PARAGUAY: LA
TIERRA PARA LOS DELINCUENTES AMBIENTALES (1)
Raúl Zibechi
Red Latina sin fronteras
Publicado: 7 noviembre,
2016
La destitución fulminante del presidente Fernando Lugo, en
2012, representó un paso atrás para los campesinos y lubricó un avance
exponencial de los negocios de la soja y la carne. Ese avance profundiza la
desigualdad y se produce con los métodos mafiosos que caracterizan al
narcotráfico. Lo peculiar del caso paraguayo es el ferviente apoyo estatal a
las ilegalidades empresariales.
“¿Porqué para desalojar a 50 familias campesinas envían 400
policías?”,
le preguntan a la socióloga Marielle Palau, quien sigue la lucha campesina
desde hace más de dos décadas.
“Porque si son pocos, no les tienen miedo y no pueden
desalojarlos”,
responde. “Por eso emplean niveles
inéditos de violencia y en casi todos los desalojos, muchos de ellos
asentamientos legales establecidos en colonias estatales, les queman las
viviendas y los cultivos, y les roban sus pertenencias”.
Un buen ejemplo es el
desalojo de la colonia San Juan (departamento de Canindeyú), el 17 de agosto pasado
cuando más de 200 policías desalojaron doce lotes dejando a cien campesinos sin
sus tierras ni viviendas cuando, según un comunicado del instituto BASE-IS
(BASE-Investigaciones Sociales), la comitiva fiscal-policial “derribó las casas de las familias, trabajo
que realizaron policías y peones de los productores de soja”.
El caso es grave, porque
la colonia San Juan fue creada en 1995 sobre tierras del Estado a través de la
ley 620, que permitió a familias campesinas beneficiarias de políticas agrarias
colonizar una amplia zona de 8 mil hectáreas. Presionadas por las fumigaciones
y el envenenamiento de animales y cultivos, muchas familias vendieron sus lotes
a productores de soja, en su mayoría brasileños. El desalojo de las familias
que permanecían en la colonia se produjo por una denuncia de un sojero que
aseguró que los campesinos “invadían su
propiedad”. Pero el operativo no contaba con orden judicial de desalojo o
desahucio, sino órdenes de aprehensión sobre algunas personas.
La policía de élite se
quedó varios días en la colonia, arrestando a los campesinos que circulaban por
los caminos vecinales. El 8 de setiembre, señala un informe de BASE-IS, un
grupo de policías y sojeros llegaron al asentamiento “con la intención de fumigar con secantes químicos los cultivos de las
familias”. Ante la oposición encontrada, hirieron de gravedad a un
campesino. “El corazón del conflicto es
el acaparamiento irregular de tierras estatales reservas para la reforma
agraria por productores sojeros” [2].
Paraguay ocupa el sexto
lugar en el ranking de países productores de soja transgénica en el mundo, por
delante de Canadá y detrás de China, India, Argentina, Brasil y Estados Unidos.
Todos países con una superficie mucho mayor que la del país guaraní. Las nueve
millones de toneladas de soja se cosechan en tres millones y medio de hectáreas
que se han sido robadas (literalmente) a campesinos, indígenas y a un Estado
aliado de los sojeros.
La soja se come todo
Lo más curioso e indignante, es que los productores de soja
avanzan sobre tierras del Estado que fueron entregadas a campesinos
beneficiarios de planes de reforma agraria. O sea, con colonias estatales,
aunque el propio Estado paraguayo las haya abandonado sin asignarles servicios
mínimos. En las zonas de expansión sojera, en los departamentos de la franja
lindera con Brasil, los productores brasileños alegan tener títulos de
propiedad, conseguidos de forma fraudulenta por la corrupción de funcionarios
estatales del INDERT (Instituto Nacional de Desarrollo Rural y de la Tierra) y
la Dirección de Catastro.
Varios trabajos del
instituto BASE-IS documentan el avance del agronegocio en el campo paraguayo
entre 2013 y 2015, o sea en los dos primeros años del gobierno de Horacio
Cartes. En los ocho años que van de 2004 a junio de 2012 (destitución de
Fernando Lugo por un golpe parlamentario), se había liberado legalmente un solo
evento transgénico. Sin embargo, desde ese año se liberaron 19 eventos más, de
modo legal o ilegal, según la abogada Silvia González.
No hay datos oficiales. “Para acceder a información sobre la
liberación de eventos transgénicos”, escribe la abogada, “nos hemos visto en la necesidad de recurrir
a información de organismos del exterior, ya que la página oficial de la
Comisión de Bioseguridad Agropecuaria y Forestal (CONBIO) desde hace meses tiene ‘problemas técnicos’…”
[3].
