STRM: de la “democratización sindical” a la “alianza
estratégica” con la empresa
La Voz del Anáhuac
Agosto de 2016
En abril de 1976 los
trabajadores de Teléfonos de México se sublevaron. Poco más de una década
después del Movimiento Restaurador 22 de abril, con el que se libró una
importante lucha por la democracia sindical, se había restaurado el charrismo
sindical. Salustio Salgado se había impuesto y reelecto como secretario general
del STRM. Alineado con la dirigencia del Congreso del Trabajo reimplantó los
viejos métodos de control obrero y entreguismo a la empresa, por lo que no tuvo
ningún inconveniente en pactar con la empresa la revisión del contrato
colectivo sin beneficio alguno para los telefonistas ni tomarse la molestia de
fingir siquiera la consulta a los trabajadores.
Pero de tiempo atrás, grupos de
oposición venían realizando un trabajo político de denuncia contra estas
prácticas charriles, reivindicando las consignas que dieron vida al Movimiento
Restaurador 22 de Abril.
Por eso la abierta política charril de
Salustio Salgado ocasionó la rebelión de las y los trabajadores. Un paro de
labores y la toma del edificio sindical desencadenaron una movilización obrera
sin precedentes en este gremio. El movimiento alcanzó niveles sorprendentes
incluso para quienes lo impulsaron. El gobierno tampoco se lo esperaba. Era el
último año de gobierno de Luis Echeverría. Durante ese sexenio se pretendió
mostrar una imagen de “apertura
democrática”, pero también se vivieron cruentos años de contrainsurgencia
(la llamada “guerra sucia”) no sólo
contra los grupos rebeldes que optaron por la lucha armada, sino contra todo
tipo de movimientos sociales. Es decir, se desató una guerra sin cuartel contra
las guerrillas de Genaro Vázquez, Lucio Cabañas, la Liga Comunista 23 de
Septiembre y muchas otras organizaciones revolucionarias, sino también contra
los movimientos sindicales, urbanos y campesinos. A los grupos de izquierda que
habían fomentado la rebeldía de los telefonistas esto los convenció de que
ellos no serían la excepción, por lo que luego de que estalló el paro laboral,
el pronto llamado del gobierno federal a resolver el conflicto sin afectar el
servicio telefónico, ese llamado al diálogo era una trampa. Cada vez que el
gobierno hablaba de diálogo era la represión lo que venía.
Entonces ante el llamado al
diálogo más valía dejar que la asamblea eligiera, que se formara una comisión
con delegados departamentales, en la que, por supuesto no se incluirían los
cuadros políticos, militantes de la izquierda que por años habían trabajado en contra del charrismo.
Así fue que entre estos
delegados se incluyó a uno de centrales mantenimiento de la sección matriz,
poco conocido entonces pero con ciertas habilidades, un joven que durante el 68 fue
estudiante de la Vocacional 1 del IPN y posteriormente de la ESIME. No fue un
activista en 68. Participaba en actividades culturales permitidas y financiadas
por las autoridades del IPN. En este caso en un Ateneo llamado Lázaro Cárdenas.
¿Su nombre? Francisco Hernández Juárez.
No hubo amenazas ni represión a
los integrantes de la comisión. Regresaron con una propuesta favorable:
realicen un referéndum y si demuestran tener mayoría, el gobierno federal
atenderá sus demandas y reconocerá a la nueva dirección sindical. Esto a
condición de levantar el paro laboral y restablecer el servicio telefónico.
La relativa ventaja que el
delegado de centrales tenía sobre el resto de la comisión, lo hizo sobresalir y
ser reconocido como vocero. Así surgió de este movimiento de los telefonistas
un nuevo líder: Francisco Hernández Juárez.
Ante el triunfo del referéndum
se ratificó la destitución del charro Salustio Salgado y se eligió a Francisco Hernández
Juárez como nuevo secretario general.
Ahí comienza la historia de un
liderazgo y un proyecto sindical que se ha extendido durante 40 años, no sin
tropiezos ni de manera tersa. Desde entonces también surgió una oposición que
ha pugnado por recuperar el camino que se había fijado desde tiempo antes, el
de restaurar la democracia en el Sindicato de Telefonistas.
En 1978, el nuevo comité,
encabezado por Hernández Juárez, impuso la ampliación del período de dos a
cuatro años. Esto fue denunciado por la oposición como una primera reelección
encubierta. Después se sucederían una tras otra las reelecciones amparadas en
una reforma estatutaria, ratificada cada 4 años, bajo el texto de que: “Por esta única vez y sin que se siente
precedente la Convención autoriza que el compañero Francisco Hernández Juárez
participe como candidato a secretario general”. Así hasta ahora. Aunque no
han faltado las veces en que el líder anuncia su retiro, pero las masas lo
aclaman: “¡No nos dejes Francisco!, ¿qué
vamos a hacer sin ti?”
Y lo que ha sucedido es que el
líder ha sabido manejar alianzas con el poder federal, con el Congreso del
Trabajo y con la propia empresa para mantenerse en la dirección del Sindicato
de Telefonistas.
