Endeudamiento y genocidio: la política indígena de Estados Unidos (EL ÚLTIMO GRAN JUEGO DE TAKAPSICAPI)
EL ÚLTIMO
GRAN JUEGO DE TAKAPSICAPI
por Rafael Rodríguez Cruz
Red Latina sin fronteras
Publicado: 4 septiembre,
2016
Tal y como lo había anunciado una vieja leyenda, Wasichu
arribó a las Grandes Llanuras tardíamente, después de haber destruido a muchas
otras naciones y pueblos originarios de América del Norte. Llegó por el sur,
por el este y por el oeste. Vino montado en lo que parecía un alce gigante,
aunque el animal no tenía astas, y su rabo era hermoso como la cabellera de los
guerreros indígenas más valientes. Wasichu trajo en una mano un palo de fuego y
en la otra, una cruz. Portaba un sombrero negro alto y largo. Su labio superior
y su mentón estaban cubiertos de pelo amarillo. Su piel era pálida y sus ojos,
azules y tenía piernas muy largas, como si estuvieran hechas para caminar
pisoteando a otras personas. Parecía una araña segadora, como el daddy longlegs
de las praderas. De su boca salían sonidos ásperos, imposibles de comprender.
Iktome, el mitológico
mensajero indígena de las malas noticias, bajó de las nubes y abandonó la forma
misteriosa de La Araña para difundir entre todos los pueblos de las Grandes
Llanuras –lakotas, dakotas, arapahoes, crows, shoshones y pawness– la noticia
de que Wasichu finalmente había llegado. Los pueblos indomados de las llanuras
hablaban idiomas distintos, incomprensibles entre sí. Pero Iktome, que era
mensajero mágico, podía hablarlos todos con facilidad y viajó de pueblo en
pueblo expresándose en cada lugar en el idioma correspondiente. Lo primero que
les dijo a todos fue que Wasichu era muy parecido a él, un ser embaucador y
mentiroso. Sabía pasarse de listo y actuaba con mucha malicia, pues sus largas
piernas estaban llenas de conocimiento y avaricia. Wasichu traía, además,
cuatro cosas invisibles de las que los pueblos originarios podían y debían
cuidarse esmeradamente: las enfermedades mortales, el odio, los prejuicios y la
crueldad. No obstante, entre Iktome y Wasichu había algo distinto. Iktome era
un ser mitológico que mágicamente adoptaba la forma externa del cuerpo humano
al bajar de las nubes. Allá en los cielos era siempre La Araña. Acá en la
Tierra era el fabuloso Hombre Araña de los indígenas sioux. Wasichu, sin
embargo, era un mero ser humano, un ser mortal. Su nombre no describía poderes
sobrenaturales, sino una actitud ante el mundo: la de apoderase egoístamente de
toda la riqueza. Wasichu era, y todavía es, el hombre que consume egoístamente
la grasa de la tierra, el que se lo come todo. Quizás algún día lejano podría
cambiar sus actitudes –había dicho Iktome– pero al menos en el momento de su
llegada a las Grandes Llanuras, Wasichu representaba una nueva generación, un
hombre nuevo y toda una nueva nación desprovista de sabiduría natural. Wasichu
se movía por todas partes lentamente, dejando huellas de su capacidad
destructiva y de su sordera ante el lenguaje de las hierbas, los animales y los
árboles. El resultado sería, al menos temporalmente, la destrucción de las
Grandes Llanuras y el ocaso de los pueblos originarios.
En cuanto cumplió su
misión de emisario de malas noticias, Iktome encogió su cuerpo humano en una
bola de la que salió una araña gigante. Acto seguido, cayó del cielo una hebra
de hilo plateada, que usó para subir a las nubes y desaparecer. Pero Wasichu,
astutamente, no se mostró a un tiempo ante todos los pueblos originarios de las
Grandes Llanuras. Al fin y al cabo, estas últimas se extienden desde la
frontera de Canadá al norte, hasta el río Grande al sur, comprendiendo millones
de acres de terreno en la región central de Estados Unidos. De las tribus aún
indómitas, los comanches (descendientes de los shoshones) fueron los primeros
en enfrentar la brutalidad y crueldad de Wasichu, en los estados que hoy se
conocen como Texas y Oklahoma. Por eso, mientras él tardaba, a paso lento, en
llegar a las regiones norteñas de las Grandes Llanuras, no faltó, ni siquiera
entre los indígenas sioux, quienes dudaran momentáneamente de las advertencias
de Iktome. Los distintos pueblos fallaron en no actuar como uno. Destruidos los
comanches (los grandes guerreros de las Llanuras del Sur) enfiló su curso hacia
el norte. Allí llegó en plena primavera, cuando florecían las hierbas en el
campo y en la noche las estrellas se reflejaban unas en otras. Se presentó en
la mañana. Dos mujeres sioux que recogían capulines lo vieron llegar envuelto
en una niebla oscura. Wasichu sacó de su abrigo algo duro y transparente que
parecía servirle de envase de agua y les ofreció de tomar. El líquido
cristalino les quemó las gargantas y sus cabezas empezaron a flotar. Era mini
wakan, el agua que enloquece. De su ropa, saltaron enfermedades invisibles que
pronto llenaron de pústulas la piel de las mujeres. Las indígenas no tardaron
en morir. Así fue, según la historia oral, que todo el mundo vino a reconocer
finalmente la llegada de Wasichu. Un hombre nuevo, una nueva nación, había
arribado a las Grandes Llanuras. Todo habría de cambiar, al menos por un
tiempo…
Desoyendo las advertencias
de Iktome, el 13 de julio de 1852, millares de indígenas dakotas se dieron cita
en la confluencia de los ríos Mni Sota Wakpa y Haha Wakpa, en el corazón mismo
de las Llanuras del Norte, para honrar a Wasichu con una competencia de
takapsicapi o juego de palo y bola. Por cientos de años, el takapsicapi se jugó
del mismo modo entre las bandas y comunidades originarias de la región. Dos
equipos de al menos 100 jugadores y jugadoras se disputaban el control de un
pequeño nudo de madera en forma de bola, llamado tapa. La regla inviolable era
que no podía tocarse con la mano, sino cargarse en el aro de un palo fino,
llamado takapsicapi. El aro estaba provisto de una suave malla hecha de piel de
animal y, de ser necesario, el duro nudo de árbol podía lanzarse al aire, de un
jugador a otro. Se jugaba en la pradera abierta, en lugares naturalmente llanos
y colindados por ríos, arboledas y lagos. El área de acción era rectangular y
medía al menos 1,2 kilómetros de largo por 0,8 de ancho. En los extremos más
distantes se demarcaban dos líneas, que servían de objetivos. Para ganar, un
equipo tenía que atravesar el lado adverso cargando la bola en la pequeña
malla, que no era mayor que la propia mano del jugador o jugadora.
