confusión, los normalistas que estaban moviendo la
patrulla por poco la echan encima de él. “Ya
al final les señalamos y se dieron cuenta que el compañero estaba tirado,
estaba sangrando de la cabeza de un balazo”, me contó Edgar Yair, alumno de
primero. “Lo queríamos levantar. Y en
cambio de que los policías dejaran que lo levantáramos, pues, más nos
disparaban, más fuerte, más rápido eran los balazos”. En ese momento, los
estudiantes se dieron cuenta de que todo había cambiado. Las presuntas reglas
se habían desintegrado.
Los normalistas corrieron,
algunos se volvieron a meter al primer camión, otros se escondieron entre ése y
el segundo. Llegaron más policías, disparando pero sin acercarse. Los
normalistas gritaron pidiendo una ambulancia. Cuando finalmente llegó una, la
policía le impidió acercarse, pero la ambulancia rodeó por atrás y los
paramédicos por fin pudieron llevar a Gutiérrez Solano al hospital, donde le
declararon muerte cerebral.
La mayoría de los policías se
agrupó por detrás del tercer autobús, atrapando a los normalistas que estaban
adentro. “Escuchamos que se gritaban”, me contó
Jorge Vázquez, un alumno de primero
que se escondió en la parte de atrás
del primer camión. “Pero después
me asomé de una ventana y vi donde
estaban subiendo a varios compañeros a las patrullas, que ya se los llevaban”. En los siguientes 90 minutos,
dicen los sobrevivientes que la policía obligó a los normalistas del tercer
autobús a tenderse boca abajo en la calle, con las manos en la nuca, antes de
subirlos a sus patrullas y llevárselos. Estos eran entre 25 y 30 de los
normalistas que desde entonces no se han vuelto a ver.
Mientras ocurría este ataque,
los dos autobuses que salieron por el Periférico Sur se separaron. Uno, con
catorce normalistas, quedó detrás del autobús que llevaba al equipo de futbol
de tercera división los Avispones de
Chilpancingo, que volvía a casa tras haber derrotado al equipo de Iguala
esa misma tarde. “Ya en el último puente,
ya para salir rumbo a Chilpancingo”, me contó Alex Rojas, uno de los
catorce normalistas, “fue cuando miramos
que debajo, justo debajo del puente estaba un autobús Estrella de Oro, y atrás
y adelante había muchas patrullas, ahí se veían las torretas”. Ése era el
quinto autobús. Los estudiantes que iban a bordo están entre los desaparecidos.
Al ver el retén, el chofer del
camión de Rojas trató de darse la vuelta, cuando la policía llegó velozmente y
lo obligó a detenerse. Los normalistas abandonaron el autobús y echaron a
caminar hacia el otro lado. A sus espaldas, oyeron a los policías gritar, “¡Cáiganle a la verga! ¡Si no, van a valer
verga ya!” Perseguidos por la policía, los catorce escaparon a un campo
cercano. En las siguientes tres horas, trataron de llegar a los autobuses en la
calle Álvarez pero la policía se los impidió, les disparó y los persiguió por
un cerro, donde se ocultaron hasta la mañana. Sicarios atacaron el autobús que
llevaba al equipo de fútbol en la carretera a Chilpancingo, y mataron al
chofer, a un jugador de 14 años, y a una mujer que iba en un taxi que pasaba
por ahí, e hirieron a por lo menos nueve más.
Para las 11:30 p.m., la
policía dejó la escena del primer ataque, tras recoger los casquillos y limpiar
la sangre de la calle. Poco a poco los normalistas fueron saliendo de sus
escondites. Montaron guardia y colocaron piedras y artículos de basura
alrededor de los casquillos y las manchas de sangre que quedaban, en un
esfuerzo por preservar la escena del crimen. El interior del tercer autobús,
del que la policía se había llevado a todos los estudiantes, estaba cubierto de
sangre. Poco después, dos urbans de
normalistas llegaron de Ayotzinapa —habían
recibido las llamadas de auxilio en los primeros momentos del ataque—y
poco a poco, unos cuantos periodistas y vecinos empezaron a aparecer.
