A LA VERA DEL CAMINO VAN QUEDANDO LOS RESTOS DE LOS DERECHOS Y LAS CONQUISTAS ARRANCADAS POR TANTOS AÑOS DE DOLOR Y DE LUCHA DE LOS TRABAJADORES DEL MUNDO
EL
TRABAJO Y LA DIGNIDAD HUMANA
Por
Eduardo Galeano,
El
País:
Presentación
de Eduardo Galeano en la Conferencia de CLACSO, México, 2012
VER VIDEO:
13 de
abril de 2015.
Este bello y poderoso texto fue leído por
Eduardo Galeano en la sesión magistral de clausura de la VI Conferencia
Latinoamericana y Caribeña de Ciencias Sociales, llevada a cabo del 6 al 9 de
noviembre de 2012 en la Ciudad de México. Más de 5 mil participantes, gran
parte de ellos jóvenes, acompañaron su presentación en aquellas jornadas
promovidas por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) y la
UNESCO. Más abajo puede accederse al video completo de su conferencia.
No sé
cómo podremos acostumbrarnos a la ausencia de Eduardo Galeano, a sus siempre
necesarios y oportunos relatos, a su compromiso y militancia incansable a favor
de la justicia, la libertad y la igualdad. El mejor homenaje que podemos
rendirle es leerlo y escucharlo, contagiando a las nuevas generaciones el valor
de la palabra para hacer del nuestro, un mundo más humano.
Pablo
Gentili, Secretario Ejecutivo de CLACSO y coordinador del blog Contrapuntos.
No se asusten, empezaré diciendo “seré breve”, pero esta vez es verdad. Y
es verdad porque yo estoy empeñado en una inútil campaña contra la “inflación palabraria” en América Latina,
que yo creo que es más jodida, más peligrosa que la inflación monetaria, pero se
cultiva con más frecuencia. Y porque además lo que voy a hacer es leer para
ustedes un mosaico de textos breves previamente publicados en revistas,
periódicos, libros. Pero no reunidos como ahora en una sola ocasión, reunidos
en torno a una pregunta que me ocupa y me preocupa como -estoy seguro- a todos
ustedes, que es la pregunta siguiente: ¿los derechos de los trabajadores son ahora
un tema para arqueólogos? ¿Sólo para arqueólogos? ¿Una memoria perdida de
tiempos idos? Este en un mosaico armado con textos diversos que se
refieren todos -sin querer queriendo, yendo y viniendo entre el pasado y el
presente- a esta pregunta más que nunca actualizada: ¿“Los derechos de los
trabajadores” es un tema para arqueólogos? Más que nunca actualizada en
estos tiempos de crisis, en los que más que nunca los derechos están siendo
despedazados por el huracán feroz que se lleva todo por delante, que castiga el
trabajo y en cambio recompensa la especulación, y está arrojando al tacho de la
basura más de dos siglos de conquistas obreras.
La
tarántula universal
Ocurrió en Chicago, en 1886. El 1º de mayo,
cuando la huelga obrera paralizó Chicago y otras ciudades, el diario Philadelphia Tribune diagnosticó: “El
elemento laboral ha sido picado por una especie de tarántula universal y se ha
vuelto loco de remate”. Locos de remate estaban los obreros que
luchaban por la jornada de trabajo de ocho horas y por el derecho a la
organización sindical. Al año siguiente, cuatro dirigentes obreros, acusados de
asesinato, fueron sentenciados sin pruebas en un juicio mamarracho. Se llamaban
George Engel, Adolph Fischer, Albert Parsons y Auguste Spies; marcharon a la
horca mientras el quinto condenado (Louis Lingg) se había volado la cabeza en
su celda.
Cada 1º
de mayo el mundo entero los recuerda.
Dicho
sea de paso, les cuento que estuve en Chicago hace unos siete u ocho años, y
les pedí a mis amigos que me llevaran al lugar donde todo esto había ocurrido,
y no lo conocían. Entonces me di cuenta de que en realidad esto, esta ceremonia
universal -la única fiesta de veras universal que existe-, en Estados Unidos no
se celebraba; o sea, era en ese momento el único país del mundo donde el 1° de
mayo no era el Día de los Trabajadores. En estos últimos tiempos eso ha
cambiado, recibí hace poco una carta muy jubilosa de estos mismos amigos
contándome que ahora había en ese lugar un monolito que recordaba a estos
héroes del sindicalismo, que las cosas habían cambiado y que se había hecho una
manifestación de cerca de un millón de personas en su memoria por primera vez
en la historia. Y la carta terminaba diciendo: “Ellos te saludan”.
