Luis Salas Rodríguez
Fuente: Celag
América Latina en
movimiento
31/08/2016
Lo primero que hay que dejar claro es que el salario también
es un precio. Es el precio al cual se paga la mercancía “mano de obra” en el “mercado
de trabajo”. De tal suerte, el salario no es lo opuesto a un precio: es de
hecho un precio. Sin embargo, no es un precio entre otros. En primer lugar,
porque quienes vendemos nuestra fuerza de trabajo utilizamos el ingreso
salarial pagado para poder vivir, es decir, para pagar a su vez todas las cosas
que necesitamos y que son mercancía. Pero hay otras dos razones muy importantes
que le otorgan una consideración especial: la primera es que la mercancía
fuerza de trabajo es la única que, por regla general, se usa primero y se paga
después. Y la segunda es que salvo excepciones muy particulares, el precio al
cual se transa no depende de quien la vende, sino del comprador que la paga.
Por esto último, ocurre que los trabajadores tampoco podemos ajustarlo a
voluntad. En el mejor de los casos podemos exigir que nos paguen más, pero el
que eso pase depende de quien la compra, o sea, de nuestro patrón.
Debemos tener claro que en
toda sociedad capitalista los salarios justos son relativos. Es decir, desde un
punto de vista estricto, no existe un “salario
justo” en cuanto tal, pues un patrón siempre remunera menos de lo que el
trabajador produce. De lo contrario, no habría capitalismo, pues en la
diferencia entre lo que se paga por los salarios y lo que el trabajador produce
se haya la ganancia capitalista. O dicho de otra manera: si el patrón pagara al
trabajador exactamente lo que este le reporta en productividad, entonces no
sería un capitalista, pues no obtendría el excedente necesario para acumular
capital que es lo que define a todo capitalista. No hay que ser marxistas para
decir esto: cualquier gerente del IESA (Instituto de Estudios Superiores en
Administración) tiene claro esto. Así las cosas, el intercambio monetario
patrón–trabajador siempre será desigual en perjuicio del trabajador.
La única condición bajo la
cual se puede hablar en una sociedad capitalista –y la venezolana lo es todavía
en su versión mercachifle más primitiva- de un salario justo, es en base a uno
que le permita al trabajador adquirir los bienes y servicios elementales para
su subsistencia y ejercer sus derechos. Eso es exactamente lo que garantiza la
CRBV y lo que el Estado venezolano está obligado a hacer. Para ello, ha
desarrollado distintos mecanismos, siendo uno los aumentos salariales vía
decreto presidencial. La idea de este mecanismo es que el salario nominal se
ajuste a la variable inflacionaria de modo que el poder adquisitivo no se
rezague con respecto a los otros precios (recuerde que el salario también es un
precio). Por tanto, el Presidente, no solo está facultado para hacerlo, sino
que está obligado a hacerlo si pasa que los precios de todas las demás
mercancías suben de modo que dejan al salario atrás.
Pero el problema del poder
adquisitivo de los trabajadores es que no depende solo del monto nominal al
cual se fije el salario (el “cuánto”
en bolívares), sino del precio al cual se coloquen las demás cosas que dicho
salario va a comprar. Y lo que suele pasar acá es que esto no depende del
Estado ni del Ejecutivo en sentido estricto, sino sobre todo de los patronos en
cuanto vendedores de las mercancías. Es por este motivo que el Estado
venezolano –como otros en muchos momentos de la historia- ha establecido un
control de precios, del cual hay que decir que no es causa sino consecuencia de
la inflación, pues lo cierto es que su aplicación comenzó en 2003 tras los
ataques especulativos (incluyendo un golpe de Estado y un sabotaje petrolero)
que hicieron aumentar los índices inflacionarios hasta ese momento a la baja.
Volviendo al inicio,
cuando se da un proceso de ajuste de precios (lo que eufemísticamente los
economistas ortodoxos llaman ahora “sinceramiento”),
lo que ocurre es que los salarios se retrasan, pues, como dijimos, éstos no se
ajustan al mismo ritmo que los demás precios. Y eso es lo que ha venido pasando
en nuestro país con la profundización y prolongamiento de la guerra económica
hasta devenir en una puja distributiva de todos contra todos.
