Postales de la
revuelta: CIG, romper el cerco brutal contra los pueblos originarios.
Herman
Bellinghausen,
Desinformémonos, Periodismo de abajo:
16
septiembre, 2017
Ningún país del hemisferio occidental tiene mayor
población indígena que México. Lo cual estadísticamente es un milagro pues
todos los gobiernos independientes de México, desde el primero hasta el último
pretendieron reducirlos, disminuirlos, ocultarlos, asimilarlos, y en el fondo
exterminarlos. Ni el presidente zapoteca Benito Juárez se salva, aunque tal vez
sí, por la vía paternalista-corporativista, el Tata Lázaro. Y párenle de contar.
Muchos no tuvieron la intención explícita, pero el genocidio posee muchas caras
y la estadística es una de ellas. Otras: la educativa, la extractivista, la
perversamente desarrollista. Aunque ya no se dan exterminios de aldeas enteras
como aún ocurre en Brasil, Colombia y Perú, hace apenas 20 años el presidente
Ernesto Zedillo fue responsable directo de las matanzas de indígenas en Acteal,
la región chol de Chiapas, Aguas Blancas y El Charco en Guerrero. Punta del
iceberg de lo que desde 1994 el Ejército Zapatista de Liberación Nacional
(EZLN) viene llamando “guerra de
exterminio” con argumentos bastante sólidos. Los 43 desaparecidos de
Ayotzinapa y los muertos de Iguala en 2014 no los podemos despejar de la
ecuación Fue El Estado.
La cuarta parte, al menos el
25% de los polémicamente llamados indígenas, indios, naturales, nativos
americanos, aborígenes o pueblos originarios en América son mexicanos, y nunca
en tiempos modernos han pretendido dejar de serlo, el hecho de ser todos
mexicanos les permite buscarse, identificarse y reunirse. La lógica autoritaria
y asistencialista del Estado los uniforma en dependencias agrarias,
indigenistas, partidarias, educativas y otras formas de control legal. Como en
el resto del subcontinente, es el castellano su lengua franca, lo cual siempre
revistió importancia política, pero hoy la tiene más cuando se autonomizan del
Estado. Y ya que hablamos de milagros, en estos tiempos presenciamos el
nacimiento de una nueva literatura en lenguas hasta ahora no leídas, y escuchadas
sólo por sus hablantes. Por su carácter único y de verdad novedoso en menos de
tres décadas se ha convertido en el fenómeno cultural más importante del país.
Esto casi nadie lo dice. Y todavía son pocos los que lo saben o están
preparados para admitirlo.
Unas sesenta lenguas, las
mayores con gran variedad dialectal (otomí, nahua, zapoteca, mixteca, mayense,
yoreme, mixe) representan algo más que un naufragio diferido y mil veces
anunciado. Más de diez millones de personas las hablan. Unos cuantos miles leen
alguna. Otros diez millones (mínimo) las entienden o pertenecen a un pueblo
originario aunque todo se los niegue. Si los criterios censales y demográficos
fueran menos ideologizados y colonialistas, el número de indígenas en México
estaría muy por encima de los 12 o 15 millones que se les reconoce. Por cierto,
tan sólo en el Área Metropolitana residen hablantes de unas 40 lenguas que con
toda justicia podemos llamar mexicanas. Pero esto, y la maravillosa poesía que
escriben centenares de autores indígenas, no es lo más importante, por mucho
que lo sea.
Por primera vez desde la
Colonia tardía los pueblos originarios son dueños de su propio destino. Mas si
en los siglos XVII y XVIII los pueblos eran libres por abandono (salvo la
iglesia católica y dueña), merced al relativo respeto de la corona española a
su mera existencia, en el siglo XXI lo son por determinación propia. Resulta
difícil separar las palabras indígena y resistencia.
Los olvidados de siempre
El parteaguas que los pueblos reconocen es el levantamiento
zapatista en 1994, si bien ese arroz ya se había cocido desde 1992 al fracasar
la celebración del V Centenario de los reyes europeos y los presidentes
americanos ante la agitación indígena de Canadá a la Araucanía, con epicentros
en México, Ecuador y Bolivia. Estábamos ante un despertar histórico de grandes
proporciones, que en los dos últimos países produjo cambios profundos en el
Estado mismo y son efectivamente plurinacionales. En México no es tan fácil. En
una nación con cien millones de habitantes, y diez o quince millones más en
Estados Unidos, los indígenas son minoría. La minoría más grande, algo que
ahora buscan hacer valer con su propuesta del Concejo Indígena de Gobierno,
impulsada por el Congreso Nacional Indígena (CNI) y el EZLN, con la que harán
presencia en el proceso electoral de 2018 mediante su vocera María de Jesús
Patricio.
Dentro de sus limitaciones y
dificultades, el CNI es la única organización nacional de los pueblos, naciones
y tribus, a veces con participación simbólica o testimonial. El CNI está
vinculado con luchas y organizaciones activas de las regiones indígenas y
migrantes en las ciudades. En diversos grados y modalidades, mientras usted lee
estas líneas se desarrollan experiencias de autogobierno y libre determinación
en La Montaña de Guerrero, las montañas y selvas mayas y zoques de Chiapas,
porciones de la meseta purépecha, las sierras mixe, zapoteca y huichola, la
costa seri, el valle de los yaqui, la sierra norte de Puebla y la comunidad
ancestral de Milpa Alta dentro de los límites de la hoy mal llamada Ciudad de
México. Esto además de luchas locales y puntuales en las Huastecas, la sierra
rarámuri, el Estado de México, la península de Yucatán y si nos seguimos, el
valle de San Quintín y la propia capital del país.
A la cooptación histórica
del Estado y la iglesia romana se suma una guerra abierta, violenta y con
incontables frentes, que no se atreve a decir su nombre. Iniciada en 1995, en
2007 inauguró su fase más brutal bajo el gobierno de Felipe Calderón. Bajo el engañoso
concepto de “guerra al crimen organizado”
se militarizaron todas las regiones indígenas (varias ya lo estaban). Calderón
obedecía los designios hemisféricos de Washington, y de paso obtuvo aval para
su guerra doméstica contra los pueblos en crecientes resistencia y
organización. Decidió abortar cualquier movilización nacional del CNI y sus
aliados, llenó de muerte sus caminos y veredas, soltó los demonios de cada
región e impidió que las representaciones indígenas se reunieran. La violencia
y los asesinatos campearon, y sólo aquellos pueblos armados (los zapatistas,
las policías comunitarias de La Montaña) siguieron reuniéndose y evolucionando
en sus regiones.
El gobierno actual mantiene
el cerco militar, a la vez que extrema los actos de despojo de sus tierras y
recursos para malbaratarlos. Lo que busca la propuesta política, más que
electoral, del Concejo Indígena de Gobierno es romper este cerco brutal.
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