Argelaga Editorial#7:
Ni de vuestra
guerra, ni de vuestra paz
Fuente: Argelaga#7,
Editoriales.
Revista Antidesarrollista y Libertaria.
https://argelaga.wordpress.com/2016/07/02/editorial-7-ni-de-vuestra-guerra-ni-de-vuestra-paz/
Revista Antidesarrollista y Libertaria.
https://argelaga.wordpress.com/2016/07/02/editorial-7-ni-de-vuestra-guerra-ni-de-vuestra-paz/
Red Latina sin fronteras
Julio 02, 2016
Las señales de alarma no han dejado de multiplicarse en los
últimos tiempos: contaminación del aire, el agua y el suelo, radiactividad
ambiental preocupante, aumento de tres grados de temperatura en los próximos
quince años, catástrofes climáticas, destrucción de bosques y tierras de
cultivo, acumulación de residuos, expansión de las enfermedades
cardiovasculares, el cáncer, los síndromes de nuevo cuño y las epidemias,
crisis financiera y crac
inmobiliario, endeudamiento, paro y precariedad, crisis energética y guerras
del petróleo, etc., son indicadores seguros del curso enloquecido que ha tomado
ese particular matrimonio de la economía autónoma y la tecnología que llamamos
industrialismo o simplemente desarrollismo.
La dictadura del dinero,
los macroproyectos inútiles, los empleos de mierda y el consumismo motorizado
definen un modo de vida mortal para el planeta y la especie humana, pero muy
pocos son quienes parecen preocuparse por ello. El desarrollo a cualquier
precio se ha vuelto fe y destino. Los consumidores son creyentes fanáticos de
una religión cuyas iglesias son centros comerciales y las sedes episcopales los
bancos y los parlamentos, lugares donde sus sacerdotes, la elite político-emprendedora,
escenifican los ritos de la “fe” en
el mercado.
Fe es
un vocablo que en su acepción original significa confianza, crédito (creditum). Pues bien, la casta
sacerdotal está en guerra. La libre circulación de capitales y el abastecimiento
de energía dependen de una guerra librada principalmente en Oriente Próximo,
que una horda de esforzados creyentes de una religión rival (yihad significa esfuerzo y superación
además de guerra santa, como bien nos
indica nuestro colega Antonio Pérez) intenta desplazar hacia las capitales
europeas.
Los atentados yihadistas
anuncian que ha llegado la hora del sufrimiento para la población occidental,
víctima de una guerra declarada unilateralmente por sus dirigentes. La voluntad
asesina de un puñado de alucinados novios de la muerte, inmola al azar a los
habitantes o visitantes anónimos de las metrópolis, que pagan con su vida por
la irresponsabilidad de sus capitostes y la infame dinámica del crecimiento.
Son los daños colaterales indirectos
de una guerra considerada laica en nuestros predios a la que un fundamentalismo
mortífero ha santificado.
En verdad decía Saint-Just
que el gobierno no era más que “una jerarquía
de errores y atentados”. Pues bien, los atentados no dan opciones. Frente
al “terrorismo” no cabe más que la
adhesión incondicional y la resignación; según nos dicen los más altos jerarcas
estatales, “nuestro modo de vida”, “la democracia” y “la libertad”, están en juego. ¿Qué modo de vida, qué democracia y
qué libertad?
Esas expresiones apenas
disimulan la vida bajo la violencia económica, la sumisión ciudadana a la
demagogia política, el control social y la exclusión. Son conceptos que no
representan más que la permanencia del statu
quo jurídico-parlamentario, aquél que solamente interesa al sector
dominante que saca provecho de él. ¿Para tocar la felicidad con la punta de los
dedos basta con vivir al día, adaptarse a lo que hay, votar, seguir todas las
modas y comprar todos los artefactos que la publicidad considera
imprescindibles? ¿Vale la pena dejarse masacrar por eso? Ese es el quid que los holdings de la comunicación se “esfuerzan”
en ocultar, ayudados por el fatídico hecho de que ya nadie está a salvo de la
masacre. La guerra transcurre entre bárbaros (en el sentido, típico de nuestro
tiempo, de andar alejados tanto de la razón como del instinto, seres híbridos
de humano y animal para los cuales los fines justifican cualquier clase de
medios); entre los que imponen “nuestro
modo de vida” mediante bombardeos en otra parte, y los que disparan
indiscriminadamente o se hacen explotar entre inocentes.
