El precio de huir
de Centroamérica: disparos, golpes y violaciones
Carlos Carabaña
El
Español
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México DF
15
mayo, 2017
México
ha deportado a más de 295.00 sin papeles desde julio de 2014. Es la historia
del camino de miles de personas que buscan la libertad intentando cruzar hasta
EEUU. Una crisis humanitaria olvidada.
Diego -nombre ficticio- tiene 27 años. Hace tres meses
se fue de El Salvador. Una subida del salario mínimo hizo que la fábrica en la
que trabajaba decidiera que era demasiado cara la operación y cerró, dejándole
sin empleo a él y a su mujer. Con un hijo pequeño, sin lograr encontrar
trabajo, pensó que salir de su país e intentar la
peligrosa ruta de miles de kilómetros que atraviesa México hacia EE UU era la
mejor opción. Su grupo inicial era de cuatro hombres. A dos los
detuvo la migra mexicana (policía de la
frontera) en Chiapas y fueron deportados. Como tantos miles y miles de
centroamericanos que México devuelve cada mes a sus países de origen mientras
se quejan de las amenazas de
deportación por parte de EE UU.
“¿Cómo llegué hasta la Ciudad de México? Pues en
lancha, en combi, en bus, en el tren, a
pie... en todo”, contesta
relativamente sonriente en el albergue de migrantes el Cafemin, al norte de la
capital mexicana, “salimos el 6 de marzo
y fuimos a Guatemala, donde entramos como si fuéramos turistas. Luego llegamos
a la frontera, en el departamento de Peten, y pagamos
a un lanchero para que nos cruzase el río a México, a Corozal. Ya
dimos ahí el primer soborno a la policía de Guatemala, que nos pidió 50
quetzales”.
CRUZAR LA
FRONTERA
Al otro lado del río Usumacinta, los taxistas esperan
a los migrantes para llevarles a la carretera principal. Allí, las opciones
eran agarrar una combi o un taxi. Diego
y sus compañeros optaron por lo segundo. El conductor les cobraba 2.000 pesos,
unos 100 euros, por llevarles hasta Pakal-Na, al norte del Estado de
Chiapas, a unos 150 kilómetros. Pero les avisó. Por cada retén de migración que
se encontrasen, tendrían que darle 200 pesos para
sobornar al agente.
“En todos y cada uno de los retenes pudimos pagarles.
Llegábamos a uno, el agente venía, nos contaba, pedía su dinero al taxista y
nos dejaba pasar. Incluso en uno que llegamos donde había militares. Les dimos
20 dólares y también pasamos. Yo iba contento. Todo iba bien. Hasta llegar al
último”, recuerda y le cambia el
gesto. “El pinche taxista paró frente a un retén de la migra. Yo creo que nos vendió, había unos 12
agentes con un coche, y vinieron dos corriendo hacia nosotros y agarraron al
que iba de copiloto y al que estaba a mi lado”.
El tercer compañero abrió la
puerta y salió por piernas. Diego se tiró detrás, pies para qué os quiero. Los agentes les
gritaban que parasen. Ellos no hicieron caso. No les alcanzaron. “Estaban gorditos y además, no sé, creo que el miedo a
perder tu libertad te da más velocidad”. Tras correr unos
kilómetros llegaron a un bosque y se acostaron en el suelo, callados.
Oían cómo se acercaba la migra. Veían las
luces de los focos a alumbrar la zona, buscándoles. Tras unas tres horas
comenzó a llover y los agentes debieron decidir que no merecía la pena mojarse
por ellos.
LAS CIFRAS DE
UN ÉXODO
Ellos se salvaron. Sus dos compañeros fueron deportados.
Como otros 4.219 centroamericanos en el mes de marzo de 2017, en lo
que se llama eufemísticamente en las estadísticas mexicanas “eventos de retorno asistido”. Como
otros desde julio de 2014 a enero de 2017, prácticamente el doble que en
los dos años y medio anteriores.
