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Brasil el día después: cerró el mundial de fútbol 2014 igual que lo abrió, con las gradas abucheando a Dilma Rousseff

Fuente: Nueva Tribuna
16-07-2014

El día después: Brasil cerró el mundial de fútbol 2014 igual que lo abrió, con las gradas abucheando a la presidenta Dilma Rousseff

Brasil cerró el mundial de fútbol 2014 igual que lo abrió: con las gradas abucheando a la presidenta Dilma Rousseff y detenciones y protestas minoritarias en las calles. Sin embargo, algo parece haber cambiado en estas últimas semanas. Los brasileños llegaron al comienzo de la competición apáticos, con la resaca de la ola de movilizaciones con que hace un año criticaron los muchos problemas que sigue arrastrando el país del milagro económico, pero distanciados de las nuevas protestas que se convocaban bajo el acoso de la violencia policía y de unos medios que insistían en descalificarlas como radicales. Sin embargo, cuando el balón comenzó a rodar, los brasileños, fieles a su pasión futbolística, dieron una tregua a su soterrado malestar.
Conforme el equipo canariho empezó a superar a trancas y barrancas partidos, los brasileños fueron desempolvando esa particular versión del patriotismo que es el ufanismo. Las calles se llenaron de camisetas amarillas y banderas y las evoluciones sobre el terreno de juego de Thiago Silva, Marcelo Vieria, Julio Cesar, Hulk y, sobre todo, Neymar, les hicieron recuperar el orgullo de “impávido coloso” que cantaba ese himno con el que los torcedores hacían vibrar cada arranque de partido. Es cierto que lo hacían sin la fantasía que en otros tiempos caracterizó el fútbol brasileño. Pero, sin duda, si algo hacen los tiempos es cambiar. Y en los nuevos tiempos del Brasil potencia económica priman más los resultados que la poesía.
De este modo, con pragmatismo, suerte y a veces alguna ayuda arbitral, la selección de Luiz Felipe Scolari, Felipão, fue ajustándose al guion previsto. Y la presidenta Dilma Rousseff se encargaba de recordar desde las redes sociales que el mundial confirmaba en la cancha de juego el éxito de un país que era referente internacional, que había logrado combinar crecimiento y combate a la pobreza. Un país que recuperaba la ilusión, relegando las gritos que hace un año en las calles denunciaban las carencias de los servicios públicos, la falta de viviendas, la persistencia de desigualdades o una estructura política que pervierte demasiadas veces el desarrollo democrático con pactos antinatura y corrupción.
Todo ello fue limitándose a las críticas de unas centenas de izquierdistas que se manifestaban voluntariosamente contra los gastos de la Copa hasta que la policía, mucho más numerosa que los manifestantes, se encargaba de disolver a golpe de porra y gas pimienta. De este modo, la película iba llegando a su final programado con una selección recuperando la gloria en el Maracaná pocas horas después de que Rousseff se proyectara como la gran estadista internacional reuniendo a los líderes de los Bric para analizar la marcha del mundo. Y en eso llegó el desastre. Primero, Neymar caía lesionado. Luego la selección alemana se cruzó en su camino con siete goles que dejaron a Brasil –selección y sociedad- como a un boxedor noqueado que permanece en pie sin saber en qué parte de la lona desplomarse.
La violencia, tantas veces anunciada antes del mundial, finalmente hizo aparición. Pero no surgió de radicales anarquistas de los Black Bloc como se predecía, sino de virulentos torcedores iracundos tras la humillación sufrida por el equipo de Löw. Aunque no fue un fenómeno generalizado, hubo peleas y algunos saqueos en Belo Horizonte, Curitiba o Salvador. En Recife, unidades de caballería de la policía tuvieron que intervenir en las Fan Fest, los espacios habilitados para la fiesta en las ciudades sede de la competición. En São Paulo, decenas de autobuses fueron incendiados.