La religión —la del
mercado, la de la guerra, la del paraíso en el cielo— es prueba de barbarie.
Poco importa que el paraíso prometido esté “en
la sombra de los sables” como refiere el hadith del Profeta, o en la banda magnética de una tarjeta de
crédito. Define una comunidad de fieles, abstracta e ilusoria, en función de un
enemigo, el “pecador infiel”; en eso
no se diferencia de la política.
También la figura del “enemigo” desempeña un importante papel
en el arte de gobernar puesto que justifica por sí mismo la acentuación
permanente de la función policial del Estado. No obstante precisemos que tal
como ocurrió en la guerra sucia argelina la identidad de quienes impartieron
órdenes asesinas importa menos que la que proporciona una identidad a
contrario: el enemigo es la diabólica amenaza que pende sobre “la civilización” y las instituciones “que democráticamente todos nos hemos dado”,
contra la cual “la ciudadanía” —la
versión moderna de la antigua “cristiandad”— ha de pronunciarse
obligatoriamente.
Las contradicciones y los
antagonismos sociales son sublimados y desplazados al exterior, operación
ideológica que convierte a las arbitrarias guerras ofensivas en guerras de
defensa legítimas, y a los pacíficos y asustados consumidores en nacionalistas
racistas y xenófobos. El enemigo que viene de fuera se ha revelado como una
coartada mucho más eficaz de la deriva autoritaria y fascista de los Estados
verdugos que el enemigo interior, antaño encarnado en el anarquista, el
pandillero suburbial, el okupa de las
Zonas a Defender o el simple abstencionista. La administración de la ansiedad,
la inseguridad y el miedo de las masas, autorizan políticas de control, medidas
de excepción y suspensión de derechos con mucha más facilidad si van ilustradas
con imágenes de terroristas suicidas, que bien pueden emplearse contra todo
tipo de contestatarios, tal como pasó en las protestas contra la cumbre del
clima en París, COP21.
Lo más sorprendente del
caso es que el integrismo islamista representado por Al Qaeda fue hasta los noventa un aliado de Occidente, que es como
decir de las multinacionales, de los ejércitos del industrialismo concentrado y
de las finanzas mundiales. Lo fue durante la guerra de Afganistán contra el
ejército soviético y con reparos continuó siéndolo en las guerras de Irak,
Libia, Siria y Yemen. Occidente entrenó, armó y financió directa o
indirectamente a los muyahidín de la yihad a través de países amigos como
Arabia Saudí, Qatar, los Emiratos o Turquía, de apariencia islámica “moderada”. La ruptura sobrevino más por
el apoyo a Israel que por el modo de vida “pecaminoso”
de los norteamericanos, tal y como predicaban los imanes rigoristas. La rama
iraquí de Al Qaeda dio un salto cualitativo en la guerra santa al constituirse
en Estado Islámico. En poco tiempo alcanzó una notoria influencia en el mundo
jamás obtenida en la historia por ningún movimiento revolucionario. Lo
asombroso e inquietante para un libertario es que algo tan brutal y fanatizado
atraiga con fuerza irresistible a sectores de población joven empobrecida y
marginada, escasamente religiosa y con estudios, habitando en conurbaciones
anodinas, en fin, un sector otrora deseoso de libertad real y proclive a las
aventuras revolucionarias. Los jóvenes desarraigados que ingresan en las filas
del E. I., caminan hacia la muerte y cometen atrocidades con un macabro
entusiasmo. No se trata de simples nihilistas,
ignorantes y resentidos. Son devotos conversos a los que el Islam wahabita ha
dotado de identidad, por sangrienta que ésta sea, llenado su vacío moral y
otorgado un sentido redentor a su sacrificio por el que serán recompensados en
la otra vida. Son protagonistas de un drama escatológico cuyos autores van al
paraíso con las manos manchadas de sangre. Dicho esto viene al caso señalar que
el desprecio de la vida no tiene el mismo sentido para el mártir de la causa,
para el jefecillo de la burocracia estatista en formación acelerada y para el
pretendido guía espiritual. Como para
cualquier secta apocalíptica —por ejemplo, los seguidores de Thomas Münzer o
Los Ranters de la Revolución Inglesa— nada de lo que se haga en esta vida tiene
sentido. Ni su vida ni con mayor razón la de los otros tiene el menor valor.
