DISCURSO PRONUNCIADO POR EL COMANDANTE FIDEL
CASTRO RUZ, PRIMER SECRETARIO DE LA DIRECCIÓN NACIONAL DE LAS ORI Y PRIMER
MINISTRO DEL GOBIERNO REVOLUCIONARIO, EN LA SEGUNDA ASAMBLEA NACIONAL DEL
PUEBLO DE CUBA, CELEBRADA EN LA PLAZA DE LA REVOLUCION, EL 4 DE FEBRERO DE
1962.
(Departamento de Versiones Taquigráficas
del Gobierno Revolucionario)
SEGUNDA DECLARACIÓN DE LA HABANA
(Fidel Castro, 4 de febrero de 1962)
Fidel Castro Ruz
[Discurso: Fragmento]
La Habana, 4 de febrero de
1962
Publicado el 13 de mayo de
2014
Compañeros y compañeras de la Segunda
Asamblea General Nacional del Pueblo:
Se reúne por segunda vez, con carácter de órgano soberano de la voluntad
del pueblo cubano, esta Asamblea General en el día de hoy; y se reúne para dar
cabal respuesta a la maniobra, a la conjura, al complot de nuestros enemigos en
Punta del Este.
En todo el mundo están puestos los ojos sobre nuestro pueblo en el día
de hoy; los pueblos de todos los continentes están esperando esta respuesta de
nuestra patria. Los mensajes que se han leído en la tarde de hoy
demuestran cuánto interés, cuánta atención, cuánta solidaridad ha despertado el
acto de hoy.
Desde luego que nuestro pueblo sabía perfectamente bien qué se proponían
los imperialistas yanquis; nuestros pueblos están perfectamente informados de
sus intenciones; nuestro pueblo —que lleva tres años bajo el incesante
hostigamiento del imperialismo yanqui— sabía a qué fueron ellos a Punta del
Este, sabía que esa conferencia no tenía otro propósito que promover nuevas
agresiones y nuevos complots contra nuestro país. Y, desde luego, ya
el imperialismo ha dado nuevos pasos agresivos. Como explicó nuestro
Presidente al hablar en la tarde de hoy, ya los imperialistas han acordado un
embargo más —¡uno más! — sobre nuestras relaciones comerciales.
Aún quedaba un comercio, principalmente de tabaco y de frutas, con
Estados Unidos, ascendente a varios millones de dólares. Cuando la delegación
yanqui propuso en Punta del Este sanciones económicas y políticas, cese del
comercio y cese de las relaciones diplomáticas de los demás gobiernos —de los
que aún quedan con relaciones, de los que aún no se han plegado, de los que han
resistido a las presiones del imperialismo— a fin de que rompieran con
nosotros, el imperialismo, ya en plena crisis, aún cuando logró una parte de
sus propósitos —y es preciso analizar y considerar atentamente los acuerdo allí
tomados y los propósitos de esos acuerdos— no pudo, sin embargo, obtener todo
lo que pretendía, aun cuando logró declaraciones condenatorias contra Cuba,
producto de presiones enormes sobre todos los cancilleres.
Tan desvergonzada, tan irracional, tan injustificada era su demanda, tan
deprimente, tan desmoralizadora para los gobiernos allí representados, que
algunos gobiernos se resistieron a aceptar el máximo de las exigencias yanquis. Y
en virtud de su resistencia, por cuanto no estaban dispuestos a romper
simplemente por una orden de Washington, y puesto que al fin y al cabo esos
gobernantes estarían obligados bien a cumplir acuerdos que no consideraban
justos, o bien a desacatar esos acuerdos, el imperialismo, al parecer, no creyó
prudente llevar tan lejos la cosa en esta reunión como para imponer con su
mayoría mecánica de 14 títeres un acuerdo que podía ser desacatado por la
minoría que, siendo una minoría, sin embargo representa al 70% de la población
de América Latina.
El imperialismo, digo, no pudo imponer el acuerdo del cese de las relaciones
comerciales. Lo que pretendía el imperialismo era —al regreso de su
delegación— realizar este nuevo embargo sobre el comercio de Estados Unidos con
Cuba. No logró el acuerdo. Y como una prueba más de que
al imperialismo le importa un bledo la OEA y de que la OEA no es más que un
ministerio de colonias yanquis, un bloque militar contra los pueblos de la
América Latina, al regresar la delegación de Punta del Este, lo primero que
hicieron fue dictar esa nueva medida y prohibir de manera absoluta toda compra
de productos a Cuba, es decir, la compra del tabaco, la compra de nuestros
frutos y de aquellos productos que ascendían a algunas sumas de consideración.
Claro está que como el imperialismo no podía dejar de ser cínico, como
el señor Kennedy no podía dejar de ser un desvergonzado —como lo ha sido desde
que tomó posesión, desde que rechazó toda posibilidad de llevar adelante una
política pacífica con nuestro pueblo, desde que organizó su criminal y
cobarde invasión a nuestras costas y todos los hechos que han
costado sangre y vidas de hijos de nuestro pueblo—, no podía dejar de acompañar
su última felonía con la hipocresía. La hipocresía más inaudita es
el sello que acompaña a todos los actos del imperialismo.
¿Qué hizo? Prohibir toda compra de productos a Cuba, es
decir, privarnos de más de 20 millones de dólares y, junto a esa medida,
declarar que ellos, los “buenos”, los
“nobles”, los “eternamente humanitarios”, no prohibían, en cambio, que nosotros
les compráramos a ellos, que nosotros les compráramos alimentos y
medicinas. Es decir que mientras nos quitan los dólares producto de
nuestro comercio, los pocos que quedaban con Estados Unidos después que nos
arrebataron nuestra cuota de cientos de millones de dólares, dicen que, en
cambio, no prohíben que nos vendan. Es decir que nos quitan los
recursos para comprar, nos quitan los dólares destinados precisamente a
materias primas, a maquinarias, a alimentos, a medicinas y mientras por un lado
dictan esa criminal, unilateral y vergonzosa medida —una más contra nuestro
pueblo—, declaran que, en cambio, estarían dispuestos a vender mercancías y
alimentos.
Estaría bueno preguntarles —ya que son tan “buenos”— por qué no las fían también. Ya que están
dispuestos a vender las medicinas y alimentos, ¿por qué no los
fían? Porque nos quitan los dólares de las compras, y entonces dicen
que, en cambio, no prohíben las ventas. Pero ese es el sello eterno
de la hipocresía que acompaña al imperialismo, a fin de ocasionar a nuestro
pueblo tropiezos, dificultades, escaseces, colas y dificultades de todo tipo, a
fin de doblegar a nuestro pueblo mediante todos los sacrificios, mediante la
imposición de todos los sacrificios, de todas las zancadillas, de todas las
trampas, de todos los ataques arteros y cobardes contra nuestra patria.
Desde luego que Cuba no estaría donde está, ni nuestra patria ocuparía
el lugar que hoy ocupa en el concepto de los demás pueblos del mundo, si detrás
de la patria, si detrás de la bandera soberana de la patria, si detrás de la
Revolución no estuviera el pueblo, si detrás de esta Revolución no estuviera
este pueblo. Y nuestra Revolución no habría llegado a ser lo que es hoy, y Cuba
no sería abanderada de la libertad de América, si detrás de este hecho
histórico de la Revolución no estuviese un pueblo digno de ese lugar de honor
que hoy ocupa en los corazones de los 200 millones de hermanos de América
Latina si detrás de la patria soberana, si detrás de la patria soberana, si
detrás de la bandera libre, si detrás de la Revolución redentora no hubiera un
pueblo firme y heroico como este, la patria ni sería libre ni la bandera sería
soberana, ni la Revolución marcharía adelante con la firmeza inquebrantable con
que marcha.
La palabra de Cuba está respaldada por un pueblo entero; la palabra de la
representación de Cuba, allí donde habló para los pueblos y para la historia,
estaba respaldada por un pueblo entero. ¡Por eso vale nuestra
palabra, por eso vale ante los ojos del mundo, por eso vale ante la
historia! Porque los que allí hablaron contra nuestra patria sus
mentiras, no hicieron más que repetir las consignas criminales de sus
amos. Y detrás de las palabras huecas de los impugnadores de la
patria cubana, no había un pueblo; detrás estaban los asesinos de obreros y de
estudiantes, de campesinos; detrás estaba lo más corrompido, lo peor de
nuestras hermanas naciones. ¡Pueblo no, sino ausencia de pueblo,
vacío de pueblo! ¿Hasta cuándo tendrán la desvergüenza y el cinismo de
hablar de democracia? ¿Hasta cuándo estarán usando, hasta desgastar,
esa pobrecita palabra, infeliz palabra de “democracia
representativa”?
Representativa solo de la voluntad del imperialismo, representativa solo
de la explotación, representativa solo de la traición; democracia que es la
democracia de la ausencia del pueblo. Porque todos esos gobiernos,
los 14, los 14 que votaron contra Cuba, convocan al pueblo, y los 14 no reúnen
tanto pueblo como la Revolución Cubana reúne aquí.
Si aquello es democracia, ¿qué es esto? Si aquello donde
existe la explotación del hombre, si aquello donde los hombres son
discriminados por motivo de raza, si aquello donde los pobres son
miserablemente explotados y maltratados es democracia, ¿qué es, entonces,
esto? Si democracia quiere decir pueblo, si democracia quiere decir gobierno
del pueblo, entonces, ¿qué es esto? Si democracia es la
expresión de la voluntad del pueblo, cabe decir lo único que puede
decirse: que el país, el pueblo y el régimen más democrático de
América, es este régimen que puede reunir al pueblo en una plaza gigantesca
como esta, que puede congregar cientos y cientos y cientos de miles, que puede
congregar un millón, que puede congregar quién sabe tantos, porque cada vez son
más, más y más los que se reúnen, y ya la multitud llega hasta las mismas
faldas del Castillo del Príncipe.
A este pueblo, que con su presencia demuestra su dignidad y su postura,
es al que quieren someter los imperialistas, es al pueblo que quieren dividir y
disgregar los imperialistas, es al pueblo que quieren aplastar los
imperialistas para que ya nunca más rigiera la voluntad soberana del pueblo,
para que ya nunca más se volvieran a congregar las multitudes como aquí se
congregan, y para que el destino y la riqueza de la patria fuera dilapidada, y
el curso de su historia desviado por la voluntad de las camarillas que se
reúnen en la sombra, a espaldas de los pueblos; para que ya nunca más se vieran
multitudes gigantescas por las calles de la patria y en las plazas de la
patria, levantando con orgullo sus banderas y proclamando al mundo sus hermosas
consignas.