¿Qué pasó ese mes? Que el
presidente Enrique Peña Nieto anunció
la puesta en marcha del programa Frontera Sur. La Oficina en Washington para
Asuntos Latinoamericanos (WOLA) ha dicho que este programa ha desplazado
oficialmente ese problema migratorio
de Estados Unidos a México.
Por hacer una comparativa
que sirva de referencia; si México deportó en 2016 a 141.000 migrantes
indocumentados de Centroamérica, Estados Unidos se quedó en 76.000. Ambas
cifras están tomadas de los anuarios de migración de los dos países. Médicos
sin Fronteras, en la presentación de su informe Forzados a huir del triángulo norte de Centroamérica: una crisis humanitaria olvidada, calificó
el programa de "cacería de
migrantes".
CACERÍA DE
MIGRANTES
"El
programa se vendió como una acción de ayuda a los migrantes pero ha terminado
siendo una cacería y mientras se siga viendo como un problema de seguridad
pública, seguirá siendo así, además de estar exacerbando la violencia que
sufren los migrantes a lo largo de la ruta”, contestó a preguntas de El
Español Alonso Hernández, director del Albergue Paso FM4 de
Guadalajara, Jalisco.
Hernández cifra en 500.000 las personas
que cada año entran en México procedentes de Honduras, El Salvador y Guatemala y sitúa las tasas de asesinato,
desplazamiento forzoso y violencia sexual a la altura de los conflictos armados
de alta intensidad.
El texto de Médicos sin Fronteras,
realizado con los datos de 467 encuestas y 33.000 consultas a migrantes
centroamericanos en los diversos albergues donde colabora la organización,
describe un panorama aterrador.
GOLPES Y
DISPAROS EN EL CAMINO
El 68% de los encuestados habían sufrido violencia
física durante la ruta. Golpes, estrangulamientos, disparos. Un tercio de las
mujeres habían sido agredidas sexualmente y un 60% de los episodios fueron
violaciones. Marc Bosch, director de Operaciones para América
Latina, explicó que en una encuesta previa al programa Frontera Sur, aún
teniendo en cuenta que la metodología fue distinta y no permitía una
comparación directa, los episodios de violencia eran un 16% menores que ahora.
El propio periplo de Diego
hasta llegar a la Ciudad de México es un ejemplo. Se subió a la Bestia, el tren de mercancías que
atraviesa México y que es usado por los indocumentados para avanzar largos
trechos, dos veces. Una se tiró por que creía que venía la migra. La otra por miedo a los robos. Vio subir a
pandillas, por suerte a otro vagón. Durmió en la calle y en albergues. Caminó
mucho. Se topó con la Mara Salvatrucha -“ya sabes, todos tatuados”-, que le dejó
pasar cuando vio que era salvadoreño. Varios mexicanos le estafaron. Otros
cuantos le ayudaron, como una mujer que en un pueblo le daba de comer y vestir
y le acabó recomendando una ruta por autobuses y carreteras secundarias con la
que llegó a la capital tras 16 días vagando por el país.
En la capital acabó en el albergue el Cafemin, donde le consiguieron una visa
humanitaria. Estaba a gusto. Consiguió un trabajo gracias a la embajada de El
Salvador y pensó que a lo mejor podía quedarse en la ciudad y dejar de emigrar
a EEUU. Pero le robaron. Un hombre, que le dijo que era un agente de la
Procuraduría General de la República, le convenció para que se fuera con él.
Que iba a alquilarle una casa barata. Con todo su dinero, con su pasaporte, con
su teléfono móvil donde guardaba las fotos de su hijo y su viaje, se metió en
su coche.
Allí le sacó una pistola. Le
quitó todo. Le avisó que se quedaba el pasaporte. Que sabía quien era. “Quiero quedarme a EEUU pero no sé que hacer, no tengo dinero.
Quiero cruzar y quiero llegar a EEUU para ayudar a mi familia. Me ha entrado
como una desesperación. Del
robo en parte fui yo culpable por fiarme”, dice con la mirada fija al
frente, “me quería quedar esperando, pero
después de esto... ya no quiero estar aquí”.
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