Luis Hernández Navarro
América Latina en
Movimiento
Publicado en La Jornada
México, 28 de enero de
2016
Hace casi veinte años, el 16 de febrero de 1996, en San Andrés
Sakam’chén de los Pobres, se firmaron los Acuerdos de San Andrés sobre Derechos
y Cultura Indígena. Sin fotografía de por medio, los zapatistas y el gobierno
federal estamparon su rúbrica en los primeros compromisos sustantivos sobre las
causas que originaron el levantamiento armado de los indígenas chiapanecos.
Aunque el gobierno federal
y los legisladores de la Comisión para la Concordia y Pacificación (Cocopa)
deseaban efectuar una ceremonia con bombo
y platillo, los comandantes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional
(EZLN) se negaron a echar las campanas al vuelo. En un discurso improvisado, el
comandante David explicó las razones de su negativa: Queremos que sea un acto sencillo. Nosotros somos sencillos, vivimos
con sencillez y así queremos seguir viviendo.
Tampoco aceptaron tomarse
la foto. “Llegamos –dijo el mismo
comandante David– a un acuerdo pequeño.
No nos dejemos engañar que sí se ha firmado la paz. Si no aceptamos firmar
abierta y públicamente es porque tenemos razón”.
Y, después de denunciar
las agresiones gubernamentales de las que habían sido objeto, y recordar que
siempre nos han pagado con traición nuestra lucha, advirtió: Hemos firmado por eso en privado. Es una
señal que mostramos al gobierno que nos ha lastimado. Y esa herida que nos ha
hecho nos ha lastimado.
Los acuerdos de San Andrés
se signaron en un momento de enorme agitación política en el país. Catalizado
por el levantamiento del EZLN, emergió un beligerante movimiento indígena
nacional. La devaluación del peso en diciembre de 1994 precipitó una enorme ola
de inconformidad y el surgimiento de vigorosos movimientos de deudores con la
banca. Los conflictos poselectorales en Tabasco y Chiapas se convirtieron en
reclamo nacional en favor de la democracia. El conflicto entre Carlos Salinas,
presidente saliente, y Ernesto Zedillo, el entrante, adquirió proporciones
mayúsculas.
La desconfianza rebelde de
ese 16 de febrero resultó premonitoria. Una vez que la ola de descontento
social fue neutralizada, el gobierno federal se desdijo de su palabra. El
Estado mexicano en su conjunto (es decir, los tres poderes) traicionó a los
zapatistas y los pueblos indígenas negándose a cumplir lo pactado. El pago de
la deuda histórica que el Estado tiene con los pueblos originarios fue
escamoteado. En lugar de abrirse las puertas para establecer un nuevo pacto
social incluyente y respetuoso del derecho a la diferencia, el Estado decidió
mantener el viejo statu quo. En vez
de reconocer a los pueblos indígenas como sujetos sociales e históricos y su
derecho a la autonomía se optó por hacer perdurar la política de olvido y
abandono.
El asunto no quedó allí.
De la mano de la decisión de no reconocer los derechos indígenas, se cerraron
las puertas para un cambio de régimen. San Andrés ofreció la oportunidad de
transformar radicalmente las relaciones entre la sociedad, los partidos
políticos y el Estado. En lugar de hacerlo, desde el gobierno y los partidos
políticos se impulsó una nueva reforma política al margen de la mesa de
Chiapas. Con el argumento de que vivíamos una normalización democrática se reforzó el monopolio partidario de la
representación política, se dejó fuera de la representación institucional a
muchas fuerzas políticas y sociales no identificadas con estos partidos y se
conservó, prácticamente intacto, el poder de los líderes de las organizaciones
corporativas de masas.
Lejos de arriar sus
banderas ante la traición, el zapatismo y el movimiento indígena mantuvieron su
lucha y su programa. En amplias regiones de Chiapas y en otros estados pasaron
a construir la autonomía de facto y a ejercer la autodefensa indígena. Como
hongos florecieron gobiernos locales autónomos, policías comunitarias,
proyectos productivos autogestivos, experiencias de educación alternativa,
recuperación de la lengua.
Simultáneamente, se
reforzó en todos sus territorios la resistencia ante el despojo y la
devastación ambiental. Desde hace dos décadas, los pueblos indígenas han sido
protagonistas centrales en el rechazo al uso de semillas transgénicas y la
defensa del maíz, la oposición a la minería a cielo abierto y la deforestación,
el cuidado de los recursos hídricos y el repudio a su privatización, así como a
la reivindicación de lo común. En condiciones muy desfavorables han impulsado
luchas ejemplares.
En los territorios
indígenas las reformas neoliberales y el saqueo de los recursos naturales han
topado con la acción organizada de las comunidades originarias. En diversas
regiones del país los proyectos depredadores han debido suspenderse o
posponerse hasta mejores tiempos como fruto de la lucha de los pueblos.
La decisión estatal de
hacer abortar la mesa de San Andrés e incumplir los acuerdos sobre derechos y
cultura indígenas precipitó la extensión y profundización de los conflictos
políticos y sociales al margen de la esfera de la representación institucional en
todo el país. Sus protagonistas están fuera o en los bordes de las
instituciones.
Mientras, el acuerdo
político alcanzado entre el gobierno y los partidos políticos en 1996 hizo
agua. La sociedad mexicana no cabe en el régimen político realmente existente.
La aprobación de las candidaturas independientes (reivindicada en la mesa de
San Andrés sobre democracia por el zapatismo y sus convocados) y la crisis de
la partidocracia tal como la conocemos han propiciado el surgimiento de fuerzas
centrípetas dentro de los mecanismos de representación política.
En esas circunstancias, no
nos extrañe que, a veinte años de la firma de los acuerdos de San Andrés,
surjan en el seno de los movimientos indígenas y de los excluidos nuevas formas
de hacer política, hasta ahora inéditas. Formas en la que tampoco se tomarán la
foto.
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