Es al pueblo al que quieren ponerle la bota encima los imperialistas,
oprimirnos, ultrajarnos, hacer añicos nuestra dignidad nacional,
como han hecho añicos la dignidad de muchos pueblos hermanos de este
continente. Es a este pueblo, rebelde y heroico, al que quieren
aplastar. Y he ahí su error, he ahí su gran error, he ahí la causa
de su fracaso, porque el imperialismo jamás aplastará a la Revolución Cubana,
el imperialismo jamás vencerá a la Revolución Cubana.
Si los esbirros del imperialismo, si los capataces y mayorales del
imperialismo y la gusanera que los acompaña pudiesen contemplar no más que un
minuto lo que nuestros ojos y los ojos de los visitantes que nos acompañan
están viendo hoy, quizás, quizás si se dieran cuenta, quizás si tan siquiera
pudieran apreciar los perfiles de su tamaño y descomunal error del imposible
que pretenden, quizás se dieran cuenta de lo débil y lo impotente que son;
quizás si reflexionaran, porque hasta ahora no han hecho más que errar y
persistir en el error; hasta ahora, con sus agresiones, no han hecho más que
fortalecer a Cuba.
Y nuestro pueblo, ante esas agresiones, debe redoblar su espíritu de
trabajo, debe redoblar la fortaleza de su conciencia revolucionaria.
¿Qué hacer ante los que quieren, a fuerza de privaciones, a fuerza de
agresiones y a fuerza de bloqueos, rendir a la patria? ¿Qué hay que
hacer? Pues, sencillamente, hay que trabajar más, hay que tomar más
interés en todo, hay que triplicar el cuidado y la atención en la producción,
en las fábricas, en las cooperativas, en las granjas, en los campos, en todas
partes; triplicar el esfuerzo para extraer el máximo de nuestra riqueza con lo
que tenemos, para extraer todo lo que necesitamos, para ir resistiendo el
bloqueo en estos meses, y quizás años largos de lucha y de sacrificios que el
imperialismo nos impone; utilizar todos los recursos que tenemos para producir,
para resistir y, al mismo tiempo, distribuir mejor lo que tenemos, distribuir
mejor lo que producimos.
Y, por eso, es deber que cumplirá el Gobierno Revolucionario de estudiar
todas las medidas necesarias para que nuestro pueblo se pueda distribuir bien
lo que tiene, para que lo que tengamos bajo el bloqueo llegue a todos, para que
todos compartamos sin egoísmos lo que tenemos.
No importa que aquí no vengan automóviles en muchos años; no importa,
incluso, que muchos objetos de lujo no vengan a Cuba en muchos
años. ¡No importa, si ese es el precio de la libertad; no importa,
si ese es el precio de la dignidad; no importa, si ese es el precio que nos
exige la patria!
Al fin y al cabo, el pueblo nunca tuvo lujos; al fin y al cabo, el
pueblo nunca tuvo más que la explotación, la humillación, la discriminación, la
servidumbre, el desempleo y el hambre; al fin al cabo, los lujos fueron para
las minorías, para el pueblo fueron los sacrificios.
¿Y qué logra el imperialismo, qué va a lograr, con que el pueblo se vea
privado durante unos cuantos años de aquellas cosas de las que se vio privado
siempre? Pero el pueblo, que tiene hoy lo que no tuvo nunca, que
tiene igualdad, que tiene dignidad, que tiene justicia, que es dueño de la
patria, que es dueño de sus fábricas y de sus riquezas, que es dueño de su
destino, que es libre; el pueblo, el verdadero pueblo, el pueblo sufrido de
siempre, ese pueblo cambia gustosamente lo que no tuvo nunca por que tendrá
mañana, por todo lo que tendrá para siempre.
Resistiremos en todos los campos: resistiremos en el
campo de la economía; seguiremos avanzando en el campo de la
cultura. Allá, detrás de la gigantesca multitud, se divisa otra
multitud, cuyos vestidos son de color distinto, de color
uniforme: son los 50 000 becados que están estudiando, que están
estudiando en nuestra capital; son el mañana prometedor de la patria, son los
futuros ingenieros de nuestras fábricas futuras, los técnicos, los que elevarán
la productividad del trabajo de nuestro pueblo a los más altos niveles; son el
porvenir, son la promesa, son el futuro, son el mundo del mañana que la patria
se está forjando, porque la patria no trabaja para hoy, la patria trabaja para
mañana. Y ese mañana lleno de promesas no podrá nadie
arrebatárnoslo, no podrá nadie impedírnoslo, porque con la entereza de nuestro
pueblo lo vamos a conquistar, con el valor y el heroísmo de nuestro pueblo lo
vamos a conquistar.
Y nos seguiremos fortaleciendo no solo en el campo de la economía y de
la cultura, resistiendo, sino que seguiremos resistiendo allí donde les duele
más todavía a los imperialistas; seguiremos fortaleciendo nuestras fuerzas de
combate, nuestras unidades armadas revolucionarias; seguiremos aumentando la
capacidad defensiva de la patria, seguiremos endureciéndonos cada día más, y
cada día más dispuestos a que si los imperialistas, sordos y ciegos, se lanzan
otra vez, ¡reciban una paliza todavía más grande de la que recibieron en Playa
Girón! vengan sus mercenarios, o vengan sus títeres, o vengan
ellos. Porque, ¿alguien le tiene mido aquí al imperialismo? ¿Quién
se asusta del imperialismo? Y cuando pensamos en las amenazas y en las
maniobras de los imperialistas, ¿qué hacemos? ¡Nos reímos de los
imperialistas! Nos reímos de su desesperación porque, sencillamente,
lo sentimos mucho, pero no les tenemos miedo; lo sentimos mucho, pero no nos
asustan esos matones del imperialismo, no nos asustan esos criminales del
imperialismo, porque nosotros sabemos —y si no lo saben ellos, entérense— que
si invaden a nuestro país, mientras quede aquí un fusil, mientras quede aquí un
hombre o mujer, ¡vamos a estar peleando contra ellos!
Y, además, no vamos a estar solos. Con nosotros van a estar,
en primer término, nuestros hermanos de América Latina los pueblos que tan
gallardamente, tan valerosamente, se batieron en las calles de muchas naciones
oprimidas, que tan dignamente, y en masa, respaldaron a la Revolución mientras
transcurría la conferencia de Punta del Este; los pueblos que enviaron sus
mejores representantes a Cuba y a la propia Punta del Este, para decir allí la
voz no de las oligarquías sino de los pueblos. Y vamos a tener con
nosotros la solidaridad de todos los pueblos liberados del mundo, y
vamos a tener con nosotros la solidaridad de todos los hombres y mujeres
dignos del mundo.
Por tanto, a pie firme, sin vacilaciones, estamos dispuestos a resistir
¡lo que venga!, ¡estamos dispuestos a enfrentarnos a lo que venga!, sin que el
sueño lo perdamos. ¡Pero que los imperialistas se preparen también a
esperar, en ese caso, lo que venga!
Y es bueno que los imperialistas se vayan resignando a la idea de que
eso tan terrible, de que eso que tanto temen, de que eso que les produce
insomnio, que se llama revolución de los pueblos explotados por el
imperialismo, eso, ¡vendrá también inexorablemente, por ley de la historia!
Vamos, pues, a lo más importante de esta tarde, que es la Segunda Declaración
de La Habana, nuestro mensaje a los pueblos de América y del mundo, la palabra
de nuestro pueblo en este minuto histórico, respaldada por este pueblo,
respaldada por su presencia, de tal manera, como nunca en América estuvo
respaldada ninguna palabra, ningún mensaje.
Con nosotros se encuentran numerosos latinoamericanos que visitan a
nuestro país o participaron de la Conferencia de los Pueblos en La Habana, pero
ellos no deben ser solo espectadores. Proponemos a la Asamblea
General Nacional del Pueblo que los latinoamericanos no sean espectadores, sino
que tengan derecho también a votar junto con el pueblo de Cuba la Declaración
de La Habana.
Algún día ellos podrán reunir también a sus pueblos, como nosotros hoy,
y podrán expresar también su pensamiento tan libremente como nosotros hoy.
Preste el pueblo atención a cada palabra, a cada frase de este
documento, de esta Segunda Declaración, que proponemos, en nombre de las
Organizaciones Revolucionarias Integradas y del Gobierno Revolucionario, al
pueblo de Cuba:
DEL PUEBLO DE
CUBA A LOS PUEBLOS DE AMÉRICA Y DEL MUNDO
Vísperas de su muerte, en carta inconclusa porque una bala española le
atravesó el corazón, el 18 de mayo de 1895 José Martí, Apóstol de nuestra
independencia, escribió a su amigo Manuel Mercado: “Ya puedo escribir... ya estoy
todos los días en peligro de dar mi vida por mi país, y por mi deber... de
impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas
los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de
América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso... Las
mismas obligaciones menores y públicas de los pueblos, más vitalmente
interesados en impedir que en Cuba se abra, por la anexión de los
imperialistas, el camino que se ha de cegar, y con nuestra sangre estamos
cegando, de la anexión de los pueblos de nuestra América al Norte revuelto y
brutal que los desprecia, les habrían impedido la adhesión ostensible y ayuda
patente a este sacrificio que se hace en bien inmediato y de ellos. Viví
en el monstruo y le conozco sus entrañas; y mi honda es la de David”.
Ya Martí, en 1895, señaló el peligro que se cernía sobre América y llamó
al imperialismo por su nombre: imperialismo. A los pueblos de América
advirtió que ellos estaban más que nadie interesados en que Cuba no sucumbiera
a la codicia yanqui, despreciadora de los pueblos
latinoamericanos. Y con su propia sangre, vertida por Cuba y por
América, rubricó las póstumas palabras que, en homenaje a su recuerdo, el
pueblo de Cuba suscribe hoy a la cabeza de esta Declaración.