El takapsicapi siempre
tuvo una diversidad de significados para la cultura y la sociedad dakota. Todo,
desde el diseño de los palos del juego, hasta la preparación física y mental de
los participantes, era pieza de una relación espiritual con el Gran Espíritu.
Sin negar su alta función de entretenimiento, el takapsicapi era un acto
ceremonial en que se integraba toda la comunidad, jugando directamente o
asistiendo a los jugadores. Los juegos más cortos duraban tres o cuatro días,
sin incluir el tiempo de los elaborados actos de preparación; los más largos,
meses enteros. Como en la cultura dakota todo guarda una relación espiritual
directa con la Madre Tierra (Ina), se jugaba, por lo general, en los meses de
verano, cuando se había completado la caza de bisontes y venados y cuando la
agricultura rendía sus frutos. En no poca medida, era una celebración del ciclo
de vida. Para mediados del verano, las distintas bandas dakotas se aseguraban
de haber creado precisamente las condiciones para sobrevivir el invierno. La
primavera era época de caza y cosecha de arroz, de maíz, papas y frutas. En los
meses de luna caliente, todas las bandas de indígenas trabajaban, pues, en
secar los alimentos y coordinar su distribución para el consumo posterior en el
duro invierno de las Llanuras del Norte. Sí, Takapsicapi era una celebración de
las bendiciones de Wakan Tanka, el gran espíritu creador del universo. Pero,
además, era el principal mecanismo regulador de las relaciones sociales entre
las distintas bandas y grupos de indígenas. El uso común de la tierra,
particularmente para la caza de bisontes y venados, no estaba exento de
conflictos, especialmente en períodos de carestía y climas extremos.
Takapsicapi era un modo de afirmar la unidad étnica, económica y social de la nación
dakota, de solidificar, incluso por medio de matrimonios, lo que unía a las
bandas. También era un modo de evitar los conflictos armados.
Durante las celebraciones
del juego, cada banda escogía a sus guerreros más hábiles, a los jóvenes más
espiritualmente inquietos, y les dejaban medir el poder y la fuerza relativa de
cada grupo. Nadie podía negarse a ser parte de la competencia, pues esta era,
como en los tiempos de la antigua Grecia, un ensayo o advertencia de guerra.
Era una prueba extraordinariamente física y violenta. Vestidos con tan solo
taparrabos y mocasines, los guerreros se decoraban hermosamente y parecían
dotados de un poder sobrenatural. Se cubrían todo el cuerpo de diseños
magníficos y de figuras que simbolizaban las fuerzas dominantes de la vida
natural, los rayos, el sol, las estrellas y los animales más hábiles y veloces.
De pelo de caballo, se hacían rabos hermosos que colgaban de la parte posterior
del taparrabo; de plumas de aves veloces, se adornaban la cabeza; de alas de
murciélagos, ataviaban sus instrumentos de juego. Previo al encuentro con los
adversarios, se entregaban a largos períodos de adiestramientos extremos: no
consumían alimentos, vomitaban todo lo que les quedaba en el estómago y se
dejaban flagelar con instrumentos de martirio dotados de dientes de las
serpientes más nocivas al ser humano. El takapsicapi era lo más cercano a la
guerra, sin llegar a ella. No era juego de cobardes ni mentirosos. Era, según
la mitología de los indígenas, el «hermano menor de la guerra». Por él se
medían las consecuencias funestas de un posible conflicto abierto entre las
bandas. Pero también se consagraban, en la memoria colectiva y tradición oral,
las reglas y acuerdos temporales de convivencia y uso común de los recursos de
la Madre Tierra en todo el territorio de Mni Sota Makoce. En el invierno,
cuando llegaba la dureza del frío y los fuertes vientos, las bandas tenían que
ser fieles a la palabra empeñada en las celebraciones y a los acuerdos que se
establecían en el verano. El takapsicapi era un juego de honor entre guerreros
que protegían a sus comunidades. Lo otro era la guerra abierta entre hermanos.
Wowicake –la honestidad con uno mismo y la comunidad entera–, era el código de
honor que definía al juego dakota del palo y la bola.
