Benjamín Forcano (teólogo)
América Latina en movimiento
29/11/2016
Desde que la salud de Fidel es un secreto de Estado, son
muchas las opiniones que se limitan a describir las miserias de la revolución
cubana y más los deseos de que acabe quien la ha sojuzgado por casi cincuenta
años. No encuentro análisis de la historia de la revolución con sus sueños, sus
gentes, sus vaivenes internacionales, sus logros y fracasos. Hay quien confunde
una revolución con una dictadura y la de Castro sería la de aquellas que no ha
dejado a los cubanos sino los ideales mínimos de la supervivencia cotidiana o
la fuga desesperada hacia las playas del infierno capitalista,... pues
adormecidos, sometidos y guiados por las mentiras oficiales no saben sino
dejarse arrear y salir a vitorear a un tirano octogenario que los castra y
anula (M. Vargas Llosa, El País, 13-Agosto-2006). Salta la vista que Fidel es
un dictador atípico. Díganme si no qué hay de común entre Fidel y Stroessner,
Fidel y Pinochet, Fidel y Trujillo, Fidel y Duvalier, Fidel y Somoza, o entre
Fidel y las democracias de Salinas, Fujimori, Menem y otras del ·ámbito
latinoamericano. Díganme cómo trató a uno y a otros la política del país más
poderoso de la tierra.
Las opiniones de hoy son
casi todas contra Fidel y atizan la idea interesada de la democratización de
Cuba. Nadie narra lo realizado por la revolución, bueno o malo. Es un
presupuesto indiscutible que la revolución cubana es toda ella una dictadura
cruel, encarnada en Castro. Y contra esa dictadura vale todo, no hay
concesiones, sino anatemas contundentes. Yo me alejo de las cantinelas de una y
otra parte. No me interesan las sentencias totalitarias al estilo de Vargas
Llosa. No hacen justicia a la realidad. El itinerario histórico de la
revolución cubana es otro. ¿Qué han investigado ideólogos a lo Vargas Llosa
sobre los bloqueos, chantajes, mentiras y sobre las luchas, sufrimientos y
heroísmos de la popular revolución cubana? Porque la revolución cubana no es
sólo Fidel, ni se ventila con acabar con Él. Hay todo un pueblo detrás y, para
acabarla, hay que acabar con todo un pueblo. Me comportaría neciamente si me
conformase con oír que el régimen de Fidel Castro es una dictadura o una
democracia al estilo occidental.
Fidel Castro ha podido
creer indispensable su perpetuación en el poder. Y tiene, seguramente, razones
para ello. Porque nadie como él ha conocido la voluntad de acabar con la
revolución cubana. Antonio Gades dijo: “A
Cuba no se le perdona el que haya hecho una revolución popular y haberse
mantenido firme, sin claudicar, frente al país más poderoso de la tierra”.
Haga lo que haga, esta revolución recibió sentencia de muerte desde el
principio: con Eisenhower, con Kennedy, con Johnson, con Nixon, con Carter, con
los Bush, y con todos los demás presidentes norteamericanos, bajo el pretexto
de ser aliada del comunismo internacional, de la URSS y de constituir una
amenaza para la seguridad nacional, la democracia, los derechos y las
libertades humanas.
En contra de todas las
resoluciones de la ONU, Estados Unidos mantiene año tras año su bloqueo contra
Cuba: más de 72.000 millones de dólares convertidos en acoso y distorsión de un
pueblo, de su imagen, de su productividad, de su comercio y progreso. Pero esto
viene de lejos: “Si tenemos necesidad de
tomar América Central, lo mejor que podemos hacer es obrar como amos, ir a esa
tierra como señores” (Brown). “El
comercio mundial es y debe ser nuestro” (Alberto J. Beverige). “Cuando en nuestras posesiones se cuestiona
la quinta libertad (la libertad de saquear y explotar) los Estados Unidos suelen recurrir a la subversión, al terror, o a la
agresión directa para restaurarla” (Noam Chomsky).
