Francisco
López Bárcenas
Desinformémonos
Mujeres Zapatistas. Foto: Visual Research/Flickr
19 diciembre 2016
Entrada
El fin del siglo XX y el
principio del siglo XXI estuvieron marcados por el signo de los nuevos
movimientos sociales, dentro de los cuales sobresalen los movimientos indígenas.
Cuando el avance del capital financiero sustituía a la política y restaba
espacios a las luchas gremiales, cuando parecía que llegábamos al fin de la
historia y la mundialización del capital se nos presentaba como un destino manifiesto, vemos surgir nuevos
sujetos sociales con identidades particulares reclamando sus derechos
específicos. Lo anterior es una constatación de que desde hace varios años los
pueblos indígenas, sus comunidades y organizaciones, se han convertido en
sujetos políticos con una utopía común bien definida: ser reconocidos dentro de
las sociedades en las que viven con plenos derechos, igual que los demás
miembros de ellas. El asunto no es menor pues para que esto suceda es necesario
transformar al Estado y para hacerlo antes hay que modificar la percepción
social sobre los pueblos indígenas.
Estamos ante el hecho de que los pueblos indígenas no sólo existen sino
también se mueven y en muchos casos lo hacen fuera de los espacios
institucionalizados por los Estados de los que forman parte, usando sus propios
recursos y formas, con lo cual crean sus propios rostros y caminos. Esto
desconcierta a la clase política tradicional, porque los movimientos indígenas
no son cualquier movimiento, sino unos que dentro de su utopía incluyen modificar
la relación de subordinación en que los mantienen el gobierno y la sociedad,
por otra que transforme los espacios de participación en la vida política del
país, al tiempo que amplíe las vías para hacerlo, incluyendo las suyas, dando
origen de esa manera a nuevos movimientos sociales que, como bien observa
Alberto Melucci, impactan diferentes niveles o sistemas de la estructura
social, se expresan en distintas formas y orientaciones y pertenecen a
diferentes fases de desarrollo de un sistema o a diferentes sistemas
históricos.
Ahora bien, estos nuevos movimientos no se dan en el vacío sino en
contextos económicos, políticos y sociales bastante complejos, que también
marcan las formas en que se manifiestan. Uno de sus rasgos distintivos, emanado
de la etapa histórica en que suceden, es que ni en sus diversas manifestaciones
ni en sus demandas se restringen a los espacios de los Estados nacionales, a
veces ni a la región del mundo a la que estos pertenecen. Casi siempre sus
demandas fundamentales alcanzan espacios más amplios, que incluyen diversos
territorios delimitados por la geografía pero también por la influencia del
capital. Esto lo ha notado hasta la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de
los Estados Unidos de América, que en el año 2000 se dirigió a los gobiernos de
Latinoamérica, afirmando que durante los próximos quince años “el mayor desafío de los Estados americanos
serían los movimientos indígenas de resistencia”, los cuales, según su
afirmación, serían potenciados por redes transnacionales de activistas por los
derechos humanos.
La expansión y territorialización del capital transnacional ha hecho que
los movimientos indígenas también levanten demandas nuevas, que coinciden con
las de movimientos que se dan en otras latitudes. Entre las primeras sobresale
la lucha por la defensa de la integridad nacional frente a las embestidas
externas, al tiempo que enfocan sus esfuerzos para reconfigurar el ejercicio
del poder interno, de tal manera que la ciudadanía étnica y el ejercicio de los
derechos políticos puedan ser una realidad. Estas demandas se han concretado en
el reclamo del derecho a la autonomía indígena, que incluyen el derecho a ser
reconocidos como pueblos étnicamente diferenciados, a mantener su integridad
territorial, la defensa de la biodiversidad y el conocimiento ancestral
asociado a ella; a tener sus propias formas de autogobierno y a participar en
la vida nacional de manera diferente al resto de la población, dando origen a
otro tipo de ciudadanía. En ese sentido se inscribe también las luchas por un
desarrollo propio, con rostro indígena, y en general la defensa de la
diversidad cultural, conscientes de que su presencia nos enriquece a todos y
cuando algo de ella se pierde todos empobrecemos.
Las formas en que los nuevos movimientos indígenas se manifiestan muchas
veces no se miran porque a diferencia de movimientos anteriores, que
privilegiaban las plazas públicas para manifestarse, ahora prefieren
movilizarse en sus propios espacios y echando mano de sus propios recursos;
cuando deciden salir de ellos usan mecanismos novedosos como las redes
sociales, foros internacionales, denuncias públicas y creando medios de
comunicación propios, como las radios comunitarias o vía internet. Todas estas
acciones colectivas que la mayoría de las veces involucran actores de
diferentes Estados, trascienden las formas tradicionales de organización
jerárquicas, las más de las veces corporativas y clientelares, que luchan por
espacios dentro del aparato gubernamental. Los movimientos indígenas son nuevos
porque nuevos son los actores políticos que en ellos intervienen, sus demandas
son nuevas y también son novedosas las formas de manifestarse.
En el presente texto me propongo ofrecer una explicación sobre lo novedoso
de los movimientos indígenas en México y cómo el zapatismo contribuyó a su
nacimiento al tiempo que potenció su desarrollo. Nótese de entrada que no hablo
del movimiento indígena mexicano, en singular, sino de los movimientos
indígenas de México, en plural, lo cual no es sólo un juego de palabras sino
una posición metodológica, conceptual y hasta política si se quiere. En ella
asumo que no existe un sólo movimiento indígena sino varios, pues
históricamente cambian los sujetos políticos, sus demandas y sus estrategias de
lucha, pero también porque en ninguno de los actuales se reconocen todos los
pueblos indígenas de México. En ese sentido prefiero hablar de los movimientos
indígenas en México porque quienes participan en ellos se reclaman mexicanos,
levantan demandas de todos los mexicanos y se desarrollan en el territorio del
país.
Antes de entrar al análisis de los movimientos indígenas formulo una
exposición sobre la situación colonial en que se desarrolla la vida de los
pueblos, porque considero que explica la forma en que históricamente se han
organizado, las demandas que han enarbolado y las maneras en que se han
movilizado.
Enseguida de ello expongo unos breves antecedentes de los movimientos
indígenas, la intervención del Estado para que se organizaran en la segunda
parte del siglo XX, así como la manera en que surgieron los nuevos movimientos
indígenas, las formas en que se fueron tejiendo algunas de sus tendencias más
visibles de su etapa de mayor auge: la Asamblea Nacional Indígena Plural por la
Autonomía (ANIPA) y el Congreso Nacional Indígena (CNI), los diversos rasgos
que caracterizaron a cada una de estas tendencias y los nuevos movimientos
regionales que surgieron cuando se debilitaron. Terminamos con algunas
reflexiones sobre los retos que enfrentan los movimientos indígenas en la actualidad.
Soy consciente de que al poner la mirada solo en los nuevos movimientos
indígenas quedan fuera del análisis otros movimientos donde participan
comunidades u organizaciones cuya composición social es mayoritariamente
indígena, aunque sus demandas siguen siendo de carácter social y no étnica,
como serían los que luchan por vivienda o servicios sociales -introducción del
agua entubada a sus comunidades, electrificación, construcción de caminos,
entre otros- y sus métodos de lucha son las tradicionales organizaciones
sociales. El hecho de que el análisis no se enfoque a ellos no resta ninguna
legitimidad a su lucha, solo que ya no son el centro de los movimientos
indígenas porque este ha sido ocupado por nuevos actores, con demandas
novedosas y también nuevas formas de lucha.
Lo indígena como relación colonial
Es elemental pero
no por eso puede obviarse: hablar de movimientos indígenas novedosos lleva
implícito el reconocimiento de que existieron otros que han dejado de serlo.
Los movimientos indígenas comenzaron con la invención de los indígenas, es
decir, desde la llegada de los colonizadores españoles a tierras del Anáhuac y
Aridoamérica, pues es bien sabido que fueron ellos los que clasificaron de esa
manera a los pueblos que encontraron en estas tierras a su llegada. La categoría de indio no
se refiere a ningún contenido específico de los pueblos a los que se refiere,
sino a una relación colonial. Esa relación enraizó durante los trescientos años
de colonialismo español y se mantuvo durante los primeros años de
la independencia, la reforma y la revolución, hasta nuestros días, pues a pesar
de que los pueblos participaron en estas gestas libertarias, los grupos
políticos que se hicieron del poder al final de ellas mantuvieron las
relaciones de subordinación entre ambos sectores sociales.
La situación en que transcurren los nuevos movimientos indígenas
actuales representa el cuarto ciclo de colonialismo, lo que implica que en la
historia del país han existido al menos otros tres ciclos. El primero y más largo
comenzó con la invasión europea y concluyó con las luchas independentistas
donde los pueblos tuvieron una amplia participación, aunque al final fueron
subordinados a los intereses de los criollos que se hicieron del poder; el
segundo inició con la formación de los Estados latinoamericanos y la imposición
de las ideas liberales, promoviendo la propiedad privada y los derechos
políticos individuales, atentando contra los territorios de los pueblos y sus
formas de gobierno, proceso que duró casi toda la segunda parte del siglo XIX;
el tercero se desarrolló desde principios del siglo XX hasta los años setenta
más o menos, y se distinguió por las políticas asimilacionistas que buscaban
desaparecer a los pueblos indígenas, “incorporándolos”
a la cultura nacional. El cuarto ciclo de la colonización indígena se gestó con
las políticas neoliberales y se mantiene hasta nuestros días. Cada uno de estos
ciclos ha estado marcado por los rasgos específicos de la acumulación
capitalista y en cada uno de ellos la respuesta del Estado ha tenido su propio
sello.