Sus alianzas con el poder
federal tienen de por sí un límite de tiempo sexenal, con el Congreso del
Trabajo duraron mientras fueron necesarias y dejaron de serlo a partir de que
aliado al STUNAM y a otros sindicatos “democráticos”
formaron la Unión Nacional de Trabajadores (UNT) que ha proyectado la imagen de
un nuevo sindicalismo democrático, incluyente, tolerante, moderno. Ahora
incluso combativo, pues no tiene reparo en simular solidaridad con movimientos
como el de San Quintín, Ayotzinapa o la CNTE.
La que se ha convertido en la
alianza perdurable es la alianza estratégica que sostiene con la empresa
Teléfonos de México, más específicamente con Carlos Slim.
La habilidad que ha tenido para
evitar que los procesos de privatización, modernización y competencia
repercutan en despidos masivos le ha valido a Hernández Juárez para sostenerse
en la dirección sindical y contar con el apoyo acrítico de buena parte de los
trabajadores. La disidencia, fragmentada, dispersa, amenazada por la cúpula del
STRM no ha logrado articular una estrategia para revertir esta situación.
Así, el proyecto sindical
diseñado por Hernández Juárez bajo el nombre de “Democratización Sindical”, que no fue más que la réplica del
esquema de organización que la “Línea
Proletaria” aplicara en algunas secciones del sindicato minero, le sirvió
para consolidarse en la dirección del Sindicato de Telefonistas. Una vez
logrado esto y tras derrotar al movimiento disidente que en 1982 pretendió
repetir la historia de 1976 (paro laboral y toma del edificio sindical),
también rompió la alianza con la Línea Proletaria, antes de que se convierta en un peligro
para la estabilidad del sindicato, dijo.
También, en diferentes momentos
excluyó a dirigentes sindicales, parte de su equipo, como Guadalupe Reyes,
Jorge Castillo y Mateo Lejarza. Los dos primeros jugaron un papel importante en
las negociaciones con la empresa, el tercero llegó a ser considerado como el ideólogo del sindicato, algunos
trabajadores decían que era “el poder
tras el trono”. No les permitió
aspirar a convertirse en opciones alternativas. Para la disidencia que ha
persistido se ha aplicado el retiro de sus derechos sindicales, con lo que sin ninguna
posibilidad de defenderse sindicalmente, quedan en riesgo de que en cualquier
momento la empresa los despida.
El caso más reciente es el de
los ya 28 despedidos de la Caja de Ahorro de los Telefonistas. En 1995 se
constituyó como cooperativa la CAT. Sus empleados se organizaron en un
sindicato independiente. En 2013 estallaron una huelga exigiendo el pago de
utilidades, Reclamaron también que a los socios de la Caja se les pagara el
remanente de las ganancias que la CAT obtiene por los intereses que generan los
préstamos y créditos. Ninguno de estos dos rubros se ha cumplido desde
la creación de la CAT. También exigen el respeto a su autonomía sindical, pues
se ha pretendido desconocer al sindicato independiente e imponer bajo amenaza
de despido un sindicato dócil a la administración de la CAT, que dicho sea de
paso, encabeza María Luisa Hernández Juárez, hermana del Francisco. Aliadas a
las autoridades laborales, la dirección del ST<RM y la administración de la
CAT, han pisoteado los derechos laborales y sindicales de los trabajadores de
la Caja.
En abril de este año Francisco
Hernández Juárez ya cumplió 40 años como secretario general del STRM. Va por su
11ava reelección. Emula a Fidel Velázquez como líder vitalicio.
El proyecto “Democratización Sindical” es ahora un
ejemplo de sindicalismo patronal, más preocupado en apoyar al patrón que en
defender los derechos de los trabajadores. Así ahora a los trabajadores que han
cumplido ya con los años de servicio y de edad para poder jubilarse, se les
impone la “permanencia voluntaria”.
Mientras, el gobierno federal ha decretado ya que no habrá recursos para el
pago de pensiones al IMSS, aún antes de que se apruebe la reforma al sistema de
salud, con la que se pretende “universalizar”
a todas las instituciones de salud pública. De modo que se arrebata ya a los
trabajadores el derecho a poder pensionarse con el fondo de pensiones del IMSS, tendrá
que ser ahora a través de las Afore, de manera más precaria. Además se sigue
permitiendo que empresas filiales y terceras ejecuten materia de trabajo de los
telefonistas.
Será interesante analizar el
proceso que ha seguido el Sindicato de Telefonistas bajo el liderazgo de
Hernández Juárez. Por ahora, como parte de ello, nos limitaremos a reproducir
una parte del trabajo periodístico que Francisco Cruz Jiménez ha realizado.
Aquí presentamos un fragmento de su libro “Los
amos de la mafia sindical”, publicado en 2013.
NOTA:
(*) Línea Proletaria fue una organización surgida de Política Popular,
agrupación de brigadistas, maoístas en su mayoría, que tras el movimiento
Estudiantil-Popular de 1968 llamó a “integrarse
al pueblo”. En 1976 Política Popular se subdividió en dos partes. Una
llamada Línea de Masas, encabezada por Alberto Anaya. La otra denominada Línea
Proletaria, encabezada por Adolfo Oribe. Ambos amigos de los Salinas de Gortari
desde que fueron estudiantes de la Facultad de Economía de la UNAM.
