ALAI, América Latina en Movimiento
México, 2014-06-22
México, 2014-06-22
En la batalla de
Jena-Auerstedt, en 1806, el ejército de Napoleón Bonaparte infligió a las
fuerzas prusianas una humillante derrota. Lo peor vendría después: el pueblo
alemán dio a las tropas invasoras una entusiasta y calurosa bienvenida.
Políticos e intelectuales se escandalizaron y uno de ellos, Johann Gottlieb
Fichte, decidió abrir una serie de conferencias (Discursos al pueblo alemán)
donde planteaba la necesidad de recuperar a la nación, ir en contra de la
actitud de las mayorías, que sólo buscaban, decía, el bienestar propio, y
acostumbrarlas a la disciplina que obliga a cumplir el deber y a hacer lo
correcto por encima de cualquier otra consideración. Y para lograr ese
objetivo, su propuesta era crear un sistema educativo nacional obligatorio “que sería aplicado a cada alemán, sin
excepción”. De tal manera, añadía, que no sea la educación de una sola
clase, sino la educación de una nación, que tenga el propósito de formar “una generación impulsada por el sentido de
lo correcto y lo bueno, y no por ninguna otra cosa… una generación equipada con
el poder, tanto físico como espiritual, para imponer su voluntad en cada
momento…”
En otras palabras, aunque no lo
dijera claramente, rodeado como estaba de los espías de Bonaparte, hablaba de
lo que consideraba el fondo del problema: la ausencia de un ejército de
hábiles, valientes y patrióticos soldados y ciudadanos. Esta declaración, que
ahora podemos ver como premonitoria de posteriores teorías supremacistas, es
reconocida como la señal de arranque para la creación de sistemas educativos nacionales
–incluso gratuitos– que más tarde en Europa y, posteriormente, también en
países del continente americano se presentaron como esperanza de unidad,
bienestar e identidad. Ya no más las escuelas clericales o particulares y de
algunas localidades, sino una educación generalizada, organizada al detalle
desde el gobierno y que se presentaba como al servicio del pueblo.
Es cierto que aquí y allá recogía
demandas y necesidades populares, pero su propósito central era disciplinar y
organizar a las mayorías en torno al Estado, más allá de los intereses de esas
clases y de la nación misma. En algunos países estos sistemas adoptaron
modalidades y grados de flexibilidad que les permitieron cierta libertad para
adecuarse a sus propias condiciones, pero en otros se volvieron sumamente
rígidos y, en el caso mexicano, la vocación primaria de servicio al Estado
condujo a un exceso de centralismo, borró a los pueblos originarios y las
regiones, burocratizó autoritariamente a la educación y la aherrojó a un
corporativismo estructural. Con eso, y con la profunda desigualdad social, se
generó un desastre en la educación que la medicina neoliberal, ensayada desde
hace 20 años, no ha podido resolver.
Al contrario, con la reforma de
2013 ha vuelto aún más rígido el sistema, más agresivo contra los profesores y
estudiantes, y ya anula los escasos avances en la descentralización de 1992.
Por eso, casi doscientos años después, la idea de Fichte de un sistema nacional capaz de convertir a
cada hijo en un soldado enfrenta una de sus crisis más importantes.
Algunos pensamos que la solución
estriba en, por ejemplo, retomar la experiencia de otros lugares donde ha sido
posible desarrollar un sistema liviano, alejado de la densidad burocrática central,
con espacios de verdadera autonomía, y con una estrecha relación
comunidad-escuela. Como en Finlandia. Sin embargo, acá en América Latina desde
hace casi 100 años hemos experimentado sistemas abiertos, ligeros, pequeñas o
medianas comunidades escolares que eligen a sus propios directivos, definen sus
planes de estudio en el contexto del marco local y nacional, crean su
organización interna y determinan ellas mismas cómo utilizar su patrimonio.
No son escuelas alternativas que
exploran los límites que fija el gobierno, son verdaderos sistemas autónomos,
que en México generalmente tienen varias decenas de miles de estudiantes
(aunque se da el caso de más de 300 mil) y que, además –como prueba de su
eficacia–, no se dedican a formar en las primeras letras, sino en tareas de muy
alta responsabilidad, como conformar núcleos de avanzada investigación y formar
profesionistas, científicos, profesores, literatos, políticos. Son
microsistemas autónomos (que podrían poblar la República a todos los niveles)
perfecta y constitucionalmente legales. Ahora su presencia se ha vuelto más
notoria porque a raíz de la reforma de 2013, comunidades escolares hasta hoy
dependencias del gobierno comienzan a mirar a esa experiencia de autonomía como
una posible ruta hacia una educación distinta. De ahí la importancia del
reciente sexto Congreso Nacional para una Educación Alternativa, que organizó
la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) en Xalapa,
Veracruz, porque se dio cabida a discusiones de este tipo. Y, por supuesto, la
experiencia de autonomía a la que nos referimos es la de las comunidades
universitarias federales y estatales. Son ellas las que en México, y por medio
de luchas, han logrado instaurar una relación definitivamente distinta con el
Estado: éste no abandona su responsabilidad de ofrecer apoyo financiero, pero
la escuela ya no es más una dependencia gubernamental. Y si conquista su
libertad y se le apoya es capaz de demostrar su pertinencia, también en otros
niveles educativos.
- Hugo Aboites es Rector de la UACM
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