Brasil: ¿Un nuevo ciclo de luchas populares? buena noticia para la causa de la emancipación de toda Nuestra América
x Atilio Boron
La Haine, 25/06/2013
El
quietismo fomentado por un gobierno que optó por gobernar con y para los ricos,
creo la errónea impresión de que se podía garantizar el consenso social
Las grandes manifestaciones populares de
protesta en Brasil demolieron en la práctica una premisa cultivada por la
derecha, y asumida también por diversas formaciones de izquierda -comenzando
por el PT y siguiendo por sus aliados-: si se garantizaba “pan y circo” el pueblo –desorganizado, despolitizado, decepcionado
por diez años de gobierno petista- aceptaría mansamente que la alianza entre
las viejas y las nuevas oligarquías prosiguieran gobernando sin mayores
sobresaltos. La continuidad y eficacia del programa “Bolsa Familia” aseguraba el pan, y la Copa del Mundo y su
preludio, la Copa Confederación, y luego los Juegos Olímpicos, aportarían el
circo necesario para consolidar la pasividad política de los brasileños.
Esta visión, no sólo equivocada sino profundamente reaccionaria (y casi
siempre racista) quedó hecha añicos en estos días, lo que revela la corta
memoria histórica y el peligroso autismo de la clase dominante y sus representantes
políticos a quienes se les olvidó que el pueblo brasileño supo ser protagonista
de grandes jornadas de lucha y que sus períodos de quietismo y pasividad
alternaron con episodios de súbita movilización que rebasaron los estrechos
marcos oligárquicos de un estado apenas superficialmente democrático. Basta
recordar las multitudinarias movilizaciones populares que impusieron la
elección directa del presidente a comienzos de los años ochenta; las que
precipitaron la renuncia de Fernando Collor de Melo en 1992 y la ola ascendente
de luchas populares que hicieron posible el triunfo de Lula en el 2002.
El quietismo posterior, fomentado por un gobierno que optó por gobernar
con y para los ricos y poderosos, creo la errónea impresión de que la expansión
del consumo de un amplio estrato del universo popular era suficiente para
garantizar indefinidamente el consenso social. Una pésima sociología se combinó
con la traidora arrogancia de una tecnocracia estatal que al embotar la memoria
hizo que los acontecimientos de esta semana fueran tan sorpresivos como un rayo
en un día de cielos despejados. La sorpresa enmudeció a una dirigencia política
de discurso fácil y efectista, que no podía comprender -y mucho menos contener-
el tsunami político que irrumpía nada menos que en medio de los fastos
futboleros de la Copa Confederación. Fue notable la lentitud de la respuesta
gubernamental, desde las intendencias municipales hasta los gobiernos
estaduales y el propio gobierno federal.
Opinólogos y analistas adscriptos al gobierno insisten ahora en colocar
bajo la lupa estas manifestaciones, señalando su carácter caótico, su falta de
liderazgo, la ausencia de un proyecto político de recambio. Sería mejor que en
lugar de exaltar las virtudes de un fantasioso “posneoliberalismo” de Brasilia y de pensar que lo ocurrido tiene
que ver con la falta de políticas gubernamentales hacia un nuevo actor social,
la juventud, dirigieran su mirada hacia los déficits de la gestión gubernativa
del PT y sus aliados en un amplio abanico de temas cruciales para el bienestar
de la ciudadanía. Plantear que las protestas fueron causadas por el aumento de
20 centavos de real en el transporte público de Sao Paulo es lo mismo que,
salvando las distancias, afirmar que la Revolución Francesa se produjo porque,
como es sabido, algunas panaderías de la zona de la Bastilla habían aumentado
en unos pocos centavos el precio del pan. Confunden estos propagandistas el
detonante de la rebelión popular con las causas profundas que la provocan, que
dicen relación con la enorme deuda social de la democracia brasileña, apenas
atenuada en los últimos años del gobierno Lula.
El disparador, el aumento en el precio del boleto del transporte urbano,
tuvo eficacia porque según algunos cálculos para un trabajador que gana apenas
el salario mínimo en Sao Paulo el costo diario de la transportación para
concurrir a su trabajo equivale a poco más de la cuarta parte de sus ingresos.
