¿Ganó la paz en Colombia? (sobre las implicaciones de la reelección del presidente colombiano Juan Manuel Santos)
Fotografía de portada: Adriana Gómez. Licencia CC BY-NC-SA 2.0. |
El mensaje reiterado en los medios nacionales e internacionales
comerciales sobre las implicaciones de la reelección del presidente colombiano
Juan Manuel Santos con un margen estrecho, el pasado domingo 15 de junio, es
que «ganó la paz». Sin embargo Colombia
mientras tanto sigue —y probablemente seguirá— en guerra, mucho más allá de que
se llegue a concretar el anhelado acuerdo de paz negociado con las Fuerzas
Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) a fines de este año, según la
postura oficial de Santos.
La dinámica de la campaña presidencial ocasionó que
la elección se transformara en una suerte de referéndum anticipado sobre «la guerra o la paz», debido a la
polarización existente entre Oscar Iván Zuluaga, candidato conservador
impulsado por el expresidente autoritario y guerrerista Álvaro Uribe
Vélez —quien gobernó entre 2002 y 2010— con su populismo de derecha; y
Juan Manuel Santos, candidato oportunista de extracción oligárquica que le
apostó todo a su apoyo al proceso de paz en La Habana por razones tácticas.
Esto incluyó una alianza insólita entre Santos y muchos sectores de izquierda y
pro-paz, incluyendo las principales organizaciones defensoras de víctimas del
conflicto, como es el caso del Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado
(MOVICE) y el del incipiente Frente Amplio por la Paz, motivadas
por el temor generalizado muy bien fundado de que un retorno del uribismo al
poder implicaba una regresión histórica de costos incalculables. Santos tendrá
que navegar entre las demandas de los sectores pro-paz que piden profundizar el
alcance del proceso actual, y el 49% de los votantes que exigen implementar una
línea más dura en las negociaciones.
Pero dicho proceso de paz con las FARC —ampliado
muy recientemente para incluir un proceso paralelo con el otro movimiento
armado más activo, el del Ejército de Liberación Nacional (ELN), identificado
por muchos con la figura del sacerdote Camilo Torres Restrepo, quién cayó
combatiendo en sus filas en febrero de 1966— queda ampliamente rebasado por las
dimensiones de más de 60 años de un conflicto armado [1] que
supera todas las experiencias afines en América Latina y a escala mundial.
Se ha señalado la importancia de los acuerdos
logrados hasta ahora en La Habana en tres de los cinco temas planteados dentro
de su agenda, pero no se han difundido aún los textos de estos acuerdos.
Mientras tanto nuestra tarea principal como pueblo colombiano sigue pendiente:
la construcción de una paz auténtica hasta ahora inexistente y desconocida.
Hace unos días tuve el privilegio de escuchar en un
coloquio desarrollado en la Universidad Nacional,
en Bogotá, a algunas de las voces más autorizadas sobre este tema:
las de las víctimas adolescentes, niñas y niños, la mayoría de ellas de
comunidades afrodescendientes e indígenas de las zonas más golpeadas por esta
guerra, como El Chocó en la costa pacífica, y la del Norte del Cauca, en el
corazón de la Colombia más andina. Su insistencia es muy clara: lo que se está
negociando en La Habana es una resolución del conflicto armado con las FARC y
en su caso con el ELN, un primer paso necesario pero insuficiente para lograr
una auténtica paz.
Es aquí en la Colombia más profunda, como en México
y el resto de nuestro continente, que se van tejiendo las resistencias
interculturales micro, múltiples y multidimensionales, en contra de los
proyectos de muerte y despojo reflejados en las políticas neoliberales,
tratados de libre comercio, «guerras
anti-droga» y «anti-terrorismo»,
mega-proyectos, etcétera, característicos del terrorismo de Estado en nuestra época.
Desde esta perspectiva, sólo tendrá sentido hablar
de la paz en Colombia cuando se hayan atendido las causas sociales y
estructurales de este conflicto, en términos de un sistema económico y político
diseñado para perpetuar sus orígenes en la injusticia social y la
discriminación. Esto sólo será posible como resultado de la construcción de un
movimiento social masivo por la paz a escala nacional, horizontal y desde
abajo. Esta tarea por definición trasciende los tiempos y formas de los
procesos electorales, y de las maniobras y argucias de figuras como Santos y de
quiénes lo rodean.
No hay otro país en nuestro continente ni en el
mundo que haya aguantado tanta guerra y tanto sufrimiento por tanto tiempo,
produciendo una cifra de 220,000 muertos, 81% de los cuales eran civiles
no combatientes, en su fase más reciente entre 1958 y 2012 [2], con
cientos de miles más generalmente atribuidos a su etapa previa conocida como «La Violencia», entre 1948 y 1964, y un
registro oficial de más de 6 millones de víctimas actuales, 5.5 millones de
ellas desplazadas forzosamente de sus comunidades de origen. [3]
Por ello no debe extrañarnos que más del 10% de los desplazados en el mundo sean
colombianos, 31.6% de los cuales son menores de edad.
