Por Paulina Villegas
Fotografías por Daniel Berehulak
The New York Times
22 de septiembre de 2016
En mayo de 2006, más de 20 mujeres fueron detenidas y
torturadas sexualmente por policías en un operativo en San Salvador Atenco, en
el Estado de México. Las 11 víctimas que lucharon para que el caso trascendiera
las fronteras relataron a The New York Times el trauma y el dolor con el que
han convivido desde entonces.
A Yolanda Muñoz la
detuvieron en la azotea de una casa y la pusieron de rodillas. A su lado había
una pila de cuerpos amontonados, golpeados y ensangrentados.
Todavía recuerda las botas
negras de sus agresores, el encono de sus golpes: casi siempre pegaban en la
espalda y en la cabeza, dice.
Los policías la subieron a
un autobús tipo escolar junto a otras mujeres y hombres que, al igual que ella,
creían que iban a morir. Y en cierto sentido no se equivocaba: en ese viaje de
cinco horas que hicieron desde Texcoco —un municipio en las afueras de Ciudad de
México— a distintas cárceles, a muchas de las detenidas les mataron una parte
de ellas mismas.
A algunas le mordieron los
senos, les pellizcaron los pezones. A una mujer la obligaron a darle sexo oral
a varios policías. A otras las penetraron con los dedos o con objetos. Mientras
los policías las golpeaban, las manoseaban y las denigraban, algunas eran
forzadas a contar chistes para entretenerlos. A Yolanda Muñoz le hicieron
mantener el equilibrio mientras sostenía una granada falsa en las manos.
Ella es una de las
víctimas de las detenciones arbitrarias y torturas sexuales cometidas por
fuerzas del Estado mexicano en mayo de 2006, cuando el entonces gobernador del
Estado de México, Enrique Peña Nieto, ordenó un operativo para reprimir a un
grupo de manifestantes.
Tras una exhaustiva
investigación de años, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)
dictaminó que el gobierno mexicano no solo fue incapaz de otorgarles justicia a
estas mujeres, sino que ese mismo sistema de justicia quebrado muchas veces
persigue a sus propias víctimas. En su dictamen, la CIDH también exhortó a
realizar una investigación completa para determinar a todos los responsables, y
un posible encubrimiento de los hechos.
The New York Times
entrevistó a las once mujeres que consiguieron que el caso trascendiera las
fronteras de México —algunas de las cuales hablaron por primera vez
públicamente sobre los abusos que sufrieron hace diez años—, que relataron el
trauma y el dolor con el que han convivido desde entonces.
El operativo policial del
3 y 4 de mayo del 2006 tenía como fin acabar con un movimiento de protesta que
había nacido de la oposición al proyecto de un nuevo aeropuerto en San Salvador
Atenco —a unos 50 kilómetros de Ciudad de México—, pero se había convertido en
catalizador de otras luchas de reivindicación social.
La represión ordenada por
el gobierno terminó con la muerte de dos personas, más de 200 detenciones y
decenas de heridos graves. Los agentes de seguridad que participaron fueron
acusados, entre otras violaciones a los derechos humanos, de torturar sexualmente
a más de 20 mujeres.
Once de ellas decidieron
denunciar los hechos y luchar por justicia, pero se vieron obligadas a llevar
su caso a una instancia internacional después de toparse con trabas en la
investigación de sus denuncias, e incluso con la difamación de autoridades
locales, incluyendo al entonces gobernador Enrique Peña Nieto.
En junio de 2006, un mes
después de los hechos, Peña Nieto llegó a declarar a la prensa que la “fabricación” de acusaciones era una
táctica conocida de grupos radicales, y que ese podía ser el caso de las
mujeres que denunciaban violaciones por parte de la policía, con el objetivo de
desacreditar al gobierno.
Más de una década después,
la CIDH no solo ha emitido su dictamen a favor de las víctimas, sino que el
sábado pasado envió el caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que
podría obligar al Estado mexicano a establecer responsabilidades en toda la
cadena de mando involucrada en los hechos, lo que incluye al entonces
gobernador del estado que ordenó el operativo, hoy presidente de México.
La oficina del presidente
ha dicho por su parte que la CIDH no responsabilizó a Peña Nieto ni lo ha
nombrado explícitamente como un objetivo de la investigación. Más allá de eso,
sostienen, los casos judiciales en México nunca lo han hecho responsable de las
agresiones sexuales a las mujeres.
