El complejo tejido de la comunalidad («Luchas y estrategias comunitarias: horizontes más allá del capital»)
Agencia SubVersiones
29 octubre, 2015
Por Valentina Valle, Ana
del Conde y Heriberto Paredes
El hecho de que el 1er Congreso
Internacional de Comunalidad 2015 «Luchas
y estrategias comunitarias: horizontes más allá del capital» tenga lugar en
una ciudad como Puebla es ya polémico –en el buen sentido de la palabra. Cada
detalle abona al planteamiento central del congreso, por eso resaltar que
Puebla es la capital de un estado gobernado por el panista Rafael Moreno Valle,
uno de los más funestos gobernantes en muchas décadas (y hay muchos ejemplos).
Puebla es un estado que tiene episodios contrastantes, por un lado experiencias
fundamentales de resistencia comunitaria a las concesiones mineras extranjeras,
particularmente en la Sierra Norte, por otro lado, los casos de represión han
sido atroces, como el caso de José Luis Tlehuatlie Tamayo, de 13 años, niño
originario de San Bernardino Chalchihuapan que murió a causa de una bala de
goma disparada por la policía antimotines en una penosa actuación; o el caso
del joven Ricardo Cadena, asesinado por pintar un grafitti en un muro; o el caso de las agresiones y amenazas a la
radio comunitaria La Chilenita en el municipio de Chilac. No acabaríamos con
los agravios a comunidades, con la serie de luchas por lo común y de
expresiones de comunalidad que permean esta ciudad y este estado, sede de este
basto congreso.
Decenas
de asistentes de diferentes partes del mundo asistieron a la convocatoria y
llenaron los espacios destinados para las mesas de trabajo, las conferencias
magistrales y las presentaciones de libros; los cafés del centro histórico
poblano rebosaban de personas provenientes de Oaxaca, Ciudad de México, Guerrero,
Chiapas, Colombia, Bolivia, Perú, Guatemala, Brasil, Chile, Argentina, Uruguay,
Estados Unidos, Sonora, Guadalajara, Francia, Alemania, Italia y muchos otros
lugares del planeta Tierra. Entre cemitas, mole poblano, dulces de leche y
tacos árabes, los debates comenzaron a dar como resultado no uno sino varios
enfoques respecto al tema central del congreso: la comunalidad.
Desde
el comienzo las expectativas eran muchas, las posibilidades infinitas. Porque
si de comunidad se trata, tal vez sea erróneo encuadrarla en una definición
clásica y tratar de categorizar las múltiples enseñanzas que se pueden
aprehender del vivir comunitario, algo que hasta ahora ha demostrado ser un
camino certero de construcción de alternativas frente al orden capitalista
imperante. No el único pero sí uno ampliamente recorrido por millones de
mujeres y hombres de pueblos originarios en las más inesperadas geografías.
Entre
los pasillos y el cigarro acompañado de café o mate, tras un saludo siempre
fraterno, los comentarios no esperaban: que si el libro que se presentará al
día siguiente, que si el trabajo de tal o cual persona, que si no se trata de
encerrar los conceptos sino de abrirlos a su reconstrucción constante, que si
los encuentros en congresos anteriores o futuros, las comparticiones
espontáneas y las bromas; algunos momentos de tensión, sobre todo porque la
organización de este gran evento requiere mucho cuidado y paciencia. Es decir
que como en toda comunidad, si no hay diversidad y conflicto no se avanza y no
se construye, y no nos dejaran mentir: quienes han estado construyendo parte de
su vida y pensamiento desde la comunalidad sabrán que las contradicciones y las
diferencias son el pan de cada día, no para pensarlas en forma negativa sino
para resaltar su riqueza.
Además
de los planteamientos más propositivos también existen preocupaciones que no
dejan de motivar la reflexión: ¿cómo hacerle frente a la ofensiva del
capitalismo salvaje? ¿cuál será la trinchera de la academia para abonar a la
construcción de proyectos de vida y evitar el anquilosamiento voraz que ha
sufrido? ¿cuál es el pensamiento crítico que permitirá crear conciencia y
abonar a la construcción de alternativas a tanta violencia y muerte? Es
imposible no cuestionarse a cada paso, este congreso tiene como objetivo no ser
un congreso más y motivar seriamente los cuestionamientos, los aportes a los
planteamientos de preguntas para que éstas permitan construir conocimiento. De
algo tienen que servir los mezcales y los tlacoyos, para cosas concretas debe
de servir tanto esfuerzo.
