En la foto, la
proclamación en Estrasburgo de la República de los consejos o soviets de
Alsacia (9-22 de noviembre de 1918).
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Fuente: Regeneración
Libertaria
Red Latina sin fronteras
El marxismo que no nos
contaron
ADVERTENCIA PREVIA: La idea que tenemos del llamado «marxismo», entendido como el legado
teórico y activista de Karl Marx y Friedrich Engels, está marcada por todas
aquellas personas que se han llamado a sí mismas «marxistas», pero, sobre todo, por las más fuertes de ellas.
Aquellas personas que han dirigido grandes organizaciones e incluso estados
mientras se reclamaban marxistas han
condicionado mucho más la manera en que entendemos este concepto que quienes,
también reclamándose herederas de Marx y Engels, no han sabido, querido o
podido poner a su servicio policías, ministerios y demás. Entre estas últimas
destacan, a nuestro entender, una serie de figuras y grupos que no sólo no
conquistaron el Poder (con mayúsculas) en ninguna parte, sino que defendieron
un marxismo más o menos humanista que les supuso el rechazo del marxismo
autoritario de Lenin y demás.
De estas últimas nos vamos
a ocupar en esta serie de artículos en cuanto terminemos con una aclaración
necesaria. ¿Qué es marxismo, preguntas,
mientras clavas tu mirada en mi pupila…? No pretendemos entrar en farragosos
debates sobre esto. En primer lugar, porque el propio Marx dijo aquello de «Yo no soy marxista» y hay pocas cosas
más ridículas que ser más papista que el
Papa. En segundo lugar, porque si existen debates de ese tipo es porque
algo aportaron aquellos alemanes barbudos (tendemos a olvidarnos de Engels,
como una especie de mero soporte para
su socio), de modo que incluso las interpretaciones más diferentes tienen en
común algunos puntos: la consciencia de que existen clases distintas en casi
todas las sociedades, la de que existen intereses opuestos, concretamente,
entre quienes tienen su capacidad o fuerza de trabajo y quienes tienen los
medios con que aquellos pueden generar riqueza o la de que los explotadores
tienen un interés en que las cosas continúen así, mientras los trabajadores (se
paren a pensarlo o no), si utilizaran su fuerza numérica para parar el sistema
de clases y establecer otro sin ellas, saldrían beneficiados –como mínimo, en
términos de estabilidad económica y racionalización económico-política– y la de
que la historia no necesita de ningún destino, providencia o Dios: mientras no se demuestre lo
contrario, ocurre aquello que hacemos o permitimos que ocurra.
Advertencia ortográfica:
en esta serie de artículos hablaremos también de personas (sobre todo, rusas,
aunque no únicamente) cuyos nombres se escriben en otros alfabetos. Hay
diferentes convenciones a la hora de pasarlos al nuestro, nosotros hemos
decidido evitar anglicismos o galicismos y no poner kh pudiendo poner j ni recortar el diptongo [i + i breve] (muy
común en ruso) a i ni a y, sino iy, así que leeréis «Trotskiy»,
«Kerenskiy», etc.
Estábamos avisados.
La discusión, ya planteada desde fuera del marxismo antes de
la revolución rusa (y por la sección belga de la AIT, que nunca fue netamente
marxista ni proudhonista o bakuninista, ni libertaria ni autoritaria) se
reproduce entre las filas marxistas inmediatamente después del triunfo de la revolución de 1917.
Rosa Luxemburg y sus
compañeros del grupo Spartacus (Karl
Liebknecht, Clara Zetkin y Otto Rühle son los más conocidos) toman nota del
creciente poder del liderazgo bolchevique y, desde el respeto por la lucha que
este dirige contra las potencias extranjeras y las contrarrevolucionarias del
interior, señalan –estamos en 1918– cómo la gestión de la revolución no está
fortaleciendo a la clase trabajadora, sino a esa vanguardia dirigente. Puede
parecer una cuestión de detalles, pero la propia Rosa aclara, desde la cárcel,
que la ocasión que brinda la revolución es la de ofrecer a la clase un Poder
cada vez más transparente y del que puedan responsabilizarse cada vez más. La
práctica bolchevique irá en sentido contrario a esta necesidad de
empoderamiento proletario, pese a lo que daba a entender su discurso anterior.
Por «discurso anterior» nos referimos
a los siete meses previos a la revolución llamada de octubre (noviembre, en
nuestro calendario), en que tanto la publicación por Lenin de sus Tesis de abril como la consigna
principal de la fracción bolchevique del POSDR («¡Todo el poder a los soviets!») apelaban al poder proletario y
popular, en la línea más cercana al anarquismo jamás vista en el POSDR.