El primer ciclo coincidió con los objetivos de la naciente burguesía de
buscar mercados y recursos para sostener su lucha contra el feudalismo, que
andaba en crisis pero se negaba a sucumbir. De ahí que los colonizadores hayan
centrado sus esfuerzos en la apertura de mercados que pudieran controlar, lo
mismo que del oro para financiar las guerras por la hegemonía europea; en el
segundo la burguesía ya se había impuesto al feudalismo y luchaba por imponer
su predominio, por eso su interés era consolidar nuevos Estados para
expandirse, controlar la fuerza de trabajo y los mercados de consumidores; en
el tercero los pueblos enfrentaron burguesías arraigadas que buscaron
incorporarlos a la ‘cultura nacional’, es decir, al mercado interno. En todos
ellos el Estado ideó formas de someter a los pueblos a un sistema colonial,
muchas veces de manera abierta, otras de manera soterrada, pero en todos los
casos combinando políticas de asimilación y planes de sometimiento armado.
Cada uno de estos tipos de colonialismo fue generando formas específicas de
resistencia entre los pueblos colonizados. En el primero organizaron rebeliones
en contra de ellos; al final, la superioridad tecnológica de los invasores se
impuso y lograron sus propósitos. El saldo trágico para los pueblos originarios
del Anáhuac y Aridoamérica fue la desaparición de decenas de ellos, y los que
sobrevivieron quedaron sometidos a los propósitos de los invasores, aunque para
ello estos tuvieron que hacer algunas concesiones: les reconocieron propiedad
sobre tierras y recursos naturales y sus gobiernos propios, entre otras. En el
siglo XIX las cosas fueron un tanto distintas. Como los criollos no les
reconocieron sus derechos sobre sus tierras ni sus gobiernos, tuvieron que ir a
las armas para defenderlas, enfrentando al nuevo Estado y en muchos casos a sus
antiguos jefes militares en la lucha por la independencia de la corona
española. Casi toda la mitad del siglo XIX la mayoría de los pueblos indígenas
de México estuvieron en armas defendiendo sus derechos hasta que, unas décadas
antes de que finalizara el siglo, al consolidarse el Estado nacional, fueron
sometidos. Durante el tercer ciclo colonial el Estado no los enfrentó
abiertamente, buscó desaparecerlos por la vía de las políticas indigenistas,
diseñadas para que dejaran de ser indígenas. Los pueblos resistieron como
pudieron y al final del siglo resurgieron y ocuparon la escena nacional
reclamando su reconocimiento como sujetos políticos con derechos colectivos
específicos.
Del corporativismo a la independencia
En la época
contemporánea el colonialismo interno se manifiesta en el hecho que la mayoría
de los pueblos habitan territorios con gobiernos sin
reconocimiento por parte del poder central, se encuentran en una situación de
desventaja frente a los grupos dominantes, a quienes el gobierno reconoce
derechos de administración económica, política y jurídica, impidiendo que los
representantes de los pueblos se incorporen a esos gobiernos, a menos que sea
en calidad de “asimilados”, y sus
derechos así como su situación económica, política social y cultural son
regulados e impuestos por el gobierno central. Esto explica de alguna manera la
naturaleza de sus demandas. Pero no siempre fue así. Los primeros movimientos
indígenas comenzaron a manifestarse en los años setenta del siglo pasado,
impulsados desde el gobierno federal, con la intención de impedir que el
descontento social que ya permeaba diversos sectores penetrara también a los
pueblos. Para entender la preocupación gubernamental baste recordar que por esa
época ya se habían presentado el jaramillismo, el movimiento ferrocarrilero,
magisterial, médico y estudiantil, todos sometidos a sangre y fuego.
Uno de los movimientos indígenas más significativos de esa época fue el
Movimiento Nacional Indígena (MNI), creado en el año de 1973 con participación
mayoritaria de profesores bilingües, a quienes el Estado les endosó la
representación de sus pueblos y comunidades, sin tenerla, a cambio de que
legitimaran sus políticas indigenistas. Dos años después, en 1975, el Estado
impulsó la creación del Consejo Nacional de Pueblos Indígenas (CNPI), integrado
por los Consejos Supremos que se crearon de manera corporativa por todo el
país. Como en el caso anterior, el Estado otorgó al Consejo la interlocución
que no tenía con los pueblos indígenas, dando como resultado una crisis de
representatividad y posterior fractura. Una parte de ella constituyó la Coordinadora
Nacional de Pueblos Indígenas (CNPI) que en la década siguiente se integró a la
Coordinadora Nacional ‘Plan de Ayala’
(CNPA), mientras la otra parte desapareció por inacción. En 1977 se creó la
Asociación Nacional de Profesionistas Indígenas Bilingües A. C. (ANPIBAC) con
el apoyo del gobierno, que los necesitaba para promover la aculturación de los
pueblos indígenas y de esa manera se integraran a la ‘cultura nacional’. En un principio tuvieron como objetivo
gestionar asuntos de sus comunidades ante la Secretaría de Educación Pública
(SEP); sólo que algunos profesores con arraigo en sus comunidades incorporaron
en sus demandas problemas políticos y agrarios de aquellas, situación que
finalmente condujo a la división de la asociación. Algunos de sus miembros la
abandonaron y los que quedaron en ella la utilizaron más para obtener puestos
dentro de la administración gubernamental que para conseguir los fines para los
que se había creado.
Como se desprende de lo expuesto, esta etapa del movimiento indígena se
caracterizó por estructurarse a iniciativa del Estado y por lo mismo servir a
sus intereses, más que los de los indígenas que decía representar. Si el sujeto
político era tradicional también lo eran sus demandas o lo que decían demandar,
que en su mayoría se restringían a lo que el gobierno estaba dispuesto a
brindar. Inclusive las formas de manifestarse resultaban arcaicas, alejadas de
las expresiones de sus pueblos, pues se reducían a presentar en público
reclamos que ya habían negociado en privado o a presentar como logro algún
proyecto de gobierno. En otras palabras, las organizaciones indígenas servían
para impulsar las políticas indigenistas del gobierno, no para defender los
intereses de las comunidades de donde eran originarios sus integrantes, aunque
en público se presentaran como esto último.
Fue en la década de los ochenta cuando comenzaron a formarse
organizaciones indígenas regionales que levantaron demandas fuera de los cauces
institucionales. Lo primero que las distinguía de las anteriores es que aunque
estaban compuestas por indígenas su discurso estaba muy alejado del discurso
étnico y en su mayoría se confundían con las demandas campesinas: dotación de
tierras, libertad para administrar y explotar sus recursos naturales para
beneficio de sus propias comunidades, respeto al derecho de elegir sus propias autoridades
y cese a la represión en su contra, entre las más comunes. Se trataba de
movimientos que carecían de conciencia étnica o al menos no lo procesaban
políticamente y por lo mismo marchaban a la cola de los movimientos campesinos
y se confundían con ellos. Con todo, fueron el embrión de las organizaciones
que al paso de los años formarían los nuevos movimientos indígenas.
Otra característica de las organizaciones indígenas de esta etapa es que
adoptaron una estructura jerarquizada, similar a la de cualquier otra
organización social o política, y sus demandas adquirieron rasgos economicistas
y en algunos casos políticos pero sin un componente étnico. Pero no sólo era
eso, en la mayoría de los casos los proyectos productivos se distinguían de
otros porque buscaban apropiarse del proceso productivo sin perder su autonomía
política, aunque ésta todavía no se planteara como un derecho de pueblos, con
sustento en la reivindicación étnica y cultural. Estos objetivos se
manifestaron en los esfuerzos de las organizaciones por mantener el control y
la autogestión en los proyectos, desde su financiamiento, su implementación y
sus resultados, al tiempo que mantenían su independencia frente a las
organizaciones corporativas oficiales y los partidos políticos. Así se formaron
la Unión de Uniones Ejidales y Grupos Campesinos Solidarios, en Chiapas; la
Alianza de Organizaciones Campesinas Autónomas de Guerrero y la Coalición de
Ejidos Cafetaleros de la Costa Grande, en Guerrero; la Coordinadora Estatal de
Productores de Café de Oaxaca y la Unión de Comunidades Indígenas de la Región
del Istmo, en Oaxaca, entre otras.
