por Juan Carlos Volnovich
Fuente: https://www.topia.com.ar/articulos/homenaje-110-trabajadores-salud-mental-desaparecidos
Red Latina sin fronteras
22 mayo, 2016
El 24 de marzo de 2016 la
revista Topía y el PEF (Psicólogos en Frente de los Graduados de psicología de
la UBA) realizaron un homenaje en el Parque de la Memoria a los 30.000
desaparecidos por la dictadura cívico-militar recordando a los 110 trabajadores
de la Salud Mental desaparecidos. Hablaron Enrique Carpintero, Juan Carlos
Volnovich, Nancy Caro Hollander y Héctor Freire.
Transcribimos
el texto leído por Juan Carlos Volnovich:
Estamos aquí reunidos para rendir homenaje a los trabajadores
de salud mental desaparecidos durante la última dictadura militar. Estamos aquí
reunidos para recordar; para recordar lo que no tiene nombre.
El recuerdo: “Una civilización que olvida su pasado está
condenada a revivirlo”. Sobre esta afirmación de George Santayana
(principios del Siglo XX) se construyó todo un universo de memorias destinadas
a innovar allí donde el olvido -o, mejor dicho, el ocultamiento- garantizaba la
repetición. Fue así que la Shoa se erigió en el edificio insoslayable,
destinataria privilegiada de todas las polémicas acerca de los usos del
recuerdo; y la memoria de la dictadura militar argentina, que puso en acción el
terrorismo de estado, se entronizó como referente ineludible de nuestro pasado.
La denuncia no se hizo
esperar; era evidente: el objetivo de la desaparición forzada como recurso
político no quedó reducido a las personas, ni siquiera al conjunto de la
sociedad, sino que consistió en aniquilar y hacer desaparecer la representación
misma. De modo tal que se imponía salir al cruce del silencio y contribuir a
poner en palabras algo de ese horror; vociferar el espanto para poder olvidarlo
después; se imponía defender la posibilidad de imaginar lo inimaginable aún a
sabiendas que toda representación de esa atrocidad iba a ser inadecuada e
incompleta. Se imponía “salvar” los
testimonios y las representaciones en su dimensión política porque en esa
acción se jugaba la resistencia última a quedar definitivamente arrasados
cumpliendo de manera sumisa y cómplice el objetivo último de la dictadura
militar: matar la muerte…; el objetivo último de la dictadura militar como
antes fue el objetivo último de los campos, el fin de “la solución final” que consistió en cometer un crimen sin resto y
sin memoria o, como diría Nancy, “en el
espectáculo del aniquilamiento de la representación misma”.
Decía que el objetivo de
la desaparición forzada como recurso político no quedó reducido a las personas,
ni siquiera al conjunto de la sociedad, sino que consistió en aniquilar y hacer
desaparecer la representación misma. Consistió en inocular el terror en el seno
de lo propio para que ese terror se trasladara de generación en generación de
modo tal que, aunque las causas desparecieran, sus efectos continuaran para garantizar
el sometimiento.
El terror, ese mismo
terror al que aludió León Rozitchner cuando intervino El Malestar en la
Cultura; el terror que le permitió a León acercar respuestas al interrogante
mayor que enfrenta al psicoanálisis: ¿cómo se explica que los obreros y los
sectores más postergados de la sociedad no se rebelen contra quienes los
someten; cómo se explica que los oprimidos voten a sus verdugos?
¿Cuáles son las trampas
tendidas en el seno de la propia subjetividad que nos llevan a convalidar aun
sin querer un sistema opresor injusto y desigual?
¿Cuál es y cómo funciona
esa dialéctica siniestra instalada dentro de nosotros que nos impide rebelarnos
contra aquello que nos despoja de los bienes materiales, de los bienes
simbólicos y de la vida misma?
¿Por qué los que menos
tienen son los que tienen menos posibilidades de oponerse a un sistema que los
excluye o los explota pero que no los reconoce?
¿Por qué aquellos que no
tienen nada que perder, más que sus cadenas, son los más sumisos y obedientes al
proyecto de exterminio?
¿Cómo rescatar el impulso
positivo del instinto de muerte volcándolo a los fines de la vida, coaligarlo
con ella, para destruir el obstáculo que se opone a su despliegue?
