18 Noviembre 2014
Publicado
por Kaos en la red
En las redes sociales
circula una verdad que sólo algunos incautos se atreverían a objetar: a saber,
que “la
llama de la insurgencia está encendida”. Esta enunciación tiene
básicamente dos implicaciones: una, que el país mudó de ánimo, que transitó de
la indiferencia a la indignación; y dos, que la llama es sólo eso: una luz
momentánea. La primera da cuenta de un estado de humor nacional, precedido por
una larga secuencia de atropellos sin reparación, y un sentido de justicia
sistemáticamente agraviado. (En cualquier rincón del país se puede escuchar un
sonoro ¡ya me cansé!). La segunda indica el carácter volátil y
transitorio de ese ánimo. De esta ecuación se desprende una consigna, que
coincidentemente circula con el mismo eco en la redes: ¡desobediencia civil ya!
En algo está de acuerdo la mayoría de la población en México, y es justamente
en la necesidad de actuar, y preferentemente sin demoras. El sentido de
urgencia no es en ningún modo una conjura contra la necesidad de reflexión
metódica: es tan sólo el imperativo temporal que nos impone la magnitud de la
crisis. Es preciso pensar y actuar. Y pensar
y actuar ya. Un día en el presente nacional equivale a decenas de muertos a
manos del crimen, la guerra y el Estado.
Y puede ser que la muerte no tenga remedio; que no exista una figura de
reparación mínimamente compensatoria para ese daño. Esta es una idea que
seguramente a todos nos asalta con cierta frecuencia. Con más razón las muertes no pueden ser en vano. La
magnitud del agravio debe traer consigo un desagravio de magnitudes mayúsculas.
En México ni siquiera es meritorio de la verdad jurídica: acá la muerte
encierra una triple injusticia: la de la criminalización, la de la humillación
y la del olvido. La muerte impune y la impunidad letal son las divisas
dominantes del narco-estado mexicano.
Frenar el estado de horror es la primera tarea
Precisamente el
pensamiento y la acción deben abocarse a este primer objetivo. Los crímenes
contra los normalistas en Guerrero arrojaron luz sobre un hecho que ahora es
incontrovertible: la delincuencia organizada es el Estado, y el narco es el
jefe supremo de ese Estado. Aún con toda la parafernalia pericial y mediática,
las familias de los 43 estudiantes desaparecidos mantienen firme su tesis: “Se los llevó la autoridad municipal; en
complicidad con otra gente, pero se los llevó la policía en unas patrullas, se
los llevó la autoridad… Puede haber mil líneas de investigación pues ya sabemos
que en Guerrero te ejecutan, te desaparecen, te asesinan, te encarcelan, te reprimen
y no pasa nada. Eso ya lo conocemos nosotros. Pero no queremos que se desvíe la
investigación de que los policías se los llevaron, y el Estado tiene que
responder por eso. Fue su crimen” (Proceso 25-X-2014).
El Ejército Popular Revolucionario (EPR) refuerza esta hipótesis: “Los misteriosos civiles [a los que
presuntamente fueron entregados los estudiantes]… son militares en misión contrainsurgente de paramilitarismo”. Otra
vez la imputación del crimen es atribuida a la autoridad.
En este sentido, la inferencia es prácticamente una obviedad: la autoridad
es responsable de este episodio de horror.
Pero si nos remitimos a los hechos, y a la intuición práctica, descubrimos
que esta ocasión de crimen barbárico no es un incidente aislado. En toda la
geografía nacional se presentan situaciones análogas. Y los señalamientos de la
población con frecuencia apuntan a la autoridad: efectivos militares, policías,
paramilicias al servicio de un poder público o privado, etc.
El Estado no sólo no es garante de los derechos humanos, sociales o
civiles: el Estado es el principal transgresor de estos derechos. La suspensión
de garantías individuales y colectivas es el oficio no declarado de ese Estado.
Frenar el estado de horror forzosamente implica tomar el asunto de la
reparación o procuración de justicia en manos de la población civil. No le
podemos seguir pidiendo al verdugo que repare sus crímenes. Decretar el
divorcio radical de la sociedad y el Estado es un paso firme en esa dirección.
El Estado –se sostuvo en otra ocasión– “es
el responsable de los crímenes en Guerrero por dos razones: uno, porque
involucra directamente a personal estatal en los actos represivos-delictivos; y
dos, porque el Estado es el facilitador de las empresas criminales,
suministrando, a través de las políticas que impulsa, la trama legal e
institucional que permite el libre albedrío de los negocios privados, aún allí
donde tales intereses particulares entrañan altos contenidos de criminalidad,
horror e ilegalidad”.
La pregunta, en todo caso, es cómo denunciar e imputar penas categóricas al
Estado.
Desmontar el narco-estado es la segunda tarea
El renglón jurídico de
la lucha o insurgencia es sólo un acercamiento germinal. La insurgencia debe
ocuparse de una tarea todavía más compleja: a saber, desmontar el conjunto de
relaciones e intereses objetivos que priman en la vida pública nacional. El desmantelamiento
del narco-estado es el objeto fundamental de esta segunda tarea.
¿Qué es un narco-estado?
“Un narco-estado es uno
donde la institución dominante es la empresa criminal. Los funcionarios de ese
Estado están todos coludidos con el narco, pero no por una cuestión de
corruptelas personales o grupales, sino sencillamente porque el narco es el
patrón de ese Estado. La narco-política es la cría de los negocios criminales,
creada por y para la empresa criminal. Y con los narco-funcionarios, los
patrones –la empresa criminal– ganan mucho más. En este sentido, la impotencia
o negligencia de las instituciones para perseguir a los delincuentes es la ley
natural de un narco-estado. El Estado es el brazo legalmente armado de la
empresa criminal...” (La Jornada Veracruz
17-X-2014).
El narco-estado es el modo de organización de los intereses dominantes, y
por consiguiente, el facilitador de los crímenes de lesa humanidad que
estrangulan al país.
El narco-estado se basa en el control de la seguridad y la política, a través
del sicariato generalizado, la confiscación de presupuestos estatales y
municipales, el financiamiento de campañas electorales, y la infiltración de
los negocios criminales al interior de las corporaciones militares y
policiacas.
Esta penetración o ensamblaje criminal se traduce en una disminución de
gubernamentalidad de las instituciones formales. El poder del Estado termina
allí donde comienza la vida de la empresa criminal.
En este sentido, desmontar el narco-estado involucra por lo menos tres
programas de acción:
UNO, recuperar el control de la
seguridad, que es el objetivo de las policías comunitarias y las autodefensas;
DOS, congelar los procedimientos
políticos de representación (boicot electoral), que es la propuesta de Javier
Sicilia; y
TRES, habilitar canales alternativos de
gestión de los caudales presupuestarios público.
La “llama de la insurgencia” no debe desviarse de esta coordenada
fundamental: ¡fin al narco-estado!
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