Cada 1º
de mayo el mundo recuerda a esos mártires, y con el paso del tiempo las
convenciones internacionales, las constituciones y las leyes les han dado la
razón. Sin embargo, las empresas más exitosas siguen sin enterarse. Prohíben
los sindicatos obreros y miden las jornadas de trabajo con aquellos relojes
derretidos de Salvador Dalí.
Una
enfermedad llamada "trabajo"
En 1714 murió Bernardino Ramazzini. Él era
un médico raro, un médico rarísimo, que empezaba preguntando: “¿En
qué trabaja usted?”. A nadie se le había ocurrido que eso podía tener
alguna importancia. Su experiencia le permitió escribir el primer Tratado de Medicina del Trabajo, donde
describió -una por una- las enfermedades frecuentes en más de cincuenta oficios.
Y comprobó que había pocas esperanzas de curación para los obreros que comían
hambre, sin sol y sin descanso, en talleres cerrados, irrespirables y
mugrientos. Mientras Ramazzini moría en Padua, en Londres nacía Percivall Pott.
Siguiendo las huellas del maestro italiano, este médico inglés investigó la
vida y la muerte de los obreros pobres. Y entre otros hallazgos, Pott descubrió
por qué era tan breve la vida de los niños deshollinadores. Los niños se
deslizaban desnudos por las chimeneas, de casa en casa, y en su difícil tarea
de limpieza respiraban mucho hollín.
El
hollín era su verdugo.
Desechables
Más de 90 millones de clientes acuden, cada
semana, a las tiendas Wal-mart. Sus más de 900 mil empleados tienen prohibida
la afiliación a cualquier sindicato. Cuando a alguno se le ocurre la idea, pasa
a ser un desempleado más. La exitosa empresa niega sin disimulo uno de los
derechos humanos proclamados por las Naciones Unidas: la libertad de
asociación. Y más, el fundador de Wal-mart, Sam Walton, recibió en 1992 la
Medalla de la Libertad, una de las más altas condecoraciones de los Estados
Unidos.
Uno de
cada cuatro adultos norteamericanos y nueve de cada diez niños engullen en
McDonald’s la comida plástica que los engorda. Los trabajadores de McDonald’s
son tan desechables como la comida que sirven. Los pica la misma máquina.
Tampoco ellos tienen el derecho de sindicalizarse.
En
Malasia, donde los sindicatos obreros todavía existen y actúan, las empresas
Intel, Motorola, Texas Instruments y Hewlett-Packard lograron evitar esa
molestia. El gobierno de Malasia declaró union
free (libre de sindicatos) el sector electrónico. Tampoco tenían ninguna
posibilidad de agremiarse las 190 obreras que murieron quemadas vivas en
Tailandia en 1993, en el galpón trancado por fuera donde fabricaban los muñecos
de Sesame Street, Bart Simpson, la familia Simpson y los Muppets.
En sus
campañas electorales del año 2000, los candidatos Bush y Gore coincidieron en
la necesidad de seguir imponiendo en el mundo el modelo norteamericano de
relaciones laborales. “Nuestro estilo de
trabajo” -como ambos lo llamaron- es el que está marcando el paso de la
globalización que avanza con botas de siete leguas y entra hasta en los más
remotos rincones del planeta.
La
tecnología, que ha abolido las distancias, permite ahora que un obrero de Nike
en Indonesia tenga que trabajar 100 mil años para ganar lo que gana en un año -100
mil años para ganar lo que gana en un año- un trabajador de su empresa en los
Estados Unidos. Es la continuación de la época colonial, en una escala jamás
conocida. Los pobres del mundo siguen cumpliendo su función tradicional:
proporcionan brazos baratos y productos baratos, aunque ahora produzcan
muñecos, zapatos deportivos, computadoras o instrumentos de alta tecnología,
además de producir como antes caucho, arroz, café, azúcar y otras cosas
malditas por el mercado mundial.