Existía una clara
contradicción entre la práctica leninista y su anterior crítica del blanquismo –recordemos que Louis-Auguste
Blanqui, como otros luchadores de su época, había sido un adalid de las
revoluciones lanzadas por una vanguardia minoritaria, pero con decisión e ideas
claras–. Se había criticado el blanquismo como un aventurerismo que, en lugar de hacer de los trabajadores un sujeto
histórico vencedor, les convertía en carne de cañón de una minoría
bienintencionada para con ellos. En la práctica, la política de Lenin parecía
ser exactamente esa línea blanquista
o algo parecido, con palabras más amables, fue lo escrito por Anton Pannekoek
–prestigioso astrónomo holandés y probablemente el mayor exponente del marxismo
de izquierda, sobre todo del germano-holandés– en su artículo de 1920 «El nuevo blanquismo». Aquí el concepto
marxista de «dictadura del proletariado»
ya está claramente en el centro de la polémica: las dirigentes bolcheviques (el
texto se dirige específicamente a Karl Radek, pero vale para todas, empezando
por Lenin), por haber sido capaz de movilizar a más personas trabajadoras que
nadie y de neutralizar casi sin resistencia al régimen burgués de Kerenskiy,
creen ser –con cierta lógica– la vanguardia
del proletariado ruso y creen, por extensión –con una lógica ya mucho más
retorcida– ser el proletariado a secas y poder tomar sus decisiones. Lo que en
el contexto de la guerra mundial y guerra civil podría ser un imperativo de
tomar rápidamente decisiones enormes se convierte en una práctica política
central en la política soviética y que durará tantos años como la URSS (más de
setenta). El retorno a la apatía de un número creciente de trabajadores, su
desmovilización y desencanto con las organizaciones surgidas de la revolución o
en torno a ella, viene a decir Pannekoek, muestra, al contrario, que el
liderazgo de esa vanguardia es cada vez menos el liderazgo de las bases y, por
lo tanto, del conjunto de la clase trabajadora.
Los dirigentes soviéticos
no eran ajenos a este debate y la mejor prueba es la réplica de Lenin en La enfermedad infantil del izquierdismo en
el comunismo, de 1920. El debate, claro, continúa, mientras en torno al
núcleo germano-holandés surgen el KAPD (Partido Comunista Obrero de Alemania) y
el KAPN, cuyo eco en Bulgaria sería el Partido de los Trabajadores Comunistas
de Bulgaria y del núcleo británico del periódico Workers’ Dreadnought, el CWP (Partido
de los Trabajadores Comunistas). No está de más decir que la líder prominente
de este grupo británico es Sylvia Pankhurst, conocida por su implicación en el
movimiento sufragista que no siguió los pasos conservadores de su madre
Emmeline o su hermana Christabel. Su hermana Adela, una de las fundadoras del
Partido Comunista de Australia, también sería rápidamente expulsada del partido
por sostener posiciones izquierdistas, pero ella no persistiría en ellas (al
contrario, volvería a la socialdemocracia y, en sus últimos años, giraría hacia
un nacionalismo australiano fascista). De hecho, el Workers’ Dreadnought era la
versión rebautizada del periódico antes llamado Women’s Dreadnought. Hermann
Gorter, otro destacado miembro del consejismo germano-holandés, miembro del
KAPD y amigo personal de Pannekoek, escribiría una Carta abierta al camarada
Lenin en respuesta a su diagnóstico que publicaría precisamente el Workers’
Dreadnought ya en 1921.
Las críticas de estos
grupos, por duras que sean, se hacen siempre desde el respeto e incluso la
simpatía hacia las organizaciones soviéticas, pero es cada vez mayor la
dificultad de posicionarse en un tema sin traicionar ni a estas ni a quienes,
al contrario, quieren hacer una revolución mejor. Acabarán por coordinarse en
una Internacional Comunista de los Trabajadores que durará pocos años, atrapada
entre la dificultad de crecer, el desgaste de sus grupos (también relacionado
con polémicas internas) y, en casos como el búlgaro, la represión.
Este intento de Cuarta
Internacional tendrá un eco sorprendentemente, escaso en un país como Italia,
que parecería propicio. Aquella tierra en cuyas ciudades industriales
florecieron las asambleas de fábrica e incluso incipientes soviets (1919-1920)
dará un PCI que se convertirá en un referente en el ámbito prosoviético, pero
cuyos consejistas estarán particularmente desorganizados. Amadeo Bordiga,
fundador del PCI, tardará años en decantarse en ese creciente dilema entre el
espíritu de la revolución rusa y las gestoras de ese espíritu, hasta excluirse
de su dirección (1924) y ser oficialmente excluido del partido, siendo
entretanto sobrepasado por el leninista Gramsci, que sigue siendo considerado
por muchos un leninista heterodoxo o incluso la figura de un equivalente
italiano de Lenin, más que la de un seguidor o discípulo. Otro fundador del PCI
convertido en heterodoxo y crítico del leninismo –quizá a su propio pesar– será
Bruno Rizzi, de quien nos ocuparemos más adelante.
Bolchevismo
antileninista (denominación de origen: la URSS).