‘Me
quitaron la mitad de mi vida’
Suhelen Cuevas soñaba con ser periodista y llegó a San
Salvador Atenco el 4 de mayo del 2006 para cubrir los enfrentamientos que
habían ocurrido la noche anterior en el municipio.
Edith Rosales era
asistente médica, tenía 48 años, y había llegado a Atenco con una brigada de
auxilio para atender a los heridos de la noche del 3 de mayo.
Norma Jiménez y Claudia
Hernández eran estudiantes, y estaban allí para documentar lo sucedido: Norma
para la revista “Cuadernos Feministas”,
Claudia para estudiar movimientos sociales.
Patricia Torres también
era estudiante: estaba escribiendo su tesis sobre el movimiento social de
protesta en Atenco.
Bárbara Italia Méndez
había llegado allí con una organización que atiende a menores en riesgo.
Cristina Sánchez
acompañaba a sus hijos a la escuela y se dirigió después al mercado a realizar
compras. Ana María Velasco había ido al mercado de Texcoco para hacer unas
compras con su hermano y su cuñada. Yolanda Muñoz iba con su hijo caminando por
la calle rumbo a Texcoco.
Patricia Romero había
llegado al mercado Belisario Domínguez para trabajar con su hijo y su padre en
el negocio familiar que tenían allí.
Mariana Selvas acompañaba
a su padre a ofrecer sus servicios médicos en San Salvador Atenco.
Ese fue, para cada una de
ellas, el último momento en que fueron tal como eran, antes de que sus biografías
se partieran en dos.
De las más de 20 mujeres
que fueron apresadas y torturadas sexualmente durante los enfrentamientos en
mayo de 2006, las once que decidieron seguir con sus casos y llevarlos hasta
una instancia internacional no solo comparten una misma lucha para que se
reconozcan —y se castiguen— los abusos cometidos, sino también el intento por
recuperar el control de sus vidas.
En la última década
algunas de ellas encontraron en esta cruzada un nuevo propósito. Varias, con el
apoyo de sus seres queridos, lograron salir adelante y continuar. Otras no
corrieron con la misma suerte.
Algunas dejaron de
estudiar y abandonaron sus proyectos. Perdieron parejas, inclusos sus hijos se
alejaron de ellas, o sus seres queridos no lograron entender nunca ni adaptarse
al trauma tan particular de una víctima de tortura sexual.
Para todas ellas la
intimidad sexual es, en el mejor de los casos, un desafío; en los peores días,
un suplicio.
A sus 30 años,
prácticamente el único contacto físico que Suhelen puede mantener con
naturalidad con su pareja es tomarse de la mano.
“Me quitaron la mitad de mi vida”, dice hoy, en la primera
entrevista que da a algún medio desde que fue detenida y abusada por policías
cuando era una estudiante de 19 años.
Sus ojos azul intenso se
empañan con lágrimas, pero de pronto se abren de emoción y gratitud con la
rapidez de la euforia: al menos vivió para contarlo, dice.
‘No me atreví a decírselos’
“Es como si te hubieran
matado”,
dice Mariana Selvas, que al momento de ser detenida tenía 22 años y era
estudiante de Etnología en la Escuela Nacional de Antropología e Historia. “Y puedes quedarte muerto en vida con el
miedo, con el dolor que no se quita, con el recuerdo, o puedes, aun con lo que
pasó, tratar de encontrar un camino y la fuerza, tratar de vivir aun sin
quitarte aquello que te mató en ese momento”.
Mariana fue detenida, golpeada,
torturada sexualmente y tuvo que permanecer en la cárcel un año y ocho meses.
Después de haber sido
abusadas durante el operativo, estas mujeres pasaron en prisión desde ocho días
hasta dos años y ocho meses, acusadas por delitos que iban desde ataques a las
vías de comunicación o ultraje y portación de armas hasta uso de explosivos y
secuestro equiparado.
En estos años aprendieron
que en un país donde el machismo atraviesa conductas sociales y culturales, el
hecho de haber sido violadas sexualmente constituye una doble carga, un doble
estigma. Y también una doble soledad.
Para Norma Jiménez seguir
con el caso le ganó el rechazo de su padre, quien trata de desalentarla de
continuar la batalla legal.
“Lo avergüenza”, dice.
A Patricia Romero, la vergüenza
y el dolor de haber sido abusada sexualmente por varios policías le impidió
compartir lo que le había sucedido con su padre y su hijo, que también fueron
detenidos ese día, por miedo a causarles más daño.