Cerca de la media noche los
periodistas, tras fotografiar los balazos en los autobuses y los casquillos en
la calle, pidieron una entrevista con el presidente del comité estudiantil de
Ayotzinapa, que había llegado en una de las urbans. Las cámaras de video y
grabadoras de audio llevaban unos cuatro minutos rodando cuando empezaron a
sonar ráfagas de ametralladora. “Exactamente
cuando se está terminando la conferencia ellos dicen sus nombres, y empezamos a
escuchar las detonaciones”, me contó
uno de los periodistas. “Eran ráfagas.
Eran una infinidad de disparos. Los cristales de muchos carros empezaron a
reventar. Entonces todos empezamos a correr en dirección
a los autobuses”. El reportero dejó
su grabadora encendida mientras corría. Se puede
escuchar la descarga de tiros y gritos. Dos normalistas, Daniel Solís Gallardo
y Julio César Ramírez Nava cayeron en la calle, muertos.
Coyuco Barrientos, un alumno
de primero, fue de los pocos que pudo ver a los sicarios. Dijo que eran tres,
que vestían ropa negra tipo militar, con pasamontañas, y disparaban fusiles de
asalto desde la cintura. “El primero”,
me contó Barrientos, “empezó a disparar
al aire. De ahí, empieza a tirar hacía nosotros. Y yo regresé a ver y
claramente se veían las chispas de las balas donde se iban en el suelo,
parecían cuetes de Navidad. Todas las chispas iban rebotando en el suelo hacía
nosotros. Así que, pues lo que hicimos en ese mismo momento, fue correr.
Después se bajaron otros dos sujetos y empezaron a tirar contra nosotros. Eran
ráfagas, no dejaban de tirar”. La mayoría de estos estudiantes lograron
refugiarse en casas cercanas a unas cuantas cuadras, donde los vecinos los
llevaron a los cuartos del fondo y apagaron las luces.
Juan Pérez, un alumno de
primero que en el primer ataque recibió un disparo que le atravesó la carne de
la rodilla, iba corriendo por la calle cuando un compañero cayó a su lado. Le
habían disparado en la boca. Varios normalistas ayudaron a Pérez a cargar al
compañero herido. Una mujer les gritó desde una ventana en un primer piso que
se podían esconder en su casa, pero ellos le pidieron direcciones para llegar a
un hospital. Sobre esa misma calle, dijo ella, había una pequeña clínica
privada. Golpearon la puerta y las ventanas, y dos mujeres los dejaron entrar.
Casi veinticinco estudiantes y vecinos entraron corriendo. Las mujeres
mintieron, diciendo que eso era un laboratorio de rayos X y no una clínica. Les
rogaron a las empleadas que llamaran una ambulancia.
Después de veinte minutos, los
normalistas oyeron que llamaban a la puerta. Afuera había soldados del 27º
Batallón de Infantería con uniforme y equipo de combate. Cuando los normalistas
abrieron la puerta los soldados, apuntando sus fusiles, ordenaron a gritos que
todos se echaran al piso. “Nos habían
quitado los celulares. Nos tomaron fotos”, me contó Yair. “Y un comandante de ellos nos dijo que pues
nosotros no teníamos necesidad de estar allá, que adónde nos fuimos a meter,
que nosotros buscamos nuestra propia muerte. Y nosotros empezamos a decirle que
éramos estudiantes aquí de la normal. Y él nos decía que no, que para él éramos
unos delincuentes”. En algún momento entre las 12:30 y la 1:00 a.m., llegó
el director de la clínica, pero se negó a atender a los estudiantes heridos. Él
y los soldados expulsaron a los normalistas a la calle. A unas cuantas cuadras,
una familia les brindó asilo, mientras un grupo pequeño de estudiantes encontró
un taxi para llevar a su compañero herido a un hospital.
En algún momento como a la
1:30 a.m., después de pasar por un retén de la policía en la carretera, el
primer grupo de reporteros de Chilpancingo llegó al cruce de Periférico Norte y
Juan N. Álvarez. Hallaron los cuerpos de los dos estudiantes muertos, tirados
boca abajo en la calle, los autobuses y carros acribillados a tiros, y soldados
embozados parados a los lados de la escena del crimen.