Los yihadistas son antinomistas
(ignoran la observancia de las leyes morales porque se creen en estado de
gracia) y repudian las convenciones morales universales puesto que de entrada
desprecian la vida. Para un guerrero “santo”
todos sus actos poseen una santidad intrínseca. Sin embargo, aquí acaba el
parecido con los milenaristas, más inclinados a vivir sin trabas que a morir
por un dios cualquiera. Fueron víctimas de los poderes de su tiempo, que temían
sus ideas, no los verdugos insensibles del pueblo inocente. Una indiferencia amoral
semejante se ha podido ver también entre los asesinos de Srebrenica y Ruanda,
no precisamente motivados por la religión. Con toda probabilidad, y eso es la
primera vez que sucede, la abstracción y la virtualidad han hecho tantos
progresos que ahora mismo todas las separaciones entre cuerpo, espíritu y alma
son posibles. Con todo, nos resulta sobrecogedor que la muerte provoque una
descarga emocional más satisfactoria que la vida, y que la lucha por la
igualdad, la libertad y la justicia tenga en las actuales condiciones
capitalistas tengan mucho menos atractivo que las religiones y los
nacionalismos necrófagos.
Por más que los medios
digan lo contrario, el yihadismo no
ha perdido la guerra, y en cambio, ha ganado batallas. El problema no se
resolverá en el plano militar sino en el plano moral, es decir, no se
resolverá. La sociedad de masas alberga las mejores condiciones para que el
culto a la muerte perdure. La crisis no hace más que alumbrar respuestas
occidentales del mismo estilo: repliegues nacionalistas, partidos identitarios,
odio sicótico al “otro” —el extraño,
diferente, extranjero, mujer, no blanco, inmigrante, refugiado—, autoritarismo,
etc. Europa no ha sido nunca tierra de asilo ni de acogida, y la baja natalidad
de su población asalariada se lleva mal con la fuerza de trabajo venida para
compensarla. Para una sociedad de consumidores atemorizados los trabajadores
que vienen de otros continentes no dejan de ser cuerpos extraños, de difícil
encaje. La sociedad camina a marchas forzadas hacia el fascismo (un fascismo
sin führer, anónimo, gestionado,
propio de la época) y eso es algo con lo que tendremos que bregar.
El 27 de septiembre de
1938 el Grupo Surrealista hacía público un audaz manifiesto que debutaba así:
La guerra anunciada en forma de hipócritas medidas de
seguridad repetidas y multiplicadas, la guerra que amenaza con surgir del
inextricable conflicto de intereses imperialistas que afligen a Europa, no será
la guerra de la democracia, ni la de la justicia, ni la de la libertad. Aquellos
Estados que por necesidad del momento y de la historia tratan de servirse de
estas ideas como rasgos identitarios no adquirieron su bienestar ni
consolidaron su poder más que empleando métodos tiránicos, arbitrarios y
sangrientos.
Aunque estas líneas se
referían a las potencias pseudo-democráticas que habían permitido la invasión
de Etiopía por el fascismo italiano, la entrega de China al imperialismo
japonés, y estaban favoreciendo la derrota de la República española, son
perfectamente aplicables a la situación actual. Nosotros, aunque nos horrorice
un régimen como el del Califato, no por ello estaríamos a favor de los Estados
capitalistas. Habremos de combatir a ambos, pero no podremos hacerlo si no
somos capaces de movilizar fuerzas suficientes con una auténtica voluntad de
pelea y un ánimo realmente fuerte. Cuán familiar se nos hace aquella vieja
consigna anarquista: ¡Ni Dios, ni Amo!
Repensemos su contenido para combatir al mismo tiempo la egolatría consumista y
el servilismo de las identidades fabricadas en masa y alistadas en rebaños
ciegos a sí mismos y a los demás.
¡NI DIOS, NI AMO!
CONTACTO:
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La «argelaga» (aliaga o aulaga en castellano) es un arbusto del
sotobosque mediterráneo que arde con facilidad: «fuego de aulaga, fuego real», sostiene un dicho valenciano. Cuenta
con la capacidad de rebrotar de cepa tras un incendio. Aunque la parte aérea de
la planta resulte dañada por el fuego, si las gemas que se encuentran a ras del
suelo consiguen escapar intactas, estas plantas producen nuevos rebrotes.
Metáfora obligada de la resistencia a la mercantilización del territorio. Pero
ahí no queda todo. Como es muy espinoso, se dice de la gente con palabra áspera
como la nuestra que es «suave como una
aliaga». Que así sea el mensaje: lleno de pinchos, como la «argelaga».
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