En efecto, de la inicial
guerra económica –que no cesa- hemos transitado a una puja distributiva entre
los diferentes agentes económicos, que pasa por la voluntad de apropiación de
mayores ingresos –o recuperación del ingreso previo perdido- por la vía de los
precios tanto de los productos y bienes como de los servicios, en una carrera
hiperespeculativa donde los grandes perdedores somos los trabajadores
asalariados con ingresos fijos. Sin embargo, la realidad es que cada vez más
son también más los comerciantes y empresarios que se ven afectados en esta
pelea, con especial incidencia en los pequeños y medianos.
Las pujas distributivas se
desatan en una sociedad luego de que la acción de desequilibrios reales dé
lugar a juegos de fuerzas que promueven cambios no neutrales en la distribución
de los ingresos a través de la variación de los precios, incluyendo el tipo de
cambio. Por lo general, estos desequilibrios devienen tras algún tipo de shock
externo (crisis mundial, caída del comercio internacional, etc.) o interno
(devaluación, aumento de precios claves –tarifas de servicios básicos-, caída
de la producción, etc.), en el entendido que tales choques pueden ser no
intencionales o bien intencionales. Como quiera que sea, lo cierto es que una
vez ocurrido el shock, suele pasar que los agentes económicos con mayor poder
de mercado (monopolios, oligopolios, roscas, etc.), información privilegiada
y/o concentrados en productos y servicios claves de difícil sustitución
(alimentos básicos, medicinas, productos de higiene, repuestos de vehículos,
etc.) utilizan los aumentos de precios como mecanismo para recomponer su
ingreso real. Esto naturalmente se hace a costa de los demás, bien contra otros
agentes dentro de la rama comercial, o bien contra los consumidores asalariados.
Si el impacto es inmediato y breve, lo más probable es que no se desate una ola
especulativa ni una puja distributiva, quedando un núcleo de ganadores en el
nuevo cuadro distributivo (por lo general los más grandes y concentrados). Sin
embargo, si el impacto se prolonga o se agrava con otros nuevos, y/o si los
trabajadores no son pasivos y reclaman recomponer el poder adquisitivo perdido,
entramos en una puja distributiva donde todos los agentes económicos, tanto
privados como públicos, buscan no perder en la puja a través del aumento de los
precios de los bienes y servicios que ofrecen (incluyendo el salario, fuente de
ingreso de los trabajadores).
Esto último es lo que está
pasando en la actualidad en Venezuela, particularmente tras el sucesivo impacto
de la manipulación del tipo de cambio paralelo que se traslada a los precios de
los bienes y servicios. De la misma manera, la caída del ingreso petrolero ha
jugado un papel importante por la subsiguiente caída de las importaciones, pero
también por las expectativas negativas que genera entre la población,
comerciantes y empresarios. Sin embargo, nunca puede dejarse de insistir en que
por más que sea cierto que la especulación también afecta a los empresarios y
comerciantes, también lo es que el impacto es mucho mayor en la mayoría
trabajadora asalariada cuyo ingreso y salario real (poder adquisitivo) no
dependen de sí misma. De hecho, la respuesta “natural” del comerciante especulador, es trasladar dicha
especulación al eslabón siguiente hasta que ésta estalla en manos de los
consumidores finales, un poco como en el juego de “la papa se quema”. Y esto lo puede hacer no solo aumentando el
precio –como ya se dijo- sino retardando la colocación de la mercancía
esperando mejores precios, lo cual, como sabemos, es la vía más expedita de
traducir dicha expectativa en realidad (escasez programada por acaparamiento y
ralentización de la producción). Los problemas con esta “solución” –que se convierte en un negocio en sí misma- es que
encuentra su límite cuando al masificarse la especulación, los salarios ya no
pueden y el consumo se contrae.[1]
Una vez llegados a este
punto, es decir, cuando la especulación se generaliza y se agrava con recesión,
los agentes económicos caen en un juego no-cooperativo donde cada cual busca “salvarse” sacándole al otro una tajada
para recomponer, mantener o aumentar el ingreso previo. Keynes tiene un
concepto que describe muy bien esta situación. Decía el británico que en
situaciones de crisis profundas se desatan los espíritus animales. Esto quiere decir que nuestras acciones ya no
son motivadas por juicios racionales con arreglo a beneficios, sino por un
ímpetu cuasi instintivo motivado por el miedo, la incertidumbre o la
desesperanza, que acaba impulsando acciones donde conspiramos contra nuestros
propios intereses. Esto es lo que explica el proceso de indexación automática
pero descontrolada de precios que se observa, en la medida en que al aumentar
uno todos los demás aumentan, ya no por razones contables sino por meras expectativas.