La revolución llamada de octubre, ciertamente, fue una
iniciativa de la facción bolchevique del POSDR, pero dentro y fuera de las
filas bolcheviques y del partido se entendía que habían actuado como vanguardia
y que la revolución entendía estar al servicio de toda la clase trabajadora del
imperio ruso y aun del conjunto de la población en general. De la vanguardia al
conjunto hay mucha distancia, bien lo sabemos, y pronto se vio que, aunque el
levantamiento apenas había suscitado oposición violenta en el momento, existían
sectores contrarrevolucionarios y un grandísimo sector sin participación
política. Este sector, capaz de ver la revolución con actitudes muy distintas
(simpatía, indiferencia, rechazo), todas ellas básicamente pasivas, es un gran
ejemplo de cómo las mayorías silenciosas escriben la historia cediendo su
responsabilidad a minorías. La vanguardia bolchevique tendría que gestionar la
primera URSS condicionada por esa población ambigua, la oposición interior de
sectores contrarrevolucionarios –puramente zaristas, simples conservadores o
bien nacionalistas antirrusos de distinas partes del imperio–, la oposición
exterior (de la triple alianza germano-otomano-austrohúngara hasta el tratado
de Brest-Litovsk y luego, de la entente franco-británica apoyada por Polonia,
EEUU, etc.) y los cambios tácticos de sectores revolucionarios no bolcheviques,
como los mencheviques, los social-revolucionarios (también llamados eseristas)
o los anarquistas.
Esto, dentro de la propia
facción bolchevique llevaría a un sector a posicionarse contra Lenin y sus
apoyos, no sólo por sus políticas, sino por la forma dirigista de llevarlas a
cabo. Fue el caso, por un lado, de los llamados «centralistas democráticos», o «decistas»
(«leninistas contra Lenin», dirán
algunas más tarde, como V. Smirnov, T. Sapronov o V. Obolenskiy-Osinskiy), por
poner el énfasis en este principio, frente al liderazgo de personas como Lenin
o a la liquidación de la iniciativa local en nombre del seguidismo con las
propuestas del gobierno de Moscú. Por el otro, fue también el caso de la
Oposición Obrera, de la que formarían parte en 1920-1922 activistas destacadas
como Alexandra Kollontai, Sergei Medvedev y, sobre todo, Alexandr Shliapnikov.
Este, obrero, veterano del POSDR y bolchevique de la primera hora, se encontró
defendiendo en minoría, desde finales de 1919, un mayor poder para los
sindicatos («Tesis de la Oposición
Obrera», texto firmado por una treintena de cuadros medios) y una mayor
presencia de trabajadores en la dirección del partido, frente a la hegemonía de
los intelectuales; igual que se encontraría en minoría en los IX y X congresos
del partido (marzo de 1920 y de 1921, respectivamente). No obstante, sus tesis
fueron publicadas en el diario oficialista Pravda de cara a este último y
agitaron el debate interno en el partido.
Si estas corrientes se
vieron sometidas a una hostilidad que se convertiría luego en persecución, aún
peor fue en el caso del Grupo Obrero. Aglutinado a comienzos de 1923 en torno a
N. V. Kuznetsov, P. B. Moiseiev y, sobre todo, Gavril Miasnikov, su historia
tiene mucho que ver con la trayectoria de este. Veterano y exaltado
revolucionario, menos prominente que los líderes decistas o los de la Oposición
Obrera, tanto por falta de un cargo similar a los de sus líderes como por su
base provinciana (en los montes Urales), Miasnikov no quiso criticar a Lenin y
cía. en el IX congreso, en el que participó, pero acabó haciéndolo al volver a
su tierra.
No quiso alinearse con la
Oposición Obrera, considerando que los sindicatos no habían superado sus
tendencias negativas (economicismo, reformismo) y que lo necesario no era un
mayor poder de los sindicatos, sino una reapropiación de los soviets por las
bases, incluido el campesinado, respecto del cual la Oposición desconfiaba
mucho. Quizá como castigo había sido destinado a Petrogrado –actual San
Petersburgo–, donde acabaría hartándose del arribismo que percibía en el
partido y la apatía entre la población (estamos hablando de 1920), como hizo
saber al líder local (Zinoviev). Amenazado con la expulsión del partido, esto
no hizo más que acentuar su defensa de la libertad de expresión, tema que daría
de qué hablar en la polémica que mantendría con el propio Lenin (verano de
1921).
Entretanto, en marzo de
1921 había estallado la rebelión de Kronstadt y el joven régimen, incluida su
oposición, se vieron sometidos al dilema de cómo posicionarse. El orgullo de
las revoluciones de 1905 y 1917, los marinos de la base naval de Kronstadt
(véase la foto), no eran pese a todo muy representativos de aquella revolución
vanguardista: generalmente de origen campesino, estaban muy politizados y en
muchos casos eran estonios, letones o finlandeses, además de que una parte
estaban allí en calidad de forzados por haber desbordado al Estado por la
izquierda (majnovistas ucranianos, eseristas de izquierda, etc.). Su programa
de protesta, no lo olvidemos, reclamaba la uniformidad de las raciones de
comida de toda la población (recientemente reducida, cosa que no perjudicaba
tanto a los marinos de Kronstadt como a otros sectores), la libre producción de
aquellos campesinos y artesanos que no tenían trabajadores asalariados y otras
medidas de carácter más político: libre expresión para trabajadores y
revolucionarios, fin de la fiscalización política del partido sobre la tropa,
el fin de la propaganda política del Estado, etc.
