Por Gilles Bataillon (catedrático
École des Hauted Études en Sciences Sociales)
Fuentes: Servindi
y Letras Libres:
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"Nicaragua: el robo de las tierras
indígenas":
Publicado por Red Latina
sin fronteras:
27 de agosto de 2016
El éxodo centroamericano tiene
entre sus causas el despojo iniciado por Anastasio Somoza y continuado hoy. El
caso de la Costa Caribe Norte pone en evidencia un sistema de corrupción
generalizada.
Letras Libres, 18 de agosto, 2016.- Desde agosto de 2015 la
Región Autónoma de la Costa Caribe Norte de Nicaragua es escenario de violentos
enfrentamientos entre colonos mestizos hispanohablantes y los habitantes de las
comunidades indígenas misquitas y mayangnas. No menos de sesenta comunidades se
enfrentan a invasiones de su territorio y a ataques armados de colonos.
Estos incidentes se
desarrollan prácticamente siempre según el mismo esquema. Llegados la mayoría
de las zonas mineras o de las tradicionales zonas ganaderas de la parte
oriental del país, los colonos hispanohablantes compran, en la más completa
ilegalidad y corrompiendo a las autoridades locales, tierras que pertenecen a
las comunidades indígenas.
Apoyándose en sus títulos
de propiedad fraudulentos, comienzan por desbrozar el bosque, venden la madera
preciada si hay, y después siembran diferentes plantas (maíz, ejotes o yuca, a
veces también mariguana) o dejan el ganado en las parcelas de las que se han
apropiado.
Si las comunidades
afectadas protestan y envían delegaciones para pedirles que abandonen los
lugares, los recién llegados reaccionan por la fuerza. Así, en diez comunidades
los colonos han tendido emboscadas contra los habitantes o perpetrado
incursiones en los pueblos que han causado la muerte de veinticuatro personas y
heridos graves.
Estos ataques se acompañan
de secuestros –una persona fue hallada muerta y desfigurada tras haber sufrido
torturas y mutilaciones, y otras están todavía desaparecidas–, violaciones
sistemáticas de las mujeres secuestradas, incendios de las cosechas y a veces
la tala de árboles frutales. En muchos casos, los hombres armados han invitado
a los habitantes a escapar bajo amenaza de muerte.
A consecuencia de esos
ataques, no menos de mil setecientas personas han huido de sus comunidades.
Los colonos que llevan a
cabo estos ataques y secuestros no son en absoluto individuos aislados que se
coordinan de un modo improvisado. Como han podido constatar los comunitarios, su
actuación es muy organizada.
Durante las incursiones no
solo están equipados con armas de caza o con revólveres sino que también poseen
armas de guerra (M16 y AR15, pistola ametralladora Uzi). Actúan de manera
coordinada bajo la autoridad de los funcionarios, entre los que se incluye el
antiguo capitán del ejército sandinista Erasmo Flores. Trabajan agrupados en
unidades de varias decenas de hombres; se han contado hasta sesenta.
Flores ha exigido además a
los últimos colonos en llegar que eviten, bajo amenaza de molestias más graves,
cualquier negociación con las comunidades. Por otro lado, los miembros del
Centro por la Justicia y Derechos Humanos de la Costa Atlántica de Nicaragua y
especialmente Lottie Cunningham, la abogada que es el pilar de esta asociación,
han recibido numerosas amenazas de muerte por teléfono.
Estos incidentes no solo
son objeto de artículos en la prensa nicaragüense, sino que han sido juzgados
lo suficientemente graves como para que organizaciones de defensa de derechos
humanos nicaragüenses hayan llevado el asunto a la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos en Washington, que en enero de 2016 pidió al gobierno de
Nicaragua que protegiera a las poblaciones amenazadas por esos ataques, sin que
el Ejecutivo se dignara a actuar en este sentido, o siquiera a presentarse en
la audiencia.
Estos incidentes muestran
el resultado de la conjunción de la impotencia de una administración
desprovista de medios para hacer respetar las leyes en vigor y la corrupción de
algunos políticos locales.
Esta es, por otro lado, la
explicación que ha tratado de promover el gobierno de Daniel Ortega desde que
en septiembre de 2015 destituyera de sus puestos de diputados a Brooklyn Rivera
y a otros dos miembros del partido indígena yatama.
Según ellos, Brooklyn
Rivera y sus fieles, especialmente David Rodríguez, durante mucho tiempo a la
cabeza del registro de la propiedad del Atlántico Norte, serían los principales
responsables del tráfico de tierras y por tanto de todas las tensiones que se
derivan de él.
Al mirar más de cerca,
aparece un panorama completamente distinto: no el de actos de corrupción
puntuales, sino un sistema de corrupción generalizada, cuyo telón de fondo es
el viejo proyecto desarrollista de las élites nicaragüenses hispanohablantes de
revalorizar las tierras indígenas de las regiones de la Mosquitia incorporadas
a Nicaragua en 1894, y, en consecuencia, marginar a los habitantes amerindios y
descendientes de africanos.