Línea
de Masas concentró su actividad en colonias populares. Línea Proletaria, con
actividad también en colonias populares, extendió su actividad al movimiento
obrero y campesino. Tuvo influencia entre campesinos productores de café en
Chiapas, donde formó uniones de crédito que luego darían origen a la Asociación Regional
de Interés Colectivo (ARIC). En el movimiento obrero logró insertarse en las
secciones mineras de Monclova, Las Truchas y Monterrey.
En
1979 Oribe invitó a Hernández Juárez a visitar la sección minera 147 de
Monclova, para que conociera el trabajo que ahí se desarrollaba. Impresionado,
Hernández Juárez, adoptó a un grupo de brigadistas de LP para que desarrollaran
esa forma de organización en el STRM. Esto sirvió para consolidar el control
sindical, mismo que se probó en 1982 derrotando al movimiento disidente. Luego
de esto Hernández Juárez excluyó a LP de la estructura sindical, temiendo que
llegara a convertirse en un riesgo para poder seguir controlando el STRM.
Por
su parte Línea de Masas y otras agrupaciones maoístas fundarían luego el
Partido del Trabajo, como una expresión partidista al servicio del Estado.
Oribe
fue asesor de gobernación cuando Francisco Labastida Ochoa sustituyó a Emilio
Chuayffet en la misma. Oribe diseñó la estrategia contrainsurgente que el gobierno
federal aplicó entre abril y junio de 1998 para desmantelar los Municipios
Rebeldes Autónomos Zapatistas.
HERNÁNDEZ
JUÁREZ: EL LARGO MANTO DE SALINAS
Por Francisco Cruz Jiménez
Agosto 29, 2013
Los “grandes” líderes sindicales de México son lo que parecen y lo que
aparentan: viejos dictadores, caciques depredadores, el club de la eternidad.
Una relación perversa con el poder les ha permitido forjar una gerontocracia
tan profundamente antidemocrática que se han convertido en representantes
emblemáticos del régimen antiguo; no admiten la crítica, ni ejercen la
autocrítica, son adaptables a cualquier escenario, situación o ideología; y un
despotismo ilustrado caracteriza su comportamiento; empero, el fraude radica no
en engañar a sus representados, sino en que han traicionado sus principios.
Sólo la muerte o la cárcel son capaces de arrancarles su liderazgo.
En
su más reciente libro, Los amos de la
mafia sindical, que empezó a circular en estos días, Francisco Cruz Jiménez
rescata ocho historias de larga duración –una de ellas la de Francisco
Hernández Juárez que a continuación presentamos– que muestran no sólo a los
ocho dirigentes más poderosos del país, sino las perversiones y deformaciones
de una burocracia sindical que se queda con la enorme fortuna de las cuotas de
sus agremiados, sobre las que no hay transparencia ni control, y pintan la
triste y compleja historia de una realidad.
[Fragmento de
Los amos de la mafia sindical, de
Francisco Cruz Jiménez, Temas de hoy, publicado con autorización de Editorial
Planeta].
Ciudad de México, 29 de agosto (SinEmbargo).– Conocido por sus
colaboradores como “Juárez”; Pancho, así, a secas, entre familiares y
amigos cercanos; Paco-Francisco, para
las operadoras que lo encumbraron; el
cacique de Telmex, según sus detractores; o visionario, como se autodefinió alguna vez, Francisco Hernández
Juárez representa una figura ambigua y polémica, marcada por profundas
contradicciones, que sirve para reseñar, de carne y hueso, la historia del
sindicalismo mexicano durante las últimas cuatro décadas.
Bajo cualquier nombre,
mote o apelativo, referirse al término de “líder
sindical” remite, en primera instancia, a una serie de virtudes públicas,
pero escasas en el México actual: guía
demócrata, dirigente carismático,
hombre sensible, idealista o baluarte del
sindicalismo moderno. Y, como descarado contrapunto lleno de fantasmas, nos
enfrentamos también una telaraña de vocablos de inconmensurable cercanía: populista, déspota sindical, grillo
mediatizador, modelo del neocharrismo
y monstruo salinista.
Toda esta gama de
conceptos, tanto los positivos como los negativos, envuelven el aura de poder
que desde 1976 forma gran parte de la vida de Juárez. Pancho-Paco-Francisco
es responsable del destino laboral de 32 mil 500 trabajadores en activo —62 por
ciento de la planta de Telmex, que representa ocho por ciento del total de los
empleados del Grupo Carso, uno de los mayores conglomerados de México que
controla gran variedad de empresas de los ramos industrial, de consumo,
inmobiliario y deportivo, propiedad del magnate Carlos Slim Helú—, así como de
18 mil jubilados del Sindicato de Telefonistas de la República Mexicana (STRM).
