Colectivo La Digna Voz, 07-04-2013
Transcurridos
poco más de quince años de la reforma política de 1997 el saldo no puede ser
más desalentador. En aquél año buena parte de los actores políticos lanzaron
las campanas al vuelo imaginando el paraíso democrático a la vuelta de la
esquina. Las dirigencias partidistas, que fueron las que se repartieron el
pastel –aunque se desgañitaron diciendo que había sido un logro de la sociedad
civil y la ciudadanía- auguraban el fin del autoritarismo. En ese momento se
popularizó la idea de que el sistema de partidos mexicano había pasado,
siguiendo la tipología de Giovanni Sartori, del tipo hegemónico al pluralista moderado.
Hoy se sigue pensando que disfrutamos de un pluralismo moderado, en donde tres
partidos definen el carácter de la competencia electoral, dejando atrás el
control de un solo partido de toda la vida política de nuestro país. Sin
embargo, el Pacto por México no deja
lugar a duda que hemos regresado a los viejos tiempos, con el beneplácito de
los partidos que más pujaron por enterrar la dictadura perfecta. Tal vez no a un sistema de partido hegemónico,
en el cual un partido gana todo pero no es el único existente sino a un sistema
de partido dominante, el cual se caracteriza por la coexistencia de varios
partidos pero donde uno de ellos domina, impone su visión y su dinámica de la
política y se convierte en el eje desde donde se reparte el botín político.
Domina pero no tiene el control absoluto, por lo que se ve forzado a negociar,
le guste o no.
¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Por qué los partidos
políticos, otrora fieros adversarios, hoy se funden en acuerdos que privilegian
las coincidencias, relegando sus principios programáticos e ideológicos?
Desde la teoría, los partidos políticos en
nuestros días se caracterizan por estar integrados por políticos profesionales,
que más que promotores de principios ideológicos son simplemente gestores,
intermediarios entre las demandas ciudadanas y los recursos materiales. La
competencia electoral se convierte en un simple reparto de clientelas políticas
y de recursos –siempre de origen público- para mantenerlas leales; la
militancia deja de tener un lugar relevante en la vida interna de los partidos
pues la rotación de las dirigencias se reduce a su mínima expresión. A este
tipo de partido, Richard Katz y Peter Mair lo denominaron partido cártel. La misión de estos partidos es evitar la
competencia entre propuestas políticas alternativas por lo que resulta casi
imposible distinguirlas. Este hecho se expresa claramente en las campañas
políticas, en las cuales la oferta política coincide siempre: seguridad y empleo. Tal vez difieran
levemente en los caminos para llegar a las soluciones pero los problemas son
los mismos.
En la realidad, el partido cártel no es más que la respuesta del régimen a un contexto
de crisis económica severa que agudiza los conflictos sociales, provocando que
los habitantes del país dejen de confiar en el estado y busquen soluciones
propias. En otras palabras, la pérdida de legitimidad de las instituciones del
estado liberal lo obliga a cerrarse sobre sí mismo, debilitado a tal grado que
ya no logra gestionar con éxito las demandas populares, concentrándose entonces
en mantener las garantías mínimas para que el modelo económico siga produciendo
ganancias.
En semejante contexto, la clase dominante
aprieta la soga y no le tiembla la mano para reeditar el autoritarismo, sólo
que ahora tamizado por los medios de comunicación, el crédito al consumo y
endeudamiento generalizado –incluidos los gobiernos- y el cinismo cotidiano. Y
si eso no basta pues habrá que sacar el ejército a las calles para aplicar la
fuerza cuando las circunstancias lo exijan. En esto último resulta evidente la
coincidencia entre los partidos y sus dirigencias, tanto como al utilizar los
programas de combate a la pobreza para fortalecer sus clientelas políticas, y
si se puede en tiempos electorales mejor.
Es por eso que el Pacto por México es más bien un reparto de México, por medio del
cual los dueños de los partidos y del dinero se ponen de acuerdo sobre quien
llevará la batuta para evitar que la sangre llegue al río y evitar que los
gobernados se rebelen. El enemigo (partido) de mi enemigo (pueblo) es mi amigo,
recordando al viejo Carl Schmitt que definió el criterio amigo-enemigo como la
esencia de lo político.
Ahora bien, dada la enorme turbulencia que
provoca la crisis mundial contemporánea las cosas pueden cambiar de un día para
otro y el pacto puede que no dure
mucho, menos aún todo el sexenio. Al igual que los cárteles del narcotráfico,
que pactan treguas para no afectar sus ganancias, los cárteles de la política
han articulado un pacto para mantener
su dominio. Sin embargo, como lo demuestran las continuas guerras entre los
señores del narco, el equilibrio es siempre débil y cualquier cambio, por
pequeño que sea, obliga a los actores a reconfigurar el escenario. En esas
estamos.
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