Brasil el día después: cerró el mundial de fútbol 2014 igual que lo abrió, con las gradas abucheando a Dilma Rousseff
Fuente: Nueva Tribuna
http://www.nuevatribuna.es/articulo/culturas-hispanicas/brasil-dia-despues/20140714235200105186.html
16-07-2014
El día
después: Brasil cerró el mundial de fútbol 2014 igual que lo abrió, con las
gradas abucheando a la presidenta Dilma Rousseff
Brasil
cerró el mundial de fútbol 2014 igual que lo abrió: con las gradas abucheando a
la presidenta Dilma Rousseff y detenciones y protestas minoritarias en
las calles. Sin embargo, algo parece haber cambiado en estas últimas semanas.
Los brasileños llegaron al comienzo de la competición apáticos, con la resaca
de la ola de movilizaciones con que hace un año criticaron los muchos problemas
que sigue arrastrando el país del milagro económico, pero distanciados de las
nuevas protestas que se convocaban bajo el acoso de la violencia policía y de
unos medios que insistían en descalificarlas como radicales. Sin embargo, cuando el balón comenzó a rodar, los
brasileños, fieles a su pasión futbolística, dieron una tregua a su soterrado
malestar.
Conforme el equipo canariho empezó a superar a trancas y
barrancas partidos, los brasileños fueron desempolvando esa particular versión
del patriotismo que es el ufanismo. Las calles se llenaron de camisetas
amarillas y banderas y las evoluciones sobre el terreno de juego de Thiago Silva, Marcelo Vieria, Julio Cesar,
Hulk y, sobre todo, Neymar,
les hicieron recuperar el orgullo de “impávido
coloso” que cantaba ese himno con el que los torcedores hacían vibrar cada
arranque de partido. Es cierto que lo hacían sin la fantasía que en otros
tiempos caracterizó el fútbol brasileño. Pero, sin duda, si algo hacen los
tiempos es cambiar. Y en los nuevos tiempos del Brasil potencia económica
priman más los resultados que la poesía.
De este modo, con pragmatismo, suerte y a veces alguna ayuda
arbitral, la selección de Luiz
Felipe Scolari, Felipão,
fue ajustándose al guion previsto. Y la presidenta Dilma Rousseff se encargaba
de recordar desde las redes sociales que el mundial confirmaba en la cancha de
juego el éxito de un país que era referente internacional, que había logrado
combinar crecimiento y combate a la pobreza. Un país que recuperaba la ilusión,
relegando las gritos que hace un año en las calles denunciaban las carencias de
los servicios públicos, la falta de viviendas, la persistencia de desigualdades
o una estructura política que pervierte demasiadas veces el desarrollo
democrático con pactos antinatura y corrupción.
Todo ello fue limitándose a las críticas de unas centenas de
izquierdistas que se manifestaban voluntariosamente contra los gastos de la
Copa hasta que la policía, mucho más numerosa que los
manifestantes, se encargaba de disolver a golpe de porra y gas pimienta. De
este modo, la película iba llegando a su final programado con una selección
recuperando la gloria en el Maracaná pocas horas después de que Rousseff se proyectara como la gran estadista internacional reuniendo a
los líderes de los Bric para analizar la marcha del mundo. Y en eso llegó el
desastre. Primero, Neymar caía
lesionado. Luego la selección alemana se cruzó en su camino con siete goles que
dejaron a Brasil –selección y sociedad- como a un boxedor noqueado que permanece
en pie sin saber en qué parte de la lona desplomarse.
La violencia, tantas veces anunciada antes del mundial,
finalmente hizo aparición. Pero no surgió de radicales anarquistas de los Black
Bloc como se predecía, sino de virulentos torcedores iracundos tras la
humillación sufrida por el equipo de Löw.
Aunque no fue un fenómeno generalizado, hubo peleas y algunos saqueos en Belo
Horizonte, Curitiba o Salvador. En Recife, unidades de caballería de la policía
tuvieron que intervenir en las Fan Fest,
los espacios habilitados para la fiesta en las ciudades sede de la competición.
En São Paulo, decenas de autobuses fueron incendiados.