En segundo lugar, se
constata una fuerte concentración de las empresas oligopólicas que controlan el
75 por ciento del mercado global, seis grandes empresas encabezadas por
Monsanto y seguidas por Syngenta, Dow, Bayer (ahora fusionada con Monsanto),
Basf y DuPont. Cuatro empresas brasileñas controlan las exportaciones de carne
y tres estadounidenses las de soja. En un país donde el presidente e, a la vez,
empresario ganadero, sojero, tabacalero, agroindustrial y financiero, por
mencionar apenas sus negocios legales.
Sólo tres empresas
controlan el 40% de las exportaciones. Las consecuencias son catastróficas para
el medio ambiente y los campesinos. Según la Asociación Guyra Paraguay cada año
se deforestan 260 mil hectáreas, por lo que en poco más de una década “la deforestación rampante promete eliminar
los bosques de la faz del Paraguay”. Cada día se destruyen dos mil
hectáreas de bosque.
El economista Jorge Villalba,
de la Sociedad de Economía Política, concluye luego de analizar los datos
oficiales que los grandes productores evadieron nada menor que el 87% del
Impuesto a la Renta Agropecuaria. El sector apenas aportó 110 millones de
dólares lo que suficiente para mantener al Estado en funcionamiento apenas tres
días. Las seis principales agroexportadoras vendieron 2.500 millones de dólares
de los cuales sólo aportaron por impuesto a la renta 14 millones, el 0,5% [4].
Destrucción y resistencias
Hasta la caída de la dictadura de Alfredo Stroessner en 1989,
la mitad de la población del país era rural. En ese momento las instituciones
financieras internacionales, como el Banco Mundial, auspiciaban que población
rural del país debía situarse en torno al 12%. En consecuencia, entre dos y
tres millones de campesinos debían ser desplazados hacia las ciudades.
Las cosas marcharon según
lo previsto. En 1991 había casi un millón de trabajadores rurales (946 mil),
cifra que se redujo a 238.400 en 2008, según el trabajo del sociólogo Ramón
Fogel del Centro de Estudios Rurales Interdisciplinarios [5]. Por un lado, se vive un
crecimiento exponencial del uso de herbicidas como el glifosato y otros
venenos, a razón de nueve kilos de veneno per cápita cada año. Entre 2009 y
2015 la superficie sembrada con soja creció un 31%, pero los agrotóxicos
importados lo hicieron un 42% y los fungicidas secos se expandieron un 937% [6].
La agricultura mecanizada
utiliza un trabajador cada 500 hectáreas, mientras que “la agricultura campesina, con un promedio de tres hectáreas de cultivo
de producto agrícolas, ocupa alrededor de cinco trabajadores de forma
permanente”, señala el informe “Con
la soja al cuello” [7]. Un conjunto de factores, crecimiento de la
superficie de cultivos transgénicos, fumigación masiva con venenos y caída de
los precios de la agricultura familiar, explican buena parte del éxodo rural.
Sin embargo, el factor decisivo es la violencia sistemática de los sojeros y
las mafias, apoyados por el Estado.
En departamentos sojeros
como Canindeyú, seis de cada diez propietarios de más de mil hectáreas son
brasileños. Según Fogel son grandes empresarios con que tienen capacidad de
comprar influencias, favores y sobre todo impunidad, en lo que define como “un capitalismo de mafia que incorpora en
sus prácticas el soborno y elementos ligados a la coerción física” [8].
En dos años hubo 43 casos
de comunidades campesinas violentadas por reclamar sus derechos a la tierra y
por resistir las fumigaciones de cultivos de soja; 26 están relacionadas a
conflictos de tierras, y a su vez en 16 de ellas el Estado intervino y terminó
destruyendo las viviendas campesinas, vulnerando sus derechos elementales. En
total, seis de cada diez casos están relacionados a la lucha por la tierra y
cuatro a la resistencia a los agronegocios, que vienen creciendo de forma
exponencial.
En los dos años relevados
por BASE-IS hubo 87 personas heridas o torturadas, dieciséis casos en que se
quemaron viviendas, destruyeron cultivos y robaron bienes de las familias
campesinas, hubo 460 personas imputadas, 273 detenidas y 38 condenadas. Como
señalan Areco y Palau, la criminalización es “una estrategia pensada y montada desde el Estado para enfrentar las
luchas sociales y colocar en el plano judicial (delictivo) los problemas sociales, para deslegitimar
las luchas por sus derechos” [9].
Un informe de la
Coordinadora de Derechos Humanos de Paraguay en el que releva los 120
asesinatos de campesinos a manos de las fuerzas policiales, concluye que “fueron planificados y tuvieron la
coherencia de una finalidad política”, consistente en forzar el
desplazamiento de campesinos “para
apropiarse de sus territorios, mediante la perpetración sistemática y
generalizada de métodos de terrorismo de Estado que gozan de impunidad
judicial” [10].