Para voceros de los jóvenes desplazados
afrocolombianos del Proyecto Bambú —definido como «una mirada hacia la paz desde la afrocolombianidad», que se asumen
como «jóvenes constructores y
multiplicadores de la paz» con una «formación
integral emancipadora»— cómo Cleider Palacios, el desplazamiento forzado
refleja la continuidad del proceso de destrucción comunitaria impuesto por la
esclavitud africana. Para otros como los jóvenes que representaron en el
Coloquio al Proyecto de Vida del Pueblo indígena Nasa del municipio de Toribío
en el Norte del Cauca (hermanados a través de su Guardia Indígena con sectores
afines en México como la Sociedad Civil de Las Abejas de Acteal), y
cuya resistencia persistente a la presencia de todos los actores armados del
conflicto (incluyendo tanto al gobierno como a los paramilitares y las FARC) en
su territorio, ha hecho que no se sientan «representados
en el diálogo de La Habana», ya que consideran que la paz es «mucho más que la ausencia de guerra», y
debe incluir como premisa el «desenmascaramiento
de los mecanismos de dominación» que han nutrido y multiplicado al
conflicto y sus víctimas.
Pero a la misma vez hay pocos pueblos en el mundo
que hayan demostrado tanta resiliencia bajo condiciones de este tipo, y tanta
creatividad en sus métodos de lucha, en su celebración y reconstrucción de la
vida, y de búsqueda reiterada de una paz y unas dimensiones correspondientes de
dignidad y justicia social que ningún colombiano menor de 70 años ha conocido
jamás. Todo esto ha sido intensificado por factores como la llamada «guerra contra las drogas» por conducto
del Plan Colombia —extendido después a México con el Acuerdo para la Seguridad
y Prosperidad de América del Norte- (ASPAN) y la Iniciativa Mérida—, iniciando
un proceso de «colombianización» del
escenario mexicano) y por la guerra social impuesta a través de mecanismos
neoliberales como el tratado bilateral de libre comercio entre Estados Unidos y
Colombia en vigencia desde mayo de 2012.
Uno de los momentos más emotivos en el Coloquio,
que subrayó el papel clave de las resistencias culturales a la guerra en
Colombia, fue el lanzamiento del primer CD y video producido por los jóvenes de
la Orquesta de Instrumentos Andinos del Resguardo indígena Huellas de la
comunidad de Caloto, Cauca, a través de su canción «Convocando a la Unidad», que refleja su determinación
colectiva de «no seguir sufriendo más»,
de seguir insistiendo en el uso y «valor
de la palabra contra el uso de la fuerza», y su caracterización del momento
que está viviendo nuestro pueblo: «es el
tiempo de reconstruir / la montaña bajo el sol».
No ha dejado de latir en mi corazón esta canción y
la esperanza que refleja, desde que la escuché la mañana del 5 de junio.
[1] No hay
ningún consenso entre historiadores del conflicto ni entre sus protagonistas y
víctimas en cuanto a la fecha de inicio de esta guerra interna, pero dos fechas
claves suelen tomarse como referentes parciales: el 9 de abril de 1948 cuando
fue asesinado el mayor líder popular de la historia colombiana moderna, Jorge
Eliécer Gaitán, produciendo un levantamiento masivo conocido como el Bogotazo,
que a su vez dio inicio a la formación de las primeras guerrillas (primero
fieles al Partido Liberal encabezado por Gaitán, y después las primeras
guerrillas comunistas en nuestro continente, durante «La Violencia» de los años
cincuenta, origen inmediato de las FARC, fundadas en mayo de 1965, ya bajo el
influjo del ejemplo de la Revolución Cubana y de la proliferación de
movimientos insurgentes de izquierda en esa década y la siguiente desde
Argentina hasta México); pero las raíces de la violencia de estado y política
en Colombia reflejadas por ejemplo en la obra de Gabriel García Márquez se
extienden hasta los mediados del siglo 19, y entraron en una fase
particularmente explosiva a partir de elecciones muy competidas en 1930 y 1946.
[2] Cifras y
periodización aportadas por informe del Centro Nacional de Memoria
Histórica. Dicho Centro fue creado por la Ley 975 de Justicia y Paz de
2005, que ha sido fuertemente criticada por responder a una
estrategia política del entonces Presidente Álvaro Uribe Vélez para crear un
marco favorable para la desmovilización aparente de los sectores
narco-paramilitares más afines a su proyecto, a la vez que se intensificaba la
guerra con las FARC, y las agresiones contra los movimientos sociales. Ver cálculos independientes.
[3] Colombia
se encuentra entre los tres o cuatro casos mayores en el mundo en el número de
desplazados, comparable sólo con los del Congo, Sudán, y Nigeria en África; y
con Irak, Afganistán, y Siria en el mundo árabe e islámico.
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