Héctor C. García y Alfredo
Olmeda
(La Neurosis o Las
barricadas Editorial)
http://www.laneurosis.net/aprendiendo-a-obedecer/
octubre 05, 2015
Aprendiendo
a obedecer. Crítica del sistema de enseñanza, de Héctor C. García y Alfredo
Olmeda, es el quinto trabajo editorial de la colección central de La Neurosis o
Las Barricadas. En esta obra se hace un recorrido por los puntos que el
movimiento anarquista siempre ha considerado más relevantes en el análisis del
sistema educativo como institución fundamental en las sociedades actuales:
La
vieja tesis de los movimientos sociales de que a mayor educación se aumentarían
las posibilidades de cambio social ha resultado ser equivocada. El avance de la
escolarización obligatoria y su extensión a capas de edad más amplias cada vez
no ha producido deseos mayores de liberación. A menudo, ha resultado tener un
efecto contrario, pues quienes salen de las escuelas han asumido el discurso
del Poder y se han convertido en férreos defensores del estado de las cosas.
¿Qué
papel ha tenido la propia escuela en este proceso? Recogiendo toda una
tradición crítica y partiendo en especial de las ideas anarquistas al respecto,
este libro pone de manifiesto el papel de reproducción del sistema que juega la
escuela oficial, convertida en un instrumento más de dominación. Así, se analizan
en la obra los aspectos explícitos de la escuela en cuanto transmisora de la
cultura e ideas del capitalismo, como los contenidos que se enseñan de manera
declarada o las relaciones entre el diseño escolar y la estructura jerárquica
de la democracia y también aquellos aspectos que quedan más o menos ocultos,
como la influencia de la metodología o de la visión antropológica del sistema
de enseñanza en la misión que mejor cumple: aprender
a obedecer.
Al
tiempo, los autores ofrecen las claves de una visión libertaria de la
educación, esgrimiendo los rasgos generales de las ricas experiencias
anarquistas en este terreno, en la búsqueda de personas libres que contribuyan
a una sociedad libre.
(...) La ciencia aparece
en primer lugar como incuestionable. Si por casualidad o azar un grupo de
alumnos acude a un laboratorio a observar algún fenómeno natural, este ya está
dado de antemano. ¿Qué ciencia puede descubrirse si se tienen las respuestas,
las condiciones y reglas de experimentación o las preguntas de antemano? Parece
obvio: una ciencia incuestionada y descontextualizada, sacralizada en aras de
la comodidad del profesorado y, sobre todo, del aparato ideológico de una
sociedad construida hoy día con los mimbres de la tecnociencia como paradigma
de la especialización a la que adorar.
Con esto queremos decir que si en la sociedad en que vivimos
ha desaparecido el debate (si es que alguna vez lo hubo) sobre los límites de
lo aplicable, en la escuela se reproduce a pequeña escala. Nuestro alumnado
desconoce qué significa la tabla periódica de elementos, pero la estudia como
se estudiaba el catecismo católico no hace demasiado tiempo.
Dada la separación radical de los saberes en la escuela, la
ciencia no tiene historia. Se presenta como un factor de progreso indiscutible
que no ha sido creado por los humanos, sino que se nos ha dado de manera
divina. Lo pretérito tiene historia, pero lo que se impone hoy no. Se plantea
que la producción tecnocientífica está ligada por naturaleza espontánea a los
intereses concretos de la sociedad, de manera que toda aplicación científica
acaba apareciendo incuestionable en sí misma. No aparecen en los temarios los
contextos en los que han surgido las innovaciones industriales ni existe nada
parecido a un análisis de las condiciones en que surgen los problemas (...). Da igual que se trate la división de los seres vivos o la energía
nuclear: el caso es que el prestigio social de la ciencia debe suponer la
aceptación de toda investigación y de su aplicación, beneficie o no a la
sociedad.
Así, una alumna de 5º de Educación Primaria verá desfilar ante
sí las maravillas del maquinismo sin contexto ninguno, como si el proceso de
industrialización no hubiera tenido consecuencias importantísimas, como si se
hubiera llevado a cabo sin reticencias y sin sufrimiento, más allá de la locura
opositora de unos pocos, que son señalados como un grupo extravagante. Así se
prepara el terreno para la aceptación de todo lo que funcione, en una puesta en
marcha del utilitarismo más mediocre.