Delincuentes ambientales
El
abogado Juan Martens sostiene en el prólogo del informe “Judicialización y violencia contra la lucha campesina” que el
paraguayo es un “Estado débil (no
ausente), útil y funcional a poderes
fácticos y mafias regionales y departamentales que violan impunemente la ley o
utilizan algunas de ellas para la protección de sus negocios” [11].
Destaca la existencia de
una “selectividad punitiva” por parte
del Ministerio Público, que se focaliza en las personas que lideran
movilizaciones contra las fumigaciones e integrantes de comisiones vecinales.
De forma sistemática tanto el poder judicial con el Ministerio Público se han
posicionado a favor de los intereses de los poderosos, sostiene Martens, que
emitieron penas de hasta 30 años de cárcel por “invasión de inmueble”, la clásica ocupación de fincas que realizan
los campesinos desde hace décadas. De este modo se busca “disciplinar y atemorizar cada vez más con sentencias y castigos
aleccionadores”.
A ese tipo de empresarios
los denomina “delincuentes ambientales”
e incluye a los cultivadores de soja que contravienen la legislación ambiental,
a traficantes de rollos de madera y a los propietarios de tierras malhabidas.
La impunidad de estos delincuentes es posible por “la cooptación de las instituciones policiales, fiscales y judiciales
por estas mafias”, sobre todo en los departamentos de “mayor incidencia de la soja, la agro ganadería y el narcotráfico” [12].
Un buen ejemplo de la
impunidad y la subordinación del Estado a los empresarios, se relaciona con el
acaparamiento ilegal de tierras facilitado por el estatal Servicio de
Información de Recursos de la Tierra (SIRT). El objetivo formal es informatizar
el registro agrario de las 1.18 colonias que tiene e Estado, pero en realidad
la investigadora Inés Franceschelli de BASE-IS, afirma que es el modo de “pasar una capa de cemento sobre las tierras
irregulares”, pues se reconoce automáticamente las tierras registradas,
sean legales o no [13].
En apoyo de su tesis cita
el gerente del SIRT, Hugo Giménez: “Los
lotes que ya tienen título definitivo, aún los conseguidos con informes falsos,
no serán cambiados. Hay gente que tiene cinco lotes, contraviniendo lo que die
el Estatuto. Es injusto, pero si se pretende recuperarlos pasarán 50 años en
una demanda” (ABC Color, 9 de enero de 2015).
En la lucha por la tierra
no hay ninguna organización nacional que se destaque, siendo protagonizada por
las Comisiones Vecinales locales, en tanto la resistencia a las fumigaciones la
lleva adelante la Federación Nacional Campesina (FNC), una de las pocas que no
hipotecaron su independencia en el apoyo al gobierno progresista de Fernando
Lugo, al igual que la Coordinadora Nacional de Organizaciones de Mujeres
Trabajadoras Rurales e Indígenas (CONAMURI) y la Organización de Lucha por la
Tierra (OLT).
Pese a los elevados grados
de violencia la resistencia campesina sigue en pie. Teodolina Villalba,
dirigente de la FNC, asegura: “Mucho se
cuidan para realizar las fumigaciones en los lugares donde hubo conflicto,
varios dejan de fumigar, otros dejan de plantar y también algunos ya
abandonaron sus tierras”. Con una enorme sonrisa, suelta en guaraní “omuñama chupekuera lomitá” (los echaron
los compañeros).
NOTAS:
[1] Este trabajo se basa en cuatro
investigaciones del instituto BASE-IS.
Jorge González, “El nuevo rumbo apura el acaparamiento de tierras campesinas e
indígenas a cumplir tres años” (2016);
Marielle Palau (coord.) “Con la soja al cuello” (2016);
Abel Areco y Marielle Palau, “Judicialización y violencia contra la lucha
campesina” (2016) e
Inés Franceschelli, “Bajo el manto de la modernidad, se oculta mejor el histórico despojo”,
(2016).
[2] Jorge González, “El nuevo rumbo apura el acaparamiento de tierras”.
[3] Marielle Palau, “Con la soja al cuello”, p. 19.
[4] Idem, p. 25.
[5] Idem, p. 47.
[6] Idem, p. 42.
[7] Idem, p. 15.
[8] Idem, p. 47.
[9] Abel Areco y Marielle Palau, “Judicialización y violencia contra la lucha
campesina”, p. 19.
[10] Idem, p. 22.
[11] Idem, p. 11.
[12] Idem.
[13] “El
nuevo rumbo apura el acaparamiento de tierras”.
Raúl Zibechi es analista internacional del semanario Brecha
de Montevideo, docente e investigador sobre movimientos sociales en la
Multiversidad Franciscana de América Latina, y asesor a varios grupos sociales.
Escribe el “Informe Mensual de Zibechi”
para el Programa de las Américas.
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