El equipo telefonista
parece cohesionado en torno a la figura híbrida de Pancho, pero de una de esas dimensiones paralelas también emergen
imputaciones o vicios privados difíciles de ocultar: complicidad para no
cubrir, desde la privatización de la empresa en 1990, miles de plazas vacantes;
explotación de trabajadores sindicalizados; nepotismo; represión; negociaciones
en lo oscurito para reducir el monto de las pensiones; y hasta denuncias
judiciales por malversación de fondos —como aquella que se presentó durante el
movimiento de marzo de 1982 ante la Procuraduría General de Justicia del
Distrito Federal, contra Hernández Juárez y algunos de sus allegados, por
disponer de 500 millones de pesos de las cuotas obreras.
Para nadie es secreto que
su cercana relación con el entonces presidente Carlos Salinas le permitió sacar
ventajas en el proceso de modernización de Teléfonos de México, conocida más
por su acrónimo Telmex, y la venta posterior de la empresa a Slim, porque
obtuvo garantías de que no habría despidos. Y así pasó, aunque el desencanto
llegó pronto —y para quedarse— porque, hasta hoy, al menos, están vacantes 9
mil 500 plazas sindicalizadas. Tampoco hay certeza sobre las 12 mil que
quedarán desocupadas en los siguientes cuatro años por igual número de
telefonistas en posibilidad de solicitar su jubilación.
Cualquier etiqueta que se
le ponga contiene una verdad: en 40 años al frente del sindicato, Hernández
Juárez ha sido un hombre muy moldeable, siempre tranquilo con su chamarra de
piel, como lucen los obreros que han conseguido un buen pasar gracias a que ha
sabido adaptarse a cualquier escenario político, ideología o partido que le permita
mantenerse en primer plano. Como si el tiempo se suspendiera, en la historia de
ese mundo paralelo que es el sindicalismo aflora un alud de suspicacias,
conjeturas, sospechas, morbo y críticas que se levantan desde el flanco mismo
de los trabajadores de la empresa telefónica mexicana.
En efecto, Hernández
Juárez se mantiene firme en la Secretaría General del STRM desde hace cuatro
décadas a través de antiguos métodos del sindicalismo que incluyen represión,
despido, hostigamiento a opositores, suspensión de derechos, nepotismo,
destitución de delegados, negativa a tramitar prestaciones contractuales y
sindicales, así como pago del anticipo por antigüedad para deshacerse de los
oponentes internos.
La historia de Pancho, Paco, Francisco o Juárez se remonta a abril de 1976,
cuando, siendo prácticamente desconocido accidentalmente, y con un golpe de
suerte, se coloca al frente del descabezado y caótico movimiento democratizador
o revuelta fratricida del viejo Telmex o monopolio gubernamental telefónico, a través
del llamado Movimiento Democrático 22 de Abril. Tal revuelta había iniciado un
año antes en el Departamento de Centrales Mantenimiento para derrocar el
grotesco e impúdico liderazgo que, desde 1970, estaba bajo resguardo del charro
Salustio Salgado Guzmán o Charrustio,
como lo llamaban los trabajadores.
Apoyado por la anarquía
del movimiento —en el que participaban grupos de todas las corrientes y
tendencias internas, incluidas las de izquierda, radicales y moderados—, así
como la furia de las explotadas y ninguneadas operadoras, el destino puso a Pancho-Paco y sus amigos Mateo Lejarza
—quien más adelante sería el ideólogo del sindicato— y Rafael Marino en el
lugar indicado a la hora correcta. Ninguno tenía experiencia sindical. Los tres
formaban parte del Ateneo Lázaro Cárdenas,
un grupo de estudio, integrado por alumnos de la Escuela Superior de Ingeniería
Mecánica y Eléctrica (ESIME) del Instituto Politécnico Nacional, tutelado por
un periodista español que prestaba servicios profesionales al gobierno del
presidente Luis Echeverría Álvarez.
Astuto como era y con su
característica intuición de depredador político, Echeverría le dio el visto
bueno a la naciente dirigencia sindical juarista.
Entrado el último año de su gobierno, vio y aprovechó la oportunidad de contar
con un nuevo aliado con el que pretendía ampliar su esfera de influencia en la
administración siguiente, que recaería en su amigo del alma y subordinado José
López Portillo y Pacheco —Jolopo,
como se le conocía—, al que esperaba manejar como muñeco de trapo.
A Hernández Juárez nadie,
ni aliados ni enemigos, le regatea lo suertudo
ni su éxito; menos, su agudo sentido del oportunismo y la oportunidad. Pero
tampoco él puede negar ninguna de las versiones que registran la cercanía con
sus tres grandes protectores: los ex presidentes Echeverría y Salinas, así como
el extinto y, paradójicamente, inmorible
e insustituible líder obrero Fidel Velázquez Sánchez, quien lo introdujo en las
intrincadas redes del poder.
La Generación Gerber
Una vez que Hernández Juárez se posicionó al frente de los
telefonistas, tuvo fuerza para aplastar a los grupos de la izquierda sindical,
a los remanentes del charrismo impuesto por Salgado Guzmán y a grupos
empresistas como el de Rosina Salinas —quien contaba con el apoyo de la
diputada Concepción Rivera, representante del Congreso del Trabajo—. Con este
movimiento estratégico, el líder sindical pasó a formar parte de la amplia y
compleja telaraña de maniobras que, desde el inicio del sexenio de Echeverría
en 1970, operadores políticos presidenciales tejían a fin de controlar a todos
los obreros del país.