Históricamente aparece
claro el destino que Estados Unidos reserva a Cuba: “Cuba sólo puede gravitar políticamente hacia la Unión Norteamericana”
(Adams). La realidad es que Europa no ha mirado a Cuba con respeto y equidad
antes de dictar medidas punitivas contra ella. En tiempo del gobierno de Aznar,
“Estados Unidos vio cómo la Unión Europea
se plegaba a las condiciones impuestas sobre la ley Helms-Burton” (El País,
13 de noviembre de 1996). El progreso y bienestar de un pueblo se miden a base
de índices objetivos.
Pueden verse los de Cuba
en relación con otros países de América Latina: analfabetismo: 0,2% contra 11,7%;
escolarización en la Enseñanza Primaria: 100% contra 92%; alumnos que alcanza
quinto grado: 100% contra un 76%; mortalidad infantil por cada mil nacidos
vivos: 6,2% contra un 32%; incidencia anual de SIDA por un millón de
habitantes: 15,6% contra 65,25; calidad de educación sobre una evaluación de 1248
países en lenguaje y matemática: 25% contra 60,80%; industria farmacéutica: “Cuba posee una industria farmacéutica de
las más avanzadas de América Latina y marcha a la vanguardia en cuanto a la
producción de productos farmacéuticos y vacunas que se venden en el mundo”
(John Bolton, subsecretario de Estado, poco antes del 11 de septiembre).
En el campo de la
investigación, Cuba dispone ya de 500 patentes, depositadas en el exterior,
algunas de ellas galardonadas con la Medalla de la Organización Mundial de la
Propiedad intelectual. Y esté sacando al mercado más de 50 nuevos productos
entre biofármacos, vacunas y diagnósticos. En los 47 años de revolución más de
34,307 médicos y trabajadores de la salud han prestado servicios gratuitos en
numerosos países. Actualmente, son más 2,700 los que cumplen su misión en
lugares apartados e inhóspitos de América Latina, el Caribe y África.
Procedentes de 120 países del Tercer Mundo, 39,800 jóvenes se han graduado en
Cuba en 33 especialidades universitarias y técnicas. Y hoy, a pesar del
bloqueo, más de 8,000 jóvenes de América Latina, el Caribe y África cursan
estudios de Medicina en Cuba la carrera que en EE.UU. cuesta más de 200,000
dólares, sin pagar un centavo. Incluso jóvenes norteamericanos, sin recursos
para estudiar Medicina, han recibido cientos de becas en la Escuela
Latinoamericana de Ciencias Médicas. Últimamente, en Venezuela y Nicaragua, son
decenas de miles los ciudadanos que mediante la “operación milagro” están recuperando en Cuba la vista. ¿A cuánto no
se rebajaría la dictadura económica de la Unión Europea y de EE.UU. si, a
ejemplo de Cuba, sus democracias practicasen la solidaridad con los países más
explotados?
¿Demuestran con su realpolitik ser más demócratas que Cuba?
A la revolución cubana se la juzga sólo por la falta de libertad y de
pluralismo político. Implantar la libertad es deber y tarea incesante de toda
política, pero instalarla a base de entronizar privilegios y monopolios de
poderosas minorías, equivale a sacrificar bienes y derechos fundamentales de la
población, lo que es una enorme injusticia. Hemos entendido bien aquello de que
“la libertad sin justicia es como una
flor sobre un cadáver”. Los datos aportados pertenecen a la revolución
cubana –y no sé cosa igual de ninguna dictadura- y brotan del espíritu de
Fidel, del Che, de Camilo y de otros miles de revolucionarios que sienten la
dignidad de ser libres y de colaborar a la emancipación y justicia de los
países pobres, en medio de un pertinaz acoso y aislamiento internacional. Cierto
que en Cuba no hay libertad, no hay pluralidad de partidos, no hay economía
libre, no hay lugar para la iniciativa individual y competencia libre. Pero, de
haberla, ¿quiénes se habrían beneficiado? ¿Quién se habría apoderado de su
soberanía? ¿Son de verdad libres y justos los países que, con democracia, viven
dominados, humillados y usados como títeres del capitalismo?