Han transcurrido 67 años. Puerto Rico
fue convertida en colonia y es todavía colonia saturada de bases
militares. Cuba cayó también en las garras del
imperialismo. Sus tropas ocuparon nuestro territorio. La
Enmienda Platt fue impuesta a nuestra primera Constitución, como cláusula
humillante que consagraba el odioso derecho de intervención
extranjera. Nuestras riquezas pasaron a sus manos, nuestra historia
falseada, nuestra administración y nuestra política moldeada por entero a los intereses
de los interventores; la nación sometida a 60 años de asfixia política,
económica y cultural.
Pero Cuba se levantó, Cuba pudo redimirse a sí misma del bastardo
tutelaje. Cuba rompió las cadenas que ataban su suerte al imperio
opresor, rescató sus riquezas, reivindicó su cultura, y desplegó su bandera
soberana de territorio y pueblo libre de América.
Ya Estados Unidos no podrá caer jamás sobre América con la fuerza de
Cuba, pero en cambio, dominando a la mayoría de los Estados de América Latina,
Estados Unidos pretende caer sobre Cuba con la fuerza de América.
¿Qué es la historia de Cuba sino la historia de América
Latina? ¿Y qué es la historia de América Latina sino la
historia de Asia, África y Oceanía? ¿Y qué es la historia de todos
estos pueblos sino la historia de la explotación más despiadada y cruel del
imperialismo en el mundo entero?
A fines del siglo pasado y comienzos del presente, un puñado de naciones
económicamente desarrolladas habían terminado de repartirse el mundo,
sometiendo a su dominio económico y político a las dos terceras partes de la
humanidad, que, de esta forma, se vio obligada a trabajar para las
clases dominantes del grupo de países de economía capitalista desarrollada.
Las circunstancias históricas que permitieron a ciertos países europeos
y a Estados Unidos de Norteamérica un alto nivel de desarrollo industrial, los
situó en posición de poder someter a su dominio y explotación al resto del
mundo.
¿Qué móviles impulsaron esa expansión de las potencias
industrializadas? ¿Fueron razones de tipo moral, “civilizadoras”, como ellos
alegaban? No: fueron razones de tipo económico.
Desde el descubrimiento de América, que lanzó a los conquistadores
europeos a través de los mares a ocupar y explotar las tierras y los habitantes
de otros continentes, el afán de riqueza fue el móvil fundamental de su
conducta. El propio descubrimiento de América se realizó en busca de
rutas más cortas hacia el Oriente, cuyas mercaderías eran altamente pagadas en
Europa.
Una nueva clase social, los comerciantes y los productores de artículos
manufacturados para el comercio, surge del seno de la sociedad feudal de
señores y siervos en las postrimerías de la Edad Media.
La sed de oro fue el resorte que movió los esfuerzos de esa nueva
clase. El afán de ganancia fue el incentivo de su conducta a través
de su historia. Con el desarrollo de la industria manufacturera y el
comercio fue creciendo su influencia social. Las nuevas fuerzas
productivas que se desarrollaban en el seno de la sociedad feudal chocaban cada
vez más con las relaciones de servidumbre propias del feudalismo, sus leyes,
sus instituciones, su filosofía, su moral, su arte y su ideología política.
Nuevas ideas filosóficas y políticas, nuevos conceptos del derecho y del
Estado fueron proclamados por los representantes intelectuales de la clase
burguesa, los que por responder a las nuevas necesidades de la vida social,
poco a poco se hicieron conciencia en las masas explotadas. Eran
entonces ideas revolucionarias frente a las ideas caducas de la sociedad
feudal. Los campesinos, los artesanos y los obreros de las
manufacturas, encabezados por la burguesía, echaron por tierra el orden feudal,
su filosofía, sus ideas, sus instituciones, sus leyes y los privilegios de la
clase dominante, es decir, la nobleza hereditaria.
Entonces la burguesía consideraba justa y necesaria la
revolución. No pensaba que el orden feudal podía y debía ser eterno,
como piensa ahora de su orden social capitalista. Alentaba a los
campesinos a librarse de la servidumbre feudal, alentaba a los artesanos contra
las relaciones gremiales, y reclamaba el derecho al poder
político. Los monarcas absolutos, la nobleza y el alto clero
defendían tenazmente sus privilegios de clase, proclamando el derecho divino de
la corona y la intangibilidad del orden social. Ser liberal,
proclamar las ideas de Voltaire, Diderot o Juan
Jacobo Rousseau, portavoces de la filosofía burguesa, constituía entonces
para las clases dominantes un delito tan grave como es hoy para la burguesía
ser socialista y proclamar las ideas de Marx, Engels y Lenin.
Cuando la burguesía conquistó el poder político y estableció sobre las
ruinas de la sociedad feudal su modo capitalista de producción, sobre ese modo
de producción erigió su Estado, sus leyes, sus ideas e instituciones.
Esas instituciones consagraban, en primer término, la esencia de su
dominación de clase: la propiedad privada. La nueva
sociedad, basada en la propiedad privada sobre los medios de producción y en la
libre competencia, quedó así dividida en dos clases
fundamentales: una, poseedora de los medios de producción, cada vez
más modernos y eficientes; la otra, desprovista de toda riqueza, poseedora solo
de su fuerza de trabajo, obligada a venderla en el mercado como una mercancía
más para poder subsistir.
Rotas las trabas del feudalismo, las fuerzas productivas se
desarrollaron extraordinariamente. Surgieron las grandes fábricas
donde se acumulaba un número cada vez mayor de obreros.
Las fábricas más modernas y técnicamente eficientes iban desplazando del
mercado a los competidores menos eficaces. El costo de los equipos
industriales se hacía cada vez mayor; era necesario acumular cada vez sumas
superiores de capital. Una parte importante de la producción se fue
acumulando en un número menor de manos. Surgieron así las grandes
empresas capitalistas y, más adelante, las asociaciones de grandes empresas a
través de carteles, sindicatos, trusts y consorcios, según el grado y el
carácter de la asociación, controlados por los poseedores de la mayoría de las
acciones, es decir, por los más poderosos caballeros de la
industria. La libre concurrencia, característica del capitalismo en
su primera fase, dio paso a los monopolios que concertaban acuerdos entre sí y
controlaban los mercados.
¿De dónde salieron las colosales sumas de recursos que permitieron a un
puñado de monopolistas acumular miles de millones de
dólares? Sencillamente, de la explotación del trabajo
humano. Millones de hombres, obligados a trabajar por un salario de
subsistencia, produjeron con su esfuerzo los gigantescos capitales de los
monopolios. Los trabajadores acumularon las fortunas de las clases
privilegiadas, cada vez más ricas, cada vez más poderosas. A través
de las instituciones bancarias llegaron a disponer estas no solo de su propio
dinero, sino también del dinero de toda la sociedad. Así se produjo
la fusión de los bancos con la gran industria y nació el capital
financiero. ¿Qué hacer entonces con los grandes excedentes de
capital que en cantidades mayores se iba acumulando? Invadir con
ellos el mundo. Siempre en pos de la ganancia, comenzaron a
apoderarse de las riquezas naturales de todos los países económicamente débiles
y a explotar el trabajo humano de sus pobladores con salarios mucho más míseros
que los que se veían obligados a pagar a los obreros de la propia
metrópoli. Se inició así el reparto territorial y económico del
mundo. En 1914, ocho o diez países imperialistas habían sometido a
su dominio económico y político, fuera de sus fronteras, a territorios cuya extensión
ascendía a 83 700 000 kilómetros cuadrados, con una población de 970 millones
de habitantes. Sencillamente se habían repartido el mundo.
Pero como el mundo era limitado en extensión, repartido ya hasta el
último rincón del globo, vino el choque entre los distintos países monopolistas
y surgieron las pugnas por nuevos repartos, originadas en la distribución no
proporcional al poder industrial y económico que los distintos países
monopolistas, en desarrollo desigual, habían alcanzado.
Estallaron las guerras imperialistas, que costarían a la humanidad 50
millones de muertos, decenas de millones de inválidos e incalculables riquezas
materiales y culturales destruidas. Aún no había sucedido esto
cuando ya Marx escribió que “el capital
recién nacido rezumaba sangre y fango por todos los poros, desde los pies a la
cabeza”.
El sistema capitalista de producción, una vez que hubo dado de sí todo
lo que era capaz, se convirtió en un abismal obstáculo al progreso de la
humanidad. Pero la burguesía, desde su origen, llevaba en sí misma
su contrario. En su seno se desarrollaron gigantescos instrumentos
productivos, pero a su vez se desarrolló una nueva y vigorosa fuerza
social: el proletariado, llamado a cambiar el sistema social ya
viejo y caduco del capitalismo por una forma económico-social superior y acorde
con las posibilidades históricas de la sociedad humana, convirtiendo en
propiedad de toda la sociedad esos gigantescos medios de producción que los
pueblos, y nada más que los pueblos con su trabajo, habían creado y
acumulado. A tal grado de desarrollo de las fuerzas productivas,
resultaba absolutamente caduco y anacrónico un régimen que postulaba la
posesión privada y, con ello, la subordinación de la economía de millones y
millones de seres humanos a los dictados de una exigua minoría social.
Los intereses de la humanidad reclamaban el cese de la anarquía en la
producción, el derroche, las crisis económicas y las guerras de rapiña propias
del sistema capitalista. Las crecientes necesidades del género
humano y la posibilidad de satisfacerlas, exigían el desarrollo planificado de
la economía y la utilización racional de sus medios de producción y recursos
naturales.
Era inevitable que el imperialismo y el colonialismo entraran en
profunda e insalvable crisis. La crisis general se inició a raíz de
la Primera Guerra Mundial, con la revolución de los obreros y campesinos que
derrocó al imperio zarista de Rusia e implantó, en dificilísimas condiciones de
cerco y agresión capitalistas, el primer Estado socialista del mundo, iniciando
una nueva era en la historia de la humanidad. Desde entonces hasta
nuestros días, la crisis y la descomposición del sistema imperialista se han
acentuado incesantemente.
La Segunda Guerra Mundial desatada por las potencias imperialistas, y
que arrastró a la Unión Soviética y a otros pueblos de Europa y de Asia,
criminalmente invadidos, a una sangrienta lucha de liberación, culminó en la
derrota del fascismo, la formación del campo mundial del socialismo, y la lucha
de los pueblos coloniales y dependientes por su soberanía. Entre 1945 y
1957, más de 1 200 millones de seres humanos conquistaron su independencia en
Asia y en África. La sangre vertida por los pueblos no fue en vano.