Y el mismo desconcierto se apoderó de la presidenta cuyas soflamas futbolísticas desaparecieron durante horas de las redes sociales mientras sus asesores buscaban desesperados mensajes alternativos. Finalmente se impuso la idea fuerza de subrayar el éxito organizativo del evento, la normalidad con que había funcionado todo frente al caos que algunos auguraban para la Copa y lo felices que se iban los turistas. En realidad, el discurso llegaba como una especie de premio de consolación, como ese tercer puesto que el equipo de Felipão le disputó a Holanda y que ni siquiera lograron conseguir. No es extraño que Dilma Rousseff rebuscara por sus mangas un último as como su alucinada iniciativa de reunir en Maracaná al presidente ruso Vladimir Putin y su homólogo ucraniano Petro Poroshenko para buscar una salida al conflicto en la región rusófona.
Ante esta perspectiva, no es extraño que se recibiera con alivio la victoria de Alemania en la Copa sobre sus eternos rivales futbolística y sociológicamente. Una hipotética victoria argentina en Maracaná hubiera sido ya una perspectiva insoportable para la gran mayoría de brasileños que no dudaron en volcarse a favor del equipo que unos días antes les propinó la mayor humillación deportiva de su historia. Y mientras esto sucedía, Rousseff improvisaba un aparente éxito de la reunión del Bric con la creación de un banco por estos países emergentes que, sin embargo, no atraviesan su mejor momento económico. Un logro tímido y no exento de dudas que no le iba a librar de los abucheos en el Maracaná.
Hoy, en cualquier caso, Brasil se despertó definitivamente tras el sueño -y la reseca- de la Copa. Y lo hace con los mismos problemas de transporte, salud, educación, violencia, corrupción y vivienda de hace un mes. Pero también con unos ciudadanos algo más deprimidos tras ver como sus aspiraciones de gran potencia se desvanecían precisamente en aquello que más íntimamente les identifica: el fútbol. El correctivo alemán, unido a la apatía y desencanto dejados tras las protestas de hace un año, le habrían devuelto a un estado de mayor modestia. Algunos incluso han ido más allá estos días y consideran que tras la derrota el país que se presentaba oficialmente como el paraíso de una nueva y precaria clase media, volvía a sumergirse en el complejo de vira-lata (perro sin raza) según la expresión acuñada por el escritor Nelson Rodrigues para designar la supuesta falta de autoestima de los brasileños.
La incógnita ahora es saber cómo este cúmulo de realidades y sensaciones pueden afectar al país. Especialmente teniendo en cuenta que Brasil afrontará el próximo octubre unas elecciones presidenciales donde Dilma Rousseff aspira a revalidar el cargo. Por lo pronto, los expertos no se ponen de acuerdo en cómo puede influir lo vivido durante la Copa en los resultados de las urnas. Es cierto que la presidenta, pendiente de una variopinta red de alados políticos, no ha dejado de caer en las encuestas de opinión desde hace un año. Tanto que no son pocas las voces en el Partidos dos Trabalhadores (PT) que se han mostrado partidarias de que Luiz Inacio Lula da Silva vuelva a la primera línea de la política. Sin embargo, también es verdad que ninguno de sus contrincantes, ni por la derecha ni por la izquierda, parece por el momento cuestionar su reelección, incluso sin necesidad de una segunda vuelta.
Por eso, el mayor temor del PT por el momento no es tanto que sus oponentes crezcan ligeramente, como el clima de apatía y depresión que se respira en el país y del que no escapan sus votantes. Tal vez por ello el mismo día de la final, el partido lanzó en las redes sociales un llamamiento en contra de la abstención y los votos nulos o en blanco. Combatir ese desánimo es hoy por hoy la principal preocupación de los petistas y de la propia Rousseff para superar la prueba de las urnas. Y quién sabe, hasta tal vez poder resarcirse del fracaso del mundial en el próximo reto: las Olimpiadas de Rio de Janeiro en 2016.

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