Luka Morello
Texto publicado en Marcha.org.ar/
Una mirada popular de la Argentina y el
mundo
Desinformémonos
29 noviembre 2016
Nosotros sí celebramos la muerte de quien fue tan
libre que derrotó a quienes intentaron imponerle un destino y fracasaron.
Pero celebramos la muerte porque es la muestra más
acabada de su vida, de su dignidad y su entrega.
“Pero de tanto morirnos,
al menos nos hemos ganado el derecho de decidir cómo queremos morir”, canta y proclama en una
de sus conmovedoras canciones Liliana Felipe. “El que es revolucionario puede morir donde quiera” sentenciaba
Víctor Jara en su memorable “Juan Sin
Tierra”. La muerte en su consumación es símbolo de luto, tristeza y muchas
veces derrota. La muerte implica la más abnegada realidad de que la voluntad
humana tiene un límite, simboliza un acontecimiento que nunca podrá
modificarse. Pero la muerte también es un campo de batalla en un mundo en donde
el valor de la vida no es igual para todos. Fidel murió como vivió, libre,
lúcido y despierto. Fidel y su historia
hicieron que su muerte sea una más de sus grandes victorias en esa incansable
lucha por la vida que supo emprender.
Su muerte no solo
significa la tristeza para toda mujer u hombre digno y rebelde que habite esta
tierra, sino que también significa la derrota estrepitosa de los planes
imperiales para ese pequeño país latinoamericano; la significación irrisoria de
unos pocos gusanos que festejan mientras todo un pueblo despide a su líder como
lo vivió, en la calle y con la dignidad bien alta; la burla a la CIA y sus 634
obsoletos intentos por asesinarlo; la materialización de la unidad del “tercer mundo” (Asia, África y América
Latina) en el homenaje a un líder común; una muerte después de que un
presidente yanqui negro reconoce en Cuba
los avances de la Revolución y un mundo entero repudie el bloqueo a la
isla.
La muerte es el final, es
la materialización más drástica de la desesperanza y la derrota definitiva. La
voluntad militante y los anhelos incansables de liberación de los pueblos, han
hecho que los muertos en la causa popular se transformen en íconos para la
lucha, en mártires que renuevan la mística del cambio social. Pero Fidel le
escapó a este engaño esperanzador, Fidel no es un mártir, Fidel no murió en combate,
no lo asesinó ningún traidor, no lo volaron por el aire. Fidel partió con la victoria como lecho hacia
la otra vida. Con su muerte se simboliza la victoria de todo un pueblo que
soportó aberraciones humanas como bloqueos, terrorismo mediático, atentados
terroristas y demás males que el capitalismo sabe engendrar. Una muerte
tranquila y natural, con aires burlescos ante el tirano.
Nosotros sí celebramos la
muerte de quien fue tan libre que derrotó a quienes intentaron imponerle un
destino y fracasaron. Pero celebramos la muerte porque es la muestra más
acabada de su vida, de su dignidad y su entrega.
Y también lloramos. Lloramos
porque se nos fue un padre que hasta en su último aliento nos demostró que es
posible, derrotar al imperio, empoderar al pueblo, hacer patria y socialismo al
mismo tiempo.
Para los que nos tocó
nacer sin un Vietnam, sin una URSS (cuestionable pero existente), sin un
Cordobazo o un Mayo del 73, Fidel fue ese puente con ese pasado heroico.
Cuando en un 26 de mayo
del 2003 pudimos escuchar sus palabras en aquella atiborrada escalinata de la
Facultad de Derecho, nuestra generación se sintió parte de esa continua
historia que había sabido abrigar a nuestros viejos, de esos anhelos de futuro
que tanto palo y tortura no había podido enterrar definitivamente.
Fidel no dejó obras
completas (aunque con sus reflexiones y discursos seguramente se llenarán varios
volúmenes) ni grandes tratados de filosofía política. Fidel nos deja el
imponderable ejemplo de la praxis revolucionaria. Encarnada en un líder que ya
es un pueblo y muchos pueblos, que parió y apaño con su lucidez miles de fuegos
de resistencia en toda América, fuegos que prendieron como el de la Venezuela
del Comandante Chávez o la Bolivia aborigen de Evo y muchos otros que
pretendieron apagar, pero aún arden en cenizas prestas a renacer.
Estas desordenadas líneas
solo intentan decir que este hombre demostró su grandeza hasta en su último
aliento, en ese desprendimiento humano que hasta ordenó que sus restos fueran
cremados y no puestos en un inerte mausoleo, como quien sabe que la muerte solo
fue uno de los últimos actos heroicos que cumplir, ante un historia que, más que absolverlo lo eligió como constructor
y artífice. El padre de nuestros sueños ya partió, ahora nos queda revalidar su
grandeza cada día realizando tal sueño.
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