Y el mismo desconcierto se apoderó de la presidenta cuyas
soflamas futbolísticas desaparecieron durante horas de las redes sociales
mientras sus asesores buscaban desesperados mensajes alternativos. Finalmente
se impuso la idea fuerza de subrayar el éxito
organizativo del evento, la normalidad
con que había funcionado todo frente al caos que algunos auguraban para la Copa
y lo felices que se iban los turistas. En realidad, el discurso llegaba como
una especie de premio de consolación, como ese tercer puesto que el equipo de
Felipão le disputó a Holanda y que ni siquiera lograron conseguir. No es
extraño que Dilma Rousseff rebuscara por sus mangas un último as como su
alucinada iniciativa de reunir en Maracaná al presidente ruso Vladimir Putin y su homólogo ucraniano
Petro Poroshenko para buscar
una salida al conflicto en la región rusófona.
Ante esta perspectiva, no es extraño que se recibiera con
alivio la victoria de Alemania en la Copa sobre sus eternos rivales
futbolística y sociológicamente. Una hipotética victoria argentina en Maracaná
hubiera sido ya una perspectiva insoportable para la gran mayoría de brasileños
que no dudaron en volcarse a favor del equipo que unos días antes les propinó
la mayor humillación deportiva de su historia. Y mientras esto sucedía,
Rousseff improvisaba un aparente éxito de la reunión del Bric con la creación
de un banco por estos países emergentes que, sin embargo, no atraviesan su
mejor momento económico. Un logro tímido y no exento de dudas que no le iba a
librar de los abucheos en el Maracaná.
Hoy, en cualquier caso, Brasil se despertó definitivamente
tras el sueño -y la reseca- de la Copa. Y lo hace con los mismos problemas de
transporte, salud, educación, violencia, corrupción y vivienda de hace un mes.
Pero también con unos ciudadanos algo más deprimidos tras ver como sus
aspiraciones de gran potencia se desvanecían precisamente en aquello que más
íntimamente les identifica: el fútbol. El correctivo alemán, unido a la apatía
y desencanto dejados tras las protestas de hace un año, le habrían devuelto a
un estado de mayor modestia. Algunos incluso han ido más allá estos días y
consideran que tras la derrota el país que se presentaba oficialmente como el
paraíso de una nueva y precaria clase media, volvía a sumergirse en el complejo
de vira-lata (perro sin raza) según la expresión acuñada por el escritor Nelson Rodrigues para designar
la supuesta falta de autoestima de los brasileños.
La incógnita ahora es saber cómo este cúmulo de realidades y
sensaciones pueden afectar al país. Especialmente teniendo en cuenta que Brasil
afrontará el próximo octubre unas elecciones presidenciales donde Dilma
Rousseff aspira a revalidar el cargo. Por lo pronto, los expertos no se ponen
de acuerdo en cómo puede influir lo vivido durante la Copa en los resultados de
las urnas. Es cierto que la presidenta, pendiente de una variopinta red de
alados políticos, no ha dejado de caer en las encuestas de opinión desde hace
un año. Tanto que no son pocas las voces en el Partidos dos Trabalhadores (PT)
que se han mostrado partidarias de que Luiz Inacio Lula da Silva vuelva a la primera línea de la
política. Sin embargo, también es verdad que ninguno de sus contrincantes, ni
por la derecha ni por la izquierda, parece por el momento cuestionar su
reelección, incluso sin necesidad de una segunda vuelta.
Por eso, el mayor temor del PT por el momento no es tanto
que sus oponentes crezcan ligeramente, como el clima de apatía y depresión que
se respira en el país y del que no escapan sus votantes. Tal vez por ello el
mismo día de la final, el partido lanzó en las redes sociales un llamamiento en
contra de la abstención y los votos nulos o en blanco. Combatir ese desánimo es
hoy por hoy la principal preocupación de los petistas y de la propia Rousseff
para superar la prueba de las urnas. Y quién sabe, hasta tal vez poder
resarcirse del fracaso del mundial en el próximo reto: las Olimpiadas de Rio de
Janeiro en 2016.
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