Sea como sea, la profecía
de Iktome no tardó en cumplirse. Tan pronto llegó a las Praderas del Norte en
la tercera década del siglo XIX, Wasichu alteró los nombres de los ríos,
montañas y personas. A la región de América del Norte, milenariamente ocupada
por los dakotas, la llamó en adelante Territorio de Minnesota, en lugar de su
nombre sagrado, Mni Sota Makoce (el lugar en que los lagos reflejan el azul del
cielo). Madre Tierra, Ina, devino un objeto sujeto a la codicia de Wasichu. A
Haha Wakpa también le cambió el nombre, llamándolo río Mississippi; a Mni Sota
Wakpa, río Minnesota. Takapsicapi devino lacrosse. Iktome tenía razón: Wasichu
era un ser engañoso y avaro.
Wasichu, sin embargo, fue
más allá y alteró el significado de takapsicapi para las bandas dakotas que
habitaban Mni Sota Makoce. Prohibiendo –por la fuerza y con la cruz– toda
interpretación espiritual y mística del juego lo convirtió en mero
entretenimiento. Takapsicapi dejó así de ser una ocasión en que se
estructuraban autónomamente los acuerdos de las bandas indígenas, concernientes
al uso común de la tierra durante las estaciones del año, para ser un evento
calculado y frío, bajo la tutela e intromisión del invasor blanco. De hecho,
Wasichu exigió ser parte rectora de todos los acuerdos entre las bandas y
naciones indígenas de Mni Sota Makoce, un territorio de 225,118 kilómetros
cuadrados al oeste de Gichigami (lago Superior). En adelante, el takapsicapi no
se jugaría para honrar al Gran Creador del universo, sino para entretener al
invasor euroamericano y confundir a los pueblos originarios. Lo que faltaba era
que Wasichu se comiera toda la grasa.
TRATADOS Y
DEUDA
Así sucedió. Entre 1840 y 1851 Mni Sota Makoce se vio invadida
por una gigantesca oleada de inmigrantes euroamericanos codiciosos de sus
extraordinarios recursos naturales, que entonces eran descritos con fascinación
en las páginas de los diarios de Boston, Nueva York y Chicago. Hasta la
medicina de la época declaró al clima de Mni Sota Makoce «la cura más efectiva
para el mal de consumo», que era como se conocía entonces la enfermedad de
tuberculosis. Sus aires puros, sus paisajes hermosos y sus 10 mil lagos que
reflejaban diáfanamente el azul del cielo, se convirtieron en objeto de poemas
e historias famosas que recorrían los centros urbanos más lejanos. Sus inmensos
bosques parecían contener una fuente inagotable de las maderas más finas, y las
pieles de sus bisontes vestían a las damas más elegantes de Francia. En los
teatros de la época se presentaban sus paisajes por medio de la recién
desarrollada técnica de visualización panorámica, en que una secuencia de
pinturas naturalistas inmensas giraba alrededor de la audiencia sentada, al
modo como se ven moverse las estrellas en la bóveda de un planetario.
Cuando los primeros exploradores
cruzaron el río Haha y vieron la riqueza natural de la región proclamaron que
habían dado con el «paraíso de los
indígenas», por la plétora de alces, ciervos, lobos, castores y, por
supuesto, bisontes. Además, estaban los lagos de aguas cristalinas y abundantes
peces, los cuantiosos árboles de arces repletos de siropes dulces y los
interminables pantanos de arroz silvestre. La falta de proporción entre
proteínas y carbohidratos en la dieta, que tantos efectos nefastos causó a los
comanches –la nación más pura de cazadores de todas las Grandes Llanuras– era
inexistente en Min Sota Makoce a principios del siglo XIX. Los dakotas no
conocían ni las hambrunas extremas ni el ajoro permanente que habían dominado
la antropología de otros pueblos a través de la historia de la humanidad. Era
el reino del excedente natural.
Como todo pueblo antiguo
en contacto con abundantes recursos naturales, los dakotas disponían de tiempo
libre. Pero no era al takapsicapi lo único en que se ocupaban. También se
dieron a la reflexión sobre el origen del universo, con una creatividad enorme.
Rodeados de lagos por todas partes, construyeron una ontología maravillosa de
divinidades acuáticas, que se transportaban de un cuerpo de agua a otro,
nadando por ríos y sociedades subterráneas. En el vientre de Kunsi Maka (Abuela
Tierra) se originó todo lo material, por la acción de Unktehi, un poderoso
espíritu sumergido en los ríos y lagos. Los dakotas parecían filósofos griegos
extraviados en el corazón de América del Norte. Conocían las estrellas con la
exactitud que conocían las montañas, los árboles, la tierra y la vida
silvestre; e integraban todo en una cosmovisión primorosa, que aceptaba la
muerte con la excitación con que se acepta la vida. El alma humana llegaba de
las siete estrellas más grandes del cielo, por la ruta de Canku Wanagi (Vía
Láctea), y a ella regresa al sobrevenir la muerte, que no era sino el paso de
una forma de existencia a otra. Por eso, se referían a sí mismos como Wicanhpi
Oyate, la gente de las estrellas. Sus divinidades estaban presentes en todo lo
que los rodeaba, como el Numen de los griegos. Construyeron montículos para
venerar sus muertos y rechazaron toda separación tajante entre el mundo de los
vivos y el de los difuntos. Contrario a los otros miembros del Consejo de Siete
Fuegos, a los lakotas y nakotas, que eran sus primos, rechazaron la
especialización social y económica. En el invierno eran cazadores de bisontes y
ciervos; en el verano, practicaban la agricultura de recolección de frutas y
legumbres, así como la pesca. Durante las lunas frías eran nómadas; en las
calientes, sedentarios. El caballo, animal que definió a la cultura sioux de
las Grandes Llanuras luego de la llegada de los españoles, nunca jugó un papel
central en la idiosincrasia dakota. A lo sumo, el equino era medio de
transporte; no instrumento de guerra. La imagen del gran guerrero montado,
definitoria de la nación sioux a la que pertenecían por lazos de sangre y
lingüísticos, les era en parte indiferente. Se transportaban por toda Mni Sota
Makoce en canoas hermosas construidas de cortezas de árboles y troncos tallados
a la perfección. Eran marineros en un océano de lagos unidos por ríos
fantásticos, como el Mni Sota Wakpa, cuyas aguas heladas solo eran navegables
en la primavera, pues se nutría exclusivamente de nieve derretida con los
primeros vientos cálidos de marzo y abril. Violentaron, sin saberlo, la ley
sociológica de que para ser feliz hace falta la modernidad. Su cultura era muy
parecida a la de sus primos lejanos, los taínos de El Caribe, pues eran no
tanto dóciles como pacíficos. En un enfado, respondían; pero gustaban más de la
tranquilidad y el sosiego, que de la guerra. Idolatraban las cascadas de agua;
no las flamas del fuego.