“No me atreví a decírselos, los hubiera matado”, dice.
“Todavía recuerdo las voces de los tres o cuatro policías. Me
acuerdo de cada detalle, los gemidos, el jaloneo. Todo es tan difícil”.
Tampoco tuvo la confianza
para decírselo entonces a su esposo, ya que este en distintas ocasiones le
preguntaba: “¿Verdad que a ti no te
violaron?”.
Patricia trata, sin lograrlo,
de contener el llanto.
“Yo hubiera esperado que me dijera: ‘No te preocupes, ya
pasó’. Yo quería recargarme en él en ese instante, y eso nunca pasó”.
Patricia tiene 49 años y
confiesa que, aún después de tantos años, no es capaz de llevar una vida sexual
plena.
“¿Cómo podría disfrutar algo que antes me hacía feliz y que me
destruyó?”,
dice. Hoy, en esta entrevista, ha decidido revelar por primera vez los detalles
de su abuso a sus seres queridos. “Ya es
tiempo de que lo sepan todo”, dice.
Ella tenía 38 años cuando
fue detenida en el mercado Belisario Domínguez en Texcoco. Después de ser
arrestada arbitrariamente, torturada y abusada, estuvo en prisión dos años y
ocho meses. Hoy todavía sufre hemorragias vaginales e hipertensión como
consecuencia de la violación y los golpes recibidos durante su detención.
‘No somos
las violadas de Atenco’
Claudia Hernández era estudiante de política en la Universidad
Autónoma de México (UNAM) y documentaba en Atenco la represión de las fuerzas
de seguridad estatales a los jornaleros que se oponían al proyecto del
aeropuerto.
Después de ser brutalmente
golpeada hasta quedar casi inconsciente, fue trasladada al Centro Preventivo y
de Readaptación Social Santiaguito. En el trayecto a bordo de un autobús con
decenas de mujeres golpeadas fue torturada sexualmente por un policía.
“Ese día marcó mi vida, y lo único que quería hacer después
era lastimarme”,
dice.
A Claudia la corrieron de
la casa de estudiantes donde vivía, nunca logró terminar su tesis y perdió a su
pareja.
“Me siento tan chiquita comparada con lo que era. Me pregunto:
‘¿Qué he hecho en estos diez años?’”, se pregunta Claudia, cuya complexión diminuta
contrasta con la fuerza de su voz y de sus gestos. “Supongo que sobrevivir”.
Patricia Torres tenía 23
años y escribía su tesis sobre el movimiento social de protesta de los pueblos
unidos de San Salvador Atenco. Su cuerpo quedó cubierto de moretones por la
golpiza que le dieron cuando la detuvieron. También fue abusada por los
policías.
Después de pasar varios
días en la cárcel, bebía sin control, se volvió paranoica y terminó dejando la
universidad. No recuerda mucho lo que hizo durante el primer año después de la
agresión. Lo único que recuerda es lo que no hacía: no salía a la calle, no
reía, no hablaba, no convivía.
“Me robaron mi carrera, mi sueño de ser académica. Pensaba que
la culpa de todo lo que me pasó era de los libros, así que nunca quise volver a
la universidad”,
dice.
Ni Patricia ni Claudia ni
Suhelen terminaron sus estudios.
Ana María Velasco, de 43
años, llora cuando recuerda lo mucho que disfrutaba bailar, y lo introvertida
que ahora se reconoce.
Claudia Hernández dejó de
ser una luchadora social.
Suhelen Cuevas no se
volvió periodista.
Bárbara Italia Méndez no
volvió a soñar con ser mamá.
Yolanda Muñoz, que es
viuda y perdió su trabajo al salir de la cárcel, solo puede mandar a uno de sus
cinco hijos a la universidad después de los gastos que tuvo que afrontar su familia
para sacarla de prisión.
“Yo no tengo una carrera, ¿qué puedo hacer? Por mis antecedentes
nadie me da una recomendación de trabajo”, dice Yolanda, quien fue detenida cuando
iba a vender tela al mercado de Texcoco.
Incluso diez años después,
la angustia, el estrés del proceso legal y el miedo a las represalias
ocasionaron que los hijos de Cristina Sánchez se alejaran de ella y se mudaran
de su casa hace apenas un par de meses.
“Me pedían que dejara de hablar y pensar en lo que pasó porque
les afectaba mucho, les daba miedo lo que podría pasar y tristeza recordar lo
que ya había sucedido”.