La vecina Petrogrado
estaba viviendo la agitación de sucesivas huelgas y aquel levantamiento,
condicionado precisamente por el rumor de que la represión de aquellas huelgas
había sido más grave de lo que fue, no ayudaba. El paso de los marinos de
presionar al partido a hacer prisioneros a aquellos que eran más fieles al
partido que a sus compañeros convertiría el pulso en una insurrección; los
líderes irían más allá de lo votado por la aplastante mayoría y esta no
intentaría evitarlo, los anarquistas soviéticos intentaron mediar entre ambas
partes, sin conseguir siquiera que los insurrectos confiaran en ellos.
Como a menudo ocurre en
política, la apuesta fue a doble o nada: la rebelión de Kronstadt, sin casi
apoyo de la población obrera, aislada por su posición geográfica y aislada
políticamente por la falta de movilización organizada fuera del partido y por
el rechazo de todo este, incluidas las decistas y la Oposición Obrera,
recuperada para colmo por la propaganda contrarrevolucionaria, no facilitó una
rebelión en Petrogrado que ampliara la revolución, así que la falta de reacción
en esta ciudad facilitó la represión de Kronstadt, aislada del resto de la
Unión, cosa que a su vez contribuyó a apagar las movilizaciones en Petrogrado.
Aplastada Kronstadt,
pacificada Petrogrado, la oposición organizada se iría apagando y la espontánea
nunca llegaría a ninguna parte. A principios de 1922, Miasnikov sería apoyado
en su derecho a la libre expresión por la Oposición Obrera en la «Carta de los veintidós» a la Komintern,
pero dicha carta sería desautorizada, por recomendación de Clara Zetkin, Marcel
Cachin y Vasil Koralov, como un «arma en
contra del partido y de la dictadura del proletariado». Obviamente, no se
trataba de otra cosa más que de la vieja concepción castrense, jacobina,
anterior a Blanqui, de la revolución como obra de una vanguardia, minoritaria
pero más ilustrada que el resto de la sociedad. Faltos de base social, los
distintos grupos irían desapareciendo según la presión política en el partido y
la presión represiva por lo demás neutralizaban a sus líderes, igual que la
propia URSS desaparecería décadas después, demolida desde dentro. Así, a partir
de 1922-1923, las decistas se unirían al polo trotskista (primero Oposición de
Izquierda, luego Oposición Unida, etc.), políticamente confuso, la Oposición
Obrera se desactivaría y el Grupo Obrero, que precisamente en esta época se
configuraba como tal, sería exitosamente aniquilado en la cuna con la
persecución de Miasnikov: exilio, cárcel, confinamiento…
Con la gran purga
stalinista, no sólo sería asesinado Trotski en su exilio mexicano (1940), sino
que los pelotones de fusilamiento darían buena cuenta ya antes, sobre todo en
1936-37, de los demás verdugos de Kronstadt (Zinoviev, Kamenev, Tujachevskiy),
de la majnovshina y demás, igual que darían cuenta de las opositoras que
persistían (todas, salvo Kollontai, que se había reciclado exitosamente como
diplomática): Smirnov, Sapronov, Obolenskiy-Osinskiy, Shliapnikov, Medvedev…
La posibilidad de un marxismo
soviético fuera del «ordeno y mando»
quedaba liquidada y la URSS seguiría cavando su propia tumba mientras sus
dirigentes seguían maquinando unas contra otras (el mejor ejemplo sería la
ejecución de Lavrentiy Beriia, tecnócrata represivo y mano derecha de Stalin,
poco después de la muerte de este en 1953 y del llamado «juicio de Praga» o «caso
Slánský»).
Si el triunfo de la
revolución rusa había atraído y canalizado a distintos grupos y organizaciones,
incluso a algunos que no simpatizaban con el marxismo por tener tendencias más
libertarias, el malestar con la deriva soviética no será tan capaz de
organizarse en un movimiento. Pese a ello, se irá conformando un sector
marxista crítico a veces más distinguible de los sectores trotskistas (sobre
todo al principio) y a veces menos.
En Francia, el
ruso-francés Boris Souvarine o Suvarin (Boris Lifschitz, en realidad),
dirigente de la Sección Francesa de la Internacional Comunista, luego PCF, se
irá enfrentando al lobby del Kremlin en los años 1923-1925, hasta ser expulsado
del partido. Lenin sigue siendo prácticamente incuestionable, casi sagrado, y
desde el Círculo Comunista Marx y Lenin, Suvarin escribe contra lo que él llama
«el leninismo de 1924», que considera
una «caricatura [del comunismo]» y
llega a hablar de la burocracia como clase explotadora en 1925 (lo comentaría
Trotskiy, sin estar de acuerdo, claro, en defensa del marxismo). Entre quienes
siguen en el PCF, 1925 sería quizá el año clave en este conflicto, llegándose a
publicar el «Llamamiento de los 250»,
donde más de doscientos cincuenta militantes y cuadros del partido criticaban
la línea impuesta por la dirección: reuniones largas, ineficaces y mal
dinamizadas (¿no nos suena?), falta de formación a las militantes,
estructuración territorial ineficaz, torpeza estratégica y triunfalismo, y
censura para acallar el fracaso de esas torpezas estratégicas; en el origen de
todo esto, el hiperliderazgo de la dirección y la falta de implicación de las
bases. Media decena de ellas confluirán en torno a la revista, aún existente,
La Révolution prolétarienne (1925-1939 y desde 1947 en adelante) con Suvarin y
todo tipo de antistalinistas que se consideran comunistas de una u otra manera:
Albert Camus, Jean Maitron, Victor Serge, Daniel Guérin, Simone Weil y, por
supuesto, Pierre Monatte, militante sindical y alma de la publicación.
