LA VENTANA
Red
Latina sin Fronteras
01
marzo, 2017
Escribo todos los días junto a la ventana
que da a la calle y, en general, es un placer hacerlo. Pero hoy no pasaron
vecinas sonrientes con las que solemos intercambiar “chascarrillos” ni doñas que me informan a las puteadas en los
precios de los alimentos que alienta la plutocracia. Solo transitaron
ganapanes, buscavidas, madres con hijos sin proteínas y hombres sin un cobre
para la antepenúltima botella de alcohol.
Una mujer joven,
con el desalineo que obliga la pobreza y tres chiquitos a su lado, se asomó y
me pidió dinero para los remedios, con desesperación y temblequeo me enseñaba
la receta: “¿Usted me los puede comprar,
don?”. Y yo no podía tanto. “Espere
señora”. Volví con 50 mangos. “No se
los puedo comprar todos, pero tal vez esto ayude en algo”. “Que Dios lo bendiga, don”. Carecía de
sentido decirle que no creo en su Dios. “Suerte,
amiga, vas a conseguir lo que te falta, seguro. Mucha suerte”. “Que Dios lo bendiga, don”.
Luego, otro me
quiso vender repasadores. Me harían buena falta, pero ya no podía gastar más.
Me miró con cara de pocos amigos cuando le dije que no.
Hubo una larga
la lista, pero uno fue muy especial. Para empezar por su aliento alcohólico y
su brutal sinceridad.
-Mirá hermano necesito plata para
escabiar, no doy más.
-¿Qué te pasa?
-Soy pintor y albañil, no hay laburo.
Además, ya estoy viejo, 60 abriles, para subir a las escaleras y los andamios,
pero no me jubilan porque dicen que soy joven: ¡la puta que los parió! Mi mujer
me dejó, no la culpo, la miseria nos hizo mierda a los dos. Y ahora duermo
donde me agarra la noche. Mis hijos ya están grandes, dos viven en Mendoza y mi
hija no sé ni adónde vive.
Silencio y
semblanteo mutuo.
-Pero, ¿tenés plata para escabio o no?
-Plata no tengo, pero sí algo mejor.
Esperá.
Ayer había
sacado al fiado dos botellas Salentein, cabernet sauvignon roble, ¡vinazo! para
llevar al almuerzo que tengo mañana. Le di una.
-Tomá, es tuya. Saboréalo despacio, es muy
bueno.
-Ya lo sé, ¿No te dije que soy de Mendoza?
-No, me dijiste que allá viven tus hijos.
-¿Tenés sacacorchos?
-“Si, claro”. -Destapé la botella y lo invité a pasar,
“tómalo acá adentro. Si te ve la yuta
chupando en la calle, vas a dormir en el calabozo”.
Confieso que lo
pensé, dudé en hacerlo entrar, pero me niego a vivir con miedo. Además, era uno
solo, medio en pedo y me inspiraba confianza por alguna razón que ignoro. Traje
dos vasos -porque las copas se rompieron todas, menos dos que son para otro
tipo de ocasión-, y un poco de pan negro.
-“Tomá asiento”, le propuse. (Me acostumbré en la cárcel
a no decir “sentate” porque es una
agresión que puede terminar mal. Intramuros significa “sentate acá, en mi pene”. Me lo advirtió un preso amigo porque
cuando daba los talleres le decía a medio mundo “sentate”, “sentate”, y
notaba sonrisas. Cuando le pregunté a mi amigo qué pasaba me aclaró la cuestión
y no lo dije más.)
El visitante se
mandó el primer vaso en un santiamén. Luego, brindamos “porque cambien los vientos”, a propuesta mía.
-¿Te gusta el tango?, preguntó.
-Sí, mucho.
Empezó con Cafetín de Buenos Aries, de Discépolo y
siguió con Nostalgias de Cadícamo: “Quiero por los dos mi copa alzar, para
olvidar mi obstinación y más la vuelvo a recordar”, entonó alzando el vaso.
Cuando terminó “Yira, Yira” –Discépolo- habíamos matado
el primer tubo.
-“Esperá”, dije, y abrí el segundo y último.
(Mañana será otro día). Brindamos “por el
olvido”, a propuesta de él.
Se sabe que el
alcohol desinhibe y entonces canté yo también. “Que no ni no”, como dicen los yoruguas.
Un poco de
escabio abrió los candados de las rejas donde la cultura represiva “engoma” los sentimientos.
Aunque como
siempre, más bien desafiné, porque el visitante sí cantaba bien y yo nací sin
oído para la canción.
Arranqué con “Anclao en París”, Cadícamo, y luego “Mano a mano”, Celedonio Flores, el
tango que más le gustaba a Julio Cortázar.
Es cierto que
alcohol puede terminar en adicción y desastre. Pero también puede convertirse
en un lazo que une a un hombre nocaut en la lona; y a otro hombre, zarpado de
tristeza, que a falta de inspiración para escribir descubre el mundo por su
ventana.
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