Pero la decisión de estas
once mujeres de continuar con la batalla legal les confirió un nuevo sentido de
vida y una forma —a veces liberadora— de lidiar con el dolor.
“Me di cuenta de que había encontrado el propósito de mi vida”, dice Bárbara Italia
Méndez, quien ha compartido su experiencia en múltiples espacios públicos, y se
ha vinculado con otras víctimas de tortura sexual en América Latina.
Su mirada inteligente se
ve diáfana a través de sus lentes. Ella es consciente de su racionalización del
dolor.
Como una hermandad, todas
ellas han logrado usar su coraje y sufrimiento como combustible para persistir
en la búsqueda por justicia y así lograr, finalmente, una rara victoria de
rendición de cuentas.
“No somos las violadas de Atenco, somos las mujeres que
sobrevivieron y superaron lo que pasó en Atenco, yo sigo siendo yo, no soy esa
etiqueta”,
dice Suhelen, quien hoy en día surfea todas las mañanas en su ciudad natal de
Los Cabos, en Baja California.
La CIDH exige una
investigación sobre el abuso sexual que sufrió un grupo de mujeres en Atenco en
2006
Por Azam Ahmed
Paulina Villegas colaboró
con este reportaje.
The New York Times
22 de septiembre de 2016
Ciudad de México — Funcionarios internacionales de derechos
humanos están exigiendo una investigación sobre el brutal ataque sexual que
sufrieron 11 mujeres mexicanas hace más de una década, una indagación que
podría apuntar al presidente Enrique Peña Nieto, quien entonces era el
gobernador del Estado de México, donde ocurrieron los abusos.
La petición es parte de un
análisis de varios años por parte de la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos en torno a abusos masivos cometidos cuando, en 2006, Peña Nieto ordenó
reprimir a manifestantes en el poblado de San Salvador Atenco, donde habían
tomado la plaza principal. Durante los operativos, en los que murieron dos
personas, la policía detuvo a más de cuarenta mujeres de manera violenta;
también las metieron en autobuses y las enviaron a la cárcel a varias horas de
distancia.
Once mujeres llevaron el
caso, con la asistencia legal del Centro Prodh, a la Comisión Interamericana,
la cual halló que la policía las torturó sexualmente. Las mujeres
—comerciantes, estudiantes y activistas— fueron violadas, golpeadas, penetradas
con objetos de metal, robadas y humilladas.
A una mujer la forzaron a practicarle sexo oral a varios policías.
Después del encarcelamiento, pasaron días antes de que a las mujeres les
realizaran los exámenes médicos apropiados, según los hallazgos del reporte.
“No lo he superado ni tantito”, dijo una de las
mujeres, Patricia Romero Hernández, llorando. “Es algo que me acecha y no se sobrevive a algo así. Se queda contigo”.
La oficina del presidente
ha dicho por su parte que la CIDH no
responsabilizó a Peña Nieto ni lo ha nombrado explícitamente como un objetivo
de la investigación. Más allá de eso, sostienen, los casos judiciales
investigados en México por la Suprema Corte de Justicia de la Nación y la
Comisión Nacional de los Derechos Humanos nunca
lo han hecho responsable de las agresiones sexuales a las mujeres.
“Sería impreciso confundir una orden para el uso legítimo de
la fuerza con la decisión de ciertas personas de abusar su autoridad”, dijo Roberto Campa, el
subsecretario de derechos humanos de la Secretaría de Gobernación. “Nadie puede decir que hubo una orden para
permitir el abuso de la fuerza”.
Sin embargo, la Comisión
Interamericana encontró que los esfuerzos de México para investigar los abusos
fueron insuficientes. En cambio ha exigido una investigación mucho más
exhaustiva para determinar la responsabilidad en toda la cadena de mando, lo
que podría situar a Peña Nieto en la mira de una investigación como el
gobernador que ordenó la represión. También pidió que se tomaran medidas
disciplinarias o incluso penales contra las autoridades estatales que
contribuyeron a obstaculizar el acceso a la justicia para las mujeres.
La Comisión entregó la
semana pasada su informe a la Corte Interamericana, un tribunal independiente
con autoridad legal en México. Si la Corte está de acuerdo con el dictamen de
la Comisión, puede ordenarle a México que extienda su indagación sobre el caso,
un requisito que podría obligar al Estado a investigar a su propio presidente.