A la mañana siguiente, los
normalistas acudieron a la procuraduría estatal en Iguala. Identificaron a
veintidós policías que los habían atacado, hablaron con trabajadores de
derechos humanos, e hicieron una lista de los desaparecidos. Allí fue cuando se
enteraron de que los normalistas a quienes la policía había bajado de los
autobuses nunca llegaron a la cárcel. Cuando llamaban a sus celulares, no
contestaba nadie. Inicialmente, la cifra de normalistas cuyo paradero se
desconocía llegó a 57, pero luego supieron de los catorce normalistas que
habían escapado hacia las afueras de la ciudad.
Como a las 7 a.m., empezó a
circular una fotografía en las redes sociales. La última vez que se había visto
a Julio César Mondragón Fontes, un alumno de primero originario de la Ciudad de
México — lo cual era una rareza en
Ayotzinapa — había
sido como a media noche en la calle Álvarez. Estaba
hablando con Juan Ramírez, otro alumno de primero, y
estaba asustado. “Me comentaba pues que
él, al siguiente día, se iba a ir a su casa me contó Ramírez, porque no quería
arriesgar su vida. Él decía que pensaba en su familia, pues, en su esposa, su
hija. Que es lo que le importaba más”. Momentos después, los tres sicarios
enmascarados abrieron fuego. En la fotografía, la camisa roja de Mondragón
Fontes está levantada hasta su pecho, exhibiendo moretones oscuros alrededor de
su torso. Le desollaron la cara y las orejas. Le arrancaron los ojos. Sus
amigos lo identificaron por la bufanda gris alrededor de su cuello.
Cuando los primeros reportes
de Iguala empezaron a surgir, México supuestamente estaba viviendo su Momento.
A dos años de iniciado su sexenio, el presidente Enrique Peña Nieto había
promovido extensas reformas en educación y energía, y el arresto de Joaquín “el Chapo” Guzmán, el criminal más
buscado de México. Las imágenes de violencia que definieron la anterior
administración de Felipe Calderón habían dejado de dominar los diarios. La
revista Time puso a Peña Nieto en la portada de su número de febrero de 2014,
con el encabezado “Salvando a México”.
Las noticias a mediados de septiembre de una masacre perpetrada por el ejército
en Tlatlaya llevó al arresto de los soldados implicados, algo que no hubiera
ocurrido bajo el gobierno de Calderón. Desde lejos, quizá parecía que México
finalmente estaba saliendo de uno de sus periodos más oscuros.
Durante los últimos ocho años,
en la llamada “guerra contra las drogas”,
unos 100 mil mexicanos han sido asesinados y por lo menos 20 mil han
desaparecido (las organizaciones de derechos humanos consideran que la cifra es
mayor). Estos cálculos no incluyen las decenas de miles de migrantes de Centro
y Sudamérica asesinados y desaparecidos en México durante el mismo periodo. La
lista de masacres se ha vuelto tan común que desensibiliza. En septiembre de
2008, se encontraron 24 cuerpos botados cerca de un parque afuera de la Ciudad
de México; diez estaban decapitados. En enero de 2010, sicarios irrumpieron en
una fiesta en una casa y mataron a quince estudiantes de preparatoria y
universitarios de Ciudad Juárez. En agosto de 2010, 72 migrantes de Centro y
Sudamérica fueron hallados masacrados en una bodega de un rancho en San
Fernando, Tamaulipas. Ninguna de estas masacres condujo a protestas nacionales.
Las movilizaciones después del asesinato en 2011 de siete personas en el estado
de Morelos, entre ellos el hijo de un respetado poeta católico, dieron voz al
dolor de la nación pero perdieron impulso después de que los intentos de
negociar con el gobierno federal se estancaron.
La
lógica oficialista de la guerra contra las drogas en México ha permitido que
muchos acepten como algo normal los asesinatos, masacres, desapariciones
forzadas, tortura y un aparato político que en muchas ocasiones no sólo permite
que estos crímenes queden impunes sino que, en demasiados casos, los consiente.
En un reporte de 2014, Amnistía Internacional documentó que el uso de tortura
por parte del ejército y la policía mexicana es extenso y rutinario. De hecho,
el concepto mismo de la corrupción en México ha quedado caduco: en la mayor
parte del país, las fuerzas del estado y los “narcos” están plenamente integrados, y ninguno de los principales
partidos políticos está exento. Como dicen en México: “La gota que derramó el vaso”. Para muchos, Iguala fue la gota que derramó el
vaso. Destrozó la insistencia del gobierno en que en la guerra contra las
drogas existe una clara distinción entre los buenos y los malos, entre la ley y
la ilegalidad.
