Escrito por Luis
Hernández Navarro
Martes, 24 Diciembre
2013
En las élites mexicanas soplan aires similares a
los que corrían hace 20 años. Al igual que hoy le sucede a Enrique Peña Nieto,
Carlos Salinas de Gortari se sentía entonces invencible. Su proyecto para
reformar México de manera autoritaria y vertical avanzaba sin mayores
obstáculos, y se publicitaba como la superación de mitos y atavismos
históricos. Había puesto ya los cimientos de un poder transexenal. Sus índices
de aprobación en la opinión pública se encontraban por las nubes.
Las reformas al artículo 27
constitucional, que privatizaron el ejido y abrieron el paso a la concentración
de la tierra en el campo, se aprobaron sin mayores contratiempos. Lo mismo
sucedió con la modificación del artículo 130, que concedió derechos políticos
al clero. Al firmar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN)
se anunció una era de abundancia, progreso y bienestar.
El salinismo se creía eterno.
No había más reformas que la suyas. No tenía frente a sí una oposición capaz de
resistir su embate. El Partido de la Revolución Democrática (PRD) perdió
abrumadoramente las elecciones intermedias de 1991, y más de 300 de sus
militantes fueron asesinados. En los vertederos políticos se discutían asuntos
como el de cambiar el nombre del país, argumentando que los organismos
financieros internacionales lo identifican como México, y el TLCAN fue firmado
con este nombre.
El surgimiento del Ejército
Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en enero de 1994 trastocó drásticamente
ese panorama. Descarriló el proyecto transexenal del salinismo, dinamitó el
presidencialismo autoritario, puso en el centro de la agenda pública la
cuestión indígena, desenmascaró como una farsa el proyecto gubernamental de
combate a la pobreza, abrió espacios para que una amplia variedad de fuerzas
políticas y ciudadanas bloqueadas políticamente se expandieran, obligó la ciudadanización del
Instituto Federal Electoral (IFE), sentó las bases para la reforma política de
1996, acabó con el reinado de los dos bloques político-culturales hegemónicos y
oxigenó el debate público sobre el destino del país.
El alzamiento zapatista ganó,
en muy poco tiempo, una enorme legitimidad social, que le fue reconocida
política y jurídicamente, primero en los Diálogos de la Catedral, y después en
la Ley para el Diálogo, la Conciliación y la Paz digna en Chiapas. Esa adhesión
a su causa no fue ajena a los devastadores efectos de las
reformas modernizadoras del salinismo entre amplios sectores de la
población. Muchos damnificados vieron a los insurgentes como sus vengadores.
Los rebeldes justificaron el levantamiento armado, en parte, en la
contrarreforma al 27 constitucional y la firma del TLCAN.
El surgimiento del zapatismo
no frenó el ciclo de reformas neoliberales, pero sus promotores se vieron
obligados a retardarlas. Aunque hizo evidente una crisis de representación
política en la que la sociedad no cabe en el régimen, y fue un factor real para
empujar la alternancia política, no tuvo la fuerza suficiente para limitar la
partidocracia. Tampoco pudo ocupar un lugar permanente en la mesa política
nacional.
Esto fue palpable en al menos
tres ocasiones distintas:
Primero, en 1996, con el
incumplimiento gubernamental de los acuerdos de San Andrés y la firma de los
acuerdos de Barcelona, mediante los cuales se pactó una nueva reforma política
que propició un reparto real del poder entre los tres principales partidos.
Esta negociación reforzó el monopolio partidario de la representación política,
dejó fuera de los espacios institucionales a muchas fuerzas políticas y sociales
no identificadas con estos partidos, y conservó prácticamente intacto el poder
de los líderes de las organizaciones corporativas de masas.
Segundo, en 2001, en lo que es el
antecedente del actual Pacto por México, PRI, PAN y PRD votaron unificados en
el Senado una caricatura de reforma indígena que convirtió en letra muerta los
Acuerdos de San Andrés, cerrando la posibilidad de que el EZLN y sus aliados se
insertaran en la vida política nacional de otra manera.
Y, tercero, a mediados de 2005 y a lo largo de 2006 el zapatismo
impulsó, a través de la Otra Campaña, una iniciativa política
no partidaria, no electoral, que puso en el centro la participación popular
para promover, desde abajo y a la izquierda, un proceso de cambios políticos de
corte anticapitalista. El proyecto fue bloqueado por la represión gubernamental
a los habitantes de San Salvador Atenco y la incomprensión de la izquierda institucional.
A pesar de estos bloqueos, el
EZLN sigue siendo una vigorosa fuerza transformadora y una indiscutible
referencia para un amplio archipiélago de organizaciones sociales del país. Sin
pedir permiso, los alzados se gobiernan a sí mismos, ejercen justicia, se
encargan de la salud y la educación de su población, y ejercen el derecho a la
autodefensa. Hace apenas un año, el 21 de diciembre de 2012, mostraron su
músculo al movilizar, en silencio, 40 mil bases de apoyo, de manera ordenada y
disciplinada. En agosto, 2 mil simpatizantes provenientes de casi todas las
entidades de la República asistieron a la escuela zapatista, una formidable
experiencia pedagógica. Al terminar el evento, centenares de representantes de
los pueblos indios de todo el territorio nacional efectuaron, junto con la
comandancia rebelde, la Cátedra Juan
Chávez, un momento central en la reconstrucción del Congreso Nacional
Indígena.
A 20 años de su irrupción
pública, el zapatismo sigue siendo una novedad política dotada de un enorme
vigor. Lo que es profundamente original en esta fuerza, escribió el ensayista
Tomás Segovia, es que, no obstante ser una rebelión armada, sigue teniendo
fielmente los rasgos de una protesta social y no los de una revolución
política. Esa protesta ha puesto en entredicho la legitimidad del poder. Ha
evitado convertirse en partido político y quedar atrapado entre las redes de la
política institucional.
La rebelión zapatista se
reivindica a sí misma desde la soberanía popular, y no reconoce intermediarios
para su ejercicio. Es expresión genuina de una sociedad que reflexiona sobre sí
misma y sobre su destino, que se da sus propias normas y, al hacerlo, se
autoinstituye.
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