Siguiendo la tradición, el
Gran Juego del 13 de julio de 1852 fue precedido por tres días de intensos
preparativos. Emisarios dakotas viajaron por toda Mni Sota Makoce, llevando
regalos de hojas de tabaco y convocando a todas las bandas para que
participaran en la competencia. Se vaticinaba un juego de días de duración, en
que se auguraban apuestas magníficas de toda clase de productos. No faltó
tampoco la invitación de cortesía a los adversarios ojibwes. Pero ya en 1852
Mni Sota Makoce no era lo que había sido tan solo diez años atrás. Los bosques
estaban devastados como resultado de la demanda de madera para las vías de
ferrocarriles y la expansión urbana. Los bisontes escaseaban debido a la
incesante producción de pieles y correas industriales por la American Fur
Company, el monopolio más grande que había existido hasta entonces en el país.
Las tierras más fértiles habían sido acaparadas con avaricia por los
productores de trigo, un cultivo desconocido por los habitantes de las
Planicies del Norte. La nación dakota, cuyas condiciones de vida y ocio
provocaron en su día la envidia de los exploradores más instruidos, devino una
masa indistinta de indígenas mendigantes y harapientos. Daba pena ahora verlos
limosneando ante los invasores acabados de llegar, implorando dinero para
comprar una botella de mini wakan. La mayoría cayó en la dependencia y
endeudamiento con los comerciantes de alimentos y pieles, para poder sobrevivir
el duro invierno de las Praderas del Norte. Recibían productos comestibles en
el verano, a cambio de promesas de pago con pieles a ser entregadas por ellos
en la primavera. La tasa de intercambio y los intereses eran fijados
arbitrariamente por los traficantes de pieles. Las categorías mercantiles y
usureras, que nunca formaron parte de la vida del pueblo dakota, lograron ahora
dominar todo el entorno social y económico de los indígenas, desintegrando rápidamente
los nexos comunitarios.
El 3 de julio de 1852, el
Wasichu observó desde lejos las ceremonias y el encuentro deportivo con que los
indígenas lo homenajeaban. No es solo que el takapsicapi le resultaba un juego
incivilizado y falto de reglas fijas. Es que temía, ante todo, que los
participantes descubrieran su naturaleza engañosa, su lengua bifurcada.
Efectivamente, apenas un año atrás, amparado en su ostensible fuerza militar,
el invasor blanco había convocado a todas las bandas dakotas de Min Sota Makoce
para que firmaran un tratado que vendría supuestamente a resolver la penuria en
que estaban ahora sumidas. Cierto es que entre este y los indígenas de las
Praderas del Norte existía ya una cierta historia de convenios y pactos. Por
ejemplo, en 1805 varias de las bandas indígenas y sus jefes cedieron 207,360
acres de terreno para la construcción de puestos militares por el ejército de
Estados Unidos, recibiendo a cambio 200 dólares, alguna mercadería y 60 galones
de whiskey y, en 1837, firmaron un tratado cediendo todas las tierras al este
del río Haha Wakpa a cambio de un millón de dólares, que nunca recibieron. Pero
lo que Wasichu tenía en mente en 1851 era algo cuantitativa y cualitativamente
muy superior a todo arreglo o convenio anterior. De lo que se trataba ahora,
era de conseguir que los dakotas cedieran formalmente más de 24 millones de
acres de las tierras más fértiles de América del Norte a cambio de 2 millones
de dólares en monedas de oro.
Ya para 1851 la nación
dakota estaba en una situación de creciente precariedad social y económica,
como resultado de la desaparición de los bisontes y el acaparamiento de los
recursos naturales por los invasores blancos. También estaba bajo el yugo cada vez
más asfixiante del endeudamiento con los comerciantes de pieles y comestibles.
Por primera vez en la historia milenaria los dakotas conocieron las hambrunas,
la depauperación y la desesperanza. Esto se facilitó, en no poca medida, por la
naturaleza no castrense de las bandas de indígenas en Mni Sota Makoce, que
nunca representaron una fuerza de resistencia comparable a los guerreros
lakotas o cheyennes, al oeste de la región. De hecho, una parte de los 24
millones de acres a ser «comprados»
en 1851 ya estaba, en realidad, en manos de los intereses madereros, los
ferrocarriles y los agricultores de trigo. ¿Por qué entonces los convocaron a
la negociación de un tratado, cuyos objetivos territoriales en no poco grado ya
habían conseguido? La razón de esta política siniestra tiene que ver más con el
Acta Federal de Remoción Indígena de 1830, que con la situación interna de Mni
Sota Makoce.