La Comisión sugiere que el
gobierno estatal a cargo de Peña Nieto quiso minimizar e incluso ocultar el
suceso. Quizá el ejemplo más espeluznante sea la decisión del gobierno de
perseguir a las víctimas: en vez de ir tras los policías que habían cometido
las torturas sexuales, el Estado inicialmente procesó a las mujeres. Cinco
fueron encarceladas durante un año o más, por cargos como atacar a un policía. Una mujer que fue violada varias veces pasó
dos años en prisión por cargos falsos, determinó la Comisión.
Días después del
incidente, el estado negó las acusaciones de las mujeres, y básicamente las
llamó mentirosas. Peña Nieto le dijo a un periódico local en ese entonces que
esa es una táctica conocida de grupos radicales: hacer que las mujeres acusen a
los policías de violencia sexual para desacreditar al gobierno. Otros en su
gobierno hicieron declaraciones similares.
Desde entonces, aunque el
gobierno ha reconocido a regañadientes la veracidad de las acusaciones ni una
sola persona ha sido condenada por ningún crimen relacionado con los ataques en
Atenco. Más recientemente, cinco médicos a quienes se les acusó de ignorar
pruebas de abuso sexual fueron declarados inocentes.
El caso es un ejemplo de
los obstáculos que las víctimas deben superar para conseguir justicia en
México. Las mujeres sufrieron más de 10 años de amenazas, intimidación y trauma
psicológico. Vieron cómo los hombres que las atacaron salieron de prisión.
Sin embargo, las mujeres
se rehusaron a abandonar el caso y lo llevaron a nivel internacional, pues lo
convirtieron en un símbolo del fracaso del Estado de derecho en México, así
como de la impunidad generalizada que durante tanto tiempo ha plagado el país.
El caso ya se ha
presentado a la corte, a pesar de varios intentos por parte del gobierno
mexicano para retrasarlo y frustrarlo; es una rara oportunidad de rendición de
cuentas en un país donde solo un pequeño porcentaje de los crímenes se
resuelven. Las mujeres se rehusaron a poner fin al caso durante años, y
rechazaron promesas de viviendas gratis y becas. En las entrevistas que The New
York Times mantuvo con las 11 víctimas surgió un deseo fundamental: que se
reconociera públicamente lo que les sucedió y los responsables de los hechos.
Para Peña Nieto, la
petición por parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de iniciar
una investigación que llegue hasta lo alto de la jerarquía es un golpe más a una
presidencia bajo asedio. Los escándalos de corrupción y violencia ya han
acabado con sus índices de aprobación, los más bajos de un presidente mexicano
en un cuarto de siglo. Su invitación a Donald Trump, el candidato republicano
denostado en México a causa de sus declaraciones contra los inmigrantes
mexicanos, hundió a la administración todavía más en la controversia.
Aunque no es probable que
su gobierno vaya a llevar a cabo una investigación en torno a su papel en las
redadas o en un potencial encubrimiento de los hechos, la amonestación de un
organismo internacional es un gran aprieto para él. También es un recordatorio
de innumerables casos que siguen sin resolverse en el país, incluyendo la
desaparición de 43 estudiantes hace dos años, una investigación que
funcionarios internacionales sostienen que fue socavada por el gobierno.
El trauma residual de los
ataques ha marcado a cada mujer de manera distinta. A algunas, la familia y los
amigos las ayudaron recuperarse, aunque no por completo, y seguir adelante con
sus vidas. Algunas encontraron maneras de conectar su lucha con una iniciativa
más amplia para luchar por la justicia y los derechos en México. Otras no
hallaron ese consuelo, pues el paso del tiempo resultó ser una cura inútil.
Sobrevivir significó quedarse calladas, incluso
ante sus seres queridos.
“Nunca pude decirle a mi
hijo y a mi padre sobre el hecho de que me habían violado, no uno sino varios
policías, porque se habrían vuelto locos”, dijo Romero, quien por primera vez
ha decidido revelar a sus seres queridos lo que le sucedió. “No quise
infligirles aún más dolor. Ya habíamos sufrido lo suficiente”.
Los ataques, la
persecución, el encarcelamiento y la estigmatización causada por la violencia
sexual definieron los siguientes diez años para las víctimas de Atenco. En las
entrevistas describieron sus vidas como partidas en dos: las mujeres que eran
antes del incidente, y en quiénes se convirtieron después.