Antes
de continuar con algunas reflexiones surgidas de esta cobertura colectiva, tal
vez sería bueno plantear preguntas sueltas, interrogantes que podrían parecer
inconexas pero que en su sentido más profundo tienen una vinculación inherente:
¿Cómo neutralizamos al Estado?
¿Es posible articular las luchas más allá
de los momentos álgidos y la coyuntura?
¿Se puede hablar de una sustitución de la
política si lo comunitario –aquello que ha permitido la reproducción de la vida
material– transita del orden privado a lo público?
¿El progresismo
es colonialista?
«Hay
que juntarse y hacer mierda a esos gremios, no queda otra. Ojalá logremos
sacarlos del camino». A pesar de que el título de la mesa a la
que nos referimos es indicativo:
«Horizontes y resistencias comunitarias en
América Latina, más allá de los gobiernos ‘progresistas’, frente al Estado y
contra el capital»; fue de todas maneras una tremenda
decepción enterarnos de que esta cita no llevaba la firma de Ulises Ruiz, el
gobernador priísta que a finales de 2006 logró derrotar la «Comuna Oaxaqueña» con un uso desproporcionado de la fuerza, sino
la del presidente más pobre del mundo, el uruguayo Pepe Mujíca. El blanco, sin
embargo, era lo mismo, tratándose, como explicó Diego Castro Villaboa, de
maestros y estudiantes, una de las fuerzas más contundentes de oposición al
Frente Amplio. Este era de hecho el tema de esta discusión, que vio la
participación Huáscar Salazar Lohman, Eric Larson, Pavel López Flores, Silvia
Rivera Cusicanqui y Raquel Gutiérrez Aguilar: un análisis y crítica
constructiva no del discurso, sino de la realidad de los gobiernos así llamados
«progresistas».
En el
caso de Uruguay, para una definición del Frente Amplio, Castro Villaboa evoca
el sociólogo Alfredo Falero cuando habla de «acto
de masas más grande de la historia del país y al mismo tiempo fin de la lucha
contra el neoliberalismo». En su análisis, la base en que el modelo
progresista conforma su hegemonía, o sea la posibilidad de que el capital y la
condición de los trabajadores crezcan al mismo tiempo, resulta haber fracasado
rotundamente. Los ajustes salariales, las condiciones laborales impuestas a los
trabajadores y los recortes a los presupuestos públicos en sectores
fundamentales como la salud y las viviendas demuestran esta pérdida hegemónica
del progresismo. Además, el discurso que «lo
posible era lo garantizado por el gobierno y las demandas que iban a más eran
irreales, les hacían el juego a la derecha o no fortalecían el proceso de
cambio», confirmaron el Estado como sujeto de transformación,
institucionalizando los conflictos sociales y produciendo una forma política
muy liberal.
La
esperanza viene, sin embargo, de la propia base social del gobierno, porque «donde el frente amplio cierra, el
movimiento social abre, y se da un nuevo ciclo de lucha», sobretodo
manejado por los jóvenes, o sea el sector de la sociedad que no tiene un
vínculo afectivo con el Frente y que por esta razón se atreve a moverle una
crítica contundente y a trabajar en las grietas que paulatinamente va
encontrando en el sistema.
Ni en
la plática ni en el debate que siguió se hizo referencia a Gramsci, aunque al
escuchar este análisis no pudimos evitar recordarnos de su «revolución pasiva»,
este proceso político que tiene como objetivo la reforma del sistema desde
arriba y surge para disputar la dirección del cambio a las organizaciones
populares. En la visión gramsciana, de hecho, a un primer momento en que el
bloque dominante intenta frenar el cambio a través de la restauración, sigue el
transformismo. Y en este segundo momento, el gobierno –que en este caso sería
el gobierno progresista– recoge algunas de las demandas populares y las hace
suyas, adaptándolas previamente a sus propias necesidades.
Además,
fundamental porque se puede dar una revolución pasiva, es que el bloque
dominante acepte que las viejas instituciones, o medidas de solución de los
problemas sociales, ya no son suficientes ni adecuadas para mantenerlo en el
poder. Precisamente esta condición de conciencia de las clases dominantes de
que se necesita un cambio nos hizo pensar en Gramsci, porque como destaca Pablo
Dávila en el libro «Palabras para
tejernos, resistir y transformar», los ajustes macrofiscales y la
privatización del Estado que se impusieron en América Latina llevaron a una
movilización continental que originó los autodenominados gobiernos progresistas
de la primera década del 2000, junto con la presencia de fuertes movimientos
sociales. Las sociedades, según Dávalos, ya no estaban dispuestas a confrontar
sin resistencia el discurso de la crisis, sobretodo viendo cómo se protegieron
los responsables directos y la singularidad de esos momentos sería que
determinados proyectos antagónicos se disputan entre sí la victoria, pero todos
coincidiendo en el descrédito de las instituciones previas o en la necesidad de
superarlas.