Pero esto sólo pudo desencadenar la oleada de protestas porque se combinaba con
la pésima situación de los servicios de salud pública; el sesgo clasista y
racista del acceso a la educación; la corrupción gubernamental (un indicador:
la presidenta Dilma Rousseff ha echado a varios ministros por esta causa), la
ferocidad represiva impropia de un estado que se reclama como democrático y la
arrogancia tecnocrática de los gobernantes, en todos sus niveles, ante las
demandas populares que son desoídas sistemáticamente: caso de la reforma de la
previsión social, o de la paralizada Reforma Agraria o los reclamos de los
pueblos originarios ante la construcciones de grandes represas en la Amazonía.
Con estas asignaturas pendientes, hablar de “posneoliberalismo”
revela, en el mejor de los casos, indolencia del espíritu crítico; en el peor,
una deplorable sumisión incondicional al discurso oficial.
A la explosiva combinación señalada más arriba hay que sumar el
creciente abismo que separa al común de la ciudadanía de la partidocracia
gobernante, incesante tejedora de toda suerte de inescrupulosas alianzas y
transformismos, que burlan la voluntad del electorado sacrificando identidades
partidarias y adscripciones ideológicas. No por casualidad todas las
manifestaciones expresaban su repudio a los partidos políticos. Un indicador
del costo fenomenal de esa partidocracia –que resta recursos al erario público
que podrían destinarse a la inversión social- está dado por lo que en Brasil se
denomina el Fondo Partidario, que financia el mantenimiento de una maquinaria
meramente electoralista y que nada tiene que ver con ese “príncipe colectivo”,
sintetizador de la voluntad nacional-popular del que hablara Antonio Gramsci.
Un solo dato será suficiente: a pesar de que la población exige
infructuosamente mayores presupuestos para mejorar los servicios básicos que
hacen a la calidad de la democracia, el mencionado fondo pasó de distribuir
729.000 reales en 1994 a la friolera de 350.000.000 de reales en el 2012, y
está por acrecentarse aún más en el curso de este año. Esa enorme cifra habla
con elocuencia del hiato que separa representantes de representados: ni los
salarios reales ni la inversión social en salud, educación, vivienda y
transporte tuvieron la prodigiosa progresión experimentada por una casta
política completamente apartada de su pueblo y que no vive para la política sino
que vive, y muy bien, de la política, a costa de su propio pueblo.
¿Eso es todo? No, hay algo más que provocó la furia ciudadana. El
exorbitante costo en que incurrió Brasilia a cuenta de una absurda “política de prestigio” encaminada a
convertir al Brasil en un “jugador global” en la política internacional. La
Copa del Mundo de la FIFA y los Juegos Olímpicos exigirán enormes desembolsos
que podrían haber sido utilizados más provechosamente en solucionar añejos
problemas que afectan a las clases populares. Hubiera sido bueno que se
recordara que México no sólo organizó una sino dos Copas del Mundo en 1970 y
1986, y los Juegos Olímpicos de 1968. Ninguno de estos grandes fastos convirtió
a México en un jugador global de la política mundial: pero aún, sirvieron para
ocultar los problemas reales que irrumpirían con fuerza en la década de los
noventas y que perduran hasta el día de hoy.
Según la ley aprobada por el congreso brasileño la Copa del Mundo
dispone de un presupuesto inicial de 13.600 millones de dólares, que
seguramente aumentará a medida que se acerque la inauguración del evento, y se
estima que los Juegos Olímpicos demandarán una cifra aún mayor. Conviene aquí
recordar una sentencia de Adam Smith, cuando decía que “lo que es imprudencia y locura en el manejo de las finanzas familiares
no puede ser responsabilidad y sensatez en el manejo de las finanzas del reino”.
Quien en su hogar no dispone de ingresos suficientes que garanticen la salud,
la educación y una adecuada vivienda para su familia no puede ser elogiado
cuando gasta lo que no tiene en una costosísima fiesta.