Los gobiernos de Somoza
favorecieron la implantación de compañías bananeras, forestales y mineras.
Pretendieron hacer de esas tierras llamadas “nacionales”
el escenario de la reforma agraria abriéndolas a la colonización de los años
sesenta.
La revolución sandinista
(1979) retomó el proyecto prácticamente sin enmendarlo. Y no fue hasta el final
de la guerra civil (1982-1987) cuando aceptó instituir una autonomía regional
para garantizar a las comunidades indígenas y descendientes de africanos un
reconocimiento de los derechos territoriales colectivos.
Después, sin cuestionar
abiertamente las disposiciones jurídicas, el conjunto de los gobiernos
nicaragüenses, incluidos los de Daniel Ortega, de nuevo en el poder en 2006, no
ha tratado nunca de delimitar en serio los territorios de las comunidades y
menos de desalojar a los colonos que se habían instalado o a las compañías
forestales que explotaban de manera completamente ilegal reservas naturales
como las de Bosawás.
Miembros de las élites
liberales y sandinistas, como los antiguos dirigentes de los Contras, han sido y todavía son parte
activa del comercio clandestino de madera tropical. En ese contexto hay que
interpretar el tráfico de tierras, que no es un asunto exclusivo de los
miembros de yatama y de Brooklyn Rivera.
Steadman Fagoth también lo
toleró cuando era gobernador (1996-1998), diputado de la región (1997-2001) o
ministro de pesca del último gobierno de Ortega (2007-2012). Además, lo ha
practicado en su propio beneficio en la comunidad de la que es nativo, en el
Río Coco, San Esquipulas, donde se construyó un inmenso rancho de ganadería a
costa del resto de los habitantes.
Alba Rivera, la
gobernadora que sucedió a Fagoth, Myrna Cunningham –primera gobernadora de la
Región Atlántico Norte a finales de los años ochenta y después diputada
sandinista– y su hijo, Carlos Alemán, actual gobernador sandinista de la
región, han hecho lo mismo.
Así, tomando solo un
ejemplo reciente, en una región como Francia Sirpi, el jefe territorial local,
miembro del Frente Sandinista, Waldo Müller, trabaja mano a mano con el
gobernador vendiendo títulos ilegales a los colonos hispanohablantes.
“Todo sucede como si los hombres fuertes de la costa
atlántica, cualesquiera que sean sus filiaciones políticas o su pertenencia
étnica, considerasen que las leyes de autonomía y los derechos territoriales de
las comunidades locales fueran a caducar tarde o temprano”.
Multitud de comunitarios
también han reconocido la firma de este último en títulos de propiedad
presentados por colonos. Gente en el seno de los núcleos militares del Frente
Sandinista de Liberación Nacional del Atlántico Norte (FSLN) ha tenido el valor
de denunciar estas irregularidades ante el hombre fuerte de la nebulosa
sandinista en la costa, Lumberto Campbell, un criollo comandante de la
revolución, sin duda, el hombre más influyente del FSLN en la región. Este les
respondió que nadie tocaría ni a Müller ni a Alemán.
Todo sucede como si los
hombres fuertes de la costa atlántica, cualesquiera que sean sus filiaciones
políticas o su pertenencia étnica, considerasen que las leyes de autonomía y
los derechos territoriales de las comunidades locales fueran a caducar tarde o
temprano. Y en ese caso más vale tomar parte, tratar de enriquecerse y
garantizar una posición de influencia y poder.
Desde hace un cuarto de
siglo la receta es la misma. Primero, obtener tranquilamente un diezmo de todos
los que utilizan la zona de la Mosquitia para el tráfico clandestino: madera
–de caoba y pino–, las tierras y en determinadas ocasiones las drogas
–producidas en la localidad, como la mariguana, o que pasan rumbo a Estados
Unidos, como la cocaína–. En segundo lugar, garantizar su posición política o
en su defecto instalar un hombre de paja.
Todos siguen el juego. De
cara a las élites del Pacífico, pretenden ser los únicos capaces de dominar a “sus gentes” y los únicos, entonces, que
pueden orientar el voto de los habitantes en las elecciones y sobre todo en los
comicios presidenciales. A ese efecto reclaman medios para llevar la campaña in situ y que los más importantes de
entre ellos obtengan puestos de ministros, de diputados o de gobernadores y los
segundos asientos en el consejo regional y puestos de funcionarios.
Para demostrar que es
absolutamente necesario contar con ellos, algunos no dudan en forzar revueltas,
a veces armadas, a veces simples actos de vandalismo. Los habitantes de la
Mosquitia no se equivocan. Usan un nombre para designar a los traficantes de tierras:
los lagartos. Esos grandes depredadores perezosos que toman el sol en los
peñascos y en las aguas de los ríos mientras esperan a sus presas.
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