La
lectura de Dávalos de este momento histórico que él llama «posneoliberalismo», donde la acumulación capitalista se
caracteriza por el despojo territorial, el control social, la criminalización a
la resistencia política en un contexto de globalización financiera y
especulativa, se nos hizo interesante no sólo porque permite establecer un
punto de encuentro entre la denuncia del fracaso progresista y la revolución
pasiva gramsciana, sino también porque la misma categoría analítica se puede
aplicar a un sector que florece más y más con el pasar de los años, el de los
derechos humanos:
Las
democracias latinoamericanas fueron poco a poco recuperando espacios e
imponiendo un discurso de derechos humanos como política de Estado, de forma
independiente a la conducción de la economía. Mientras más hablaban de derechos
humanos más legitimidad tenían estas democracias. El discurso de los derechos
humanos se convirtió en un discurso movilizador y legitimador del modelo de
dominación política que se estaba poniendo en marcha en la región. Mientras más
se avanzaba en materia de derechos humanos más se perdía de vista el rol de la
violencia del mercado como regulador social. De esta manera se produjeron fracturas
radicales entre el discurso político que convergía hacia un enfoque de derechos
humanos y la economía que trasladaba las decisiones de soberanía política y
territorial hacia los inversionistas y sus inversiones.
Esta
reflexión sigue con la denuncia de la suscripción por parte de todos los
gobiernos de América Latina de un enfoque de derechos humanos alejado de toda
conflictividad política como fueron los «Objetivos
de Desarrollo del Milenio» que permitieron criminalizar las formas de
resistencia y movilización que salían del marco establecido por las Naciones
Unidas. La posibilidad de considerar terroristas todas las organizaciones
sociales que se oponen al «desarrollo»
tiene que ver directamente con la imposición del modelo
capitalista-extractivista y constituye la amenaza tal vez más graves a los
dirigentes sociales y populares que defienden el territorio, la comunidad y
comunalidad, en una dicotomía siempre más fuerte entre las demandas de los movimientos
sociales y las supuestas respuestas de los gobiernos progresista. En este
sentido el caso de Bolivia es emblemático, con el caso de la imposición por
parte del gobierno Morales de la carretera del TIPNIS, un proyecto del costo de
415 millones de dólares financiado por Brasil.
La
ponencia de Salzar Lohman de hecho va en este sentido, con una reflexión sobre
la legitimación del gobierno que ocurre en larga medida afuera de las fronteras
nacionales. El estudioso de la Sociedad Comunitaria de Estudios Estratégicos habla
de derechización del Movimiento Al Socialismo (MAS), donde se registra un
fuerte impulso de dinámica capitalista que se opone a la organización
comunitaria. En este contexto, «la
izquierda se ha quedado sin palabras y su discurso no corresponde a la práctica».
También
Silvia Rivera Cusicanqui relata cómo «se
ha ido desmoronando la posibilidad de cambio del gobierno desde 2006,
frustrando uno de los puntos más interesantes de la que parecía ser una nueva
propuesta, o sea la producción de una política sin partidos». El referente
más inmediato de esta política son, según Rivera Cusicanqui, las experiencias
comunitarias gremiales de La Paz, que la autora analiza en el libro «Los artesanos libertarios y la ética del
trabajo», donde se tratan temáticas como la memoria y la reconstrucción,
las juntas vecinales, el liderazgo rotativo, la asamblea participativa y la
recuperación del idioma como ejes de la resistencia. Planteando la
necesidad/posibilidad de «reinventar la
comunidad en pequeña escala, en las grietas del sistema» la estudiosa une
memoria andina y lucha urbana, sobretodo anarquista, en un ejercicio constante
de mantener viva la memoria y resistir a las agresiones a las comunidades. Un «NO» rotundo a esta invasión y despojo
que suena también en las palabras de Raquel Gutiérrez Aguilar, cuando habla de
la importancia del veto, acompañado por la posibilidad de discutir y poner en
crisis los puntos fundamentales del pensamiento capitalista.
Las
pistas de investigación y reflexión abiertas durante las poco más de dos horas
que duró esta mesa de trabajo fueron múltiples y extremamente interesantes.
Como el análisis de Pablo Mamani Ramírez sobre la superación de los marcos de
izquierda y derecha identificables en los proyectos de modernidad socialista y
capitalista, que se revelan tan importantes por ejemplo al examinar el contexto
boliviano, donde cabe destacar que existen pensamientos Otros, como el
katarismo-indianismo, que tienen posibilidades históricas y experiencias de
vida social o económica que van más allá de esta clasificación surgida en el
occidente europeo durante la revolución francesa.
