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México: la política en el mundo se ha convertido el en reino de la fuerza, la imposición, la ley del garrote.

Sábado, 21 de diciembre de 2013
Es lo que se llaman políticas de fuerza, me comentó hace años un luchador social bastante experimentado, a propósito de la imposición de un relleno sanitario que inició como basurero a cielo abierto en El Tronconal, afectando al río que servía aguas abajo a poblados rurales, como Chiltoyac, del municipio de Xalapa, Veracruz.
La ciudadanía está pulverizada, me dijo otro luchador social más joven pero también experimentado, comentando las movilizaciones ciudadanas en diversos países de “primer mundo” desoídas por la coalición encabezada por los Estados Unidos para bombardear Afganistán (y volverla país punta en producción de drogas) e Irak (poseedor de una droga cara a la industria: petróleo).
De la escala micro a la planetaria, la política en el mundo se ha convertido el en reino de la fuerza, la imposición, la ley del garrote. Los partidarios de la real politik dirán que siempre ha sido así, pero veníamos de un periodo en el cual los poderes habían parecido ceder a ciertos niveles de consenso, al menos era, y es aún para algunos despistados, moda la palabra “democracia”.
Pero en México la democracia nació muerta: si se mira desde las decisiones del poder, desde lo más electorero (fraudes e imposiciones en 1988, 2006, 2012); represiones sangrientas (muchas desde 1968 hasta el sexenio sangriento de Calderón y el PAN y lo que va de este sexenio); y, en particular, desde los años 2000 a la fecha, cada movilización ha sido desoída: Atenco logró echar abajo una expropiación de tierras pero el gobierno federal y mexiquense se vengaron cruentamente en 2006 y siguen acosando a los campesinos para imponer sus proyectos; la Marcha del Color de la Tierra fue desoída en 2001 por toda la clase política y la traición a los acuerdos de San Andrés fue apenas el primer paso en la escalada paramilitar y contrainsurgente que acosa a las comunidades indígenas hoy; las huelgas estudiantiles de la UNAM fueron desactivadas con una combinación de suspensiones de cobro de cuotas y represión, para luego ir imponiendo las cuotas de facto (vía cuotas “voluntarias”). Las movilizaciones electorales contra los fraudes han sido masivas y también desoídas en los años ya mencionados. El Movimiento Por la Paz con Justicia y Dignidad fue desoído, desairado, y además calumniado y golpeteado incluso por la izquierda electorera que no puede ver crecer a las izquierdas que no se le subordinan.
Excepto triunfos inmediatos (a la postre, vengados o minados por el poder) las grandes movilizaciones en México han sido, una y otra vez, primero: no escuchadas, tratadas con diálogos fingidos, acuerdos traicionados, combinando esta política con la represión (militantes del Movimiento por la Paz asesinados, escalada paramilitar antizapatista en varias etapas, etc.), y a la larga, el poder ha ido consiguiendo lo que se proponía: imponer sus decisiones.
El crecimiento de la sociedad en su conciencia ciudadana, de los derechos humanos, de las opciones de cambio, ha sido burlado mediante políticas de fuerza. La enorme violencia desplegada, para no ir más lejos, entre 1968 y las víctimas del sexenio trágico del calderón-panismo y el represivo inicio de este sexenio neopriísta, ha sido una respuesta a la movilización popular y ciudadana, y asimismo, el recurso más eficaz para imponer el México Frankenstein de los Tratados de Libre Comercio, el neoliberalismo vándalo destructor del país, la enorme sangría contra el pueblo mexicano, el saqueo de sus recursos, la destrucción del campo, la contaminación y el daño irreversible de sus aguas, su maíz (con transgénicos), y una involución general que ha arrastrado al país a una postración como no conoció quizá ni bajo las invasiones extranjeras del siglo XIX.
Lo que vivimos entre el gobierno de Miguel de la Madrid y el actual, incluyendo los gobiernos federales y estatales panistas y perredistas (todos) es una contrarrevolución: la destrucción de todo lo que significó la consolidación del Estado mexicano entre el juarismo y el gobierno de Lázaro Cárdenas, incluidas todas las luchas populares que habían arrancado al poder en México los derechos colectivos, de los cuales ha ido siendo despojada la Constitución mexicana. Literalmente, tanto el territorio nacional como la Carta magna hoy pueden ser descritos con una frase nahua de La visión de los vencidos: “nuestra herencia es una red de agujeros”.
El panorama es un territorio y una nación derrotados, con islotes de resistencia acosados por el poder formal y los poderes de facto con los que aquél cogobierna. La situación es aún más grave que la dibujada por las retóricas del activismo.
Los valores (antivalores) del colonialismo han permeado incluso al discurso de la izquierda electoral, que se opone a medidas neoliberales solamente cuando no tiene ella el poder ejecutivo, porque entonces encabeza alegremente el vandalismo contra la nación, como lo hizo en estados como Baja California Sur, Zacatecas, el Distrito Federal o los países del sureste como Chiapas, Oaxaca, Guerrero y Michoacán.
Es sintomático que las resistencias que aún se mantienen en pie son las que no han desdeñado usar la fuerza para defender su territorio y espacio vital: zonas indígenas, campesinas, rurales, con una parte de su población en armas, pero sobre todo: organizadas y dispuestas a resistir a todo trance.
En la medida en que las organizaciones han cedido más a las condiciones o reglas de juego impuestas por el Consenso de Washington, bajo pretexto de que vivimos una “transición a la democracia”, las izquierdas están en un callejón sin salida: el juego limpio no es respetado y la corrupción coopta sus cuadros o la contagia con la inclusión de cuadros corrompidos dentro del sistema, y lo único que se le permite es jugar el papel del derrotado o el cómplice en la historia de las imposiciones y políticas de hecho y de fuerza.
Ante ello, la violencia espontánea a veces parece más una salida desesperada que una respuesta política consciente, pero detrás del garabato hay una intuición: las políticas de fuerza solamente pueden responderse con fuerza. La fuerza no es necesariamente violencia. Las manifestaciones masivas pacíficas son una demostración de fuerza, pero dado que la ciudadanía está pulverizada y la movilización masiva es para los poderes de facto como el Fantasma de Canterville, la sociedad mexicana está entre dos salidas bloqueadas: el civilismo, que ha sido desoído, boicoteado, corrompido, desalentado y frustrado, y la violencia, para la cual el Estado mexicano, incluidos los gobiernos que le quedan a la izquierda, se ha preparado meticulosamente con la militarización y la violencia institucional (incluidas las reformas legales ad hoc).
Si solamente hay esos dos caminos: urnas o violencia, entonces todos los caminos están cerrados y el pueblo mexicano está atrapado. La política de abajo, que no renuncia a la fuerza sino que la ejerce, solamente puede seguir teniendo opciones, y hasta una posible recuperación de la iniciativa, si rompe con el simplismo que dice: los dos caminos de la política son urnas y armas. Ese simplismo político (compartido por todo el espectro político arriba: de PAN a Morena) es el primer enemigo a derrotar. Si logramos entender que incluso sin esos dos caminos hay muchas otras cosas para hacer, entonces al menos seguir luchando desde una izquierda social, popular, sigue siendo posible.
Nuestra resiliencia depende de demostrar que la falsa disyuntiva urnas o armas puede y debe ser superada.

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