Escrito
por Arsinoé Orihuela
Fuente: Colectivo
La Digna Voz
Hay un tema que inquieta
especialmente a la clase política nacional, y en general a los omisos u
ominosos poderes del Estado mexicano. Y no es exactamente el paradero o la
integridad de los 43 normalistas desaparecidos, ni el esclarecimiento expedito
e integral de los actos criminales en Tlatlaya e Iguala, que en ambos casos
involucran notoriamente a las instituciones de seguridad del Estado –efectivos
militares y policías. La principal preocupación de los personeros
institucionales es la integridad de los capitales, el saneamiento de la imagen
del país para beneplácito de los inversionistas foráneos. Para ellos la “normalidad” es el clima de terror que
estrangula a la población. Esa normalidad a menudo es referida en las
alocuciones públicas como “gobernabilidad”.
Desde la perspectiva de los evanescentes poderes estatales, es indistinto si
esa “gobernabilidad” es sinónimo de
terror: el modelo económico que nos rige prioriza la integridad de los
capitales en detrimento de la integridad de la población civil. Cabe decir que
no se trata de una trama conspiratoria: es el funcionamiento estructural de las
instituciones. En este sentido, lo acontecido en Tlatlaya e Iguala, solo por
mencionar los dos crímenes de lesa humanidad más recientes, no son más que un
par de eventos rutinarios en el marco de un Estado (o narco-estado) que
homologa horror con normalidad.
En voz del secretario del Trabajo, Alfonso Navarrete, la clase política
enuncia públicamente el fondo real de sus preocupaciones: “[Ayotzinapa] está poniendo
en riesgo en este momento la percepción que se tiene del país en el
cumplimiento del estado de derecho… si no logramos hacer justicia y que haya
castigo para los responsables, desde luego que eso ahuyenta la inversión (sic)” (La Jornada, 23-X-2014). Manlio Fabio Beltrones, coordinador del
Partido Revolucionario Institucional, agrega: “Mientras no sepamos qué paso con ellos… difícilmente se podrá
normalizar la situación del estado… Estoy convencido de que la gobernabilidad
en el estado de Guerrero se recuperará en el momento en el que se localicen a
los 43 estudiantes desparecidos” (op. cit.).
Esa normalidad o gobernabilidad o clima favorable para las inversiones que las autoridades anhelan
recuperar prontamente, es la cotidianidad de horror tan redituable para su
agenda, y tan vejatoria para la población. Es la identificación de la calidad
gubernativa con la abulia, parálisis e indiferencia de la ciudadanía. Eduardo
Galeano pone el dedo en la llaga: “En
cierto modo, la derecha tiene razón cuando se identifica a sí misma con la
tranquilidad y el orden: es el orden, en efecto, de la cotidiana humillación de
las mayorías, pero orden al fin: la tranquilidad de que la injusticia siga
siendo injusticia y el hambre hambrienta… la perpetuación del actual orden de
cosas es la perpetuación del crimen”.
Yerra el New York Times cuando sugiere que estamos frente a “la peor narco-crisis” en México. Los
casos de Tlatlaya e Iguala son hechos rutinarios, consustanciales a la normalidad del país, por lo menos en la
última década. Los crímenes contra la humanidad en México son el signo
definitorio de la gobernabilidad
neoliberal de un narco-estado conscientemente montado.
La situación no era distinta hace cuatro o cinco años. La diferencia era
que la población civil seguía apoltronada en el confort de la indolencia, y la
magnitud del terror abonaba otro poco al silencio e inmovilidad. La convivencia
con la muerte violenta avanzaba sin contestación ciudadana. La realidad del
país no era disímbola entonces o ahora. Precisamente hace cuatro año se sostuvo
en otro espacio: “Al pensar México,
acuden a la mente impresiones e imágenes donde la ‘tierra’, la tierra de uno,
degeneró en un paraíso de la criminalidad, un teatro de guerra o un rastro de
humanos, donde la inseguridad deja una estela atroz de cadáveres; mientras los
entusiastas responsables de la masacre siguen ocupados con la promoción
mercantil del país y los asuntos –bandidaje– de Estado”.
Es preciso insistir que los crímenes contra la humanidad en México tiene
un largo historial. Y que esos crímenes, en cuyas tramas el Estado es
responsable o corresponsable, no han conseguido llevar a la justicia a ningún
funcionario de mediano o alto rango. En el orden de prioridades
institucionales, la exoneración alevosa del Estado es la primera preocupación.
Por ahora interésanos referir a cinco casos, susceptibles de caer en la
categoría de crimen de lesa humanidad, envueltos, como es habitual, en un manto
de absoluta impunidad:
1. El incendio en la guardería
ABC (2009), que cobró la vida de 49 niños y dejó un saldo de 76 heridos, todos
entre 5 meses y 5 años de edad; sigue impune aún cuando las evidencias sugieren
que el incendio fue provocado por una orden desde el Palacio de Gobierno de
Sonora.
2. La masacre en Torreón (2010),
que arrojó un saldo de 18 muertos y 18 heridos; el crimen se le atribuye a reos
del Centro de Readaptación Social Gómez Palacio, que se dieron fuga con la
venia de las autoridades carcelarias, y abrieron fuego indiscriminadamente en
un domicilio donde tenía lugar una fiesta de cumpleaños.
3. Las masacres de San Fernando,
Tamaulipas (2010-2011), que suman cerca de 265 muertos, todos hallados en fosas
clandestinas; aunque de acuerdo con cifras extraoficiales se estima que la
cifra de cadáveres localizados rebasa los 500.
4. La masacre de Durango (2011),
cuyos datos todavía son inexactos; se calcula que el número de muertos
encontrados en fosas comunes oscila entre 250 y 340.
5. La masacre de Monterrey
(2011), que ocurrió en el Casino Royale, y que produjo la muerte de 52
personas, entre ellas una mujer embarazada.
Un crimen de lesa humanidad es una modalidad de crimen que agravia a la
humanidad en su conjunto, donde el infractor es un miembro del Estado o
cualquier organización política, y el ataque es dirigido directa o
indirectamente contra la población civil.
Algo cambió tras la desaparición de los 43 normalistas y los asesinatos
colectivos en Tlatlaya e Iguala: la población cobró conciencia que allí donde
el Estado dice “crimen organizado” en
realidad debe decir “Estado”. Es
decir, cuando el acto delictivo se le atribuye a las bandas criminales, el
responsable o corresponsable es irrenunciablemente el Estado, y por
consiguiente se tratan de crímenes de lesa humanidad. Y no se trata de un hecho
extraordinario: los crímenes contra la humanidad son el signo de la normalidad
de un narco-estado.
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