Desde
1919 se han firmado 183 convenios internacionales que regulan las relaciones de
trabajo en el mundo. Según la Organización Internacional del Trabajo, de esos
183 acuerdos Francia ratificó 115, Noruega 106, Alemania 76 y los Estados
Unidos… 14. El país que encabeza el proceso de globalización sólo obedece sus
propias órdenes. Así garantiza suficiente impunidad a sus grandes corporaciones,
lanzadas a la cacería de mano de obra barata y a la conquista de territorios
que las industrias sucias pueden contaminar a su antojo. Paradójicamente, este
país que no reconoce más ley que la ley del trabajo… no reconoce más ley que la
ley del trabajo fuera de la ley, es el que dice que ahora no habrá más remedio
que incluir cláusulas sociales y de protección ambiental en los Acuerdos de
Libre Comercio. ¿Qué sería de la realidad, no? ¿Qué sería de ella sin la
publicidad que la enmascara? Estas cláusulas son meros impuestos que el vicio
paga a la virtud con cargo al rubro “relaciones
públicas”, pero la sola mención de los derechos obreros pone los pelos de
punta a los más fervorosos partidarios, abogados, del salario de hambre, el
horario de goma y el despido libre.
Desde
que Ernesto Zedillo dejó la Presidencia de México, pasó a integrar los
directorios de la Union Pacific
Corporation y del consorcio Procter
& Gamble, que opera en 140 países, y además encabeza una comisión de
las Naciones Unidas y difunde sus pensamientos en la revista Forbes. En idioma “tecnocratés”, se indigna contra lo que llama “la imposición de estándares homogéneos en los nuevos acuerdos
comerciales”; traducido, eso significa “olvidemos
de una buena vez toda la legislación internacional que todavía protege más o
menos, menos que más, a los trabajadores”. El presidente jubilado cobra por
predicar la esclavitud, pero el principal director ejecutivo de General
Electric lo dice más claro: “Para
competir hay que exprimir los limones”, y no es necesario aclarar que él no
trabaja de limón en el reality show
del mundo de nuestro tiempo. Ante las denuncias y las protestas, las empresas
se lavan las manos y “yo no fui, yo no
fui”.
En la
industria posmoderna el trabajo ya no está concentrado, así es en todas partes,
y no sólo en la actividad privada. Los contratistas fabrican las tres cuartas
partes de los autos de Toyota; de cada cinco obreros de Volkswagen en Brasil,
sólo uno es empleado de la empresa; de los 81 obreros de Petrobras muertos en accidentes de trabajo a fines del siglo XX, 66
estaban al servicio de contratistas que no cumplen las normas de seguridad.
A
través de 300 empresas contratistas, China produce la mitad de todas las
muñecas Barbie para las niñas del
mundo. En China sí hay sindicatos, pero obedecen a un Estado que en nombre del
socialismo se ocupa de la disciplina de la mano de obra. “Nosotros combatimos la agitación obrera y la inestabilidad social para
asegurar un clima favorable a los inversores”, explicó Bo Xilai, alto
dirigente del Partido Comunista Chino.
El
poder económico está más monopolizado que nunca, pero los países y las personas
compiten en lo que pueden, a ver quién ofrece más a cambio de menos, a ver
quién trabaja el doble a cambio de la mitad. A la vera del camino están
quedando los restos de las conquistas arrancadas por tantos años de dolor y de
lucha.
Las
plantas maquiladoras de México, Centroamérica y el Caribe, que por algo se
llaman sweatshops (“talleres del sudor”), crecen a un ritmo
mucho más acelerado que la industria en su conjunto. Ocho de cada diez nuevos
empleos en la Argentina están en negro, sin ninguna protección legal; nueve de
cada diez nuevos empleos en toda América Latina corresponden al llamado “sector informal”, un eufemismo para
decir que los trabajadores están librados a la buena de Dios. ¿La
estabilidad laboral y los demás derechos de los trabajadores serán de aquí a
poco un tema para arqueólogos? ¿No más que recuerdos de una especie extinguida?
En el
mundo del revés, la libertad oprime. La libertad del dinero exige trabajadores
presos, presos de la cárcel del miedo, que es la más cárcel de todas las
cárceles. El Dios del mercado amenaza y castiga, y bien lo sabe cualquier
trabajador en cualquier lugar. El miedo al desempleo que sirve a los
empleadores para reducir sus costos de mano de obra y multiplicar la
productividad, eso hoy por hoy es la fuente de angustia más universal de todas
las angustias.
¿Quién
está a salvo del pánico, de ser arrojado a las largas colas de los que buscan
trabajo? ¿Quién no teme convertirse en un obstáculo interno, para decirlo con
las palabras del presidente de la Coca-Cola, que explicó el despido de miles de
trabajadores diciendo que “hemos
eliminado los obstáculos internos”? Y en tren de preguntas, la última: ¿ante
la globalización del dinero, que divide el mundo en domadores y domados, se
podrá internacionalizar la lucha por la dignidad del trabajo? Menudo
desafío.