Suvarin acabará alejándose
más políticamente, pero durante años militará con figuras como Lucien Laurat
(Otto Maschl, en realidad), Georges Bataille o, de nuevo, Simone Weil en torno
a la publicación La critique sociale (1931-34).
Este tipo de posiciones,
no obstante, estarán más patentes en el mundo de las ideas que en el activismo,
de modo que, en la práctica, este marxismo humanista será totalmente eclipsado
por el de la Komintern, además de convivir mal que bien con el leninismo
trotskista. Existe toda una corriente informal en este sentido, pero quedará
como algo más bien testimonial. Hablaríamos, además de los citados, de los
investigadores y profesores de la Escuela de Frankfurt (Theodor W. Adorno, Max
Horkheimer, Herbert Marcuse, Erich Fromm), del grupo surrealista de París
(principalmente, André Breton y, sobre todo, Benjamin Péret) y de uno de los
principales nexos entre ambos, Walter Benjamin, personaje atípico que, por
ejemplo, en 1929 defendía en una carta a las surrealistas que «el componente anarquista» de la acción
revolucionaria era necesario sin por ello sacrificar la «preparación metódica y disciplinada de la revolución a una praxis que
oscila entre el ejercicio y la fiesta».
En este contexto
prebélico, la Francia de 1939 ve la publicación de dos libros de lo más
interesante, ambos publicados por exiliados: Au pays du mensonge déconcertant («En el país de la mentira desconcertante») y La bureaucratisation du monde («La
burocratización del mundo»). El autor del primero es Ante (a veces llamado
Anton) Ciliga, croata, uno de los fundadores del Partido Comunista de Yugoslavia
y antiguo secretario para los Balcanes de la Komintern, que, después de
enfrentarse al liderazgo del PCUS, se vio perseguido, encerrado en el «aislador» (prisión para disidentes, de
régimen laxo, en medio de la estepa rusa) de Verjné-Uralsk y enviado luego al
gulag. El del otro es Bruno Rizzi, uno de los miembros del Partido Socialista
de Italia que se apartó para crear el PCI, también enfrentado a la dirección
stalinista de la Komintern y de su antiguo partido. Se trata de trayectorias
paralelas también porque ambos se acercaron al trotkismo asqueados por los
excesos del stalinismo, para acabar descubriendo la semilla de esos excesos en
el propio leninismo.
Ciliga lo cuenta desde la
experiencia personal (capítulo IX de su libro), como una terrible decepción que
le sobrevino en Verjné-Uralsk al intentar distinguir el legado político de
Stalin del de Lenin. Al mismo tiempo, fue sujeto y testigo de intensos debates
en el seno de la Komintern y luego en Verjné-Ouralsk, donde, más que
anarquistas, la mayoría de las personas internas eran decistas o trotskistas
(también estaba Serguei Tiyunov, simpatizante o miembro del Grupo Obrero).
Cuenta cómo las decistas defendían el leninismo de El estado y la revolución
contra las decisiones tomadas bajo el liderazgo del propio Lenin y cómo tanto
ellas como las trotskistas, más enfrentadas al liderazgo soviético por
cuestiones de formas, confianza y credibilidad que por una línea política clara
–la del PCUS daba giros–, acababan desorientadas intentando encajar cada movimiento
y cambio de coyuntura en las mismas categorías de análisis, encontrándose con
debates o rendiciones por parte de trostkistas de centro, derecha o izquierdas,
decistas,… Cómo, cuanto más se interesaba por los conflictos que hemos contado
en el texto anterior y los posicionamientos de Lenin –ante el ascenso de la
burocracia, Ulianov no recomendó, en uno de sus últimos artículos, buscar la
participación popular, sino crear un departamento de especialistas en desburocratización
(¡!)–, más veía en él al máximo responsable de la burocratización y su carácter
de emergencia de una nueva sociedad de clases.
Rizzi, en una línea más
cientificista y desapasionada, intenta hacer un retrato de la sociedad
soviética y no puede menos que constatar que existe una clase dirigente, a cuyo
servicio están el Estado como aparato represivo y la ideología dominante, y una
clase dirigida y mayoritaria que, salvo excepciones, no aspira a socializar
nada. El italiano lo engloba en un fenómeno histórico e internacional de ascensión
de la burocracia como nueva clase hegemónica y, en ese sentido, lo relaciona
con el nazismo, el fascismo o el New Deal estadounidense. Curiosamente, Ciliga
cita a un preso decista, Volodia Smirnov, diciendo prácticamente lo mismo, cosa
que le valdría ser expulsado del núcleo de presos decistas.