Un cambio significativo en la orientación y estructura de los
movimientos indígenas, que constituye un antecedente de algunos movimientos
indígenas actuales, fueron las organizaciones que comenzaron a formarse a
finales de la década de los ochenta. Entre ellas es de importancia la creación
del Frente Independiente de Pueblos Indios (FIPI), que desde 1988 comenzó a
plantear la necesidad de un régimen de autonomía regional para los pueblos
indígenas de México, inspirado en el modelo de autonomía regional impulsado
para el Estado de Nicaragua. Con el FIPI el movimiento indígena empezó a dejar
de ser apéndice del movimiento campesino al tiempo que perfilaba sus propios
rasgos identitarios, tanto en su discurso como en su conformación. Durante la
coyuntura de los 500 años de la invasión española a nuestro país, el discurso
étnico adquirió relevancia en el movimiento social frente a las demandas
campesinas. Esto se reflejó en el Primer Foro Internacional sobre Derechos
Humanos de los Pueblos Indios, realizado en Matías Romero, Oaxaca, en el año de
1989, lo mismo que en el segundo, realizado en Xochimilco, Distrito Federal, al
año siguiente. Fruto de la maduración, en ese año se creó el Frente Nacional de
Pueblos Indígenas (FRENAPI) y para 1992 se organizó la campaña “500 años de resistencia Indígena Negra y
Popular”. En todos estos eventos se fue construyendo un nuevo tipo de
discurso indígena, que de reclamar acceso a la tierra y manejo directo de la
explotación de los recursos naturales, o bien libertad política para elegir sus
autoridades locales o alto a la represión policial o caciquil, pasaba a
reclamar autonomía para los pueblos indígenas, en su versión de autonomía
regional.
El EZLN y los movimientos indígenas
En esas andábamos cuando
en el estado de Chiapas apareció públicamente el Ejército Zapatista de
Liberación Nacional (EZLN), aquel 1 de enero de 1994. Como bien es sabido, en
su inicio los rebeldes no hicieron mención explícita a demandas indígenas,
éstas sólo podían encontrarse dentro de sus reclamos de manera tangencial. “Somos producto de 500 año de lucha”,
decían en la Primera Declaración de la Selva Lacandona pero sus demandas se
sintetizaban en: trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación,
independencia, libertad, democracia, justicia y paz, que podían ser reclamadas
legítimamente por todos los sectores sociales. Como también es del conocimiento
público, a la declaración de guerra que el EZLN hiciera al Estado mexicano
siguió una ofensiva militar del gobierno federal contra él, que fue detenida
cuando la sociedad civil tomó las calles y plazas públicas para exigir un alto
a la guerra y el inicio de diálogos entre las partes para buscar una solución
al conflicto. Dentro de los grupos sociales que se movilizaron en apoyo a las
demandas del Ejército Zapatista, se encontraban los pueblos indígenas y varias
de sus organizaciones; fueron también las que al paso del tiempo más
aprovecharían los espacios abiertos por la rebelión zapatista para estructurar
su programa de lucha y las formas de llevarlo a cabo.
Unos meses después de iniciada la rebelión zapatista y apenas pasados los Diálogos de Catedral, entre el EZLN y el gobierno federal, a fin de resolver las causas justas que dieron origen a la rebelión, el FIPI, la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC) y organizaciones afines a ellos convocaron a la creación de la Convención Nacional Electoral Indígena, que se realizó durante los días 4 y 5 de marzo de 1994 en la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión. El objetivo de los convocantes y quienes participaron en el evento era discutir formas de participación en el proceso electoral del mes de agosto de ese año, pero al final también se pronunciaron sobre la falta de respuestas del gobierno federal que atendieran al fondo de las demandas del EZLN. Se trataba, al parecer, de tender puentes entre ambos movimientos, uno armado y otro civil, para conjuntar demandas sobre los derechos indígenas. Pero era más que eso, porque los civiles postulaban como eje de su lucha la ocupación de espacios en las instituciones públicas como estrategia para alcanzar sus objetivos, mientras los rebeldes pensaban que nada se podía lograr dentro del gobierno y su lucha era por crear otros espacios y formas para el ejercicio de la política. Por eso a la larga terminaron separados y cada uno luchando de acuerdo con su concepción del cambio.
Unos meses después de iniciada la rebelión zapatista y apenas pasados los Diálogos de Catedral, entre el EZLN y el gobierno federal, a fin de resolver las causas justas que dieron origen a la rebelión, el FIPI, la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC) y organizaciones afines a ellos convocaron a la creación de la Convención Nacional Electoral Indígena, que se realizó durante los días 4 y 5 de marzo de 1994 en la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión. El objetivo de los convocantes y quienes participaron en el evento era discutir formas de participación en el proceso electoral del mes de agosto de ese año, pero al final también se pronunciaron sobre la falta de respuestas del gobierno federal que atendieran al fondo de las demandas del EZLN. Se trataba, al parecer, de tender puentes entre ambos movimientos, uno armado y otro civil, para conjuntar demandas sobre los derechos indígenas. Pero era más que eso, porque los civiles postulaban como eje de su lucha la ocupación de espacios en las instituciones públicas como estrategia para alcanzar sus objetivos, mientras los rebeldes pensaban que nada se podía lograr dentro del gobierno y su lucha era por crear otros espacios y formas para el ejercicio de la política. Por eso a la larga terminaron separados y cada uno luchando de acuerdo con su concepción del cambio.
Lo que sucedió después de los Diálogos de Catedral también es del dominio
público. En la consulta que el EZLN hizo dentro de sus bases de apoyo sobre el
ofrecimiento que el gobierno hacía a sus demandas, éstas lo rechazaron, aunque
mantuvieron abierto el proceso de negociación con el gobierno federal, al
tiempo que proponían un amplio diálogo con la sociedad civil. Como parte de ese
diálogo, en el mes de junio de 1994, simultáneamente al anuncio del rechazo del
ofrecimiento gubernamental a sus demandas, llamaban a las organizaciones
políticas y sociales a una Convención Nacional Democrática (CND) a realizarse
en la comunidad de Guadalupe Tepeyac, un importante bastión zapatista, durante
los días 6 y 7 de agosto de ese año. En ese evento el FIPI y la CIOAC
presentaron un documento denominado: “Los
pueblos indios. Hacia la democracia y la paz en el futuro” en donde
fundamentaban la necesidad de un régimen de autonomía regional para los pueblos
indígenas. Poco impacto tuvo dentro de los participantes porque, como hasta
entonces, al movimiento indígena se le puso a la cola de las demandas de otros
sectores. Las organizaciones proponentes analizaron la situación y decidieron
crear la Convención Nacional Indígena (CNI) para hacerse visibles y presentar
sus propias demandas por otras vías. El evento se realizó los días 29 y 30 de octubre
de 1994 en la delegación Magdalena Contreras, del Distrito Federal. Como
continuidad de esos trabajos y la discusión del programa del movimiento
indígena, durante los días 16 al 18 de diciembre de ese mismo año, diversas
organizaciones indígenas convocaron a la Convención Nacional Indígena en Tlapa
de Comonfort, Guerrero; el evento reunió a 94 organizaciones de 20 estados de
la república y alrededor de 1500 participantes, lo que constituyó un gran
esfuerzo por la unidad del movimiento indígena.
En todos estos eventos la lucha por los derechos de los pueblos indígenas
adquirió una forma específica: el reclamo de un régimen de autonomía y dentro
de ésta prevalecía la postura impulsada por el FIPI desde un principio, aunque
no dejaban de existir voces, hasta entonces minoritarias, que impulsaban las
autonomías comunales y municipales y más que un régimen de autonomía buscaban
que se garantizara constitucionalmente el ejercicio de ellas. Esta posición,
que haría crisis al año siguiente, se explicaba porque en esos momentos la
propuesta de autonomía regional era la mejor estructurada como demanda
política, lo que no negaba la existencia de otro tipo de experiencias cuyos
actores no buscaban hacerse escuchar en el plano nacional sino construir su
propio rostro y camino a partir de abrir espacios locales o regionales.
Las organizaciones indígenas que se agrupaban en torno a la propuesta de
autonomía regional siguieron su proceso de consolidación y durante los días 10
y 11 de abril de 1995 constituyeron la Asamblea Nacional Indígena Plural por la
Autonomía (ANIPA), en un acto convocado por legisladores indígenas que sus
organizaciones habían llevado a esos puestos a través de negociaciones con
partidos para que les otorgaran espacios en las diputaciones plurinominales. En
ese acto las organizaciones que asistieron discutieron por primera vez una
propuesta de reforma a la Constitución Federal para que se reconociera un
régimen de autonomía. A esta reunión siguieron otras tres con los mismos fines:
la segunda se realizó los días 27 y 28 de mayo de 1995 en
Lomas de Bácum, Sonora; la tercera los días 26 y 27 de agosto de 1995 en la
ciudad de Oaxaca y la última los días 8 y 9 de diciembre de 1995 en San
Cristóbal de las Casas, Chiapas.