El
27 de septiembre, la policía estatal arrestó a los veintidós policías de Iguala
que los estudiantes identificaron. El 30 de septiembre, el presidente municipal
Abarca, su esposa y el jefe de policía se dieron a la fuga. El presidente Peña
Nieto canceló un viaje que tenía programado a Guerrero, alegando condiciones climatológicas
desfavorables pero también dando la impresión de que los asesinatos y las
desapariciones no eran asunto suyo. Al respecto, le dijo a un reportero: “Espero que la autoridad de Guerrero asuma su
propia responsabilidad”. El plan de búsqueda en la primera semana consistió
en que la policía estatal llevaba a grupos de padres de familia por Iguala, y a
veces se detenían frente a una casa y les sugerían que tocaran la puerta y
preguntara si sus hijos estaban escondidos allí.
Luego,
el 4 de octubre, el procurador estatal anunció el descubrimiento de cuatro
fosas comunes en los cerros a las afueras de Iguala. La excavación inicial
reveló un número indeterminado de restos humanos calcinados. El método que
condujo a la policía estatal a las fosas clandestinas al parecer fue la
tortura. “Apretaron a uno de ellos”,
me contó un oficial, “y cantó”.
Al
otro día, el procurador estatal declaró que un hombre detenido había confesado
que él y otros miembros de un cartel habían asesinado, quemado y enterrado a
los estudiantes en esas fosas. Para entonces, el gobierno federal se había
hecho cargo de la investigación, ejerciendo su poder de asumir jurisdicción
sobre los casos que involucren al crimen organizado, un reconocimiento tácito
por parte de la administración de que las consecuencias políticas no podían
seguirse ignorando.
Después
del anuncio sobre las fosas comunes, el recién formado comité de padres dio una
conferencia de prensa en Ayotzinapa e hizo un llamado al gobierno a cambiar su
búsqueda. Decenas de hombres y mujeres angustiados estaban sentados en filas
detrás de los tres familiares elegidos para hablar a nombre de todos. “Sabemos que el gobierno y sus policías
fueron los que se los llevaron y saben dónde están”, me dijo Manuel
Martínez, uno de los representantes. “Lo
único que puede parar esto es que se nos entreguen con vida a los 43 jóvenes”.
Los padres anunciaron que un equipo independiente de antropólogos forenses
argentinos los representaría en la investigación del gobierno.
En
las siguientes semanas, los padres emprendieron una serie de fuertes protestas.
Junto con los normalistas, bloquearon carreteras federales, marcharon por
ciudades, rompieron vidrios e incendiaron el Congreso estatal de Guerrero y el
Palacio de Gobierno. Cuando el análisis de ADN confirmó que los restos hallados
en las fosas comunes no eran de los normalistas, las protestas se extendieron a
ciudades por todo el país. El 23 de octubre, el gobernador Aguirre anunció su
renuncia. Seis días después, los padres se reunieron con el presidente Peña
Nieto y le dijeron que si no podía encontrar a sus hijos con vida, debería
seguir el ejemplo de Aguirre.
Para
noviembre, Iguala se había convertido en la peor crisis de la administración de
Peña Nieto. Desde el inicio, su gobierno subestimó la profundidad de la ira
suscitada por lo de Iguala y ahora trataba, a menudo de manera errática, de
controlar los eventos. El 4 de noviembre, las autoridades federales arrestaron
al ex alcalde Abarca y su esposa en la Ciudad de México (el jefe de policía
sigue prófugo). Luego, el 7 de noviembre, el procurador general Jesús Murillo
Karam dio una conferencia de prensa y anunció que el gobierno tenía confesiones
grabadas en video de tres hombres que afirmaban ser miembros de los Guerreros Unidos.
Según
Murillo Karam, la noche de los ataques la policía entregó a los normalistas a
un grupo de narcos que los llevó al tiradero de basura a las afueras de Cocula,
un pequeño pueblo a unos kilómetros de Iguala. Cuando los tres hombres llegaron
al tiradero a cielo abierto, descubrieron que quince normalistas ya estaban
muertos o inconscientes. Los hombres interrogaron a los demás normalistas,
preguntándoles a qué habían venido a Iguala. “Dijeron que venían por la esposa de Abarca, nomás así dijeron”,
afirmó uno de los hombres. Luego, según la versión oficial, los hombres mataron
a los normalistas, echaron sus cuerpos al tiradero y quemaron los cuerpos,
usando madera, llantas, gasolina y diesel para nutrir las flamas.