Los siguientes cuatro años
fueron tortuosos para Paco, Pancho. Aun así, en un camino empedrado
y cuesta arriba, porque se había ido su protector Echeverría —cuyo sexenio
terminó el 30 de noviembre de 1976—, maniobró para que la III Convención
Nacional Democrática del sindicato telefonista aprobara una sugerente propuesta
del Departamento de Programación y Recepción de Equipo: “Por esta única vez y sin que cause precedente”, el secretario
general podría participar como candidato para dirigir al STRM por otros cuatro
años.
Hernández Juárez tomó
entonces tiempo para cortejar a algunos de sus adversarios, emprendió una
campaña de persecución contra otros, manipuló para que la empresa se
deshiciera, vía despido fulminante, de otros más; en fin, hizo lo imposible y
consiguió poderes especiales para manejar el sindicato y sentó las bases de un
esquema de permanencia indefinida en la Secretaría General, a través de un
cambio de estatutos que instauraron lo que originalmente no existía y contra lo
que luchaban los juaristas: la
reelección. Si nada se interpone en su camino, aquella cláusula especial —“por esta única vez”— sentó precedentes
porque, en abril de 2016, Pancho-Paco-Francisco
completará su novena reelección consecutiva y 40 años como dirigente sindical.
Apenas llegó a los 63 años de edad, pero, desde hace tiempo, Francisco
Hernández Juárez forma parte de la gerontocracia sindical mexicana. Desde sus
oficinas en la calle de Villalongín, en el Distrito Federal, ha visto pasar a
seis presidentes: José López Portillo, Miguel de la Madrid, Carlos Salinas,
Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón; siete si se toman en cuenta los
últimos siete meses de Echeverría, y ocho, con Enrique Peña Nieto.
La minidictadura, “por esta única vez”
Titubeante e inseguro por el repentino e inesperado ascenso, Pancho poco a poco se acogió a la sombra
de las frases pintorescas de Fidel —“llegamos
con la fuerza de las armas, y no nos van a sacar con los votos”, o “el que se mueve no sale en la foto”—.
Se unió a la veneración a un hombre que concibió la gerontocracia cetemista
como eterna, al grado que alguna vez llegó a creer que se le había pasado la
muerte. Agachó la cabeza cuando los secretarios del Trabajo se convirtieron en
modernos capataces de los obreros que redujeron el papel de los sindicatos a
meros organismos de la defensa del empleo.
El acercamiento entre
Velázquez y Juárez fue normal e inevitable; aquel hombre de 76 años de edad era
un almanaque y un compendio de la historia sindical del país a partir de la
segunda mitad de la década de 1920. Aceptó al naciente líder porque se lo
impuso Echeverría o, de plano, Pancho
le cayó bien, aunque al principio —entre 1976 y 1982— le tenía desconfianza
porque no acababa de amarrar todas las piezas del rompecabezas del sindicato
telefonista.
Tres meses después de
asumir el inesperado cargo y cuando el torbellino de la revuelta contra el
charrismo no se apagaba, Pancho tuvo
una serie de traspiés que pudieron ser fatales para él y para todo su
movimiento. No era que lo exhibieran sus indecisiones o algunos de los
opositores de la dirigencia anterior —quienes aún controlaban secciones
sindicales foráneas, como Guadalajara, Puebla y Monterrey—, sino lo errático de
sus posicionamientos.
Los recelos del viejo
Fidel tenían otras razones. La oposición interna, o los democráticos, como se les identificaba entre los telefonistas,
a través de Línea Democrática y otros
grupos que se inclinaban en forma abierta por el sindicalismo independiente,
presionaban al bisoño Paco para
romper cualquier tipo de alianza con el gobierno federal, renunciar
públicamente al PRI y a la CTM; y, lo más grave, desligarse del Congreso del
Trabajo, estas dos últimas organizaciones controladas por Fidel Velázquez. Ello
era el equivalente a un pecado mortal.
Todavía, todos los mexicanos nacían
católicos y priistas.
Los enjuiciamientos a
Hernández Juárez y su grupo —comandado por Lejarza y Marino— llegaban casi a
diario y por todos los flancos. Jesús Sosa Castro, responsable de la Comisión
Sindical del Partido Comunista Mexicano (PCM) —que había logrado conjuntar una
pequeña y muy aguerrida fuerza de telefonistas reagrupada en el Frente
Democrático de los Telefonistas—, acusó: “El
actual secretario general del STRM cree que la manera de consolidar sus
triunfos debe partir de estar bien con el gobierno. […] Considera que salvaguardar al sindicato de
las acechanzas del enemigo y consolidar la organización de telefonistas en sus
propósitos político-sindicales podrá lograrse en la medida en la que se establezcan
alianzas con el gobierno”.