El movimiento de los pueblos dependientes y colonializados es un
fenómeno de carácter universal que agita al mundo y marca la crisis final del
imperialismo.
Cuba y América Latina forman parte del mundo. Nuestros
problemas forman parte de los problemas que se engendran de la crisis general
del imperialismo y la lucha de los pueblos subyugados; el choque entre el mundo
que nace y el mundo que muere. La odiosa y brutal campaña desatada
contra nuestra patria expresa el esfuerzo desesperado como inútil que los
imperialistas hacen para evitar la liberación de los pueblos.
Cuba duele de manera especial a los imperialistas. ¿Qué es lo
que esconde tras el odio yanqui a la Revolución Cubana? ¿Qué explica
racionalmente la conjura que reúne en el mismo propósito agresivo a la potencia
imperialista más rica y poderosa del mundo contemporáneo y a las oligarquías de
todo un continente, que juntos suponen representar una población de 350
millones de seres humanos, contra un pequeño pueblo de solo 7 millones de
habitantes, económicamente subdesarrollado, sin recursos financieros ni
militares para amenazar ni la seguridad ni la economía de ningún
país? Los une y los concita el miedo. Lo explica el
miedo. No el miedo a la Revolución Cubana; el miedo a la revolución
latinoamericana. No el miedo a los obreros, campesinos, estudiantes,
intelectuales y sectores progresistas de las capas medias que han tomado
revolucionariamente el poder en Cuba, sino el miedo a que los obreros,
campesinos, estudiantes, intelectuales y sectores progresistas de las capas
medias tomen revolucionariamente el poder en los pueblos oprimidos, hambrientos
y explotados por los monopolios yanki y la oligarquía reaccionaria de América;
el miedo a que los pueblos saqueados del continente arrebaten las armas a sus
opresoras y se declaren, como Cuba, pueblos libres de América.
Aplastando la Revolución Cubana, creen disipar el miedo que los
atormenta, el fantasma de la revolución que los amenaza. Liquidando
a la Revolución Cubana, creen liquidar el espíritu revolucionario de los
pueblos. Pretenden, en su delirio, que Cuba es exportadora de
revoluciones. En sus mentes de negociantes y usureros insomnes cabe
la idea de que las revoluciones se pueden comprar o vender, alquilar, prestar,
exportar o importar como una mercancía más. Ignorantes de las leyes
objetivas que rigen el desarrollo de las sociedades humanas, creen que sus
regímenes monopolistas, capitalistas y semifeudales son
eternos. Educados en su propia ideología reaccionaria, mezcla de
superstición, ignorancia, subjetivismo, pragmatismo, y otras aberraciones del
pensamiento, tienen una imagen del mundo y de la marcha de la historia
acomodada a sus intereses de clases explotadoras. Suponen que las
revoluciones nacen o mueren en el cerebro de los individuos o por efecto de las
leyes divinas y que, además, los dioses están de su parte. Siempre
han creído lo mismo, desde los devotos paganos patricios en la Roma esclavista,
que lanzaban a los cristianos primitivos a los leones del circo, y los
inquisidores en la Edad Media que, como guardianes del feudalismo y la
monarquía absoluta, inmolaban en la hoguera a los primeros representantes del
pensamiento liberal de la naciente burguesía, hasta los obispos que hoy, en
defensa del régimen burgués y monopolista, anatematizan las revoluciones
proletarias. Todas las clases reaccionarias en todas las épocas
históricas, cuando el antagonismo entre explotadores y explotados llega a su
máxima tensión, presagiando el advenimiento de un nuevo régimen social, han
acudido a las peores armas de la represión y la calumnia contra sus
adversarios. Acusados de incendiar a Roma y de sacrificar niños en sus
altares, los cristianos primitivos fueron llevados al
martirio. Acusados de herejes fueron llevados por los inquisidores a
la hoguera filósofos como Giordano Bruno, reformadores como Huss y miles de
inconformes más con el orden feudal. Sobre los luchadores
proletarios se enseña hoy la persecución y el crimen, precedidos de las peores
calumnias en la prensa monopolista y burguesa. Siempre, en cada época
histórica, las clases dominantes han asesinado invocando la defensa de la
sociedad, del orden, de la patria: “su
sociedad” de minorías privilegiadas sobre mayorías explotadas, “su orden clasista” que mantienen a
sangre y fuego sobre los desposeídos, “la
patria” que disfrutan ellos solos, privando de ese disfrute al resto del
pueblo, para reprimir a los revolucionarios que aspiran a una sociedad nueva,
un orden justo, una patria verdadera para todos.
Pero el desarrollo de la historia, la marcha ascendente de la humanidad,
no se detiene ni puede detenerse. Las fuerzas que impulsan a los
pueblos —que son los verdaderos constructores de la historia—, determinadas por
las condiciones materiales de su existencia y la aspiración a metas superiores
de bienestar y libertad, que surgen cuando el progreso del hombre en el campo
de la ciencia, de la técnica y de la cultura lo hacen posible, son superiores a
la voluntad y al terror que desatan las oligarquías dominantes.
Las condiciones subjetivas de cada país —es decir, el factor conciencia,
organización, dirección— pueden acelerar o retrasar la revolución según su
mayor o menor grado de desarrollo; pero tarde o temprano, en cada época
histórica, cuando las condiciones objetivas maduran, la conciencia se adquiere,
la organización se logra, la dirección surge y la revolución se produce.
Que esta tenga lugar por cauces pacíficos o nazca al mundo después de un
parto doloroso, no depende de los revolucionarios; depende de las fuerzas
reaccionarias de la vieja sociedad, que se resisten a dejar nacer la sociedad
nueva que es engendrada por las contradicciones que lleva en su seno la vieja
sociedad. La revolución es en la historia como el médico que asiste
el nacimiento de una nueva vida. No usa sin necesidad los aparatos
de fuerza, pero los usa sin vacilaciones cada vez que sea necesario
para ayudar al parto; parto que trae a las masas esclavizadas y explotadas la
esperanza de una vida mejor.
En muchos países de América Latina la revolución es hoy
inevitable. Ese hecho no lo determina la voluntad de nadie; está
determinado por las espantosas condiciones de explotación en que vive el hombre
americano, el desarrollo de la conciencia revolucionaria de las masas, la
crisis mundial del imperialismo y el movimiento universal de lucha de los
pueblos subyugados.
La inquietud que hoy se registra es síntoma inequívoco de
rebelión. Se agitan las entrañas de un continente que ha sido
testigo de cuatro siglos de explotación esclava, semiesclava y feudal del
hombre, desde sus moradores aborígenes y los esclavos traídos de África, hasta
los núcleos nacionales que surgieron después; blancos, negros, mulatos,
mestizos e indios a los que hoy hermanan el desprecio, la humillación y el yugo
yanqui, como hermana la esperanza de un mañana mejor.
Los pueblos de América se liberaron del coloniaje español a principios
del siglo pasado, pero no se liberaron de la explotación. Los
terratenientes feudales asumieron la autoridad de los gobernantes
españoles, los indios continuaron en penosa servidumbre, el hombre latinoamericano
en una u otra forma siguió esclavo y las mínimas esperanzas de los pueblos
sucumbieron bajo el poder de las oligarquías y la coyunda del capital
extranjero. Esta ha sido la verdad de América, con uno u otro matiz,
con alguna que otra vertiente. Hoy América Latina yace bajo un
imperialismo mucho más feroz, más poderoso y más despiadado que el imperio
colonial español.
Y ante la realidad objetiva e históricamente inexorable de la revolución
latinoamericana, ¿cuál es la actitud del imperialismo yanqui? Disponerse
a librar una guerra colonial con los pueblos de América Latina; crear el
aparato de fuerza, los pretextos políticos y los instrumentos seudolegales
suscritos con los representantes de las oligarquías reaccionarias para reprimir
a sangre y fuego la lucha de los pueblos latinoamericanos.
La intervención del gobierno de Estados Unidos en la política interna de
los países de América Latina ha ido siendo cada vez más abierta y
desenfrenada.
La Junta Interamericana de Defensa, por ejemplo, ha sido y es el nido
donde se incuban los oficiales más reaccionarios y proyanquis de los ejércitos
latinoamericanos, utilizados después como instrumentos golpistas al servicio de
los monopolios.
Las misiones militares norteamericanas en América Latina
constituyen un aparato de espionaje permanente en cada nación, vinculado
estrechamente a la Agencia Central de Inteligencia, inculcando a los oficiales
los sentimientos más reaccionarios y tratando de convertir los ejércitos en
instrumentos de sus intereses políticos y económicos.
Actualmente, en la zona del Canal de Panamá, el alto mando
norteamericano ha organizado cursos especiales de entrenamiento para oficiales
latinoamericanos, de lucha contra guerrillas revolucionarias,
dirigidos a reprimir la acción armada de las masas campesinas contra la
explotación feudal a que están sometidas.
En los propios Estados Unidos la Agencia Central de Inteligencia ha
organizado escuelas especiales para entrenar agentes latinoamericanos en las
más sutiles formas de asesinato, y es política acordada por los servicios
militares yanquis la liquidación física de los dirigentes antimperialistas.
Es notorio que las embajadas yanquis en distintos países de
América Latina están organizando, instruyendo y equipando bandas fascistas
para sembrar el terror y agredir las organizaciones obreras, estudiantiles e
intelectuales. Esas bandas, donde reclutan a los hijos de la
oligarquía, a lumpen y gente de la peor calaña moral, han perpetrado ya una
serie de actos agresivos contra los movimientos de las masas.
Nada más evidente e inequívoco de los propósitos del imperialismo que su
conducta en los recientes sucesos de Santo Domingo. Sin ningún tipo
de justificación, sin mediar siquiera relaciones diplomáticas con esa
república, Estados Unidos, después de situar sus barcos de guerra frente a la
capital dominicana, declararon, con su habitual insolencia, que si el gobierno
de Balaguer solicitaba ayuda militar, desembarcarían sus tropas en Santo
Domingo contra la insurgencia del pueblo dominicano. Que el poder de
Balaguer fuera absolutamente espurio, que cada pueblo soberano de América deba
tener derecho a resolver sus problemas internos sin intervención extranjera,
que existan normas internacionales y una opinión mundial, que incluso existiera
una OEA, no contaba para nada en las consideraciones de Estados
Unidos. Lo que sí contaban eran sus designios de impedir la
revolución dominicana, la reimplantación de los odiosos desembarcos de su
infantería de marina; sin más base ni requisito para fundamentar ese nuevo
concepto filibustero del derecho, que la simple solicitud de un gobernante
tiránico, ilegítimo y en crisis. Lo que esto significa no debe
escapar a los pueblos. En América Latina hay sobrados gobernantes de
ese tipo, dispuestos a utilizar las tropas yanquis contra sus respectivos
pueblos cuando se vean en crisis.