Para que el aparato se mantenga en marcha es necesario que se
sostenga en un discurso cuasi mágico. Este lo proporcionan las matemáticas. En
seguida nuestro alumnado va a ver cómo un lenguaje como el matemático, que no
es más que un simbolismo de realidades concretas, se transforma en lenguaje
arcano y despegado de lo tangible, cumpliendo con un proceso de
intelectualización que hace imposible que se comprendan los fundamentos de tal
creación humana. La ausencia de relación entre los problemas matemáticos de los
libros de texto y los problemas con que se puede encontrar un alumno, la ruptura
con el medio en que estos se desenvuelven, acaban culminando en un galimatías
de números que cobran vida propia.
Los diseños curriculares de matemáticas son especialmente
sádicos: se da a los alumnos una serie de contenidos pensando en su futuro. Es decir,
se impone el conocimiento previo para lo que vendrá después, a pesar de que su
comprensión resulte imposible. Nadie sabe, en el momento en que empieza a tener
contacto con ellos, qué demonios son los límites o las integrales, pero eso no
importa, porque se debe aprender para entender lo siguiente, siguiente que, en
muchos casos, nunca llegará.
De este modo, es imposible concebir la ciencia, pues se acaba
primando la llegada a unos resultados por encima del método, que es lo
realmente interesante de la ciencia. Así, la enseñanza científica cava su
propia tumba: atrincherada en el a priori de lo efectivo, gritando por las
esquinas su eficacia como escudo protector y su corona de saber, acaba
autorrefutándose en cuanto un niño pregunta «para qué». Si la ciencia se
presenta como un para algo y no como una búsqueda de los porqués, cuando ese
para qué se pone en duda, cae todo el edificio. Explicado de otra forma: los
saberes científicos se presentan al alumnado como el monopolio de las
soluciones a problemas, pero cuando alguien no tiene problemas, las soluciones
dejan de ser interesantes. Si un adolescente no está preocupado por los famosos
trenes que salen de estaciones diferentes en sentido contrario, le resulta del
todo indiferente a la hora a la que se crucen, se saluden o choquen.
Todo esto corre paralelo a la necesidad de someterse a
especialistas desclasados que son capaces de inventar necesidades, a las que
llaman problemas, para luego comercializar soluciones. Esa casta de la
tecnología necesita limar también las heterogeneidades sociales y, de la misma
forma que se convierte en un grito del capitalismo mundial la adopción de un
mundo donde todos los lugares sean iguales y tengan las mismas preocupaciones
de cara a vender los mismos objetos, se impone un sistema de medidas en los
modelos matemáticos que, lógicamente, tiende a despreciar aquellas usadas en el
ámbito rural. Esto puede parecer una anécdota sin importancia, pero desvela la
capacidad de los contenidos para obtener la sumisión a la regularidad, que no
necesariamente es deseada por las personas, pero sí para el tránsito de las
mercancías. Que nadie dude de que necesita el último producto de Apple, que
todos corran a comprarlo.
(…) Paradigma de la tecnociencia que no se debe comprender, sino aceptar y
ejecutar, las aulas de informática se han llenado de ordenadores con alumnos
delante tratando de escaparse de la mirada del profesorado para entrar en sus
sitios web favoritos o para jugar a alguna estupidez en línea.
Al final, la cuestión no reside en usar el experimento, la
hipótesis, el contraste realidad externa-ideas o en observar la naturaleza para
comprenderla mejor, sino en cebar como pavos a los alumnos con un saber que posee
la atracción de lo misterioso y el prestigio de lo eficaz, preparándolos para
la aceptación de un sistema basado en la tecnología incontrolable, una de cuyas
mayores virtudes reside justamente en la posibilidad de ejercer el control
sobre la gente. Si se consigue inventar un chip que controle el pensamiento
disidente, debe aceptarse su aplicación e imposición, primero porque funciona y
segundo porque quien se opone es seguro que tiene algo que ocultar.
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