La Constitución de Estados
Unidos (Artículo 1, Sección 8, Cláusula 3) da al Congreso el poder de
reglamentar el comercio con los indígenas y proclama la supremacía de los
tratados con ellos. En 1830, buscando dar articulación a la política racista de
«destino manifiesto», el presidente Andrew Jackson firmó el Acta de Remoción
Indígena. Esta legislación federal, cuyo contenido económico merece una
consideración especial, enlazó la expansión territorial de la joven nación
burguesa con los intereses mercantiles y bancarios dominantes en la época. En
esencia, el Acta de 1830 autorizaba al presidente a canjear con los indios porciones
de terrenos al este del río Mississippi por terrenos en el margen oeste del
importante cuerpo de agua. Se trataba, pues de extender progresivamente el área
de dominio absoluto por la población blanca, mediante la expulsión de los
pueblos originarios de las regiones ya pobladas por invasores.
El lenguaje del Acta hace
una distinción muy sutil que vendría a conformar toda la legislación federal
pertinente a sus colonias internas hasta hoy en día. La tierra a ser «entregada» a los indígenas tenía que
pertenecer a Estados Unidos, pero no podía ser parte aún de la nación imperial.
Para los efectos de la ley, el Gobierno Federal no tenía jurisdicción para
asignar terrenos pertenecientes a los estados o territorios ya organizados. La
idea de intercambiar terreno por terreno ciertamente resultó muy atractiva para
los intereses latifundistas del país, incluidos los estados esclavistas que
apoyaron a Jackson. Sin embargo, de lo que se trataba aquí también era de crear
las bases para una sociedad capitalista, regida por el mercado y sujeta a
relaciones monetarias. Fue por eso que en una parte oscura del Acta se incluyó
lenguaje –supuestamente a elección de los indígenas– que el intercambio podía
ser de terrenos por dinero «contante y
sonante». Así quedaba cimentada a nivel nacional, y sobre las espaldas de
los pueblos originarios, una alianza entre los estados esclavistas del sur y
los mercaderes del norte.
En la leyenda, Iktome
advirtió a los dakotas de que Wasichu era un ser embaucador y falsario. Para
comprender a fondo el significado de cada sección del Tratado de 1851 se
requiere, aún hoy, no olvidarse de esta admonición. Conforme a la letra del
documento firmado por los dakotas, a cambio de los 24 millones de acres, estos
recibieron dos beneficios. Primero, el uso exclusivo de un pedazo de terreno no
mayor de 16 kilómetros de ancho a cada lado del río Minnesota, por una
extensión de 225 kilómetros. El problema es que esta franja de terreno, menor
de 2 millones de acres, era precisamente el lugar en que vivían los dakotas en
las temporadas de verano. Allí tenían sus casas permanentes y allí estaban al
momento de firmar el convenio. Ni siquiera se trataba, entonces, de un
intercambio de 24 millones de acres por alguna porción de territorio no
incorporado de Estados Unidos. Lo que el acuerdo hizo, en realidad, fue excluir
a los dakotas del acceso al terreno en que cazaban y recolectaban frutas y
legumbres, creando una reservación dentro de las fronteras de Minnesota.
Segundo, que sus tierras se cotizaran para la venta en aproximadamente 2,0
millones de dólares en moneda metálica, que era el único medio de circulación
confiable en la época. Pero, según prescribía el Artículo 3 del Tratado, los
2,0 millones de dólares no se desembolsaron a los indígenas, sino que fueron
mantenidos en trust por el Gobierno Federal para el «beneficio» de los
pobladores originales del lugar. La idea era, al menos en papel, que los
dakotas recibieran anualmente el equivalente de un interés de 5% sobre la suma
total, por un período de cincuenta años.
¿Cuántos desembolsos
anuales recibieron los dakotas, después firmado el acuerdo de 1851? El tema de
las anualidades, quizás más que ningún otro, ejemplifica la naturaleza perversa
del Wasichu, el que se come toda la grasa. Buscando minar la cohesión social de
los pueblos primarios, el congreso Estados Unidos determinó en 1847 que los
pagos bajo el Acta de Remoción se hicieran a los indígenas, en calidad de
individuos, y no a los jefes de las bandas.
Tampoco se podían hacer a
terceras personas, salvo que mediara una dispensa del presidente y a solicitud
de los beneficiados. Así se establecían laxos de dependencia y manipulación con
las agencias federales en las reservaciones. Pero ello se convirtió en 1851 en
un obstáculo para los invasores blancos. ¿Cómo interceptar los pagos de las
anualidades sin violar la ley federal? Una anualidad equivalente al 5% de
interés sobre 2 millones de dólares no era poca cosa, ni entonces ni ahora. La
solución estaba ya comprendida en la definición del problema: el Gobierno tenía
que obtener una petición de los indígenas para que los pagos fueran a dar, sin
transición alguna, a manos de los intereses comerciales, agrícolas y madereros
que impulsaron la organización el territorio en 1849. Y así lo hizo. El mismo
día en que asintieron a los términos del Tratado de 1851, los líderes dakotas
firmaron, sin saberlo, la mencionada petición. Ningún indígena recibiría
porción alguna de los desembolsos hasta que no se descontaran antes las deudas
contraídas con los blancos invasores. ¿Qué deudas? Pues, las que el Wasichu se
inventó en 1851 y a través de los años. Forzados por la hambruna que provocó la
desaparición de los bisontes, así como el acaparamiento general de recursos por
los nuevos pobladores, los dakotas terminaron endeudándose con los comerciantes
de pieles y bienes comestibles. Sin noción financiera alguna, firmaban notas de
pago por mercancías que nunca recibieron o que estaban sobrevaloradas en el
papel. Peor aún, accedían a que sus transacciones de crédito con la American
Fur Company se cotizaran, no por el valor real de los bienes recibidos (más un
interés razonable), sino por endeudamientos desproporcionados y, en su mayor
parte, ficticios. A un año de firmado el Tratado de 1851, los dakotas estaban
sin tierra, sin comida y sin dinero, completamente desamparados en la tierra
encantadora que los vio nacer.