Bruno Rizzi estaba aislado
de su propio partido, pero se puso en contacto con el movimiento trotskista y
captó la atención del propio Trotskiy, que lo rechazó como «ultraizquierdista», pero no quedó indiferente. De hecho, el
trotskista estadounidense James Burnham, probablemente al corriente del debate
entre Trotskiy y Rizzi, abandona en 1940 su organización (el WP o Partido de
los Trabajadores) abjurando del marxismo y publica en 1941 La revolución de los técnicos, también traducida como La revolución gerencial, La revolución de los gerentes o La revolución de los directores, que
retoma las ideas fundamentales de La
burocratización del mundo, sin citarlo en ningún momento. Se sabe que
George Orwell leyó a Burnham y rebatió varias de sus posiciones y no se sabe
que hiciera lo propio con Rizzi o Ciliga, pese a lo cual es difícil leer sus
respectivas obras sin pensar en 1984
y en Rebelión en la granja.
En 1940, Trotskiy es
asesinado, el stalinismo ya ha hecho sus peores estragos en España y en la URSS
y la segunda guerra mundial se encargará de reorganizar el mundo en dos polos:
liberalismo estadounidense o leninismo soviético.
La tercera vía en el
nuevo orden mundial
La visibilización de un imperialismo soviético en su área de
influencia, la emergencia de nuevos regímenes leninistas a consecuencia de él y
de la lucha de los partidos de la Komintern en 1941-45, el progreso de la
industrialización internacional, pese a todo, las tensiones coloniales y
postcoloniales (raciales)… casi todo animaba a nuevos análisis. El trotskismo
se va quedando progresivamente pequeño y, así, se separan de él autores como el
sinólogo húngaro-francés István (o Étienne) Balázs, que publica en 1947 Qui succédera au capitalisme? o figuras
como Cornelius Castoriadis o Claude Lefort, en torno a los cuales surge en
Francia la revista Socialismo o barbarie,
que aglutinará este nuevo marxismo humanista.
Entre medias (1946),
Pannekoek publica Los consejos obreros,
posiblemente la obra más contundente, pese a su brevedad, en cuanto a marxismo
no dirigista. El astrónomo defiende las asambleas de trabajadores coordinadas
en consejos o soviets como poder proletario emergente opuesto al Estado burgués
y su capacidad para generalizarse hasta abarcar toda la sociedad (un poder que
se vuelve absoluto, una dictadura, pero dictadura que, al completarse, hace
desaparecer al estado), de modo que la dictadura del proletariado no es una
dictadura transitoria de una camarilla que aspira al comunismo, sino una condición
que aboliría la sociedad de clases al organizar a toda la clase trabajadora y
obligar a la burguesía a integrarse como personas y desaparecer como clase o
intentar una guerra en vano.
A la vez, la Internacional
Trotskista o IV Internacional, ya sin su principal líder y con cada vez menos
que perder, se permite, ya bajo el liderazgo de personas como Natalia
Sedova-Trotskiy, girar a la izquierda y acercarse a este tipo de posiciones. La
invasión de Hungría (1956), como después la de Checoslovaquia (1968), no harán
más que reafirmar, cada vez más a la desesperada, esta necesidad de un
comunismo humanista y, en última instancia, libertario: el profesor francés
Henri Lefebvre (coautor en 1958 de El
romanticismo revolucionario) influye a, y confluye con, la constelación de
grupos (COBRA, Internacional Letrista) de donde saldrá la Internacional
Situacionista; exiliados españoles vinculados al POUM como Pelai Pagès (Víctor
Alba), Albert Masó (Vega) o el mexicano-español Manuel Fernández-Grandizo
Martínez (Grandizo Munis) consiguen mantener el debate en esta difusa corriente
internacional y la agitación intelectual llegará a concretarse en proyectos
como el fugaz Fomento Obrero Revolucionario (Munis y Péret, entre otras) y su
boletín Alarma o la llamada Tendencia Johnson-Forest en EEUU. Esta última, en
torno a C. L. R. James (J. R. Johnson) y Raya Dunayevskaya (Freddie Forest),
antes vinculadas a la corriente de James Burnham y Max Schachtman, publica Correspondence y News and Letters («Noticias y cartas»).
También entre
estadounidenses, británicos, sudafricanos –a menudo, exiliados– y alemanes del
oeste se configura una corriente donde conviven promiscuamente consejistas,
socialdemócratas de izquierda, trotskistas (Murray Bookchin, en aquel entonces)
y otros buscadores de esa tercera vía en el llamado MDC Movement for a Democracy of Content (Movimiento para una Democracia de/con Contenido), que tiene sus
publicaciones en inglés y en alemán, Contemporary
Issues y Dinge der Zeit,
respectivamente. Esta corriente, de todos modos, tendrá puntos débiles como
tender a evitar elementos de análisis típicamente marxistas como la lucha de
clases, pero también aspectos notables en su época como haber logrado
participar en, y alimentar, campañas como el boicot a los autobuses de
Alexandra (Sudáfrica) en 1957 o preparar debates como el del consumismo y la
escasez por venir.