Por si le hicieran falta
problemas, el 19 de noviembre de 1981 los departamentos de Centrales
Manutención Matriz y Centrales Automáticas Foráneas redefinieron y entraron en
una novedosa etapa de lucha a través de ausentismo colectivo. La protesta se
generalizó y justo la víspera de Navidad se reportó la segunda protesta, otro
ausentismo colectivo. El año siguiente fue un caos entre paros pequeñitos —de
45 minutos a tres horas— y el ausentismo colectivo programado. Lo mismo se
reportó en las instalaciones de San Antonio Abad, Vallejo o Zaragoza en la Sección,
Matriz Ciudad de México, que en Poza Rica, Veracruz; Oaxaca; Ciudad Guzmán,
Jalisco, y Monterrey, Nuevo León.
La generalización de los
problemas, sin embargo, no fue suficiente para derrotarlo en las elecciones
internas de 1980. Pancho, Paco-Francisco, quien a esas alturas era
ya un superhombre para la operadoras
de Telmex, encontró siempre la fórmula para caer de pie. Por ejemplo, aún no
terminaba de sentarse en la silla que antes fue de Salustio Salgado Guzmán
cuando tuvo la ocurrencia de proponer que se redujera de cuatro a dos años el
periodo de la dirigencia sindical. Sólo él sabe quién lo hizo cambiar de
opinión, pero casi de inmediato dio marcha atrás y él mismo tiró su propuesta.
Tampoco desatendió a
Fidel. Ya se descubriría que en aquellos días aciagos conocidos como la crisis
de marzo de 1982 —del 3 al 19, cuando incluso algunos contingentes lo
desconocieron, con todo y su Comité Ejecutivo Nacional, y tomaron el edificio
sindical—, Pancho se resguardó en las
oficinas del Congreso del Trabajo, controlado, hasta su muerte en 1997, por
Fidel Velázquez.
Lo inolvidable… que
nunca se olvidará
Poderoso uno, ambicioso el otro, la relación Velázquez-Juárez se consolidó. De la
mano de Fidel, los nuevos colegas, el gobierno y las autoridades del Trabajo
recibieron al joven audaz y ambicioso David que había derrotado, a pesar de la
mano negra, al charro Salustio Salgado Guzmán, a los embates de una parte del oficialismo,
de la empresa a través de Rosina y, por si fuera poco, había nulificado el “bipartidismo” interno y expulsado de
Telmex al ala izquierdista. Si bien no era una apuesta a ciegas, Pancho parecía dispuesto a arriesgarlo
todo para ganarlo todo.
En un abrir y cerrar de
ojos, Pancho se encontró bajo la
larga sombra protectora que proyectaba ese monstruo de colmillos tan largos
como retorcidos que conocía cada palmo de las entrañas del poder. La
interlocución de Fidel brindó a Pancho
y a sus telefonistas fortaleza para aguantar, a pie firme, los ataques que
salieron desde las oficinas de los presidentes José López Portillo y Miguel de
la Madrid, de 1977 a 1988.
Gracias a su dominio del
sistema político y al control que ejercía del movimiento obrero organizado, en
1985 Velázquez impuso su voluntad y llevó a Hernández Juárez a la
Vicepresidencia del Congreso del Trabajo. Dos años más tarde, en 1987, el líder
de los telefonistas llegó a la Presidencia de ese organismo, desde donde se dio
el lujo, nacido más de la inexperiencia, de enfrentarse con más de un
funcionario federal. Al secretario del Trabajo, por ejemplo, el durísimo
Arsenio Farell Cubillas, lo llamó mentiroso.
Pancho, Paco, Francisco no era más aquel jovencito
lustrador de calzado. Nadie tampoco recordaba los tiempos aquellos del “lidercito” de Telmex que aprovechaba
cada fiesta sindical, y vaya si eran famosas, para bailar, valga la palabra,
con todas las operadoras que con él querían bailar cuando era un héroe. Tampoco
tenía rastros del panadero que pudo ser, ni del aprendiz de mecánico y del
Departamento de Centrales Telefónicas Automáticas que llegó a la empresa a los
16 años de edad. Había cortado la melena estudiantil. Poco a poco la memoria
colectiva olvidó aquel viejo y destartalado Volkswagen que se le conocía y que,
consolidado en la dirigencia, cambió por un Corsar. Y sí, con todo y chofer.
Las lecciones de Fidel
fueron provechosas. Todavía hay quienes recuerdan el fastuoso arranque, en el
auditorio de la CTM, con todo y acarreados, de la Octava Convención Nacional,
el 19 de septiembre de 1983 —cuando madrugó a sus rivales y puso los cimientos
para la segunda reelección—, inaugurada por un invitado especial: el presidente
Miguel de la Madrid, un tecnócrata enemigo de los sindicatos, sin importar sus
etiquetas: independientes y oficialistas.