Lo que les esperaba, sin
embargo, era mucho peor. En 1858 Minnesota fue admitido como estado de la
nación imperial. Henry H. Sibley, quien actuó como el principal representante
del Gobierno en las negociaciones de 1851, fue electo gobernador. Él mismo era
uno de los comerciantes más ricos del territorio incorporado. A su reclamación,
el senado federal redujo unilateralmente en 1858 la franja de los dakotas a tan
solo en 16 kilómetros en la ribera sur del río Mni Sota Wakpa. La porción de
terreno del norte se añadió a los 24 millones de acres ya robados. Como
celebración de la llegada de la estadidad, toda la población indígena se vio
forzada a sobrevivir en adelante del consumo de desechos y de la misericordia
de algunos blancos.
Mientras todo lo anterior
ocurriría, Minnesota, el antiguo paraíso de los dakotas, se convirtió en una de
las regiones de desarrollo más intenso de la agricultura capitalista en Estados
Unidos. El estado fue invadido por miles de inmigrantes euroamericanos que
buscaban beneficiarse de la Homestead Act de 1862, que otorgaba título de
propiedad a los nuevos habitantes de los terrenos robados a los indígenas. El
trigo era una de las mercancías de consumo personal en mayor demanda en los
centros industriales del este del país y Minnesota tenía algunas de las tierras
más adecuadas para la producción de ese grano en el mundo entero. Los
especuladores de Wall Street comenzaron a negociar con los títulos de propiedad
sobre tierra virgen en las Praderas del Norte. Entre 1854 y 1857, como antesala
a la estadidad, más de 5 millones de acres de la tierra más fértil del
territorio habían pasado de manos de unos especuladores a otros, inflando más
allá de lo imaginable las ganancias de los millonarios y los bancos de Nueva
York, Boston y Chicago.
Acorralados en un área de
1,400 kilómetros cuadrados, sin acceso a sus medios tradicionales de vida y sin
el dinero prometido, los dakotas se rebelaron espontáneamente en agosto de
1862. Aunque numéricamente mayor que los pobladores blancos, el pueblo
originario de Mni Sota Makoce no tenía la capacidad de lucha de los guerreros
lakotas, y estos estaban muy lejos para poder socorrerlos. La rebelión duró
apenas ocho semanas. Cientos de luchadores dakotas fueron masacrados por el
ejército de Estados Unidos y sus modernos cañones Howitzers, entre agosto y
octubre de 1862. Sibley, quien recibió un nombramiento provisional de general
de las fuerzas armadas estadounidenses, ordenó el arresto y encarcelamiento de
toda la población indígena, incluidos mujeres, niños y ancianos. La confluencia
de los ríos Haha Wakpa y Mni Sota –lugar en que, según la mitología dakota, sus
almas llegaron de las siete estrellas más grandes del universo– fue
transformado en una aterrador campo de concentración de personas indefensas.
Allí, Sibley implantó un régimen de trabajo forzado infernal, en que los niños
y ancianos dakotas sembraban legumbres y las mujeres indígenas atendían las
necesidades de los soldados de Fort Snelling. Los únicos alimentos que
recibieron del ejército fueron galletas para los niños y pan para los adultos,
pero siempre en cantidades limitadas. En poco tiempo brotó una epidemia de
sarampión, que los sioux atribuyeron directamente a la comida. Después de 300
muertes infantiles, muchas madres indígenas optaron por desmenuzar
cuidadosamente los excrementos de los caballos militares para así obtener
granos de maíz parcialmente digeridos con los cuales alimentar a sus hijos.
LA TIERRA NO
PROMETIDA
José Martí solía decir que al
vil se le conoce en que abusa de los débiles. Efectivamente, la saña de
Wasichu no se satisfizo ni con las masacres de luchadores indígenas ni con la
esclavización de familias enteras de dakotas. El 26 de diciembre 1862, mil
quinientos soldados estadounidenses fueron movilizados al poblado de Mankato,
Minnesota, para hacer cumplir una orden firmada por el presidente Lincoln
condenando a muerte a 38 indígenas rebeldes por los eventos que hoy se conocen
como la Gran Rebelión Sioux de 1862. Periodistas de todas las ciudades
importantes fueron invitados para ser testigos de la ejecución en masa más
grande que ha visto Estados Unidos. Algunos diarios, como el New York Times,
describieron en detalle todo lo ocurrido. En el medio del pueblo se construyó
una plataforma gigante capaz de sostener simultáneamente 38 sogas colgantes
para el ahorcamiento. Más de 5,000 pobladores blancos de la región, incluso
mujeres y niños, se dieron cita en Mankato para celebrar con júbilo la muerte
de los guerreros dakotas. El momento más dramático ocurrió inmediatamente antes
de que el verdugo operara el mecanismo de la plataforma descendiente. Cubiertas
sus cabezas con capuchas, los condenados comenzaron uno a uno a decir sus nombres,
mientras trataban de agarrarse de manos, para así «caminar a la otra vida junto a sus compañeros». El ejército no
permitió presencia alguna de familiares de los condenados ni oportunidad de
duelo. Los cadáveres fueron enterrados inmediatamente en una fosa común, a las
afueras del pueblo. Por la noche, como si fuera un capítulo de la novela de la
joven Mary Shelley, sus cuerpos fueron saqueados para vender algunas partes
como trofeos, y otras, para experimentos de todo tipo. Uno de los más
beneficiados del ultraje de los cadáveres fue el Dr. William Worrall Mayo,
médico militar, cómplice del asesinato de indígenas y fundador de la famosa
clínica que lleva su nombre. Un Frankenstein
de la vida real…
Lo que Wasichu buscaba,
sin embargo, no era solamente sangre, sino ante todo riqueza material. Así, en
febrero y marzo de marzo de 1863, el recién fundado estado de Minnesota, una de
las dictaduras raciales más sanguinarias que ha existido en la historia de la
humanidad, logró que el Congreso de Estados Unidos aprobara tres medidas sin
precedentes a su favor. La primera fue el Acta de Abrogación del Tratado de
1851, que despojó a los dakotas del remanente de terrenos en sus manos (la
franja de 16 kilómetros al sur del río Mni Sota Wakpa) y lo transfirió a los invasores
blancos. La segunda, el Acta de Ayuda a las Víctimas de la Rebelión Sioux de
1862, que asignó al nuevo gobierno las anualidades adeudadas a los sioux para
asistir a las «víctimas» de los
dakotas. Tercero, el Acta de Remoción de los Sioux-Dakota, que autorizaba el
exilio forzado de todos los habitantes de ascendencia indígena residentes aún
en el estado.
