Escrito por Carlo Giulan
Martes, 29 Octubre 2013
Vivimos en una época de transición. Los gobiernos de muchos países del
mundo están imponiendo reformas neoliberales muy similares a las que México
padece desde hace poco. Al mismo tiempo, la resistencia civil en contra de las
esas leyes injustas (y del sistema capitalista en general) ha despertado por
todo el orbe. Las luchas callejeras entre encapuchados y policías se dan a
diario en muchos rincones del planeta y su desenlace parece incierto.
En estos tiempos de cambios,
de movilizaciones sociales, de conciencia colectiva y de asesinatos colectivos,
no está de más recordar que el presente fue escrito por todos los hechos que lo
definieron en el pasado. No sobra analizar las épocas que tienen muchas
similitudes con nuestro presente; siempre hay que voltear atrás para recordar
que lo que hoy vemos en nuestras calles ha sido visto por otras calles y por
otros rostros.
En septiembre de 1935, cuando
el partido nazi recién había alcanzado la cúspide del poder en Alemania, se
promulgaron las leyes de Núremberg, cuyo propósito fundamental fue deshumanizar
a los judíos y a otras minorías del país teutón. Desde esa fecha, el régimen
comenzó abiertamente a perseguirlos y eliminarlos: eran ahora seres sin
derechos ni libertades. Serían conocidos como Untermensch (infrahumanos).
Igual que los nazis en su
tiempo, muchos estados han utilizado la estrategia de deshumanizar a las clases
bajas para legitimar y mantener su poder. Los reyes y emperadores de las
antiguas civilizaciones lo hacían hace milenios y los presidentes y primeros
ministros lo siguen haciendo.
Aunque el caso de la Alemania
nazi es uno de los más inhumanos que la historia recuerde, la estrategia es
básicamente la misma que los gobiernos actuales utilizan, únicamente es más
sutil. Es una idea tan sencilla de entender que incluso el ejecutivo federal
parece comprenderla, pero está tan oculta en el subconsciente colectivo que la
damos por sentada sin pensar en ella. Las clases bajas, para ser dominadas y
mantenerse alejadas del ejercicio del poder han de ser deshumanizadas y se les
debe hacer creer que el orden de las cosas tiene lógica y una razón de ser. Por
lo tanto, los esclavos deben creer que nacieron para ser dominados por sus
amos, las mujeres deben creer que nacieron para ser dominadas por el hombre, los
pobres deben creer que nacieron para ser dominados por los ricos.
De esta manera, nosotros, los
de abajo, los que no controlamos el destino de nuestros pueblos, siempre hemos
tolerado que nos despojen de los medios materiales necesarios para vivir. Y lo
hemos tolerado porque antes de perder lo material ya habíamos perdido, en
nuestras mentes, algo mucho más valioso: la idea de que un hombre no vale más
que otro hombre. Y los poderosos, ya con la inercia del empoderamiento, no sólo
se hicieron creer que ellos valían más que nosotros, incluso lograron
convencerse de que valían más que el planeta que los rodea. Porque bajo la
lógica capitalista, el hombre que gobierna al hombre, gobierna también a la
naturaleza y si una persona, una montaña o un bosque se cruza en su camino, se
le puede eliminar sin importar las consecuencias.
Si lo primero que hemos
perdido no fue material, entonces lo primero que debemos recuperar lo
encontraremos en nuestras mentes. Aquello que hemos perdido desde hace
incontables generaciones tiene un nombre: es nuestra dignidad. Como seres
humanos debemos luchar con el objetivo común de destruir al poder y para ello
usaremos todos los medios que estén a nuestro alcance. No se necesitan líderes,
caudillos o héroes que se lleven la victoria, si la victoria es popular los
luchadores deben ser anónimos. Se necesitan rostros cubiertos.
Quien cubre su rostro no tiene
miedo. Arriesga en las calles su integridad física, su libertad e incluso si
vida porque su miedo ha sido sustituido por su dignidad. La lucha es real, pero
también es simbólica y con símbolos podemos demostrar que todos somos uno.
Debajo de una capucha oscura, es un rostro lo que está ocultando, pero es la
dignificación de toda una clase social la que se muestra. La capucha es el rostro
de la igualdad, de la capacidad de perderse como individuo para unirse a algo
que es mucho más grande que uno mismo. La justicia debe ser para todos, aunque
no todos luchen por ella. Pero quienes lo hacemos ocultamos el rostro para
mostrar que hemos decidido que mientras existan desigualdades, serán una
afrenta a nuestras personas. Que mientras exista el hambre existirá la lucha.
Mientras haya gobiernos habrá organización popular en su contra.
En Núremberg se cerró la etapa
del nazismo alemán cuando en esa ciudad fueron juzgados los criminales de
guerra nazis, muchos de los cuales fueron ejecutados por sus crímenes contra la
humanidad. Si los encapuchados logramos generar conciencia y los ojos del mundo
redescubren la dignidad perdida, los seres vivos de este mundo dejarán de
sufrir el control de unos cuantos humanos poderosos. El ser humano logrará su
emancipación.
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