Después
de quince horas, sólo quedaban fragmentos de hueso y cenizas. Los hombres
echaron los restos en bolsas para basura y vaciaron todas menos dos en el
cercano río San Juan. Esas dos bolsas, dijeron, las echaron cerradas. Murillo
Karam explicó que agentes federales habían recuperado las dos bolsas con los
fragmentos diminutos de hueso, que serían enviados al prestigioso laboratorio
de ADN de la Universidad de Innsbruck en Austria. A 58 minutos de iniciada la
conferencia de prensa, tras explicar las confesiones a los reporteros, Murillo
Karam interrumpió la pregunta de un reportero, diciendo, “Ya me cansé”, y se marchó
poco después.
Si
el propósito de la conferencia de prensa era dar por terminado el caso y
reducir las protestas, tuvo el efecto contrario. Las palabras de Murillo Karam
pronto se volvieron virales, convertidas en objeto de burla en las redes
sociales. En pocas horas los usuarios de Twitter estaban siguiendo el hashtag #YaMeCanse. Algunas respuestas populares
fueron: “Si ya te cansaste, vete”, “Ya me cansé del miedo”, y “Ya me cansé de los políticos”.
La
versión de Murillo Karam generó más preguntas de las que respondió. ¿Cómo
pudieron tres hombres someter a 43 jóvenes activistas? ¿Cómo pudieron quemar 43
cuerpos en la lluvia? ¿Por qué en el tiradero no se encontraron rastros de
fibras de acero de las llantas que los asesinos afirman haber usado en el
fuego? ¿Por qué los asesinos habrían de vaciar cuidadosamente seis bolsas de
cenizas humanas al río pero echar las otras dos cerradas? ¿Cómo es posible que
los estudiantes les dijeran a los hombres que iban a protestar contra la esposa
del presidente municipal, cuando eso nunca fue parte de la actividad de esa
noche? Más preocupante, ¿por qué el gobierno no presentó las confesiones
grabadas en video de los veintidós policías identificados por los normalistas
como sus atacantes? ¿Por qué el gobierno no ha dado a conocer las
transcripciones de los radios policiales y celulares, incluyendo los de Abarca
y Pineda, de aquella noche?
Para
muchos observadores, la versión del gobierno parecía demasiado fácil. La
versión de Murillo Karam se enfocaba tanto en los tres presuntos sicarios que
Abarca, Pineda y la policía quedaban desdibujados. Las contradicciones y
anomalías en la versión oficial de los hechos alimentaron temores bien fundados
de que al gobierno federal le interesaba más el encubrimiento que una
investigación rigurosa.
Esa
investigación tendría que atender los numerosos reportes de que la propia
policía de Iguala constituía una banda del crimen organizado. De acuerdo con un
periodista de la localidad, “La fachada
es la policía municipal. Pero es una fachada. No son policías municipales, son narcos que usan uniformes de la policía,
armamento de la policía y patrullas de la policía. Se llaman ‘los Bélicos’. Son
policías que están dentro de la policía municipal”. Según un funcionario de
la ciudad, “Los famosos Bélicos. Son los
que maneja el hermano [de Pineda], son
policías con patrullas y todo, pero operan en las noches con capuchas, parando
gente. Les daban una hora para juntar $10 mil pesos, y si no…”
Una
investigación examinaría cómo Iguala se había convertido en un “narcomunicipio”, en palabras de Mario
Patrón, director del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez. Una
investigación preguntaría cómo podía operar ese narcomunicipio, teniendo una
base militar en la misma ciudad.
Al
día siguiente de la conferencia de prensa, los padres miraban desde la otra
acera mientras normalistas de Ayotzinapa apedrearon las ventanas que quedaban
del Congreso estatal de Guerrero y llevaron camionetas hasta las escaleras de
entrada y les prendieron fuego. Poco después, padres y normalistas partieron en
tres caravanas, recorriendo el país en busca de apoyo. El 20 de noviembre, en
el 104º aniversario de la Revolución mexicana, las caravanas convergieron en la
Ciudad de México y llevaron a decenas de miles de personas al Zócalo, el
corazón simbólico de la nación.