Una nueva generación y nuevas latitudes
Hemos mencionado las luchas coloniales y postcoloniales y encontramos algún ejemplo en la guerra de Argelia (1954-62). Daniel Guérin, a quien ya hemos mencionado, y que ya había sido un valedor del papel que podía jugar la minoría afrodescendiente en EEUU, está entre quienes apoyan la causa independentista argelina. Esta, pese a estar dominada por una formación profundamente jacobina como era el Frente de Liberación Nacional, quizá por plantearse como una estructura más independentista que leninista, se muestra más abierta a la autogestión obrera en las fábricas y da varias figuras heterodoxas: el ala izquierda estrictamente argelina y el tunecino Al-‘Afif Al-Ajdar. Es en esta época cuando Guérin se va convenciendo del poder de la autogestión y el poder colectivo que le llevará a hablar abiertamente de marxismo libertario (Pour un marxisme libertaire, 1969) y a reivindicar a los referentes clásicos del anarquismo (Ni dios, ni amo, traducido en 1977). Y es también cuando se configura un ala izquierda del nuevo estado argelino y sus organizaciones de masas en torno, sobre todo, a Hocine Zahouane, sindicalista muy partidario de la autogestión frente a la burocracia estatal, Mohammed Harbi y Bashir Hadj Ali. Este núcleo, en la etapa 1962-65, tenía voz, presencia y hasta algún cargo públicos en el nuevo régimen y contacto directo con el jefe de estado Ahmed Ben Bella –cosa que les valdría alguna burla de la Internacional Situacionista, al compararlo con su capacidad de extender la autogestión y no sólo «cantar» sobre ella–, pero todo eso se acabaría con el golpe de Boumédiène en 1965. A partir de ahí, el pequeñísimo sector autogestionado de la economía sería estatalizado junto con gran parte del privado y la izquierda argelina pasaría de librar un pulso con el ejército a ser abiertamente perseguida, detenciones y torturas incluidas. Pese a intentar luchar mediante una Organización de Resistencia Popular, serán barridos por la represión y el exilio consecuente.
El internacionalista Al-Ajdar es aún más interesante puesto que, después de participar en el FLN argelino y en el aparato de formación del Frente Democrático para la Liberación de Palestina (a principios de la década de 1970), reaparece en el convulso Beirut de 1975-1990 en la organización de asambleas y consejos populares y como autor del libro Sultat al-majalis («El poder de los consejos»). Autor de una nueva traducción del Manifiesto Comunista, Al-Ajdar fue, que sepamos, el principal exponente del consejismo en el mundo árabe antes de pasarse, en la vejez, a un vago laicismo que le llevaría a hacer frente común con el régimen de Ben Alí y las potencias occidentales.
Sin ir a coordenadas tan lejanas, en el País Vasco se da un fenómeno peculiar. Un grupo de jóvenes universitarios cercanos al Partido Nacionalista Vasco y, sobre todo a EGI, su organización juvenil, más familiarizados, por lo tanto, con el liberalismo ilustrado y el socialcristianismo que con el marxismo, defienden, contra la dictadura militar, la democracia política, contra los asimilacionismos español y francés, la democracia cultural y, contra la explotación capitalista y leninista, la democracia económica como tercera vía. Se trata del grupo que primero edita la revista Ekin («Acción») y en 1959 funda el movimiento Euskadi Ta Askatasuna o ETA. No está de más decir que, si bien la fascinación por Cuba, Argelia y Vietnam y sus respectivas evoluciones hace que algunos de sus líderes impriman a las primeras ETAs una clara influencia leninista (especialmente los hermanos Etxebarrieta), existe cierto contrapeso a causa de esos orígenes liberales y de la influencia de personajes como el anarcosindicalista Félix Likiniano (sin cargo formal, no obstante) y, sobre todo, con el asesoramiento formal del ideólogo Federico Krutwig, influyente en el decenio 1965-1975 y partidario de un marxismo heterodoxo.
Algunas de sus personas cercanas (Marc Légasse) o miembros (Mikel Orrantia, alias Tar, o el ex-dirigente Emilio López Adán, Beltza) acabarán reivindicando parcial o totalmente el anarquismo; en el caso de Orrantia, participará en la creación de la revista Askatasuna («Libertad», 1971-1980), que, en un difícil equilibrio anarcoindependentista, participará en la reconstrucción de la CNT (1976), de la que será expulsada tras apoyar la «alternativa táctica KAS» (1978).
En Yugoslavia, dentro del oficialista KPJ, será la generación que se unió para hacer la guerra contra el ocupante nazi o en la postguerra la que dará un grupo de intelectuales (Mihailo Marković, Rudi Supek, Milan Kangrga o Gajo Petrović) que, en contacto con los debates occidentales, cuestionará el leninismo desde dentro. Si bien se mantienen en la línea de su partido en la época inmediatamente posterior a la ruptura del titismo con la Komintern (1948), con la apertura posterior vendrán los problemas.
Ya antes de ese grupo, un personaje de mucho mayor peso institucional, Milovan Djilas, había afirmado que Yugoslavia era un estado totalitario con una burocracia minoritaria gobernante y una clase mayoritaria gobernada en su libro La nueva clase (1957). De forma menos conflictiva, el mencionado grupo de intelectuales empieza en 1964 una búsqueda de un marxismo sin hipotecas políticas, capaz de analizar sin necesidad de justificar o invalidar a nadie y en contacto con autores de otros países –especialmente digno de señalar es el ya mencionado Erich Fromm–. Pese a las tensiones que eso suscitaría con la dirigencia del partido, sacarán la revista Praxis, con prohibiciones puntuales, y la universidad de verano de Korčula hasta 1975 en que la publicación sería clausurada y se pondría fin a la actividad del grupo en el país. Praxis, como grupo, seguiría hablando a través de sus contactos en el extranjero y, de hecho, publicaría una nueva revista, Praxis International, de 1981 a 1991.