Como si se tratara la
parte final de un libreto de terror, el ejército de Estados Unidos apiñó a
cerca de mil niños y mujeres dakotas en un barco de vapor en el puerto de St.
Paul, Minnesota, la madrugada del 4 de mayo de 1863. En la barriga de otra
embarcación, fuertemente encadenados y algunos con capuchas, encerró a 547
indígenas varones adultos, que ni siquiera habían participado en la rebelión. Todo
era parte de un plan, autorizado en Washington, para moverlos a dos campos de
concentración en Crow Creek, Dakota del Sur. Luego de navegar 1,285 kilómetros
por los ríos Mississippi y Missouri arribaron a una estación de tren del
ejército de Estados Unidos en que fueron colocados, siempre separando a los
varones de sus familiares, en vagones de carga de la época. El viaje duró más
de un mes. Arribaron a Crow Creek el 11 de junio de 1863. Allí los esperaba una
sorpresa mayor y más cruel.
Aún hoy, Crow Creek es
tierra de nadie, un paraje seco e inhóspito. El suelo es miserable, nunca
llueve y no hay otros animales oriundos, que no sean los lagartos enormes y las
serpientes cascabel. Por cientos y cientos de kilómetros solo hay praderas
secas y estériles, inservibles para los cultivos. No hay lagos y no hay
árboles. El agua subterránea brota en algunas partes, pero es tan alcalina que
no se puede usar ni para las bestias. No hay frutas ni tubérculos comestibles.
Pero fue allí que Wasichu decidió encarcelar a los dakotas. Debilitados por la
dureza del viaje y las súbitas epidemias, los niños y ancianos sioux comenzaron
a morir en grandes números, tres a cuatro por día. Para fines del verano, las
muertes llegaron a más de trescientas. Las praderas se llenaron de tumbas, que
los propios dakotas eran obligados a cavar. Las familias nunca volvieron a
reencontrarse en este mundo.
Después del 11 de junio de
1863, continuaron llegando, semana tras semanas, vagones de ferrocarriles
cargados de indígenas de Mni Sota Makoce, fueran o no rebeldes y fueran o no
dakotas. Todos se tenían que ir, hasta los ojibwes, aliados de los blancos y enemigos
de los sioux desde la época de la guerra en contra de Inglaterra. Miles de
indígenas winnebagos, que probablemente ni se habían enterado de la rebelión,
fueron encarcelados en los campos de concentración de Crow Creek.
Para alimentar a esta masa
de prisioneros inocentes, el Ejército distribuyó al principio cantidades
racionadas de harina y carne de cerdo podrida. Eran las rebuscallas y desechos
que no servían para alimentar a las tropas federales peleando contra el sur
esclavista. El 2 de diciembre de 1863, llegó el último cargamento de comida
antes del invierno. Una caravana de carretas tiradas por bueyes arribó con más
sacos de harina vieja y con carnes putrefactas. En un acto de misericordia, los
militares estadounidenses permitieron que se mataran a los bueyes
–enflaquecidos por la labor de tirar de carretones por más de 500 kilómetros
sin casi nada que comer– y se guardara la carne en la nieve, para así tener
comida para distribuir en la primavera y el verano de 1864.
Conscientes de que nunca habrían
de volver a ver a sus familiares, muchos prisioneros indígenas comenzaron a
adoptar la versión escrita del lenguaje dakota recién inventada por los
misioneros con el propósito de «evangelizarlos».
Mujeres y varones adultos escribieron a puño y letra cientos de cartas en las
cuales describieron la penuria en Crow Creek, particularmente el castigo
horrendo de haber sido separados de sus familiares queridos, de por vida. La
mayor parte de las epístolas nunca llegó a los destinatarios. El ejército de Estados
Unidos las declaró comunicaciones entre enemigos de la nación en guerra.
Algunos misioneros, quizás motivados por la curiosidad, optaron por acumularlas
a escondidas de los militares. En 2014 fueron traducidas algunas 150 del dakota
escrito al inglés. Leerlas no es fácil. Aún hoy, siglo y medio después de la
rebelión sioux de 1862, no dejan de comunicarnos el terrible dolor de familias
completamente destrozadas por la brutalidad de Wasichu. Pero también nos dan
una visión privilegiada del poder de la fortaleza humana y de la cultura dakota
en las condiciones más adversas.