En
los días previos y posteriores a la marcha, adondequiera que uno volteara, allí
estaba Ayotzinapa: en las primeras planas de los diarios y las portadas de las
revistas, en los programas de radio, en las conversaciones oídas al pasar, en
el arte de grafiti y esténcil. En la estilosa colonia Roma había un altar de
velas y carteles exigiendo justicia para los 43. En la popular colonia Obrera,
en un muro blanco, letras rojas de un metro y medio declaraban: “Ayotzinapa: fue el Estado”. El diario
deportivo Récord sacó una primera plana en negro con el encabezado: “#INDIGNACIÓN: México está harto. México
está de luto”. Figuras tan diversas como el Papa Francisco, el futbolista
estrella Chicharito, y la banda
ganadora del Grammy, Calle 13 han
dado declaraciones en apoyo a las familias y los normalistas. Un domingo
temprano, unos 700 corredores organizaron una carrera espontánea a lo largo de
la avenida Reforma; todos llevaban el número 043.
El
6 de diciembre, el laboratorio austriaco confirmó que la identidad de uno de
los fragmentos óseos correspondía a un estudiante de 19 años llamado Alexander
Mora Venancio, uno de los 43 normalistas desaparecidos. En conferencia de
prensa, Murillo Karam resumió la investigación del gobierno, diciendo que
habían arrestado a 80 sospechosos, entre ellos Abarca, Pineda y más de 40
policías municipales. “Esta prueba
científica”, dijo, “confirma que los
restos encontrados en una de las escenas coinciden con la evidencia de la
investigación y con la declaración ministerial de los detenidos, en el sentido
de que en dicho lugar y forma se privó de la vida al grupo de personas”.
Las
palabras de Murillo Karam confirmaron los peores temores de muchos
observadores: el gobierno estaba haciendo todo lo posible por cerrar el caso.
El equipo de forenses argentinos que había estado trabajando en conjunto con el
gobierno, rápidamente se distanció de la versión de Murillo Karam. “Por el momento”, dijo en un comunicado
de prensa del 7 de diciembre, “no hay
suficiente certidumbre científica o evidencia física de que los restos
recuperados en el río San Juan por peritos de PGR [Procuraduría General de
la República]… correspondan a aquellos
retirados del basurero de Cocula, como indicaron los inculpados por PGR”.
Lo
que significó que a once semanas de los ataques, los padres de familia contaban
con poca más información sobre sus hijos, de la que les dieron en los días
siguientes a las desapariciones. Esto es lo que sabían. Esto es lo que sabemos.
La policía, auxiliada por sicarios, mató a tres personas, hirió a más de 20, y
desapareció a 43. Tres sicarios enmascarados vestidos de civil volvieron a la
escena de uno de los ataques y mataron a dos estudiantes e hirieron a otros
más. Alguien asesinó y mutiló a Julio César Mondragón Fontes. Alguien asesinó y
quemó a Alexander Mora Venancio. El ejército sacó por la fuerza a estudiantes
heridos de una clínica privada pero más allá de eso no intervino. Todo lo demás
sobre lo que pasó con los normalistas después de que se los llevó la policía es
rumor, especulación o está basado en confesiones dudosas.
En
respuesta a la declaración de Murillo Karam, los padres de familia advirtieron
sobre mayores protestas. Muchos vieron la noticia durante una marcha en la
Ciudad de México, e hicieron el anuncio parados ante el colosal Monumento a la
Revolución. Felipe de la Cruz, uno de los padres de familia, le dijo a la
multitud, “No nos vamos a sentar a
llorar, vamos a seguir luchando por la presentación con vida de los otros 42”.
Para
entonces esta exigencia —esta exigencia desgarradora e
irreprochable— había
llegado a representar no sólo a los hijos desaparecidos
de Ayotzinapa, sino el profundo anhelo de encontrar a México
mismo y sacarlo de todo el horror.
John Gibler, basado en México desde 2006, es autor de Morir en México y Tzompaxtle:
La fuga de un guerrillero.
Clay Rodery es egresado del Art Institute of Chicago. Vive y trabaja en Brooklyn, Nueva York.
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