De esa manera se fue tejiendo uno de los movimientos indígenas de
México. De él se puede decir que tiene dentro de sus méritos haber introducido
en el país la discusión sobre la pertinencia de reconocer la autonomía de los
pueblos indígenas como demanda central. Pero junto con ello lleva la carga de
no haber entendido que dada la dispersión geográfica de los pueblos indígenas
de México la autonomía regional no podía ser el único tipo de autonomía y su
insistencia en lograrlo implicaba tratar de imponer modelos que no surgían de
la realidad sino de experiencias externas, sobre todo la nicaragüense. En ese
mismo sentido hay que señalar que durante todo el tiempo que tuvo vida propia,
la ANIPA fue una organización vertical con poca participación de las bases en
la toma de decisiones. Pero lo más grave fue que en el discurso siguió
reivindicando su programa de lucha original, mientras en la práctica lo iba
abandonando para ocupar cargos dentro de un gobierno panista, cuyo signo
político es la derecha, instrumentando políticas gubernamentales contrarias a
las que pregonaba, lo cual la llevaría con el tiempo a desaparecer del
escenario nacional.
Dentro de los movimientos indígenas no todos comulgaban con ese programa
ni con las formas de luchar por él y pronto se manifestaron otras alternativas
más novedosas al respecto. El 9 de febrero de 1995 el gobierno federal lanzó
una campaña militar tratando de detener a la dirigencia militar del Ejército
Zapatista. No lo logró porque, nuevamente, la sociedad civil se manifestó en
contra de la salida militar al conflicto. Fracasado el intento militar, el
gobierno recuperó la iniciativa e intentó obligar a los zapatistas a un diálogo
desventajoso. Sin embargo éstos le dieron la vuelta a la jugada cuando al
negociar la agenda del diálogo y las reglas de procedimiento del mismo,
consiguieron introducir como primer tema los derechos y la cultura indígena y
que las partes se hicieran acompañar de invitados y asesores sin fijar el
número de ellos. Negociar los derechos indígenas primero que cualquier otro
tema fue importante dado que en ese momento el movimiento indígena era el mejor
estructurado de los otros sectores sociales que apoyaban al zapatismo y eso
garantizaba respaldo político frente al adversario, pero incorporar invitados y
asesores lo fue más ya que permitió incorporar al diálogo a las autoridades
indígenas, líderes de organizaciones, estudiosos del tema y organizaciones
solidarias con ellos. Esto a su vez generó un proceso de discusión del tema, al
mismo tiempo que creaba condiciones para que los participantes tejieran redes
de acción y comunicación entre ellos, principalmente los indígenas.
De acuerdo con las normas de
procedimiento pactadas entre las partes, el diálogo se desarrolló en tres
fases. La primera del 18 al 22 de octubre de 1995, incluyó la participación de
todos los asistentes, invitados y asesores de ambas partes, que entre todos
alcanzaban casi el millar; la segunda, del 13 al 18 de noviembre de ese mismo
año consistió en un pequeño grupo de ambas partes que organizara las propuestas
realizadas en la anterior fase, identificando coincidencias y contradicciones
entre ellas. Al tiempo que esto sucedía al interior de las mesas del diálogo,
afuera los invitados y asesores dialogaban sobre cómo desarrollar las
propuestas que se habían realizado en la mesa anterior, lo que permitió
conocerlas, sistematizarlas y pensar la forma de articularlas en un programa de
lucha para el movimiento indígena. En febrero de 1996 se dio la tercera y
última fase del diálogo, donde las partes negociaron y firmaron los Acuerdos
sobre Derechos y Cultura Indígena, mejor conocidos como Acuerdos de San Andrés.
Entre cada una de las fases
del diálogo se desarrollaron amplios foros donde pudieron participar todos los
que asistían a las mesas de dialogo pero también aquellos que por una u otra
razón no pudieron hacerlo. Formalmente se trataba de analizar los avances del
proceso de negociación pero también tenían como finalidad legitimar la posición
que asesores e invitados sistematizaban y el EZLN defendía como suya. El gobierno
lo entendió así por eso, no obstante que esos eventos estaban pactados con la
Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA), puso todas las trabas que fueron
posibles para evitar su realización, desde la militarización de las regiones
hasta negar documentación a los extranjeros que deseaban participar como
observadores. Los obstáculos se pudieron superar y finalmente, durante los días
del 3 al 8 de enero de 1996, es decir, entre la segunda y tercera fase del
diálogo entre el gobierno federal y el EZLN, se realizó en la ciudad de San
Cristóbal de las Casas, Chiapas, el Primer Foro Nacional Indígena, el cual fue
precedido de al menos quince foros regionales. A éste siguió otro que se
organizó del 23 al 25 de julio de 1996 en la comunidad de Oventik, Chiapas,
cuando ya se habían suscrito los Acuerdos de San Andrés. Si en el primer foro
los asistentes respaldaron las propuestas que los asesores e invitados
presentaban y el EZLN avalaba en la mesa de negociación con el gobierno
federal, en el segundo hicieron suyos los acuerdos suscritos y exigieron su
cumplimiento.
El asunto tenía sus
implicaciones. Si en un principio la propuesta de autonomía que llevaba
legitimidad, por ser la más elaborada y discutida, era la que impulsaba la
ANIPA, durante la primera y segunda fase del diálogo se habían hecho presentes
otras, como la comunal o la municipal que fueron ganando terreno por ser
experiencias ya vividas por sus impulsores. Esto mostró que el modelo de
autonomía regional no era avalado por todos los pueblos y organizaciones
indígenas y que había otros con propuestas diferentes. El foro fue espacio para
la discusión de las diversas posturas que privilegiaron su contenido sobre el
espacio en donde éstas se realizarían, lo que llevó a que al final las posturas
no consensaran y se diera legitimidad a todas. Esto impactó en la construcción
de los nuevos movimientos indígenas ya que aparte de la ANIPA, el EZLN se
encontró con otros actores con quiénes discutir propuestas diferentes, lo cual
no le venía mal, sobre todo cuando algunos impulsores de la autonomía regional
al tiempo que participaban en el diálogo con los zapatistas, negociaban con el
gobierno federal la entrega de recursos para proyectos propios, acciones que
eran vistas por aquellos con malos ojos. En los Acuerdos de San Andrés los
zapatistas aceptaron que el derecho de la autonomía se ejerciera en los ámbitos
que los pueblos indígenas la hicieran valer, lo que para la ANIPA representó
una traición al movimiento indígena. De esa manera terminó la alianza coyuntural
entre ellos. Los de la ANIPA ya no asistieron al Segundo Foro, en el que los
asistentes acordaron formar una red de organizaciones indígenas en lugar de una
organización vertical, ni a las reuniones promotoras del Foro Nacional Indígena
Permanente (FNIP).
Los foros terminaron para dar paso al Congreso Nacional Indígena (CNI) el
cual se formalizó durante la asamblea realizada en la Ciudad de México los días
del 9 al 11 de octubre de 1996. En él los militantes
de la ANIPA volvieron e intentaron colocar su propuesta de autonomía regional
como programa de lucha pero la mayoría de los asistentes se inclinaron por
asumir como programa de lucha los Acuerdos de San Andrés y su incorporación a
la Constitución Federal. Está claro pero es importante resaltarlo: cada
propuesta llevaba implícita una postura. En la primera Asamblea Nacional del
CNI, realizada en Milpa Alta, Distrito Federal, los miembros de la ANIPA
insistieron en constituirlo como una organización formal con estructura
vertical, a lo cual los demás asistentes se negaron, inclinándose la mayoría
por considerarlo “un espacio construido
por todos para que se encuentren nuestros pueblos, se hablen nuestros
corazones, se crezca nuestra palabra y se encauce nuestra lucha, y es una forma
de servirnos unos a otros para engrandecer a nuestros pueblos y poder lograr
nuestros objetivos comunes”.
Quienes estuvieran dispuestos a participar en el espacio deberían asumir los principios de: “servir y no servirse, construir y no destruir, obedecer y no mandar, proponer y no imponer, convencer y no vencer, bajar y no subir y enlazar y no aislar”. Además de ello, en lugar de dirección se dotó de una Comisión de Seguimiento constituida por 10 grupos de trabajo que se compondría al menos de cinco miembros titulares, representantes de pueblos y organizaciones indígenas, más los que se quisieran integrar. En otras palabras, el CNI no se propuso ser una organización y por lo mismo no lo fue, sino un espacio donde los pueblos pudieran discutir problemas y coordinar sus acciones. Una asamblea cuando sus integrantes se juntaban y una red cuando estaban en sus lugares de origen.
Quienes estuvieran dispuestos a participar en el espacio deberían asumir los principios de: “servir y no servirse, construir y no destruir, obedecer y no mandar, proponer y no imponer, convencer y no vencer, bajar y no subir y enlazar y no aislar”. Además de ello, en lugar de dirección se dotó de una Comisión de Seguimiento constituida por 10 grupos de trabajo que se compondría al menos de cinco miembros titulares, representantes de pueblos y organizaciones indígenas, más los que se quisieran integrar. En otras palabras, el CNI no se propuso ser una organización y por lo mismo no lo fue, sino un espacio donde los pueblos pudieran discutir problemas y coordinar sus acciones. Una asamblea cuando sus integrantes se juntaban y una red cuando estaban en sus lugares de origen.