O como
la consideración de un asistente a la conferencia que destacó cómo el mismo
concepto de progresismo se puede considerar como una forma de colonialismo, en
el momento en que la búsqueda de un desarrollo con inclusión social conlleva
una idea de progreso que etiqueta las comunidades en resistencia como, para
usar una expresión de Mamani Ramírez, «no
coetáneas». Parecen escucharse las palabras de Gustavo Esteva, cuando habla
de la «invención del subdesarrollo» el día 20 de enero de 1949, el día en que
Harry S. Truman, presidente de los Estados Unidos, tomó posesión y dos mil
millones de personas se volvieron subdesarrolladas. Ese día, nos dice Esteva,
estas dos millones de personas dejaron de ser lo que eran, en toda su
diversidad, y se convirtieron en un «espejo
que reduce la definición de su identidad, la de una mayoría heterogénea y
diversa, a los términos de una minoría pequeña y homogeneizante». Tal vez
los gobiernos progresistas, al quererse «desarrollar demasiado», hayan subido
la misma suerte.
Tensiones de lo
«común» como concepto
Los conceptos dentro de la academia, así
como en la práctica diaria, son útiles para poder nombrar aquello que experimentamos,
los eventos que resistimos y los objetivos por los que luchamos. De esta forma,
al denominar de una u otra forma un concepto, la palabra que presentamos toma
sentido no sólo dentro de un ámbito lingüístico, sino también como episteme
social. Sin embargo, todos los conceptos se definen por una dualidad individual
y colectiva. Ambas aproximaciones son tan necesarias como complementarias, pero
al mismo tiempo su coexistencia invita a tensiones y oposiciones.
Poner
el concepto de «comunalidad» como eje
central de análisis y conversación dentro de un congreso, inevitablemente
invita a los participantes a compartir tanto sus perspectivas como sus
experiencias. Así, el concepto provoca, tensiona. Sin embargo, como bien
estableció Carolina Vásquez dentro del simposio en memoria a Floriberto Díaz, «Reflexiones sobre la Comunalidad desde las
Mujeres Indígenas», si no tensionamos no cuestionamos nuestro propio lugar
y por eso es indispensable que presentemos nuestras perspectivas: para hacer
que otros se tensionen y cuestionen.
De este
modo, el 1er Congreso Internacional de Comunalidad 2015 nos ha
tensionado y nos ha provocado a cuestionar desde su primera conferencia
magistral. El cuestionamiento de John Holloway al decir «NO» generó una oleada de reacciones, positivas y negativas. ¿A
quién iba dirigido ese «NO»? Él «NO» iba dirigido a todos, Holloway
buscó tensionarnos a todos. Así, Holloway comienza su ponencia diciendo:
«Siento que hay algo que falta, y lo que
falta, tal vez, es el no. Y lo que
quiero decir con eso es que tengo una preocupación cuando veo el programa del
evento porque siento que en el programa hay un consenso máximo y el consenso
máximo me da miedo».
A
través de este cuestionamiento, y a lo largo de su ponencia, Holloway nos
invita no solamente a generar un lenguaje que parta de las luchas para luego
repetirlo en otras luchas, sino también para «criticarlo, cuestionarlo, y tal vez, darle otra dimensión». Para
Holloway «lo común» no existe como sustantivo, sino se queda en una dimensión
de verbo. Una dimensión antagónica que resiste al sistema anti-capitalista,
pero por lo mismo, hablar de «lo común»
para él no es hablar de algo que existe, sino simplemente es hablar de un
antagonismo.
Sin
embargo, estos planteamientos chocan e interrumpen de forma súbita aquello en
lo que muchos creen, aquello por lo cual muchos luchan. Las reacciones se
hicieron saber de forma inmediata con expresiones claras y contundentes. Sin
embargo, como bien planteó Silvia Rivera Cusicanqui como réplica dentro de la
mesa:
«Hay problemas que nos enfrentan y es
importante que estos problemas nos hayan saltado a la luz desde la primera mesa
porque es muy importante generar consenso. Lo que hay son anhelos, son
preguntas, son dudas, y creo yo, son tentativas de ir abriendo camino».
De esta
forma, el Congreso, a través de sus cuatro días intensos de mesas, discusiones,
debates e intercambios abre ese espacio, ese camino para buscar lenguajes que
generen conversación. Y tal vez no para que se genere un lenguaje común, pero
sí para que a través de generar esas conversaciones se pueda, como planteó
Márgara Millán, «tejer los desacuerdos».
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