Más recordado —en el
pueblo dirían “de aquellas cosas
inolvidables que nunca se olvidarán”— sería el discurso que pronunció el 1
de octubre de 1984, a propósito de su segunda reelección —si se toma en cuenta
que la de 1976 que propició el derrocamiento de Charrustio Salgado Guzmán fue una elección limpia—: “Ésta es una magnífica oportunidad para
expresar un especial agradecimiento a una organización ejemplar y a un hombre
de distinguidas y trascendentes dimensiones sociales. Me refiero a la
Confederación de Trabajadores de México y a su secretario general, el compañero
Fidel Velázquez, que con su apoyo han fortalecido nuestras luchas. Hay
intereses que se beneficiarían si nosotros nos alejamos de la CTM y del
Congreso del Trabajo”.
La moda del nepotismo
Francisco Hernández Juárez es capaz de convencer a sus
críticos de que ya quiere retirarse y está listo para hacerlo, que no es un
cacique ni pertenece a la gerontocracia sindical mexicana. Su imagen, sin
embargo, queda maltrecha por la realidad. La disidente Corriente Nacional de
Telefonistas por la Democracia ha documentado cómo, bajo el liderazgo de Pancho, “el sindicato ha perdido 50 por ciento de su materia de trabajo, pues
la empresa la ha trasladado a empleados de confianza; compañías filiales y
Grupo Carso —Telcel, Cycsa, Sanborns, Imtsa, Telcorp, Comertel Argos,
Teckmarketing o Contelmex—; contratistas; proveedores como Alcatel, Ericsson,
Nec o Philips, y personal eventual sin contrato y sin prestaciones. Telmex,
arguyen, se desarrolla y crece, mientras el sindicato se reduce”.
Y para algunos de sus más
acérrimos críticos, como José Antonio Vital, de la Alianza de Trabajadores de
la Salud y Empleados Públicos, Hernández Juárez fracasó en dirigir a los
trabajadores organizados del país en los últimos 20 años. Igual que Fidel
Velázquez no pudo avanzar a un movimiento de representación nacional y se quedó
en un esquema de control hacia los trabajadores sin pensar en el país ni en los
intereses de la clase laboral, constituyendo un “nuevo feudo con los vicios que combatió”.
No se trata de ninguna
broma ni de palabras a la ligera. La imagen de sindicalista independiente de Pancho
se daña un poco más cuando se especifican algunos casos concretos. Ejemplos
sobran y asustan, como lo pone en contexto la disidencia. Si bien los términos
de la jubilación no han sufrido cambios desde la privatización, las condiciones
reales en que se jubilan los trabajadores significan, hoy, la reducción de los
ingresos a la mitad, porque, según la Cláusula 149 del Contrato Colectivo de
Trabajo, se concede con 30 años cumplidos de servicio, pero el monto de la
pensión jubilatoria contractual se calcula tomando como base al salario de
nómina, eliminando, en el cálculo final, los incentivos y prestaciones que
representan hasta 50 por ciento de los ingresos de un trabajador en activo.
El martes 3 de octubre de
2007, aprobada ya una reforma que garantizaría en 2008 otra reelección de Pancho, Paco, Francisco, una
nueva bomba estalló. Algunos jubilados que habían pertenecido al sindicato, así
como la Red Nacional Telefonista, que aglutinaba a poco más de 8 mil
trabajadores y tenía presencia en siete estados, entregaron a la prensa un
documento que mostraba un desconocido lado oscuro e, irónicamente, humano de Pancho: alcanzada la cumbre y la estabilidad en la dirigencia
sindical, jamás olvidó ni desamparó a su familia entera.
Nadie podría considerarlo
entre esos personajes que pueden separar su vida pública de la privada. La Red
y los jubilados entregaron una lista con nombres y apellidos de familiares de
Hernández Juárez que laboraban en o para el STRM. En otras palabras, aunque no
siempre se puede juzgar a un líder por su parentela, en 31 años había
consolidado el Comité Ejecutivo Nacional del sindicato como un negocio de
familia. El documento incluía hermanos, hijos, cuñados, sobrinos, yernos y
nueras en distintos puestos de la organización. Entre ellos destacaban sus
hermanas Ana María, como contralora en caja; Margarita, secretaria privada; y
Teresa, comisionada en la Coordinación General Comercial. Para esa época, los
comisionados nacionales, además de cobrar su sueldo íntegro, con todo y el bono
de productividad, más los dos salarios mínimos de ayuda estatutaria, obtenían
un viático que llegó a promediar 22 mil pesos mensuales, libres de polvo y paja.
Ni Pancho ni el Sindicato desmintieron la información. El documento
incluía a sus hermanos Jesús, Rafael y María Luisa. El primero, en la Comisión
Obrero Patronal, encargada de las negociaciones con las empresas Telmex, CTBR (Bienes
Raíces), Tecmarketing y Limsa.
El Teto Rafael, técnico en telecomunicaciones, asesor, responsable de
la agenda del STRM, y comisionado del Comité Ejecutivo Nacional con la más alta
categoría salarial. Y, finalmente, María Luisa, contralora de la Caja de Ahorro
de los Telefonistas, conocida sarcásticamente entre los trabajadores como BanJuárez.