Rostros y máscaras, caminos y veredas
Los procesos que
conformaron estos dos movimientos indígenas en México representan al mismo
tiempo dos modos de trazar los caminos por dónde transitar para el
reconocimiento y la defensa de los derechos indígenas. Es importante resaltar
que a pesar de tener posturas diferentes ambos movimientos se mantuvieron
unidos durante varios años, el tiempo que duró la lucha por el reconocimiento
de los derechos de los pueblos indígenas en la Constitución Federal. Juntos
realizaron la difusión por todo el país primero de los Acuerdos de San Andrés
sobre Derechos y Cultura Indígena y después de la propuesta de reforma
constitucional elaborada por la COCOPA, que los diversos movimientos indígenas
de México hicieron suya. El reclamo del reconocimiento de los derechos de los
pueblos indígenas se volvió un punto de confluencia en donde ambos se
encontraron, dejando de lado sus diferencias en la naturaleza de sus propuestas
y la forma de organizarse y movilizarse para conseguirlo. Con todo, no eran los
únicos movimientos indígenas de México, sólo las expresiones más visibles de
ellos. En las regiones y aun en las comunidades indígenas existían otros que
sin mucha notoriedad, también construían sus utopías y luchaban por
alcanzarlas, mismos que al paso del tiempo tendrían más importancia.
La coincidencia coyuntural no borró las diferencias, mismas que no
dejaron de aflorar y conforme el tiempo pasaba se fueron acentuando. Varios
factores influyeron en ello. El principal era la visión de los niveles de la
autonomía y las formas para conseguirla. Pero hubo otras. Algunos miembros de
la Comisión de Seguimiento se acercaron bastante al zapatismo y defendían
abiertamente la posición de ellos al grado que cuando no obtenían el suficiente
apoyo para legitimar sus posturas buscaban imponerlas. Eso tuvo el efecto de
que quienes no coincidían con ellas se fueran alejando poco a poco,
marcadamente los miembros de la ANIPA y algunas organizaciones que aunque en un
principio participaban con ella con el tiempo también la abandonaron. Esto se
reflejó en la conformación de los Grupos de Trabajo de la Comisión de
Seguimiento, algunos de los cuales dejaron de funcionar y la mayoría de los que
subsistieron fueron poco operativos, sobre todo porque se carecía de
experiencia para el trabajo o sus miembros se cambiaban muy seguido dando lugar
a un marcado voluntarismo, hasta que alguien sin mandato para ello los declaró
desaparecidos. Por otro lado la ANIPA hizo de la obtención de diputaciones y
puestos en el gobierno federal lo mismo que en los estatales su acción más
visible. Los rostros y caminos de cada movimiento iban quedando más claros con
el paso del tiempo.
Esta situación y el hecho de que el presidente de la República se negara
a cumplir los Acuerdos de San Andrés, atendiendo a la propuesta de reforma
constitucional elaborada por la COCOPA, fue conduciendo al movimiento indígena
nacional a un inmovilismo, lo que le impidió responder de manera unitaria y en
un solo frente a la embestida militar y la represión política que el Estado
desató en todo el país, situación que obligó a muchas organizaciones a
replegarse a sus regiones para armar desde ahí la defensa, retomando sus
reivindicaciones particulares. De esa manera empezó a dispersarse lo que se
había venido construyendo con tanto trabajo. Pero como no hay mal que por bien
no venga el regreso de los movimientos indígenas a sus regiones constituyó el
inicio de otro tipo de movimientos, ya no para transformar al Estado sino para
enfrentar al capital, que con el paso del tiempo se convertiría en el eje
central de su lucha.
El destino de la ANIPA
Cuando se presentó la
coyuntura electoral del año 2000 para elegir presidente de la República las
posiciones se polarizaron más, al grado casi de la ruptura. Aunque nunca se
discutió a fondo el problema, las organizaciones que reivindicaban su
participación en el CNI asumieron una postura antielectoral mientras las que
militaban en la ANIPA apostaron abiertamente al proceso y terminaron aliándose
a la derecha, después que el Partido de la Revolución Democrático (PRD) se
negara a mantener el espacio para una candidatura que anteriormente les había
obsequiado. El 22 de mayo del 2000, faltando un mes y días para las elecciones,
junto con el Seminario de Análisis de Experiencias Indígenas, donde algunos de
sus miembros participaban, el Consejo Indígena Mexicano (CIM) -de filiación
priista- y el Consejo Guerrerense 500 años de Resistencia Indígena, publicaron
un documento dirigido a todos los partidos políticos donde exigían “reconocimiento como sujetos políticos
plenos, acceso a espacios institucionales y políticos en las instancias
ejecutivas, legislativas y judiciales, la administración, dirección y ejecución
de las políticas del Estado destinadas a los pueblos indios, el establecimiento
de una política de Estado que garantice el desarrollo de nuestras lenguas y
culturas, y una educación que desarrolle la conciencia de la diversidad de
todos los mexicanos, que supere el racismo y la exclusión que con frecuencia se
ejerce sobre nuestros pueblos”.
En otro documento posterior
estas demandas ya se concretizaban. Proponían la creación del Consejo Nacional
para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas integrado por representantes de los
pueblos indígenas y personalidades destacadas, el cual debería ser un organismo
dependiente del Ejecutivo Federal y entre sus funciones estaría evaluar las
acciones de las dependencias del Ejecutivo en materia indígena, coordinar las
diversas dependencias del Ejecutivo Federal responsables de la acción en las
zonas indígenas, nombrar a profesionales indígenas en todos los puestos de
mando de las instituciones indigenistas y coordinar con ellos la reforma estructural
de dichas instancias, asumir la coordinación del diálogo y la negociación en el
estado de Chiapas por parte del Ejecutivo Federal, crear el Instituto Nacional
de las Lenguas Originarias de México y la Subsecretaría de Ecología y
Desarrollo Sustentable de los Pueblos Indígenas.
De todos los candidatos a la
presidencia el que les respondió y prometió llevar adelante sus propuestas fue
Vicente Fox Quesada, del derechista Partido Acción Nacional (PAN), quien a la
postre terminaría ganando las elecciones. Los compromisos centrales sobre
derechos indígenas no se cumplieron, a menos que como tal se tome el hecho de
que el antiguo Instituto Nacional Indigenista se transformara en la Comisión
Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas y durante sus primeros
años algunos espacios de decisión los usaran los miembros de la ANIPA, mientras
a otros se les colocó en mandos medios de la administración federal, en donde
realizaron las labores que anteriormente criticaron. En esa situación, el 11 de
diciembre del 2001, a un año de haber pactado con el foxismo, la ANIPA aclaró
que dejaba de luchar por los Acuerdos de San Andrés y retomaba su propuesta
inicial de luchar por la autonomía regional. En una declaración política
emitida en esa fecha afirmaban: “Ratificamos
nuestro compromiso de seguir luchando por la libre determinación y autonomía de
los pueblos indígenas de México, como lo mandata nuestro Proyecto Político, que
a lo largo de 5 Asambleas Nacionales, celebradas desde el Norte hasta el Sur de
nuestro País, consensamos los Pueblos y Organizaciones Indígenas, para demandar
una nueva relación con el Estado Mexicano y la sociedad Nacional, expresada en
nuestra propuesta de Iniciativa de Ley para la Creación de las Regiones
Autónomas Pluriétnicas. En su momento
aportamos las propuestas de esa iniciativa a los Diálogos de San Andrés, de las
cuales se retomaron partes mínimas. Anunciamos que a partir de hoy esa vuelve a
ser nuestra bandera de lucha, para demandar el reconocimiento constitucional de
nuestros derechos, en virtud de que la Ley COCOPA finalmente fue desconocida”.
Al paso de los años, con
varios de sus dirigentes convertidos en burócratas, la ANIPA fue perdiendo
presencia en el movimiento indígena hasta que terminó diluida. Lo que no
significa que sus integrantes hayan renunciado a sus pretensiones de ocupar
algunos puestos políticos, aunque para lograrlo tengan que renegar u olvidarse
de sus programas de lucha. Eso sucedió el 8 de febrero del 2012 cuando crearon
un efímero Movimiento Indígena Nacional (MIN) para
exigir a los partidos políticos incluirlos como candidatos a legisladores en la
Cámara de Diputados y Senadores. En su carta a los partidos políticos
solicitando ser considerados candidatos, no hablaban de propuestas políticas ni
de defensa de los derechos de los pueblos indígenas. Eso lo notó el analista
Gilberto López y Rivas, quien expresó que “se
trata de un movimiento que se deslinda de los acuerdos de San Andrés, el
Congreso Nacional Indígena (CNI), el EZLN, los procesos autonómicos hegemonizados
por los mayas zapatistas, así como la vía de construcción de autonomías desde
abajo y a partir de un quiebre con el sistema de partidos políticos”.