Esta política declarada del imperialismo norteamericano, de enviar
soldados a combatir el movimiento revolucionario en cualquier país de América
Latina, es decir, a matar obreros, estudiantes, campesinos, a hombres y mujeres
latinoamericanos, no tiene otro objetivo que el de seguir manteniendo sus
intereses monopolistas y los privilegios de la oligarquía traidora que los
apoya.
Ahora se puede ver con toda claridad que los pactos militares suscritos
por el gobierno de Estados Unidos con gobiernos latinoamericanos —pactos
secretos muchas veces y siempre a espaldas de los pueblos— invocando
hipotéticos peligros exteriores que nadie vio nunca por ninguna parte, tenían
el único y exclusivo objetivo de prevenir la lucha de los pueblos; eran pactos
contra los pueblos, contra el único peligro: el peligro interior del
movimiento de liberación que pusiera en riesgo los intereses
yankis. No sin razón los pueblos se preguntaban: ¿Por qué
tantos convenios militares? ¿Para qué los envíos de armas que, si
técnicamente son inadecuadas para una guerra moderna, son en cambio eficaces
para aplastar huelgas, reprimir manifestaciones populares y ensangrentar el
país? ¿Para qué las misiones militares,
el Pacto de Río de Janeiro y las mil y una conferencias internacionales?
Desde que culminó la Segunda Guerra Mundial, las naciones de América
Latina se han ido depauperando cada vez más; sus exportaciones tienen cada vez
menos valor; sus importaciones precios más altos; el ingreso per cápita
disminuye; los pavorosos porcentajes de mortalidad infantil no decrecen; el
número de analfabetos es superior; los pueblos carecen de trabajo, de tierras,
de viviendas adecuadas, de escuelas, de hospitales, de vías de comunicación y
de medios de vida. En cambio, las inversiones norteamericanas
sobrepasan los 10 000 millones de dólares. América Latina es,
además, abastecedora de materias primas baratas y compradora de artículos
elaborados caros. Como los primeros conquistadores españoles, que
cambiaban a los indios espejos y baratijas por oro y plata, así comercia con
América Latina Estados Unidos. Conservar ese torrente de riqueza,
apoderarse cada vez más de los recursos de América y explotar a sus pueblos
sufridos: he ahí lo que se ocultaba tras los pactos militares,
las misiones castrenses y los cabildeos diplomáticos de Washington.
Esta política de paulatino estrangulamiento de la soberanía de las
naciones latinoamericanas, y de manos libres para intervenir en sus asuntos internos,
tuvo su punto culminante en la última reunión de cancilleres. En
Punta del Este el imperialismo yanqui reunió a los cancilleres, para
arrancarles mediante presión política y chantaje económico sin precedentes, con
la complicidad de un grupo de los más desprestigiados gobernantes de este
continente, la renuncia a la soberanía nacional de nuestros pueblos y la
consagración del odiado derecho de intervención yanqui en los asuntos internos
de América; el sometimiento de los pueblos a la voluntad omnímoda de Estados
Unidos de Norteamérica, contra la cual lucharon todos los próceres, desde
Bolívar hasta Sandino. Y no se ocultaron ni el gobierno de Estados
Unidos, ni los representantes de las oligarquías explotadoras, ni la gran
prensa reaccionaria vendida a los monopolios y a los señores feudales, para
demandar abiertamente acuerdos que equivalen a la supresión formal del derecho
de autodeterminación de nuestros pueblos, borrarlo de un plumazo, en la conjura
más infame que recuerda la historia de este continente.
A puertas cerradas, entre conciliábulos repugnantes donde el ministro yanqui
de colonias dedicó días enteros a vencer la resistencia y los escrúpulos de
algunos cancilleres, poniendo en juego los millones de la tesorería yanqui en
una indisimulada compraventa de votos, un puñado de representantes de las
oligarquías de países que en conjunto apenas suman un tercio de la población
del continente, impuso acuerdos que sirven en bandeja de plata al amo yanqui la
cabeza de un principio que costó toda la sangre de nuestros pueblos desde las
guerras de independencia. El carácter pírrico de tan tristes y
fraudulentos logros del imperialismo, de su fracaso moral, la unanimidad rota y
el escándalo universal, no disminuyen la gravedad que entraña para los pueblos
de América Latina los acuerdos que impusieron a ese precio. En aquel
cónclave inmoral, la voz titánica de Cuba se elevó sin debilidad ni miedo para
acusar ante todos los pueblos de América y del mundo el monstruoso atentado, y
defender virilmente, y con dignidad que constará en los anales de la historia,
no solo el derecho de Cuba, sino el derecho desamparado de todas las naciones
hermanas del continente americano. La palabra de Cuba no podía tener
eco en aquella mayoría amaestrada, pero tampoco podía tener respuesta; solo
cabía el silencio impotente ante sus demoledores argumentos, ante la diafanidad
y valentía de sus palabras. Pero Cuba no habló para los cancilleres,
Cuba habló para los pueblos y para la historia, donde sus palabras tendrán eco
y respuestas.
En Punta del Este se libró una gran batalla ideológica entre la
Revolución Cubana y el imperialismo yanqui. ¿Qué representaba allí, por quién
habló cada uno de ellos? Cuba representó los pueblos; Estados Unidos
representó los monopolios. Cuba habló por las masas explotadas
de América; Estados Unidos por los intereses oligárquicos explotadores e
imperialistas. Cuba por la soberanía; Estados Unidos por la
intervención. Cuba por la nacionalización de las empresas extranjeras;
Estados Unidos por nuevas inversiones de capital foráneo. Cuba por
la cultura; Estados Unidos por la ignorancia. Cuba por la reforma
agraria; Estados Unidos por el latifundio. Cuba por la
industrialización de América; Estados Unidos por el subdesarrollo. Cuba
por el trabajo creador; Estados Unidos por el sabotaje y el terror
contrarrevolucionario que practican sus agentes, la destrucción de cañaverales
y fábricas, los bombardeos de sus aviones piratas contra el trabajo de un
pueblo pacífico. Cuba por los alfabetizadores asesinados; Estados
Unidos por los asesinos. Cuba por el pan; Estados Unidos por el
hambre. Cuba por la igualdad; Estados Unidos por el privilegio, la
discriminación. Cuba por la verdad; Estados Unidos por la
mentira. Cuba por la liberación; Estados Unidos por la
opresión. Cuba por el porvenir luminoso de la humanidad; Estados
Unidos por el pasado sin esperanza. Cuba por los héroes que cayeron
en Girón para salvar la patria del dominio extranjero; Estados Unidos por los
mercenarios y traidores que sirven al extranjero contra su patria. Cuba
por la paz entre los pueblos; Estados Unidos por la agresión y la
guerra. Cuba por el socialismo; Estados Unidos por el capitalismo.
Los acuerdos obtenidos por Estados Unidos con métodos tan bochornosos
que el mundo entero critica, no restan sino que acrecientan la moral y la razón
de Cuba; demuestran el entreguismo y la traición de las oligarquías a los
intereses nacionales y enseñan a los pueblos el camino de la liberación;
revelan la podredumbre de las clases explotadoras, en cuyo nombre hablaron sus
representantes en Punta del Este. La OEA quedó desenmascarada como
lo que es; un ministerio de colonias yanquis, una alianza militar, un aparato
de represión contra el movimiento de liberación de los pueblos
latinoamericanos.
Cuba ha vivido tres años de Revolución bajo incesante hostigamiento de
intervención yanki en nuestros asuntos internos. Aviones piratas,
procedentes de Estados Unidos, lanzando materias inflamables, han quemado
millones de arrobas de caña; actos de sabotaje internacional perpetrados por
agentes yankis, como la explosión del vapor La Coubre, han costado decenas de
vidas cubanas; miles de armas norteamericanas de todo tipo han sido lanzadas en
paracaídas por los servicios militares de Estados Unidos sobre nuestro
territorio para promover la subversión; cientos de toneladas de materiales explosivos
y máquinas infernales han sido desembarcados subrepticiamente en nuestras
costas por lanchas norteamericanas para promover el sabotaje y el terrorismo;
un obrero cubano fue torturado en la base naval de Guantánamo y privado de la
vida sin proceso previo ni explicación posterior alguna; nuestra cuota
azucarera fue suprimida abruptamente, y proclamado el embargo de piezas y
materias primas para fábricas y maquinarias de construcción norteamericana para
arruinar nuestra economía; barcos artillados y aviones de bombardeo,
procedentes de bases preparadas por el gobierno de Estados Unidos, han atacado
sorpresivamente puertos e instalaciones cubanas; tropas mercenarias,
organizadas y entrenadas en países de América Central por el propio gobierno, han
invadido en son de guerra nuestro territorio, escoltadas por barcos de la flota
yanqui y con apoyo aéreo desde bases exteriores, provocando la pérdida de
numerosas vidas y la destrucción de bienes materiales; contrarrevolucionarios
cubanos son instruidos en el ejército de Estados Unidos y nuevos planes de
agresión se realizan contra Cuba. Todo eso ha estado ocurriendo
durante tres años incesantemente, a la vista de todo el continente, y la OEA no
se entera. Los cancilleres se reúnen en Punta del Este, y no
amonestan siquiera al gobierno de Estados Unidos ni a los gobiernos que son
cómplices materiales de esas agresiones. Expulsan a Cuba, el país
latinoamericano víctima, el país agredido.
Estados Unidos tiene pactos militares con países de todos los continentes;
bloques militares con cuanto gobierno fascista, militarista y reaccionario hay
en el mundo: la OTAN, la SEATO y la CENTO, a los cuales
hay que agregar ahora la OEA; interviene en Laos, en Viet Nam, en Corea, en
Formosa, en Berlín; envía abiertamente barcos a Santo Domingo para imponer su
ley, su voluntad, y anuncia su propósito de usar sus aliados de la OTAN para
bloquear el comercio con Cuba, y la OEA no se entera. Se reúnen los
cancilleres y expulsan a Cuba, que no tiene pactos militares con ningún
país. Así, el gobierno que organiza la subversión en todo el mundo y
forja alianzas militares en cuatro continentes, hace expulsar a Cuba,
acusándola nada menos que de subversión de vinculaciones extracontinentales.