La dimensión de este despropósito queda graficado, como observa con
perspicacia el sociólogo y economista brasileño Carlos Eduardo Martins, cuando
compara el costo del programa “Bolsa
Familia”, 20.000 millones de reales, con el que devoran los intereses de la
deuda pública: 240.000 millones de reales. Es decir, que en un año los
tiburones financieros de Brasil y del exterior, niños mimados del gobierno,
reciben como compensación a sus tramposos préstamos el equivalente doce planes “Bolsa Familia” por año. Según un
estudio de la Auditoría Ciudadana de la Deuda, en el año 2012 el desembolso por
concepto de intereses y amortizaciones de la deuda pública insumió el 47.19 por
ciento del presupuesto nacional; por contraposición, se le dedicó a la salud
pública el 3.98 por ciento, a la educación el 3.18 por ciento y a l transporte
el 1.21 por ciento. Con esto no se quiere disminuir la importancia del programa
“Bolsa Familia” sino de resaltar la
escandalosa gravitación de la sangría originada por una deuda pública-ilegítima
hasta la médula- que ha hecho de los banqueros y especuladores financieros los
principales beneficiarios de la democracia brasileña o, más precisamente, de la
plutocracia reinante en el Brasil.
Por eso tiene razón Martins cuando observa que la dimensión de la crisis
exige algo más que reuniones de gabinete y conversaciones con algunos líderes
de los movimientos sociales organizados. Propone, en cambio, la realización de
un plebiscito para una reforma constitucional que recorte los poderes de la
partidocracia y empodere de verdad a la ciudadanía; o para derogar la ley de
auto-amnistía de la dictadura; o para realizar una auditoría integral sobre la
turbia génesis de la escandalosa deuda pública (como hizo Rafael Correa en el
Ecuador). Agrega también que no basta con decir que el 100 por ciento de los
royalties que origine la explotación del enorme yacimiento petrolero del
Pre-Sal serán dedicados, como lo declaró Rousseff, a la educación, en la medida
en que no se diga cuál será la proporción que el estado captará de las empresas
petroleras. En Venezuela y Ecuador el estado retiene por concepto de royalties
entre el 80 y el 85 por ciento de lo producido en boca de pozo. ¿Y en Brasil
quién fijará ese porcentaje? ¿El mercado? ¿Por qué no establecerlo mediante una
democrática consulta popular?
Como puede colegirse de todo lo anterior, es imposible reducir la causa
de la protesta popular en Brasil a una eclosión juvenil. Es prematuro prever
cual será el futuro de estas manifestaciones, pero de algo estamos seguros. El “¡Que se vayan todos!” de la Argentina
del 2001-2002 no pudo constituirse como una alternativa de poder, pero por lo
menos señaló los límites que ningún gobierno podría volver a traspasar so pena
de ser derrocado por una nueva insurgencia popular. Más aún, las grandes
movilizaciones populares en Bolivia y Ecuador demostraron que sus flaquezas y
su inorganicidad -como las que hoy hay en Brasil- no le impidieron tumbar a
gobernantes que sólo solo lo hacían a favor de los ricos. Las masas que
salieron a la calle en más de cien ciudades brasileñas pueden tal vez no saber
adónde van, pero en su marcha pueden acabar con un gobierno que claramente
eligió ponerse al servicio del capital.
Brasilia haría muy bien en mirar lo ocurrido en los países vecinos y
tomar nota de esta lección que presagia crecientes niveles de ingobernabilidad
si persiste en su alianza con la derecha, con los monopolios, con el
agronegocios, con el capital financiero, con los especuladores que desangran al
presupuesto público de Brasil. La única salida a todo esto es por la izquierda,
potenciando no en el discurso sino con hechos concretos, el protagonismo
popular y adoptando políticas coherentes con el nuevo sistema de alianzas. No
sería exagerado pronosticar que un nuevo ciclo de ascenso de las luchas
populares estaría dando comienzo en el gigante sudamericano. Si así fuera lo
más probable sería una reorientación de la política brasileña, lo cual sería
una muy buena noticia para la causa de la emancipación de Brasil y de toda
Nuestra América.
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