La revolución de Cuba, con
Fidel y a pesar de él, sigue en pie y es emblema para los que todavía sueñan
con una sociedad donde la economía no se encuentre sobre la Ética y el Derecho.
En Cuba, se necesita una regeneración colectiva, donde las conciencias, sin
abdicar del inmenso potencial solidario inculcado por la revolución,
reivindiquen el protagonismo de su dignidad, el derecho a obrar como personas
libres o, en todo caso, a ser activos y responsables militantes en el Partido
como espacio 49 para impulsar los derechos de la persona y los intereses de las
mayorías. ¿Sólo en Cuba hay falta de libertades? ¿Cuántos desmanes y cadáveres hemos
visto a lo largo y ancho del Tercer Mundo y en países denominados democráticos en América latina? Siempre
he pensado que ninguno de los dos dilemas es deseable: ni la libertad sin
justicia, ni la justicia sin libertad. No es bueno socializar la justicia a
base de hipotecar los sueños de libertad; ni es bueno socializar la libertad a
base de hipotecar los sueños de justicia. El neoliberalismo está por la
socialización de la libertad, porque sabe que siempre acaba siendo libertad de
los más fuertes. Y el socialismo está por la socialización de la justicia, con
propensión al secuestro de la libertad.
Pero, en nuestra América Latina
la bandera de la libertad esgrimida por los poderosos ha servido casi siempre
para aplastar la justicia y acabar con la liberación. Me parece entrever,
cuando paseo por las calles de La Habana, el esplendor apagado de una
revolución, la tragedia de una población que vibró por un ideal de justicia y
hermandad, y que luego los amos extranjeros del capital le obligaron a mermar y
desdeñar, no fuera que se hiciera verdad y los pueblos despertaran del sueño
unas democracias aparentes, celebradas como gobierno del pueblo. La revolución
era demasiado bonita, demasiado solidaria, demasiado temible para mentes
obsesivamente individualistas. El culto del individualismo no tolera en
Occidente los aires frescos de un proyecto social más igual y comunitario. Ese
proyecto, añorado en el fondo por todos, pasa a ser proscrito, porque se ha
impuesto feroz la lucha de unos contra otros. No la justicia, el amor y la
libertad de todos, sino la libertad de unos pocos a costa de la servidumbre de
muchos. Eso es, por más que me lo nieguen, lo que crepita en el rescoldo de la
revolución cubana y es lo que, a mí por lo menos, me hace defenderla críticamente
en contra de retóricos detractores, que no han vislumbrado nunca las grandes
causas, porque nunca han sabido compartir la dignidad y altivez de quienes una
y otra vez fueron relegados al cubo de basura de la historia. ¿A qué
dictaduras, de las de verdad, no han entrenado, aupado y consolidado las
políticas colonizadoras e imperialistas?
¿Y a cuántas de esas
dictaduras han dedicado los demócratas sus esfuerzos de crítica, o de lucha y
derribo, como los demostrados contra Cuba? La revolución cubana sigue
resistiendo. Pero, la resistencia no es norma que debe instalarse como algo
habitual en la convivencia de un pueblo. Las utopías necesitan traducirse en
hechos, como ya ha ocurrido en parte en Cuba, pero necesitan también unas
condiciones socioeconómicas, culturales y políticas normales, lejos de la
forzada vigilancia de un Estado acosado y agredido y lejos sobre todo de unos
Estados neoliberales que patrocinan la voracidad de las multinacionales y el
dominio de los grupos de poder. Cuba necesita que le dejen ensayar un nuevo
modelo, desde la experiencia y larga defensa de su soberanía, por su sentido
altamente socio-comunitario y por su excelsa solidaridad con los países más
pobres. El Estado, bajo cualquiera de sus acepciones, no puede suplantar a la
persona ni mutilar sus recónditos anhelos de participación y protagonismo
social. Como decía el Che el hombre nuevo debe forjarse a base de troquelar la
conciencia con profundos estímulos morales, los cuales le impiden convertirse
en marioneta de cualquier poder político.