No sólo dijo
eso. También señaló como significativas “la
falta de un planteamiento programático y la distancia del MIN sobre problemas
concretos acuciantes para numerosos pueblos indígenas, que constituyen incluso
cuestiones de vida o muerte, como es la presencia dañina de las corporaciones
mineras, madereras, turísticas, farmacéuticas y de narcotraficantes, entre
otras, en los territorios de las etnorregiones, como se ha venido documentando
en las páginas de nuestro periódico, tanto en reportajes como en artículos de
opinión, limitándose a una mención formal sobre el derecho a la consulta previa
e informada. Nada sobre el éxodo migratorio, los megaproyectos carreteros, la
militarización, la criminalización de movimientos, la acción de grupos
paramilitares en territorios indígenas, o sobre los presos políticos detenidos
por su oposición a la privatización del agua o los altos costos de la
electricidad”. En otras palabras, los impulsores del supuesto Movimiento
Indígena Nacional y sus propuestas sólo apuntaban a que sus impulsores
obtuvieran candidaturas a cargos de elección popular. Al paso de los años perdieron
su capacidad de convocatoria y cada uno buscó, y algunos obtuvieron, las
ansiadas candidaturas por sus propios medios.
En esa
situación, las organizaciones, pueblos y comunidades indígenas que participaban
en ella buscaron su propio camino. Algunos cambiaron el rumbo que hasta
entonces había llevado su lucha, sumándose a quienes levantaban como bandera
los principios marcados por el CNI; otros siguieron su propio camino,
acomodándose a las circunstancias nacionales y regionales para conseguir sus
objetivos, combinando la movilización con la negociación políticas; los últimos
siguieron por el mismo camino pero sin la presencia y fuerza que tuvieron en
los últimos años del siglo XX. Parecía que ese modelo de organización dio de si
lo que pudo dar y entraba en crisis.
El rumbo del CNI
Del lado de las organizaciones que reivindicaban su
pertenencia al CNI las cosas tampoco marchaban muy bien. Después de que el
presidente de la República tomara posesión del cargo, el EZLN convocó a la Marcha
de la Dignidad Indígena, también denominada Marcha del Color de la Tierra, la
cual recorrió 13 estados de la República, acompañado del CNI y diversas
organizaciones sociales. Con ella exigieron el reconocimiento de los derechos
de los pueblos indígenas en la Constitución Federal, a través de la iniciativa
de la COCOPA. En medio de la efervescencia política que generó, a principios
del mes de marzo de 2001 se organizó en la comunidad de Nurío, Michoacán, el
Tercer Congreso Nacional Indígena, en donde se ratificó la defensa de los
Acuerdos de San Andrés. Terminado el evento la marcha continuó rumbo al
Distrito Federal, a donde llegó el 11 de marzo. Después de una fuerte oposición
de los diputados para que la comandancia zapatista hiciera uso de la tribuna en
la Cámara de Diputados finalmente lo lograron y después de hacerlo se retiraron
a la selva, dando de esa manera por concluida su misión.
El movimiento indígena que
los acompañó también regresó a sus lugares de origen creándose un vacío que el
Congreso de la Unión aprovechó para aprobar una reforma constitucional que se
apartaba de lo pactado en San Andrés. La situación de dispersión en que los
movimientos indígenas se encontraban se mostró en las formas en que
reaccionaron a la fallida reforma constitucional para reconocer sus derechos.
Muchas organizaciones se movilizaron a destiempo contra el dictamen emitido por
la Cámara de Senadores, y cuando los diputados federales votaron en el mismo
sentido sucedió algo similar. Lo novedoso se vio cuando el proyecto de decreto
se votó en las legislaturas de los estados. Fue ahí donde se expresó la
existencia de movimientos indígenas más allá de sus manifestaciones nacionales,
pero sobre todo se mostraron en los lugares en donde menos se pensaba que
existían. Los indígenas de los estados de Sinaloa, Sonora, Chihuahua y San Luis
Potosí dieron la sorpresa al protestar por el tipo de reforma que se quería
imponer, mientras en Oaxaca, Guerrero y Chiapas, estados donde el movimiento
indígena había mostrado robustez, volvió a manifestarse aunque no con los
mismos actores. Estábamos asistiendo al surgimiento de nuevas manifestaciones
de los movimientos indígenas, con otros actores y otras demandas, que con el
tiempo marcarían un nuevo rostro y nuevos caminos que recorrer.
Cuando la reforma
constitucional finalmente se aprobó, con el voto en contrario de las
legislaturas de los estados con más población indígena, un grupo de
organizaciones de derechos humanos y abogados independientes decidieron
impugnarla, no por su contenido, que no respondía a las exigencias del
movimiento indígena ni a lo pactado en los Acuerdos de San Andrés, sino por los
vicios que tuvo el proceso, donde no se respetaron las formas y procedimientos
establecidos en la Constitución Federal, ni las respectivas de los estados y
las leyes orgánicas de la Cámara de Diputados Federal y de las entidades
federativas. Algunos representantes de organizaciones indígenas que no vivieron
de cerca el proceso lo han criticado afirmando que “el CNI –o lo que quedaba de él- sólo le pudo apostar a una controversia constitucional y jugando
ingenuamente en el terreno de la legalidad criolla” y “obviamente iba a perder, como sucedió”. El argumento no es
correcto. En primer lugar porque no fue el CNI quien decidió iniciar dichos
procesos sino un grupo de organismos de derechos humanos y abogados
independientes, aunque el CNI avaló posteriormente el proceso, en segundo lugar
no fue una controversia constitucional sino cerca de 330 presentadas por otros
tantos municipios indígenas, quienes no apostaban a la legalidad criolla sino
precisamente a ponerla a prueba.
Cierto, formalmente buscaban
que la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) declarara nulo el proceso
en vista de las irregularidades cometidas en la Cámara de Diputados y en
diversas legislaturas estatales durante el procedimiento, y que por esa vía se
anulara la reforma impugnada. Pero también pretendían que la SCJN emitiera su
opinión sobre si se debían respetar durante el proceso de reforma constitucional
los derechos previamente reconocidos a los pueblos indígenas, qué lugar
correspondía a un tratado de derechos humanos frente a la Constitución Federal
y cómo afectaba a la interpretación constitucional el hecho de que la Carta
Magna declarara que somos un país multicultural. Seguramente sabían del riesgo
y lo asumieron. Eran conscientes de que la SCJN podía fallar como finalmente lo
hizo, declarando improcedentes las controversias constitucionales. En estricto
sentido los que apostaron al proceso no perdieron, la SCJN no resolvió que no
tuvieran razón, por lo que entendido en sentido contrario puede decirse que la
tuvieron. Además de ello no fundamentó su voto en ese sentido. Se exhibió y con
ello desnudó las insuficiencias del sistema jurídico mexicano, a tal grado que
hasta juristas liberales la criticaron de caprichosa.
El rostro del nuevo colonialismo
Con los resultados
de las controversias constitucionales los pueblos indígenas, sus comunidades y
sus autoridades, igual que las organizaciones indígenas, comprendieron que el
Estado había cerrado todas las puertas para el reconocimiento de los derechos
indígenas y decidieron concentrarse en sus territorios para armar la
resistencia, impulsando autonomías de hecho. Ya existían algunos antecedentes de
ello, como la declaración de regiones autónomas en Chiapas que
desde octubre de 1994 hiciera el movimiento indígena identificado con la ANIPA,
que en la práctica no pasó de eso. Más efectividad tuvieron los 38 municipios
autónomos creados en el mismo estado en diciembre de ese año por el Ejército
Zapatista de Liberación Nacional. Con declaración o sin ella, otras comunidades
decidieron caminar por ese mismo camino y desataron diversos procesos, de
acuerdo a sus condiciones y necesidades. El caso más paradigmático fue la
instalación de las Juntas de Buen Gobierno por las comunidades zapatistas, en
el mes de agosto del 2003, como gobiernos civiles en los territorios
controlados por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. A ellas siguieron
otros procesos similares por diversas partes del territorio nacional, que se
manifestaron en la instalación de gobiernos y sistemas de seguridad propios,
con base en sus propias normas, defensa de los territorios y recursos
naturales, creación de centros de enseñanza y medios de comunicación propios,
entre otros.
Estas nuevas expresiones de los movimientos indígenas hablan de las luchas
de los nuevos movimientos indígenas por su derecho a la autonomía, ya no como
un reconocimiento constitucional, sino como una construcción en los hechos, lo
que representa un salto cualitativo con respecto al anterior. Para ellos, el
cumplimiento de los Acuerdos de San Andrés, firmados entre el gobierno federal
y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, ya no pasaba por la incorporación
de su contenido en la Carta Magna, sino por la defensa en la práctica cotidiana
de los derechos en ellos contemplados. Con estos procesos autonómicos estábamos
asistiendo a una reactivación de los movimientos indígenas en las regiones sin
que se viera la organización nacional que fuera capaz de darles amplia
cobertura, porque sus dos expresiones más importantes se habían desgastado
tanto que casi habían desaparecido del escenario nacional.