El mítico 1968 y, en general, la agitación de los países industrializados en esos años parece confirmar los análisis –por lo demás, poco conocidos– de tantos marxistas rebeldes: ni el estado del bienestar en occidente ni la eliminación de la burguesía en el oriente leninista bastan para acabar con la lucha de clases. Una nueva generación con pocos hábitos activistas y atomizada por una sociedad donde escasean las organizaciones de clase protagoniza un proceso muy capaz de crear situaciones (movilizaciones concretas, algaradas, atentados) con visibilidad mediática y de teorizarlas, pero muy poco capaz de transformar todo esto en estructuras estables, ya sean formales o informales.
Esta nueva generación escucha a las anteriores, pero no será en absoluto capaz de ir más allá de ellas, más bien al contrario. Con todo, dejará al menos toda una serie de grupos autónomos donde, bajo principios libertarios (acción directa, autogestión, asamblearismo) conviven activistas de formación anarquista con otros de formación marxista, unidas en torno a prácticas comunes, en lugar de enfrentarse por los debates de la AIT o por anticipar debates de un futuro que quizá no vivan para ver.
Los más conocidos de ellos son los grupos armados, por lo osado y mediático de sus acciones y el pulso (anti)represivo consecuente, si bien no son en absoluto los únicos ni son separables de las acciones no armadas. En Francia –cuya mezcolanza de activistas autóctonos con refugiados españoles ya hemos mencionado–, este espectro político dará tanto el grupo en torno a la librería La vieille taupe («El viejo topo») de Pierre Guillaume, Jacques Baynac y Gilles Dauvé (alias Jean Barrot) como el 1000 o MIL donde se unen, en torno a Oriol Solé Sugranyes –que viene del maoísmo– un grupo de Toulouse con formación anarquista y sed de acción (Vive la Commune!) y parte del incipiente movimiento autónomo barcelonés (¿Qué hacer?, Nuestra clase, Grupos Obreros Autónomos), de formación marxista por aplastante mayoría y, evidentemente, clandestino. En aquel momento en que las Comisiones Obreras son una propuesta y no una organización, mucho menos una organización vertical, estas personas aspiran a convertirlos en el equivalente de los soviets de la Rusia revolucionaria y es por ello que intentan una teorización desde la práctica que les lleva a traducir o retraducir a Pannekoek, Ciliga, Balázs y otras. Pese a ser más conocido por sus atracos, el MIL no se entiende sin esta corriente más orientada a la formación y la autoorganización (que recibe parte del botín de dichas expropiaciones, claro), como ocurrirá con aquel sector que intenta seguir con la agitación armada después de 1973: los GAC y la llamada OLlA (nombre de origen policial) en la región española, los GAI-GARI en la francesa.
Surgirán también en distintos países grupos que cambiarían rápidamente de nombre y otros más informales, sin nombre, generalmente en las décadas de 1970 y 1980. En el caso de Francia, de nuevo, nos encontramos con que el más conocido (Action Directe) lo fue por sus acciones armadas en 1979-1981 y 1982-1987, pero no es menos cierto que entre la amnistía de 1981 y su nuevo enfrentamiento abierto en 1982, la llamada rama parisina (Rouillan, Ménigon, Aubron, etc.) participó públicamente en el movimiento okupa, las luchas de los refugiados turcos, libaneses, etc.
No está clara la continuidad entre estos grupos de la diáspora hispano-francesa y los que actuaron a partir de 1977 en Barcelona, Madrid, Valencia o Valladolid, al calor de las luchas obreras, vecinales y estudiantiles, pero sí se ve la continuidad entre el independentismo revolucionario vasco y el movimiento autónomo que surge a su izquierda (sus expresiones más conocidas, que no únicas, serían LAIA-ez, el sector del partido LAIA que se negó a integrarse en la Koordinadora Abertzale Sozialista y los Comandos Autónomos Anticapitalistas), a veces respetado, a menudo despreciado o difamado desde aquel.
También surgieron grupos autónomos en Italia (en todo el llamado «movimentismo» convivían leninistas, consejistas, anarquistas, etc., a veces en los mismos grupos, a veces en grupos separados) y en la Europa germanohablante, donde el más conocido sería el alemán Movimiento 2 de Junio. No obstante, en ese difuso tronco movimentista también existieron al menos el grupo antifascista Spartakus en Austria y el colectivo Hydra en la suiza germanohablante, ansiosas de buscar alternativas a la integración en el sistema, la evasión mediante la intoxicación o el enfrentamiento bélico de la RAF y demás. Si bien no podemos hablar de un grupo con una orientación política clara, lo seguro es que algunos de los integrantes de estos grupos, también inspirados por la Comuna Libre de Contadour del escritor Jean Giono, emigrarían a la Provenza francesa, donde fundarían la comuna Longo Maï, que subsiste después de más de cuarenta años y ha dado lugar a una red cooperativa que llega a otros países.
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