Cuba, el país latinoamericano que ha convertido en dueños de las tierras
a más de 100 000 pequeños agricultores, asegurado empleo todo el año en granjas
y cooperativas a todos los obreros agrícolas, transformado los cuarteles en
escuelas, concedido 60 000 becas a estudiantes universitarios, secundarios y
tecnológicos, creado aulas para la totalidad de la población infantil,
liquidado totalmente el analfabetismo, cuadruplicado los servicios médicos,
nacionalizado las empresas monopolistas, suprimido el abusivo sistema que
convertía la vivienda en un medio de explotación para el pueblo, eliminado
virtualmente el desempleo, suprimido la discriminación por motivo de raza o
sexo, barrido el juego, el vicio y la corrupción administrativa, armado al
pueblo, hecho realidad viva el disfrute de los derechos humanos al librar al
hombre y a la mujer de la explotación, la incultura y la desigualdad social;
que se ha liberado de todo tutelaje extranjero, adquirido plena soberanía y
establecido las bases para el desarrollo de su economía a fin de no ser más
país monoproductor y exportador de materias primas, es expulsada de la
Organización de Estados Americanos por gobiernos que no han logrado para sus
pueblos ni una sola de estas reivindicaciones. ¿Cómo podrán
justificar su conducta ante los pueblos de América y del
mundo? ¿Cómo podrán negar que en su concepto la política de tierra,
de pan, de trabajo, de salud, de libertad, de igualdad y de cultura, de desarrollo
acelerado de la economía, de dignidad nacional, de plena autodeterminación y
soberanía, es incompatible con el hemisferio?
Los pueblos piensan muy distinto. Los pueblos piensan que lo
único incompatible con el destino de América Latina es la miseria, la
explotación feudal, el analfabetismo, los salarios de hambre, el desempleo, la
política de represión contra las masas obreras, campesinas y estudiantiles, la
discriminación de la mujer, del negro, del indio, del mestizo, la opresión de
las oligarquías, el saqueo de sus riquezas por los monopolios yanquis, la asfixia moral de sus intelectuales y artistas, la ruina de sus
pequeños productores por la competencia extranjera, el subdesarrollo económico,
los pueblos sin caminos, sin hospitales, sin viviendas, sin escuelas, sin
industrias, el sometimiento al imperialismo, la renuncia a la soberanía
nacional y la traición a la patria.
¿Cómo podrán hacer entender su
conducta, la actitud condenatoria para con Cuba, los imperialistas? ¿Con qué
palabras les van a hablar y con qué sentimiento, a quienes han ignorado, aunque
sí explotado, por tan largo tiempo?
Quienes estudian los problemas de
América, suelen preguntar qué país, quiénes han enfocado con corrección la
situación de los indigentes, de los pobres, de los indios, de los negros, de la
infancia desvalida, esa inmensa infancia de 30 millones en 1950 —que será de 50
millones dentro de ocho años más. Sí, ¿quiénes, qué país?
Treinta y dos millones de indios
vertebran —tanto como la misma Cordillera de los Andes— el continente americano
entero. Claro que para quienes lo han considerado casi como una
cosa, más que como una persona, esa humanidad no cuenta, no contaba y creían
que nunca contaría. Como suponía, no obstante, una fuerza ciega de trabajo,
debía ser utilizada, como se utiliza una yunta de bueyes o un tractor.
¿Cómo podrá creerse en ningún
beneficio, en ninguna alianza para el progreso, con el imperialismo; bajo qué
juramento, si bajo su santa protección, sus matanzas, sus persecuciones aún
viven los indígenas del sur del continente, como los de la Patagonia, en
toldos, como vivían sus antepasados a la venida de los descubridores, casi
quinientos años atrás; donde los que fueron grandes razas que poblaron el norte
argentino, Paraguay y Bolivia, como los guaraníes, que han sido diezmados
ferozmente, como quien caza animales y a quienes se les han enterrado en los
interiores de las selvas; donde a esa reserva autóctona, que pudo servir de
base a una gran civilización americana —y cuya extinción se la apresura por
instantes— y a la que se le ha empujado América adentro a través de los esteros
paraguayos y los altiplanos bolivianos, tristes, rudimentarios, razas
melancólicas, embrutecidas por el alcohol y los narcóticos, a los que se acogen
para por lo menos sobrevivir en las infrahumanas condiciones (no solo de
alimentación) en que viven; donde una cadena de manos se estira —casi
inútilmente, todavía—, se viene estirando por siglos inútilmente, por sobre los
lomos de la cordillera, sus faldas, a lo largo de los grandes ríos y por entre
las sombras de los bosques, para unir sus miserias con los demás que perecen
lentamente, las tribus brasileñas y las del norte del continente y sus costas,
hasta alcanzar a los 100 000 motilones de Venezuela, en el más increíble atraso
y salvajemente confinados en las selvas amazónicas o las sierras de Perijá, a
los solitarios vapichanas que en las tierras calientes de las Guayanas
esperan su final, ya casi perdidos definitivamente para la suerte de
los humanos? Sí, a todos estos 32 millones de indios que se
extienden desde la frontera con Estados Unidos hasta los confines del
hemisferio del sur y 45 millones de mestizos, que en gran parte poco difieren
de los indios; a todos estos indígenas, a este formidable caudal de trabajo, de
derechos pisoteados, sí, ¿qué les puede ofrecer el
imperialismo? ¿Cómo podrán creer estos ignorados en ningún beneficio
que venga de tan sangrientas manos? Tribus enteras que aún viven
desnudas; otras que se las suponen antropófagas; otras que, en el primer
contacto con la civilización conquistadora, mueren como insectos; otras que se
las destierra, es decir, se las echa de sus tierras, se las empuja hasta
volcarlas en los bosques o en las montañas o en las profundidades de los llanos
en donde no llega ni el menor átomo de cultura, de luz, de pan, ni de nada.
¿En qué “alianza” —como no sea en una para su más rápida muerte— van a
creer estas razas indígenas apaleadas por siglos, muertas a tiros para ocupar
sus tierras, muertas a palos por miles, por no trabajar más rápido en sus
servicios de explotación, por el imperialismo?
¿Y al negro? ¿Qué “alianza” les puede brindar el sistema
de los linchamientos y la preterición brutal del negro de Estados Unidos, a los
quince millones de negros y catorce millones de mulatos latinoamericanos que
saben con horror y cólera que sus hermanos del norte no pueden montar en los
mismos vehículos que sus compatriotas blancos, ni asistir a las mismas
escuelas, ni siquiera morir en los mismos hospitales? ¿Cómo han de creer en este
imperialismo, en sus beneficios, en sus “alianzas”
(como no sea para lincharlos y explotarlos como esclavos) estos núcleos étnicos
preteridos; esas masas, que no han podido gozar ni medianamente de ningún
beneficio cultural, social o profesional; que aún en donde son mayorías, o
forman millones, son maltratados por los imperialistas disfrazados de
Ku-Klux-Klan; son aherrojados a las barriadas más insalubres, a las casas
colectivas menos confortables, hechas por ellos; empujados a los oficios más
innobles, a los trabajos más duros y a las profesiones menos lucrativas, que no
supongan contacto con las universidades, las altas academias o escuelas
particulares?
¿Qué Alianza para el Progreso
puede servir de estímulo a esos ciento siete millones de hombres y mujeres de
nuestra América, médula del trabajo en ciudades y campos, cuya piel
oscura —negra, mestiza, mulata, india— inspira desprecio a los
nuevos colonizadores? ¿Cómo van a confiar en la supuesta alianza los
que en Panamá han visto con mal contenida impotencia que hay un salario para el
yanqui y otro salario para el panameño, que ellos consideran raza
inferior?
¿Qué pueden esperar los obreros con sus jornales de hambre, los trabajos
más rudos, las condiciones más miserables, la desnutrición, las enfermedades y
todos los males que incuba la miseria?
¿Qué les puede decir, qué palabras, qué beneficios podrán ofrecerles los
imperialistas a los mineros del cobre, del estaño, del hierro, del carbón, que
dejan sus pulmones a beneficio de dueños lejanos e inclementes; a los padres e
hijos de los maderales, de los cauchales, de los hierbales, de las plantaciones
fruteras, de los ingenios de café y de azúcar, de los peones en las pampas y en
los llanos que amasan con su salud y con sus vidas la fortuna de los
explotadores?
¿Qué pueden esperar estas masas inmensas que producen las riquezas, que
crean los valores, que ayudan a parir un nuevo mundo en todas partes; qué
pueden esperar del imperialismo, esa boca insaciable, esa mano insaciable, sin
otro horizonte inmediato que la miseria, el desamparo más absoluto, la muerte
fría y sin historia al fin?
¿Qué puede esperar esta clase, que ha cambiado el curso de la historia
en otras partes del mundo, que ha revolucionado al mundo, que es vanguardia de
todos los humildes y explotados, qué puede esperar del imperialismo, su más
irreconciliable enemigo?