El poder político no tiene
sentido en sí ni para sí, sino que emerge de la comunidad y es a ella a la que
sirve teniendo como base y límite de su actuación la dignidad humana y sus
derechos. Quien ame a la revolución cubana reconocerá que en la Cuba actual
asoma un malestar interno, que delata fuerte insatisfacción entre
Régimen-Gobierno y Sociedad. Los revolucionarios deben ser creativos en la
búsqueda de salidas a la situación actual. Lo cual no se puede llevar a cabo
sin terminar por completo el vergonzoso bloqueo que impide una política serena
y razonable. En este sentido, los cubanos no quieren ser liberados a base de
liquidar su soberanía, ni pueden depender en su economía, como ahora está
ocurriendo, de las remesas exteriores familiares ni de las compras sucesivas a
los granjeros norteamericanos. El cubano debe encontrar dentro de su país
condiciones positivas y estables para su realización y no sentirse tentado de
abandonar su patria. Tal cosa es imposible mientras no se logre la
autodeterminación económica de los cubanos y los coloque fuera de la
interacción económica mundial. Y no es menos importante asegurar también los
derechos humanos dentro de una convivencia plural, políticamente hablando.
Pero, ¿cómo enfrentar este
desafío? Se trata -y en esto me limito a detectar ideas y deseos susurrados
entre muchos cubanos- de desactivar todos los conflictos, preparando el terreno
para una transición pacífica. Y esto supone un diálogo inclusivo, que abra el
hogar nacional a todos y, como condición primera indispensable, la salvaguarda
del valor de la independencia y soberanía de Cuba y de los cubanos. El paso hacia
una transición tranquila -sigo escuchando esos crecientes susurros- debe
satisfacer una serie de requisitos, que actuarían como garantía de una real
propuesta. Los requisitos son: la gradualidad, la confianza, la moderación, la
inclusión positiva y la seguridad colectiva. Gradualidad en cambios escalonados
que permitan establecer prioridades y ciertos cambios básicos; confianza que
considera el proceso de cambio como necesario y positivo para todos; moderación
que apunta a metas posibles, mediante un diálogo que evita la descalificación y
toda confrontación estéril; inclusión positiva, que trata de ir a favor de
todos; seguridad colectiva, que asienta como intocable la soberanía de Cuba y
su no aislamiento en la comunidad internacional. Los cubanos entienden que la
revolución debe avanzar hacia una mayor democratización, pero sin que eso
suponga entrar en la condición de una democracia asistida. Independencia y
democratización son dos pilares inseparables.
Desde una apuesta por el
futuro, se pueden diseñar unas bases que garanticen la transición pacífica de
Cuba, a base de un gran acuerdo. Acuerdo de todos:
1.
Que haga que la transición se haga sin la injerencia de potencia extranjera
alguna.
2.
Que imposibilite cualquier ajuste de cuentas por agravios pasados y permita
resolver y sellar las fracturas políticas y culturales.
3.
Que asegure a los actuales inquilinos o usufructuarios la propiedad de sus
bienes.
4.
Que excluya toda forma de terrorismo, preserve la integridad de la persona y
condene todo acto de violencia.
5.
Que asegure un consenso para preservar las instituciones de servicio
actualmente existentes y ponga en práctica políticas desde el Estado o la
Sociedad civil contra las fracturas y exclusiones sociales presentes y futuras.
6.
Que reconozca el diálogo como vía para resolver las diferencias y conflictos.
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