Un aspecto central de la
conquista y genocidio fue precisamente el endeudamiento progresivo de los
pueblos originarios, como resultado de la manipulación por los comerciantes y
banqueros, según señala Francis Paul Prucha, en su importante libro American
Indian Treaties: The History of a Political Anomaly. Debido a la tardanza de la
llegada del Wasichu a las Grandes Llanuras, la nación Dakota no se enteró a
tiempo de la marcha genocida de los colonizadores euroamericanos por toda
América del Norte. Lo acontecido en Mni Sota Makoce entre 1851 y 1863 fue tan
solo una de las instancias en que se utilizó el sistema de tratados y la deuda
como instrumentos del robo de tierra y explotación económica de la población
indígena.
Destruido su modo de vida,
los indígenas cayeron en las garras de los mercaderes y financieros
inescrupulosos. Cierto es que la preponderancia militar de Estados Unidos jugó
el papel principal en todo este proceso de avasallamiento racista. Pero en la
medida en que los pueblos indígenas lograron desarrollar una resistencia
efectiva ante el avance de los colonizadores, estos últimos recurrieron a la
firma de tratados engañosos para imponerse económica, política y socialmente.
Por un lado, el Gobierno Federal reconoció en los acuerdos un cierto grado de
«soberanía» de las comunidades indias, pero por el otro, estableció sobre ellas
un régimen de naturaleza opresiva y colonial. Se les otorgó a los indígenas el
derecho a sancionar expresamente el genocidio de que fueron víctimas. Pero este
supuesto derecho vino a encubrir un aterrador genocidio económico, social y
cultural. Fue, pues, con los pueblos originarios de América del Norte que se
inauguró formalmente la historia imperialista de Estados Unidos, con su
liberalismo hipócrita.
RESPUESTA DEL
IMPERIO AL RECLAMO DE DEFINICIÓN DE ESTATUS
Dos años después de aprobada el Acta de Remoción Indígena
(1830), la Corte Suprema de Estados Unidos, en el caso Worcester v. Georgia,
hilvanó la ficción jurídica de «naciones
internas dependientes», para conceptualizar el sistema de tratados que
vendría a demoler a más de 300 naciones indígenas dentro de las fronteras del
imperio. Entre 1832 y 1871, cuando se firmó el último pacto, cientos de millones
de dólares en monedas de oro puro pasaron de manos de los indígenas a manos de
los comerciantes y banqueros blancos, en supuesto saldo de deudas vencidas. Es
decir, los llamados tratados o convenios con la población indígena fueron una
palanca poderosa de lo que Marx llamó la acumulación originaria de capital que,
en todos lados, precedió al reino del capital industrial y los monopolios. La
deuda de los pueblos originarios, en su mayoría conformada de créditos
ficticios, alimentó la riqueza de gigantescas fortunas mercantiles y bancarias
en Nueva York, Chicago y Boston. También benefició, en su tiempo, a los estados
esclavistas del sur. ¿Cómo es posible que cientos de «naciones internas dependientes», que cedieron contractualmente la
friolera de un millardo de acres de terrenos al Gobierno Federal terminaran
empobrecidas y con deudas impagables? Algunas de ellas organizaron incluso
convenciones constituyentes y solicitaron convertirse en estados de la nación
norteamericana, buscando preservar sus tierras y escapar al yugo de la deuda
con los capitalistas blancos. Pero, en todas las instancias, la Corte Suprema
les bloqueó el reclamo de status igualitario. Las que buscaron afirmar su
independencia territorial y rechazaron el pago forzado de la deuda, como los
comanches, apaches y sioux– fueron brutalmente reprimidas. Los pueblos
originarios de América del Norte serían «naciones
internas dependientes» o no serían nada. Peor aún, el 5 de enero de 1903,
en el caso Lone Wolf v. Hitchcock, la Corte Suprema de Estados Unidos puso fin
a toda apariencia de soberanía de las naciones indígenas, declarando el poder
plenario del Congreso sobre todo lo relacionado con ellas. En adelante, el
organismo federal tendría la potestad de pasar leyes unilateral e incuestionablemente,
incluyendo legislación abrogando porciones de los tratados del siglo XIX. Los
pueblos originarios de América del Norte perdieron así hasta el derecho de
consentir formalmente al coloniaje. Muerto el status de «naciones internas dependientes», competentes para negociar con el
imperio; florecieron las reservaciones en campos de concentración.
Quizás como un augurio, el gran juego de takapsicapi del 13 de
julio de 1852 no concluyó de manera pacífica. Algunas de las bandas, rompiendo
con la regla milenaria de no alimentar el rencor en el campo de la competencia,
se enfrascaron en una agria reyerta por desavenencias relacionadas con las
apuestas. La avaricia entró en el corazón de la gente. Iktome lo había
anunciado, muchas lunas atrás. La llegada de Wasichu habría de significar el
ocaso cultural y social de los pueblos originarios de las Praderas del Norte. Y
así fue. Tan solo una década después de la competencia en honor a los acuerdos
con Wasichu, los dakotas dejaron de existir como una civilización independiente
en Mni Sota Makoce. Takapsicapi, el juego dakota de palo y bola nunca se volvió
a jugar en la confluencia de los ríos Haha Wakpa y Mni Sota Wakpa. Tampoco se
ha vuelto a jugar en ningún rincón de Mni Sota Makoce, el lugar en que los
lagos reflejan cristalinamente el azul de los cielos y que dio vida, hasta
llegar el Wasichu, a Wicanhpi Oyate, el pueblo que descendió de las estrellas…
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