¿Qué puede ofrecer el imperialismo, qué clase de beneficio, qué suerte
de vida mejor y más justa, qué motivo, qué aliciente, qué interés para
superarse, para lograr trascender sus sencillos y primarios escalones, a
maestros, a profesores, a profesionales, a intelectuales, a los poetas y a los
artistas; a los que cuidan celosamente las generaciones de niños y jóvenes para
que el imperialismo se cebe luego en ellos; a quienes viven sueldos humillantes
en la mayoría de los países; a los que sufren las limitaciones de su expresión
política y social en casi todas partes; que no sobrepasan, en sus posibilidades
económicas, más que la simple línea de sus precarios recursos y compensaciones,
enterrados en una vida gris y sin horizontes que acaba en una jubilación que
entonces ya no cubre ni la mitad de los gastos? ¿Qué “beneficios” o “alianzas” podrá ofrecerles el imperialismo, que no sea las que
redunden en su total provecho? Si les crea fuentes de ayuda a sus
profesiones, a sus artes, a sus publicaciones, es siempre en el bien entendido
de que sus producciones deberán reflejar sus intereses, sus objetivos, sus “nadas”. Las novelas que
traten de reflejar la realidad del mundo de sus aventuras rapaces; los poemas
que quieran traducir protestas por su avasallamiento, por su injerencia en la
vida, en la mente, en las vísceras de sus países y pueblos; las artes
combativas que pretendan apresar en sus expresiones las formas y el contenido
de su agresión y constante presión sobre todo lo que vive y alienta
progresivamente; todo lo que es revolucionario, lo que enseña, lo que trata de
guiar, lleno de luz y de conciencia, de claridad y de belleza, a los hombres y
a los pueblos a mejores destinos, hacia más altas cumbres del pensamiento, de
la vida y de la justicia, encuentra la reprobación más encarnizada del
imperialismo; encuentra la valla, la condena, la persecución macartista. Sus
prensas se les cierran; su nombre es borrado de las columnas y se le aplica la
losa del silencio más atroz, que es, entonces —una contradicción más del
imperialismo—, cuando el escritor, el poeta, el pintor, el escultor, el creador
en cualquier material, el científico, empiezan a vivir de verdad, a vivir en la
lengua del pueblo, en el corazón de millones de hombres del
mundo. El imperialismo todo lo trastrueca, lo deforma, lo canaliza
por sus vertientes, para su provecho, hacia la multiplicación de su dólar,
comprando palabras, o cuadros, o mudez, o transformando en silencio la
expresión de los revolucionarios, de los hombres progresistas, de los que
luchan por el pueblo y sus problemas.
No podíamos olvidar en este triste cuadro la infancia desvalida,
desatendida; la infancia sin porvenir de América.
América, que es un continente de natalidad elevada, tiene también una
mortalidad elevada. La mortalidad de niños de menos de un año en 11
países ascendía hace pocos años a 125 por 1 000, y en otros 17, a 90 niños.
En 102 países del mundo, en cambio, esa tasa alcanza a 51. En
América, pues, se mueren tristemente, desatendidamente, 74 niños de cada 1 000
en el primer año de su nacimiento. Hay países latinoamericanos en
los que esa tasa alcanza, en algunos lugares, a 300 por 1 000; miles y miles de
niños hasta los siete años mueren en América de enfermedades
increíbles: diarreas, pulmonías, desnutrición, hambre; miles y miles
de otras enfermedades sin atención en los hospitales, sin medicinas; miles y
miles ambulan, heridos de cretinismo endémico, paludismo, tracoma y otros males
producidos por las contaminaciones, la falta de agua y otras necesidades.
Males de esta naturaleza son una cadena en los países americanos en
donde agonizan millares y millares de niños, hijos de parias, hijos de pobres y
de pequeñoburgueses con vida dura y precarios medios. Los datos, que
serán redundantes, son de escalofrío. Cualquier publicación oficial
de los organismos internacionales los reúne por cientos.
En los aspectos educacionales, indigna pensar el nivel de incultura que
padece esta América. Mientras que Estados Unidos logra un nivel de
ocho y nueve años de escolaridad en la población de 19 años de edad en
adelante, América Latina, saqueada y esquilmada por ellos, tiene menos de un
año escolar aprobado como nivel, en esas mismas edades. E indigna
más aún cuando sabemos que de los niños entre 5 y 14 años solamente están
matriculados en algunos países un 20%, y en los de más alto nivel el
60%. Es decir que más de la mitad de la infancia de América Latina
no concurre a la escuela. Pero el dolor sigue creciendo cuando
comprobamos que la matrícula de los tres primeros grados comprenden más del 80%
de los matriculados; y que en el grado 6to, la matrícula fluctúa apenas entre 6
y 22 alumnos de cada 100 que comenzaron en el 1ro. Hasta
en los países que creen haber atendido a su infancia, ese porcentaje de pérdida
escolar entre el 1ro y el 6to grados es del 73% como promedio. En
Cuba, antes de la Revolución, era del 74%. En la Colombia de la “democracia representativa” es del
78%. Y si se fija la vista en el campo solo el 1% de los niños
llega, en el mejor de los casos, al quinto grado de enseñanza.
Cuando se investiga este desastre de ausentismo escolar, una causa es la
que lo explica: la economía de miseria, falta de escuelas,
falta de maestros, falta de recursos familiares, trabajo
infantil. En definitiva, el imperialismo y su obra de opresión y
retraso.
El resumen de esta pesadilla que ha vivido América, de un extremo a
otro, es que en este continente de casi 200 millones de seres humanos, formado
en sus dos terceras partes por los indios, los mestizos y los negros, por los “discriminados”, en este continente de
semicolonias, mueren de hambre, de enfermedades curables o vejez prematura,
alrededor de cuatro personas por minuto, de 5 500 al día, de 2 millones por
año, de 10 millones cada cinco años. Esas muertes podrían ser
evitadas fácilmente, pero, sin embargo, se producen. Las dos
terceras partes de la población latinoamericana vive poco y vive bajo
la permanente amenaza de muerte. Holocausto de vidas que en 15 años
ha ocasionado dos veces más muertes que la guerra de 1914, y
continúa. Mientras tanto, de América Latina fluye hacia Estados
Unidos un torrente continuo de dinero: unos 4 000 dólares por
minuto, 5 millones por día, 2 000 millones por año, 10 000 millones cada cinco
años. Por cada 1 000 dólares que se nos van, nos queda un
muerto. ¡Mil dólares por muerto: ese es el precio de
lo que se llama imperialismo! ¡Mil dólares por muerto, cuatro veces
por minuto!
Mas, a pesar de esta realidad americana, ¿para qué se reunieron en Punta
del Este? ¿Acaso para llevar una sola gota de alivio a estos males?
¡No!
Los pueblos saben que en Punta del Este, los cancilleres que expulsaron
a Cuba se reunieron para renunciar a la soberanía nacional; que allí el
gobierno de Estados Unidos fue a sentar las bases no solo para la agresión a
Cuba, sino para intervenir en cualquier país de América contra el movimiento
liberador de los pueblos; que Estados Unidos prepara a la América Latina un
drama sangriento; que las oligarquías explotadoras, lo mismo que ahora
renuncian al principio de la soberanía, no vacilarán en solicitar la
intervención de las tropas yanquis contra sus propios pueblos, y que con ese
fin la delegación norteamericana propuso un comité de vigilancia contra la
subversión en la Junta Interamericana de Defensa, con facultades ejecutivas, y
la adopción de medidas colectivas. Subversión para los imperialistas yanquis es
la lucha de los pueblos hambrientos por el pan, la lucha de los pueblos contra
la explotación imperialista. Comité de vigilancia en la Junta
Interamericana de Defensa con facultades ejecutivas, significa fuerza de
represión continental contra los pueblos a las órdenes del Pentágono. Medidas
colectivas significan desembarcos de infantes de marina yanquis en cualquier
país de América.
Frente a la acusación de que Cuba quiere exportar su revolución,
respondemos: las revoluciones no se exportan, las hacen los
pueblos. Lo que Cuba puede dar a los pueblos, y ha dado ya, es su
ejemplo.
¿Y qué enseña la Revolución Cubana? Que la revolución es
posible, que los pueblos pueden hacerla, que en el mundo contemporáneo no hay
fuerzas capaces de impedir el movimiento de liberación de los pueblos.
Nuestro triunfo no habría sido jamás factible si la revolución misma no
hubiese estado inexorablemente destinada a surgir de las condiciones existentes
en nuestra realidad económico-social, realidad que existe en grado mayor aún en
un buen número de países de América Latina.
Ocurre inevitablemente que en las naciones donde es más fuerte el
control de los monopolios yanquis, más despiadada la explotación de la
oligarquía y más insoportable la situación de las masas obreras y campesinas,
el poder político se muestra más férreo, los estados de sitio se vuelven
habituales, se reprime por la fuerza toda manifestación de descontento de las
masas, y el cauce democrático se cierra por completo, revelándose con más
evidencia que nunca el carácter de brutal dictadura que asume el poder de las
clases dominantes. Es entonces cuando se hace inevitable el
estallido revolucionario de los pueblos.
Y si bien es cierto que en los países subdesarrollados de América la
clase obrera es en general relativamente pequeña, hay una clase social que, por
las condiciones subhumanas en que vive, constituye una fuerza potencial que,
dirigida por los obreros y los intelectuales revolucionarios, tiene una
importancia decisiva en la lucha por la liberación nacional: los
campesinos.
En nuestros países se juntan las circunstancias de una industria
subdesarrollada con un régimen agrario de carácter feudal. Es por
eso que con todo lo dura que son las condiciones de vida de los obreros
urbanos, la población rural vive aún en más horribles condiciones de opresión y
explotación; pero es también, salvo excepciones, el sector absolutamente
mayoritario en proporciones que a veces sobrepasa el 70% de las poblaciones
latinoamericanas.
Descontando los terratenientes, que muchas veces residen en las
ciudades, el resto de esa gran masa libra su sustento trabajando como peones en
las haciendas por salarios misérrimos, o labran la tierra en condiciones de
explotación que nada tienen que envidiar a la Edad Media. Estas
circunstancias son las que determinan que en América Latina la población pobre
del campo constituya una tremenda fuerza revolucionaria potencial.
Los ejércitos, estructurados y equipados para la guerra convencional,
que son la fuerza en que se sustenta el poder de las clases explotadoras,
cuando tiene que enfrentarse a la lucha irregular de los campesinos en el
escenario natural de estos, resultan absolutamente impotentes; pierden 10
hombres por cada combatiente revolucionario que cae, y la desmoralización cunde
rápidamente en ellos al tener que enfrentarse a un enemigo visible e invencible
que no lo le ofrece ocasión de lucir sus tácticas de academia y sus fanfarrias
de guerra, de las que tanto alarde hacen para reprimir a los obreros y a los
estudiantes en las ciudades.
La lucha inicial de reducidos núcleos combatientes, se nutre
incesantemente de nuevas fuerzas, el movimiento de masas comienza a desatarse,
el viejo orden se resquebraja poco a poco en 1 000 pedazos, y es entonces el
momento en que la clase obrera y las masas urbanas deciden la batalla.
¿Qué es lo que desde el comienzo mismo de la lucha de esos primeros
núcleos los hace invencibles, independientemente del número, el poder y los
recursos de sus enemigos? El apoyo del pueblo. Y con ese
apoyo de las masas contarán en grado cada vez mayor.