Como ya se dijo, como parte de su ejercicio de la autonomía y el control de
sus territorios, los nuevos movimientos indígenas comenzaron a enarbolar
demandas contra el despojo de sus recursos naturales. Este cambio en el
objetivo de la lucha y la estrategia para lograrlo se justificaba argumentando
que no tenía sentido continuar el diálogo por la transformación del Estado
cuando las autoridades no tenían voluntad política para cumplir lo pactado,
pero también porque la explotación capitalista en México había tomado nuevos
rumbos, entrando en una nueva fase económica que diversos analistas denominan acumulación por
desposesión, misma que los pueblos estaban viviendo con una
gran intensidad porque los ansiados recursos naturales se encuentran en sus
territorios. Mineras acaparando la tercera parte del país; las aguas de la
nación entregadas a esas mismas mineras, a los agricultores de exportación y a
los dueños de la industria automotriz; la biodiversidad y los saberes
ancestrales de pueblos y campesinos en manos de los operadores de las
industrias farmacéuticas y alimenticias, configuran el nuevo rostro del cuarto
ciclo de la colonización y sucede con la complacencia de los gobiernos, que en
teoría son los encargados de cuidar que los recursos naturales se usen de tal
manera que beneficien a los mexicanos de ahora y los de las próximas
generaciones.
Otra faceta del cuarto ciclo de colonización que los pueblos indígenas
vieron con claridad fue el nuevo rol de los gobiernos que aparecen como
gendarmes del sistema capitalista sin importar que se proclamen de derecha o de
izquierda, y se materializa en la facilitación de la ocupación territorial por
multinacionales extranjeras, a través de contratos de obras que siempre se
justifican con el argumento de impulsar el desarrollo.
A diferencia de tiempos pasados donde los gobiernos autoritarios y
antidemocráticos fueron los preferidos por el capital para desempeñar estas
funciones, ahora son los que portan careta de democráticos, y si son
multiculturales mejor, pues les otorgan más legitimidad, y al identificarse con
el pueblo garantizan la “paz social”,
situación que permite al capital financiero imponer más proyectos que a un
gobierno autoritario. Para ser funcionales al capital sólo necesitan una
condición: que no pretendan distribuir equitativamente la riqueza del país
entre todos sus habitantes; pueden incluso impulsar políticas de apoyo social,
pero no acabar contra el colonialismo sobre los pueblos indígenas.
Los pueblos indígenas ven que los gobiernos mexicanos de los últimos años
han dejado de ser representantes populares y guardianes del patrimonio nacional
para convertirse en gendarmes al servicio de las empresas transnacionales,
porque en todos los lugares donde los pueblos se oponen al despojo, ellos son
los responsables de contenerlos. Para hacerlo no siempre recurren al uso de la
fuerza, hasta podría decirse que es el último recurso que utilizan. Primero
recurren a la cooptación de los potenciales opositores, ofreciéndoles programas
asistenciales para sus comunidades y puestos en el aparato burocrático para los
dirigentes, abriéndoles espacios en los cargos de elección popular o
allanándoles el camino para que realicen algún negocio que les deje ganancias
económicas, vía los proyectos de apoyos financieros con presupuesto público,
por ejemplo.
Cuando todo esto falla comienza la represión, que al principio tampoco
asume violencia física. Puede comenzar con poner obstáculos a sus actividades
diarias, retardando los trámites oficiales, negando los permisos o impulsando
auditorías a sus administraciones. Cuando todo esto no funciona comienza el uso
de la fuerza, las amenazas, la prisión y el asesinato. Naturalmente, para la
realización de estas actividades no importa el color del partido en el poder,
pudiendo afirmarse que es en los estados donde la “oposición” ha desplazado del poder al Partido Revolucionario
Institucional (PRI) donde estas tareas se realizan de mejor manera, como si los
gobernantes sintieran que tienen un compromiso que cumplir con quienes los
apoyaron para llegar al poder o quisieran demostrar que ellos también saben
realizar su trabajo.
Algunos ejemplos pueden ilustrar la anterior afirmación. En el estado de
Oaxaca, con un primer gobierno distinto al Partido Revolucionario Institucional
en toda su historia, se reprime a las comunidades que se han organizado para
cuidar el bosque, oponerse a la minería y a los proyectos eólicos, como lo
pueden constatar la Asamblea Popular del Pueblo Juchiteco, el Colectivo
Oaxaqueño en Defensa de los Territorios o el Consejo de Pueblos Unidos en
Defensa del Río Verde; en Guerrero, gobernado por el Partido de la Revolución
Democrática, se hostiga a los que se oponen a la minería, la creación de
reservas de la biosfera y crean sus propios sistemas de seguridad, como el
Consejo Regional de Autoridades Comunitarias o el Consejo Regional de
Autoridades Agrarias en Defensa del Territorio; en Morelos, con gobierno
emanado del mismo partido que el anterior, se acosa a los que se oponen a la
minería, la instalación de un gasoducto o la apertura de carreteras, como el
Consejo de Pueblos de Morelos; en Michoacán, gobernado por el mismo partido, se
persigue a quienes reclaman respeto a su territorio y sus gobiernos propios,
como al pueblo nahua de Ostula o al municipio indígena de Cherán.
Pero no se crea que esta tarea sólo la realizan los partidos
autodenominados de izquierda. En
Chiapas, gobernado por el Partido Verde Ecologista, se acosa a las comunidades
que viven en áreas ricas en biodiversidad, igual que a las que se oponen a la
minería, al tiempo que se arma la contrainsurgencia en contra del Ejército
Zapatista de Liberación Nacional; en Puebla, gobernado por el Partido Acción
Nacional, se reprime a nahuas y totonacos que se oponen al gasoducto, la
instalación de empresas mineras y la construcción de minipresas para producir
energía eléctrica a fin de que estas empresas funcionen, como al Consejo Tiyat
Tlali; en Sonora, gobernado por el mismo partido, se reprime a los yaquis que
se oponen a que se les despoje del agua que les tituló el presidente Lázaro
Cárdenas y a los guarijíos que se oponen al despojo de su territorio para la
construcción de la presa Los Pilares.
Los gobiernos priistas continúan con sus políticas de años. En Chihuahua se
reprime a los rarámuris que se oponen al proyecto turístico Barrancas de Cobre,
lo mismo que a quienes luchan por recuperar sus tierras y defender sus bosques;
a los coras y wixaritari de Nayarit, se les reprime por oponerse a la
construcción de la presa hidroeléctrica Las Cruces; a los nahuas y totonacos de
Veracruz que se oponen al fracking y la construcción de gasoductos; a los
otomíes del Estado de México e Hidalgo que se oponen a la construcción de
carreteras y gasoductos porque afecta sus territorios; mientras en Baja
California se busca por todos los medios someter a los pueblos yumanos que
defienden sus territorios de la invasión de los industriales que impulsan
casinos, parques eólicos y la minería. En fin, todos los reprimen a los pueblos
indígenas, con tal de que el capital extranjero pueda sentar sus reales y sacar
adelante sus negocios. Aun así, los pueblos resisten.
La nueva resistencia de los pueblos
La lucha de los pueblos
indígenas en defensa de sus territorios pone en evidencia el carácter colonial
del gobierno y la sociedad mexicana y el depredador del capital. A los nuevos
colonizadores poco les importa que nuestra Carta Magna reconozca el carácter
multicultural de la nación mexicana, igual que a los pueblos indígenas y
algunos de sus derechos, entre ellos el acceso preferente a los recursos
naturales existentes en sus territorios; tampoco sirve de mucho que la propia
Carta Magna establezca la recepción de los derechos humanos reconocidos en los
instrumentos internacionales –entre ellos el derecho a la autonomía y, como
consecuencia, al control de sus territorios y la administración, uso y aprovechamiento
de los recursos naturales en ellos existentes, igual que a la consulta previa
antes de realizar en ellos actos que pudieran impactarlos, si en la práctica
estos no se respetan.
Los pueblos indígenas lo saben. Pero también han aprendido que el discurso
de los derechos humanos legítima, por eso en lugar de dejarlo todo a sus
adversarios se apropian de él y lo usan en su beneficio, cuando consideran que
les conviene. No de otra manera se explica que su lucha, cualquiera que sea la
forma que asuma, invariablemente incluya el reclamo de falta de los pueblos
como sujetos de derechos colectivos, violación del derecho al territorio y
otros derechos asociados a él. En muchos casos los tribunales les dan la razón,
cambiando la correlación de fuerzas, pues no es lo mismo luchar sin un discurso
legítimo que contando con él, y cuando esto no sucede, ponen en tela de juicio
la imparcialidad en la administración, situación que en muchos casos les genera
simpatía y solidaridad de algunos sectores sociales.
Armados de este discurso jurídico emprenden acciones de diversa índole,
entre las cuales se encuentran las que informan a los afectados y la sociedad
en general sobre el problema; en este tipo de acciones puede verse un fuerte
activismo de las mujeres, que reivindican sus derechos junto con sus pueblos.
Para hacerlo usan todos los medios de comunicación, pero principalmente echan
mano de radios comunitarias que ellos mismos han ido construyendo con la activa
participación de los jóvenes que se apropian de las nuevas tecnologías; o
pintas en caminos rurales, paredes de casas y plazas en las zonas urbanas. Los
que pueden elaboran folletos con información sobre los derechos que el Estado y
las empresas deben respetar y las consecuencias de no hacerlo; también crean
páginas de internet para explicar sus problemas y demandar solidaridad. Ninguna
de estas acciones se descarta. Cada una tiene su propio fin y público
destinatario.