Un
raro acto de cordura
En 1998, Francia dictó la ley que a 35
horas semanales el horario de trabajo. Trabajar menos, vivir más. Tomás Moro
había soñado en su Utopía pero hubo que esperar cinco siglos para que por fin
una nación se atreviera a cometer semejante acto de sentido común. Al fin y al
cabo, ¿para qué sirven las máquinas si no es para reducir el tiempo de trabajo
y ampliar nuestros espacios de libertad? ¿Por qué el progreso tecnológico tiene
que regalarnos desempleo y angustia? Por una vez, al menos, hubo un país que se
atrevió a desafiar tanta sinrazón. Pero, pero… poco duró la cordura. La ley de
las 35 horas murió a los diez años.
Este
inseguro mundo
Hoy, vale la pena advertir que no hay en el
mundo nada más inseguro que el trabajo. Cada vez son más y más los trabajadores
que despiertan cada día preguntando: “¿Cuántos sobraremos, quién me comprará?”.
Muchos pierden el trabajo, y muchos pierden, trabajando, también la vida. Cada
15 segundos muere un obrero asesinado por eso que llaman “accidentes de trabajo”.
La
inseguridad pública es el tema preferido de los políticos, que desatan la
histeria colectiva en cada elección. “¡Peligro,
peligro –proclaman- en cada esquina
acecha un ladrón, un violador, un asesino!”. Pero esos políticos jamás
denuncian que trabajar es peligroso. Y es peligroso cruzar la calle, porque
cada 25 segundos muere un peatón asesinado por eso que llaman “accidentes de tránsito”. Y es peligroso
comer, porque quien está a salvo del hambre puede sucumbir envenenado por la
comida química. Y es peligroso respirar, porque en las ciudades, en las grandes
ciudades, el aire es… el aire puro es como el silencio: un artículo de lujo. Y
también es peligroso nacer, porque cada 3 segundos muere un niño que no ha
llegado vivo a los cinco años de edad.
Una
historia real para acabar (se me fue la mano con las teorías), un par de cosas
que tengan más que ver con la realidad de carne y hueso, como la historia de
Maruja. El 30 de marzo, Día del Servicio
Doméstico, no viene mal contar la breve historia de una trabajadora de uno
de los oficios más ninguneados del mundo. Maruja no tenía edad. De sus años de
antes, nada decía; de sus años de después, nada esperaba. No era linda, ni fea,
ni más o menos, caminaba arrastrando los pies, empuñando el plumero o la escoba
o el cucharón. Despierta, hundía la cabeza entre los hombros. Dormida, hundía
la cabeza entre las rodillas. Cuando le hablaban, miraba al suelo, como quien
cuenta hormigas. Había trabajado en casas ajenas desde que tenía memoria. Nunca
había salido de la ciudad de Lima, nunca. Mucho trajinó de casa en casa, y en
ninguna se hallaba. Por fin, por fin, encontró un lugar donde fue tratada como si
fuera persona. A los pocos días, se fue.
Se
estaba encariñando.
Desaparecidos
Agosto 30, Día de los Desaparecidos. Los muertos sin tumba, las tumbas sin
nombre, las mujeres y los hombres que el terror tragó, los bebés que son o han
sido botín de guerra, y también los bosques nativos, las estrellas en la noche
de las ciudades, el aroma de las flores, el sabor de las frutas, las cartas escritas
a mano, los viejos cafés donde había tiempo para perder el tiempo, el fútbol de
la calle, el derecho a caminar, el derecho a respirar, los empleos seguros, las
jubilaciones seguras, las casas sin rejas, las puertas sin cerradura, el
sentido comunitario y el sentido común.
El
origen del mundo
Hacía pocos años que había terminado la
Guerra Española, y la cruz y la espada reinaban sobre las ruinas de la
República. Uno de los vencidos, un obrero anarquista recién salido de la
cárcel, buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para
un rojo. Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros, le daban la
espalda, con nadie se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo
que le quedaba.
Por las
noches, ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su
esposa beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo, un niño pequeño, le
recitaba el catecismo. Mucho tiempo después, Josep Verdura, el hijo de aquel
obrero maldito, me lo contó. Me contó esta historia. Me lo contó en Barcelona,
cuando yo llegué al exilio, me lo contó: él era un niño desesperado que quería
salvar a su padre de la condenación eterna, pero el muy ateo, el muy tozudo, no
entendía razones. “Pero, papá -le preguntó Josep, llorando-, pero, papá… si Dios no existe,
¿quién hizo el mundo?”. Y el obrero, cabizbajo, casi en secreto, dijo: “¡Tonto,
tonto! ¡Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles!”.
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