Pero el campesinado es una clase que, por el estado de incultura en que
lo mantienen y el aislamiento en que vive, necesita la dirección revolucionaria
y política de la clase obrera y los intelectuales revolucionarios, sin la cual
no podría por sí sola lanzarse a la lucha y conquistar la victoria.
En las actuales condiciones históricas de América Latina, la burguesía
nacional no puede encabezar la lucha antifeudal y
antiimperialista. La experiencia demuestra que, en nuestras
naciones, esa clase, aun cuando sus intereses son contradictorios con los del
imperialismo yanqui, ha sido incapaz de enfrentarse a este, paralizada por el
miedo a la revolución social y asustada por el clamor de las masas
explotadas. Situadas ante el dilema imperialismo o revolución, solo
sus capas más progresistas estarán con el pueblo.
La actual correlación mundial de fuerzas, y el movimiento universal de
liberación de los pueblos coloniales y dependientes, señalan a la clase obrera
y a los intelectuales revolucionarios de América Latina su verdadero papel, que
es el de situarse resueltamente a la vanguardia de la lucha contra el imperialismo
y el feudalismo.
El imperialismo, utilizando los grandes monopolios cinematográficos, sus
agencias cablegráficas, sus revistas, libros y periódicos reaccionarios, acude
a las mentiras más sutiles para sembrar el divisionismo, e inculcar entre la
gente más ignorante el miedo y la superstición a las ideas revolucionarias, que
solo a los intereses de los poderosos explotadores y a sus seculares
privilegios pueden y deben asustar.
El divisionismo —producto de toda clase de prejuicios, ideas falsas
y mentiras—, el sectarismo, el dogmatismo, la falta de amplitud para
analizar el papel que corresponde a cada capa social, a sus partidos,
organizaciones y dirigentes, dificultan la unidad de acción imprescindible
entre las fuerzas democráticas y progresistas de nuestros
pueblos. Son vicios de crecimiento, enfermedades de la infancia del
movimiento revolucionario que deben quedar atrás. En la lucha
antiimperialista y antifeudal es posible vertebrar la inmensa mayoría del
pueblo tras metas de liberación que unan el esfuerzo de la clase obrera, los
campesinos, los trabajadores intelectuales, la pequeña burguesía y las capas
más progresistas de la burguesía nacional. Estos sectores comprenden
la inmensa mayoría de la población, y aglutinan grandes fuerzas sociales
capaces de barrer el dominio imperialista y la reacción feudal. En
ese amplio movimiento pueden y deben luchar juntos, por el bien de sus
naciones, por el bien de sus pueblos y por el bien de América, desde el viejo
militante marxista, hasta el católico sincero que no tenga nada que ver con los
monopolios yanquis y los señores feudales de la tierra.
Ese movimiento podría arrastrar consigo a los elementos progresistas de
las fuerzas armadas, humillados también por las misiones militares yanquis, la
traición a los intereses nacionales de las oligarquías feudales y la inmolación
de la soberanía nacional a los dictados de Washington.
Allí donde están cerrados los caminos de los pueblos, donde la represión
de los obreros y campesinos es feroz, donde es más fuerte el dominio de los
monopolios yanquis, lo primero y más importantes es comprender que no es justo
ni es correcto entretener a los pueblos con la vana y acomodaticia ilusión de
arrancar, por vías legales que no existen ni existirán, a las clases
dominantes, atrincheradas en todas las posiciones del Estado, monopolizadoras
de la instrucción, dueñas de todos los vehículos de divulgación y poseedoras de
infinitos recursos financieros, un poder que los monopolios y las oligarquías
defenderán a sangre y fuego con la fuerza de sus policías y de sus ejércitos.
El deber de todo revolucionario es hacer la revolución.
Se sabe que en América y en el mundo la revolución vencerá, pero no es
de revolucionarios sentarse en la puerta de su casa para ver pasar el cadáver
del imperialismo. El papel de Job no cuadra con el de un revolucionario. Cada
año que se acelere la liberación de América, significará millones de niños que
se salven para la vida, millones de inteligencias que se salven para la
cultura, infinitos caudales de dolor que se ahorrarían los pueblos. Aun
cuando los imperialistas yanquis preparen para América un drama de sangre, no
lograrán aplastar la lucha de los pueblos, concitarán contra ellos el odio
universal, y será también el drama que marque el ocaso de su voraz y
cavernícola sistema.
Ningún pueblo de América Latina es débil, porque forma parte de una
familia de 200 millones de hermanos que padecen las mismas miserias, albergan
los mismos sentimientos, tienen el mismo enemigo, sueñan todos un mismo
mejor destino, y cuentan con la solidaridad de todos los hombres y mujeres honrados
del mundo entero.
Con lo grande que fue la epopeya de la independencia de América Latina,
con lo heroica que fue aquella lucha, a la generación de latinoamericanos de
hoy les ha tocado una epopeya mayor y más decisiva todavía para la
humanidad. Porque aquella lucha fue para librarse del poder colonial
español, de una España decadente, invadida por los ejércitos de
Napoleón. Hoy les toca la lucha de liberación frente a la metrópoli
imperial más poderosa del mundo, frente a la fuerza más importante del sistema
imperialista mundial, y para prestarle a la humanidad un servicio todavía más
grande del que le prestaron nuestros antepasados.
Pero esta lucha, más que aquella, la harán las masas, la harán los
pueblos; los pueblos van a jugar un papel mucho más importante que entonces;
los hombres, los dirigentes, importan e importarán en esta lucha menos de lo
que importaron en aquella.
Esta epopeya que tenemos delante la van a escribir las masas
hambrientas de indios, de campesinos sin tierra, de obreros explotados; la van
a escribir las masas progresistas, los intelectuales honestos y brillantes que
tanto abundan en nuestras sufridas tierras de América Latina. Lucha de masas y
de ideas; epopeya que llevarán adelante nuestros pueblos maltratados y
despreciados por el imperialismo, nuestros pueblos desconocidos hasta hoy, que
ya empiezan a quitarle el sueño. Nos consideraba rebaño impotente y
sumiso, y ya se empieza a asustar de ese rebaño; rebaño gigante de 200 millones
de latinoamericanos en los que advierte ya a sus sepultureros el capital
monopolista yanqui.
Con esta humanidad trabajadora, con estos explotados infrahumanos,
paupérrimos, manejados por los métodos de fuete y mayoral, no se ha contado o
se ha contado poco. Desde los albores de la independencia sus
destinos han sido los mismos: indios, gauchos, mestizos, zambos,
cuarterones, blancos sin bienes ni rentas, toda esa masa humana que se formó en
las filas de la “patria” que nunca
disfrutó, que cayó por millones, que fue despedazada, que ganó la independencia
de su metrópoli para la burguesía; esa, que fue desterrada de los repartos,
siguió ocupando el último escalafón de los beneficios sociales, siguió muriendo
de hambre, de enfermedades curables, de desatención, porque para ella nunca
alcanzaron los bienes salvadores: el simple pan, la cama de un
hospital, la medicina que salva, la mano que ayuda.
Pero la hora de su reivindicación, la hora que ella misma se ha elegido,
la vienen señalando con precisión ahora también de un extremo a otro del
continente. Ahora, esta masa anónima, esta América de color,
sombría, taciturna, que canta en todo el continente con una misma tristeza y
desengaño, ahora esta masa es la que empieza a entrar definitivamente en su
propia historia, la empieza a escribir con su sangre, la empieza a sufrir y a
morir. Porque ahora, por los campos y las montañas de América, por
las faldas de sus sierras, por sus llanuras y sus selvas, entre la soledad, o
en el tráfico de las ciudades, o en las costas de los grandes océanos y ríos,
se empieza a estremecer este mundo lleno de razones, con los puños calientes de
deseos de morir por lo suyo, de conquistar sus derechos casi 500 años burlados
por unos y por otros. Ahora, sí, la historia tendrá que contar con
los pobres de América, con los explotados y vilipendiados de América Latina,
que han decidido empezar a escribir ellos mismos, para siempre, su historia. Ya
se les ve por los caminos, un día y otro, a pie, en marchas sin término, de
cientos de kilómetros, para llegar hasta los “olimpos” gobernantes a recabar sus derechos. Ya se les
ve, armados de piedras, de palos, de machetes, de un lado y otro, cada día,
ocupando las tierras, fincando sus garfios en la tierra que les pertenece y
defendiéndola con su vida; se les ve llevando sus cartelones, sus banderas, sus
consignas, haciéndolas correr en el viento por entre las montañas o a lo largo
de los llanos. Y esa ola de estremecido rencor, de justicias reclamada,
de derecho pisoteado que se empieza a levantar por entre las tierras de
Latinoamérica, esa ola ya no parará más. Esa ola irá creciendo cada
día que pase, porque esa ola la forman los más, los mayoritarios en todos los
aspectos, los que acumulan con su trabajo las riquezas, crean los valores,
hacen andar las ruedas de la historia, y que ahora despiertan del largo sueño
embrutecedor a que los sometieron.
Porque esta gran humanidad ha dicho “¡Basta!” y ha echado a
andar. Y su marcha de gigantes ya no se detendrá hasta conquistar la
verdadera independencia, por la que ya han muerto más de una vez inútilmente. ¡Ahora,
en todo caso, los que mueran, morirán como los de Cuba, los de Playa Girón,
morirán por su única, verdadera, irrenunciable independencia!
¡Patria o
Muerte! ¡Venceremos!
El pueblo de Cuba
La Habana, Cuba,
Territorio Libre de América,
Febrero 4 de 1962
La Asamblea General Nacional del Pueblo de Cuba resuelve que esta
Declaración sea conocida como Segunda
Declaración de La Habana, trasladada a los principales idiomas y
distribuida en todo el mundo. Acuerda asimismo solicitar de todos
los amigos de la Revolución Cubana en América Latina que sea difundida
ampliamente entre las masas obreras, campesinas, estudiantiles e intelectuales
de los pueblos hermanos de este continente.
Se somete a la aprobación del pueblo esta Declaración y se solicita que
todos los ciudadanos que estén de acuerdo levanten la mano.
Queda aprobada por el pueblo de Cuba la Segunda Declaración de La Habana, y se da por terminada esta
asamblea.
¡Patria o
Muerte! ¡Venceremos!
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