Las que eran estudiantes
cuando sucedió, se salieron de la universidad y jamás regresaron. Todas han
tenido problemas en la intimidad. Hay madres que vieron cómo sus hijos las
abandonaban, frustrados y temerosos por su campaña interminable para encontrar
justicia. Hay padres que les dieron la espalda a las hijas, avergonzados por el
abuso y la lucha pública que le siguió. Algunas de sus parejas también se
alejaron, incapaces de adaptarse al trauma de una sobreviviente de un abuso
sexual.
“Tomé la decisión consciente de sobrevivir, para estar viva y
bien hoy, de sentirme bonita de nuevo, de amarme y verme en el espejo y
reconocer a la persona que veo”, dijo Patricia Torres Linares, de 33 años, quien
abandonó su carrera en ciencias políticas después del ataque. “Me quitaron mi forma de ser, de amar y de
sentir. Antes era amable y cariñosa; después me volví fría y distante”.
Para algunas, una
sensación de vergüenza, incluso de responsabilidad por lo que sucedió, empañó
sus relaciones con otras personas y su propio sentido de identidad. La supervivencia
se volvió su forma de medir el éxito, un progreso tangible con el cual marcar
los días.
“Duele saber que la Claudia de antes de Atenco se ha ido”, dijo Claudia Hernández
Martínez, de 33 años, quien también dejó de estudiar en la Universidad Nacional
Autónoma de México después del ataque. “Ahora
tengo miedo todo el tiempo. Me asusta todo. Me asusta salir a las calles,
expresar mis propias ideas, que la gente sepa qué sucedió en Atenco”.
“Al final de estos 10 años, me pregunto: ‘¿Qué he hecho todo
este tiempo?’”,
continuó.
Hizo una pausa, mirando el
suelo.
“Supongo que solo sobreviví”, dijo, secándose las lágrimas. “Y creo que es comprensible. Es comprensible
que haya llorado, que pensé en suicidarme, que lloré tanto y que ahora esté
aquí”.
Los ataques coincidieron
con el inicio de un periodo desafiante en la historia mexicana: la guerra
contra el narcotráfico.
Desde 2006, más de 150.000
personas han sido asesinadas y otras 27.000 han desaparecido sin dejar rastro.
La violencia es causada por los carteles, que tienen una enorme influencia en
el país, y que el gobierno lucha por disminuir.
Sin embargo, el caso de
Atenco no tiene las complejidades que acompañan la violencia entre grupos
armados. Y aun así la justicia, incluso en su forma más básica, ha sido
elusiva.
Más de veinte individuos a
quienes se les había acusado de abuso de autoridad durante el operativo fueron
absueltos en el juicio o en la apelación, incluyendo a un oficial al que se le
había culpado de obligar a una de las víctimas a practicarle sexo oral.
“Esa ha sido la parte más difícil y exasperante de todo este
proceso”,
dijo otra de las mujeres, Ana María Velasco Rodríguez, de 43 años. “Estaba llena de ira, pensando que no pasaba
nada, incluso después de encontrar al culpable, pueden salir de la cárcel como
si nada”.
En años recientes, gracias
a que la Comisión Interamericana está llevando el caso, el gobierno ha renovado
sus esfuerzos por perseguir a quienes participaron en estos crímenes. Pero los
funcionarios han perseguido a oficiales de bajo rango, pues no han podido o se
han negado a investigar a quienes tienen una mayor jerarquía. La persona con
más autoridad a quien se ha acusado a la fecha es el comandante de la policía
que supervisó el uso de los autobuses —donde ocurrió el abuso— para transportar
a las mujeres a prisión, aunque un juez recientemente dijo no tener suficientes
pruebas para solicitar su arresto.
Mientras el gobierno
argumenta que ha ido tras los responsables, después de años de estancamiento,
la Comisión encontró que sus esfuerzos llegaban tarde y eran inadecuados.
Treinta y cuatro funcionarios de bajo rango estaban en juicio en agosto,
atravesando un proceso impredecible y lento en la corte, que no ha podido
tranquilizar a las víctimas.
Este abril, casi
exactamente 10 años después de los sucesos de Atenco, Peña Nieto visitó el
municipio. Los medios locales cubrieron el evento, donde Peña Nieto pronunció
un discurso ante una multitud de mujeres y niños.
Ni el presidente ni los
informes locales mencionaron una sola vez las manifestaciones, las muertes o
las violaciones.
En vez de eso, la visita y
su cobertura se concentraron en el Día del Niño y en la nueva iniciativa del
presidente para llevar la educación preescolar a todos los niños del país.
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