Y decimos “salvarse” pues al
aumentarse todos los precios al mismo tiempo casi nadie gana en realidad, pues
cada posible ganancia adicional es licuada por el aumento de los egresos en los
que hay que incurrir por los otros aumentos (o sea: el aumento es una ilusión
monetaria).[2]
Como en todo “sálvese quien pueda”
los únicos que ganan son los más grandes y fuertes, en este caso los monopolios
y oligopolios con mayor capacidad de aguante. La pequeña y mediana empresa por
lo general termina fulminada en esta etapa.
Al liberarse los espíritus animales, la incertidumbre
generalizada termina causando un cuadro que recuerda al famoso dilema del
prisionero de la teoría de juegos. Y es que al no confiar nadie en nadie, al no
tener certeza de la necesaria cooperación del otro para poder salir de la
situación y más bien tener que dicho otro actúa contra uno, cada quien opta por
la opción egoísta que termina causando el peor resultado para todos los
involucrados. Lo interesante de estas situaciones es que la opción más difícil
de tomar –confiar en el otro y cooperar- es la que termina asegurando el mejor
resultado. Pero para esto es necesario que alguien dé muestras de voluntad de
hacerlo, es decir, que haga exactamente lo contrario a lo que el instinto de
supervivencia le dicta a todos los demás. La ventaja que tenemos es que la
autoridad, que en el dilema de prisionero clásico es la menos interesada en la
cooperación de los involucrados, en el caso que nos ocupa ocurre todo lo
contrario: manifiesta estar de parte de la mayoría asalariada y tener toda la
voluntad de cooperar incluso con los productores y comerciantes que así lo
deseen. Justamente: en una situación de crisis, tal y como lo demuestra la
experiencia norteamericana de los años 30’, es imperativa la existencia de un
Estado fuerte interventor de parte de la mayoría social y decididamente
dispuesto a luchar contra la especulación. Es como un corte de cuenta o un
reseteo político-económico, que restablezca las reglas perdidas, recupere la
confianza entre las partes e imponga un equilibrio cooperativo, es decir, donde
nadie gane a costillas de los demás, que es lo que ocurre con los equilibrios
convencionales de mercado donde los únicos que se benefician son los
especuladores.
NOTAS
[1] Un ejemplo de ello es la siguiente cita
sacada de un informe de la firma Econométrica con recomendaciones para sus
clientes de 2012 titulado “En 2012, no
habrá mejor inversión que la compra de divisas”: “Econométrica recomienda a sus clientes postergar sus inversiones en
capital fijo (ampliaciones de planta, compra de maquinarias, equipos y
oficina) hasta el año 2013 en los casos
en que se posible y se tenga acceso a las divisas (cuando la postergación
de la inversión no le coloque en riesgo, en términos de una pérdida de
participación de mercado de su empresa que fortalezca a la competencia). Las razones básicas de la recomendación son
dos. La primera, porque durante los próximos doce meses no habrá una mejor
inversión que la compra de divisas (el tipo de cambio oficial y paralelo
aumentará más que la tasa nominal de rendimiento de capital). Y, la segunda, porque postergar la decisión
de invertir en capital fijo hasta 2013 o, al menos, hasta que se tenga
conocimiento de los resultados electorales (los del 07 de octubre), tiene sentido, desde el punto de vista de la
incertidumbre, la planificación de su negocio y anticipación de precios claves
como los de bienes raíces, el mercado bursátil en moneda nacional, etc.”
[2] Este es, por cierto, el peligro de los
ajuste de precios por la metodología de validación de “costos”, tras la cual se terminan validando precios especulativos
que aparecen efectivamente como costos en las estructuras contables de las
empresas, ayudando a profundizar, más que a detener, la espiral de precios.
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