Otra manera de organizar la lucha es la movilización. La gente se moviliza
para buscar soluciones organizando reuniones comunitarias o regionales, según
el caso, donde aprovecha para ir creando relaciones de solidaridad y
acompañamiento con diversos sectores sociales; también realiza marchas públicas
y mítines de denuncia. A ellas suman cabildeos con funcionarios públicos para
conocer su postura u obtener información para su lucha, con miembros del poder
legislativo para que presionen a las autoridades del poder ejecutivo y se
conduzcan conforme a la ley, con representaciones de las empresas para
explicarles la razón de su inconformidad y hasta en instancias internacionales
donde buscan presionar al gobierno para que respete los derechos que ha
reconocido. Todas estas son acciones tradicionales de las que se valen sectores
inconformes para hacerse escuchar frente a la inacción o la actuación
arbitraria de las autoridades estatales o de las empresas.
Una forma de movilización que se ve poco porque es muy propia de los
pueblos es la que realizan al interior de sí mismos. Algunas veces las dan a
conocer, otras no, dependiendo de la sacralidad o espiritualidad que encierran
y de los propósitos que quieran lograr al realizarlas. Para llevarlas a cabo
recurren a sus guías espirituales, quienes ponen en juego sus poderes y
habilidades para restablecer la armonía entre los hombres de este tiempo y los
del pasado, así como entre la sociedad y sus dioses. Guiados por ellos, los
pueblos recorren sus lugares sagrados, realizan ofrendas a sus deidades, piden
perdón por apartarse de sus obligaciones con la naturaleza y permitir que fuera
agredida desde fuera. Y lo más importante: refrendan su compromiso de
recomponer sus relaciones con sus antepasados, sus deidades y la naturaleza.
Entonces desempolvan sus propias formas de lucha y las ponen en movimiento para
organizar la resistencia, a su manera. Como muchos no las ven o viéndolas no
las entienden, piensan que los pueblos no se movilizan, cuando en realidad son
las movilizaciones más significativas para los pueblos, porque a partir de
ellas construyen su autonomía.
Una vertiente que siempre se encuentra presente son los procesos judiciales
contra los que buscan despojarlos de su patrimonio. Al uso del derecho para
justificar públicamente el reclamo de derechos y validar determinados actos,
como las asambleas comunitarias de rechazo a las empresas, se suman juicios de
carácter administrativo contra las actuaciones de la Secretaría del Medio
Ambiente y Recursos Naturales, por no ajustarse a la normatividad ambiental a
la hora de aprobar los proyectos; reclamos ante la Comisión Nacional de
Derechos Humanos para que constate la violación de derechos y recomiende a las
autoridades estatales cesen los actos violatorios y tome medidas para evitar
que se repitan; juicios agrarios para nulificar contratos de arrendamiento, ocupación
temporal de las tierras, controvertir montos de pago y hasta solicitar la
desocupación de las tierras y amparos ante el poder judicial federal pidiendo
su protección ante la violación de garantías constitucionales y evitar que siga
sucediendo. Las experiencias en cada caso son distintas, porque los resultados
no dependen sólo de lo que las leyes digan, sino de una buena combinación de
diversas formas de lucha.
Las movilizaciones más novedosas son las de acción directa, expresadas en
la ocupación de los espacios donde se pretenden instalar las obras que violan
sus derechos y expulsar la maquinaria con que se busca despojarlos. Como no
confían en que las autoridades estatales resuelvan sus demandas respetando sus
derechos si emprenden un proceso judicial para lograrlo, deciden hacerlo ellos
mismos, apelando a su derecho a la libre determinación. Los más imaginativos
echan mano de sus propios recursos y se reafirman en su territorio y sus
prácticas culturales, delimitando su territorio por la vía de los hechos o
fortaleciendo sus lazos comunitarios a partir de su relación con la naturaleza.
Este tipo de acciones, aunque no parezca, tienen un grado de efectividad
bastante amplio y profundo, al grado que podría decirse que es lo que
diferencia la lucha de los pueblos indígenas con las de otros sectores, pues en
ella ponen en juego sus recursos identitarios y de derechos colectivos,
mostrándose diferentes –culturalmente- del resto de la sociedad pero iguales en
derechos, que es una manera de reclamar la inclusión que tanto se les ha
negado. Las luchas emancipatorias de los pueblos, como se ve, no recorren los
mismos caminos que las del resto de la población.
En todos estos tipos de resistencias existe un denominador común: dejar de
ser sociedades colonizadas para integrarse en una sociedad igualitaria y
multicultural, pero en serio. Eso explica que el eje central de sus luchas, el
que da sentido a todas sus demandas sea la autonomía y alrededor de ella la
defensa de sus territorios y los recursos naturales en ellos existentes, que
sumados nos arrojan una defensa del territorio nacional y sus recursos
naturales. Esto nos lleva a un terreno más pantanoso que es necesario
comprender: en el fondo de las reivindicaciones de los pueblos indígenas flota
la idea de que el paradigma de vida occidental ha entrado en una crisis
civilizatoria sin retorno, lo que nos urge a encontrar nuevos modelos de vida
que sustenten nuestras esperanzas de que la vida podrá subsistir por mucho
tiempo. En esto las luchas de los pueblos indígenas tienen mucho que aportar:
la relación de respeto que tienen con la naturaleza, su filosofía de la
solidaridad por sobre las relaciones económicas, el trabajo y el festejo como
dualidad en las relaciones sociales. De ese tamaño es el reto. Por eso las
luchas de los pueblos indígenas son luchas de toda la humanidad. En la
descolonización de los pueblos indígenas se encuentra la libertad de todos los
ciudadanos y pueblos.
Salida
Hemos argumentado que los
movimientos indígenas en México son nuevos porque es muy reciente su colocación
en la escena nacional como sujetos políticos con demandas propias y métodos muy
de ellos para conseguirlas. Para que esto sucediera fue fundamental el
levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional aquel 1º de enero
de 1994, porque abrió el espacio nacional y lo puso al servicio de los pueblos
indígenas para que estructuraran su demanda y la colocaran en el centro de las
reivindicaciones nacionales. Para ello fue importante el proceso de diálogo
entre el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y el gobierno federal, donde
participaron activamente como asesores o invitados cientos de autoridades y
líderes indígenas, junto con estudiosos de su problemática y organizaciones y
personas solidarias con su causa, porque entre todas, a través de un diálogo
horizontal hicieron posible la constitución de una agenda de lucha.
La negativa del gobierno a cumplir con los Acuerdos de San Andrés,
impulsando en cambio una reforma constitucional ajena a ellos, obligó a los
movimientos indígenas –el Ejército Zapatista de Liberación Nacional incluido-,
a concentrarse en sus regiones, lo que trajo como consecuencia que modificaran
sus demandas y las estrategias para conseguirlas: de luchar por años para
conseguir la modificación de la Constitución Federal para incorporar en ella a
los pueblos indígenas como titulares de derechos colectivos ahora se pasaba a
la acción para construirlos, con lo cual buscaban otras maneras de ejercer la
política. En este proceso se encontraron con que el capital trasnacional se
hallaba en sus territorios con la intención de despojarlos de sus recursos
naturales y no les quedó más camino que combinar la resistencia al despojo con
sus ideas de transformar las formas de ejercer el poder. Las luchas de resistencia
y las emancipatorias se combinaban en una sola.
En este punto es importante entender que las luchas de los movimientos
indígenas por sus objetivos y formas los trascienden y requieren del concurso
de todos los mexicanos y de todos los ciudadanos para ser posible. Esto es así
porque la defensa de los recursos naturales lleva tras de sí la lucha por el
modelo depredatorio del capital, que busca obtener la mayor ganancia en el
menor tiempo, para lo cual prescinde de la mano de obra de amplios sectores laborales,
dejándolos sin posibilidad de obtener formas de vida decentes, al tiempo que
convierte en mercancía los bienes comunes. De igual manera, la construcción de
autonomías como una forma distinta de ejercicio del poder público lleva
implícita una profunda crítica al modelo representativo materializado en los
partidos políticos, que se han transformado en franquicias al servicio de
cualquier grupo de interés que esté dispuesto a pagar por ser postulado a algún
puesto de elección popular, lo que ha traído como consecuencia un régimen
político donde lo que predomina es la corrupción y el tráfico de influencias
antes que la representación de los ciudadanos.
En ese sentido es necesario ir pensando en una gran articulación de los
movimientos indígenas, entre ellos en y con el resto de los movimientos
sociales de México y del continente. Como hemos tratado de mostrar, hasta ahora
los movimientos indígenas son comunitarios, municipales o regionales, lo cual
representa una desventaja frente al capital y las políticas estatales que
siempre son nacionales. Cuando una empresa se instala en una comunidad lo hace
porque tiene todo un entramado nacional y hasta transnacional que le da
cobertura, pero cuando una comunidad o municipio inicia la lucha en defensa de
sus derechos con lo que más cuenta es con los apoyos regionales que han logrado
construir, y pocas veces con algún apoyo solidario con su lucha. Es necesario
construir una agenda común de resistencias y luchas emancipatorias que incluya
a todos aquellos que creen que la organización de los pueblos es indispensable
para un verdadero cambio. De otra manera, los movimientos pueden ser ejemplos
de resistencia pero no de emancipación.
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