En la genealogía de Juárez
involucrada con el sindicato fueron incluidos sus hijos Noé y Claudia Hernández
Castro. Con un sueldo de 50 mil pesos mensuales, Noé en el manejo del personal
del STRM, así como todas las concesiones de las máquinas de café y refrescos
pertenecientes al gremio a nivel nacional; además de prestar servicios en el
área de Oficialía Mayor. Por su parte, Claudia fue nombrada coordinadora del
Sistema de Información Sindical, desde donde se controlan los trámites de los
trabajadores, así como toda la información al interior de la organización.
Ejemplos abundan sobre
cómo se levantó un nuevo feudo con todos los vicios del pasado.
El precio de la
traición
A pesar de todo y contra todo, la mancuerna Fidel-Francisco o
Francisco-Fidel se mantuvo firme hasta que Pancho
se encontró providencialmente, a principios de 1988, con su segundo Echeverría
en la figura del cuestionado y vituperado Carlos Salinas de Gortari. Uno, el
líder sindical telefonista, ambicionaba más, mucho más. Al otro, más conocido
como el mandatario del fraude de julio de 1988, además de legitimación, le
urgían recursos para consolidar el régimen neoliberal impuesto por su
antecesor, Miguel de la Madrid.
No importa quién buscó a
quién. Como pasó con Fidel, el encuentro fue natural. Y sirvió para escribir
una pequeña novela de ambición, celos y poder que permitió a Salinas llevar un
proceso sin sobresaltos que culminó con la venta de Telmex, una empresa
paraestatal rentable, al empresario Carlos Slim, en 1990; mientras a Pancho le dio la oportunidad de
deshacerse —encaja bien la palabra traicionar— del viejo Fidel.
La medida salinista fue
audaz. Lleno de ambición, Pancho cayó
en las redes del poder. El oportunismo jamás le habría dejado rechazar un
llamado presidencial. Menos, de un priista “encantador”
como Salinas, quien llegó a Los Pinos y a Palacio Nacional con la espada
desenvainada. Al dirigente telefonista se le puede acusar de muchas cosas,
menos, así lo demuestra la historia, de torpeza. Tampoco le ha faltado suerte.
En esas condiciones y con
esos “atributos”, cuando el país
literalmente ardía en 1988 por las sospechas de fraude electoral, en septiembre
de ese año Pancho terminaría por
legitimar a Salinas, invitándolo como testigo de honor a la XII Convención
Nacional del STRM, en la que rendiría su informe anual de labores como
secretario general. El líder sindical consintió, apapachó y entregó su destino
político-sindical al candidato presidencial priista y se dio tiempo para decirles
a los telefonistas: “El proceso que se
definió el 6 de julio nos beneficia a todos. […] Podemos comprobar lo acertado de haber planeado, desde el inicio, que
lo más conveniente para los telefonistas era concertar con quien más
posibilidades tenía de llegar a la primera magistratura del país”.
Los encuentros Salinas-Pancho se hicieron tan frecuentes que se
convirtieron en una rutina. Desde el inicio de su administración, el 1 de
diciembre de 1988, Salinas tenía claro el papel que jugaría el sindicato de Telmex
para consolidar el neoliberalismo mexicano. Le eran familiares las formas para
ganarse la lealtad y hasta la sumisión de sus allegados. Mantuvo al líder
telefonista pegadito a él. Éste se rindió a los hechizos y aceptó gustoso el llamado meloso presidencial. Bastaba
que le dieran guías de la postura que debía adoptar. Pancho se había convertido en el más ferviente impulsor de la
privatización de Telmex. A su manera, dejó testimonios de esa cercanía,
recogidos algunos en 1995 por el periodista Rafael Rodríguez Castañeda en el
libro Operación Telmex, contacto en el poder.
En una visita a
Washington, Salinas le dijo a Enrique Iglesias, director del Banco
Interamericano de Desarrollo (BID): “Éste
es mi amigo Francisco Hernández Juárez, espero que puedan ayudarlo”. Y lo
ayudaron. Ya privatizado Telmex, los trabajadores telefonistas se quedaron con
un paquete de las acciones de la empresa por unos 324 millones 953 mil 222
dólares, que se liquidaron a través de un fideicomiso de Nacional Financiera
(Nafinsa) por 325 millones de dólares. Las acciones terminarían más tarde en
manos de Slim porque los trabajadores sindicalizados descubrieron muy pronto
que su dirigencia usaba el reparto de los beneficios como una forma de chantaje
y se hizo casi imposible que los recibieran quienes no colaboraban con la
empresa.
Palabras más, palabras
menos que recoge Rodríguez Castañeda, Hernández Juárez fue muy elocuente y
lengua suelta con algunos periodistas. Durante el último día de una gira de
trabajo en la que acompañó al presidente Salinas a Washington dijo: “Necesito ir a un centro comercial a comprar
unos pinches tenis porque Claudio X, González —el magnate— quiere que vaya a correr con él […] Y para comprarle cosas a mis hijas. Además,
en el avión [presidencial] me dieron
este fajote de dólares —eran billetes de 100— y mejor me los gasto, no vaya a ser que me los pidan al regreso”. Y
se los gastó, según se pudo constatar al día siguiente allí mismo en
Washington.
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