La desaparición forzada de
personas instaló el terror, y la indiscriminación de esa práctica estuvo al
servicio de generalizarlo. Nadie podía estar seguro: la represión podía recaer
sobre el líder de una organización “subversiva”
tanto como sobre el “inocente” cuyo
nombre aparecía en una agenda. Y los desaparecidos de entonces, los
desparecidos por un estado terrorista se continuaron hoy en día con los
despedidos por un estado democrático a sabiendas que la exclusión del mercado
laboral equivale a la desaparición social. En la actualidad, con los despidos
masivos en el Estado y con más de 30.000 despedidos por las empresas, nadie
está seguro de poder conservar su trabajo.
Decía que sobre esa
afirmación de Santayana –“Una
civilización que olvida su pasado está condenada a revivirlo”– se construyó
todo un universo de memorias destinadas a innovar allí donde el olvido
garantizaba la repetición. Pero el aforismo que hizo virtud del recuerdo, trajo
más el recuerdo del horror que el recuerdo del amor. Y así el mal, el mal
supremo, (Videla, para el caso) se ubicó como aspirante privilegiado para
ocupar el trono de la memoria. Y el olvido que nos amenazaba le cedió lugar a
una memoria sesgada y deformada que pasó, así, de ser memoria acusadora a ser
memoria acusada.
¡Tanto Videla! ¡Tanto
golpe militar! La interminable escritura de la desaparición forzada elevó los
sitios de detención y tortura al lugar de honor de eso que ha dado en llamarse
la victimología de modo tal que los malos de la historia pasaron a ser los que
quedaron mejor posicionados a la hora de aspirar a la inmortalidad. Y los
torturados y los masacrados, los exiliados y los veteranos de las guerras,
debieron resignarse a ocupar lugares subalternos en la escala jerárquica de la
historia.
Universos de memorias
acríticas; pasados indiferenciados que coagulan a los “dos demonios” –militares-Montoneros–; memoria hollywoodense de una
“historia oficial” buena para un
Oscar; memoria que borra la memoria… ese exceso de memoria que hoy nos invade
bien podría hacerle lugar –un merecido lugar– a las marcas de su imposibilidad
para evitar el destino que pudiera llevarla a no ser otra cosa que una figura
del olvido.
Memoria de las víctimas
que coinciden con la memoria de los victimarios. Cuando el 9 de Octubre de 1997
Adolfo Scilingo confesó haber participado de los “vuelos de la muerte”, dio una serie de informaciones que ya eran
patrimonio de los Organismos de Derechos Humanos. Martín Balza, por entonces
Jefe del Ejército, y Scilingo no dijeron nada nuevo; nada que no se supiera ya
y con más detalles. No obstante fue la primera vez que los represores
confirmaban la versión de las víctimas. El impacto en la opinión pública de las
confesiones de Scilingo y el informe de Balza, el efecto de “verdad” de esas confesiones, inspiró en
Fernando Ulloa un comentario antológico: “Así
que lo que era cierto…era cierto”.
No obstante, los
psicoanalistas sabemos muy bien que nada es cierto, que no hay verdades
absolutas y que una cosa es el horror y otra muy distinta el relato del horror.
Hay algo de inefable en el horror, algo de inaudito que supone el fracaso de
cualquier iniciativa destinada a decir la verdad sobre lo sucedido. De modo tal
que en el reino de las mentiras debemos situarnos; dominio de mentiras
pretenciosas que son pretenciosas por que intentan borrar el horror; porque se
construyen con la clara intención de ayudarnos a tolerar la insoportable
ausencia de palabras; la intolerable presencia de una verdad sin lenguaje. De
modo tal que son mentiras psicoanalíticas: mal que les pese algo de verdad
transmiten; igual que en los delirios donde un núcleo de verdad asoma en medio
de un montón de disparates.
Si la verdad nunca se
entrega del todo, nunca se obtiene plenamente; si la mentira siempre es una
mentira a medias y algo de la verdad del inconsciente revela, el par antitético
de la verdad no es la mentira. Para el psicoanálisis el par antitético de la verdad
y la mentira es el olvido. Y, por olvido, aludo a aquello que cae y queda preso
de la represión para hacerse visible solo como síntoma individual y social.
Hay algo de mentira cuando
se intenta culpabilizar de la catástrofe actual a la “herencia recibida”, pero hay algo de verdad cuando se culpabiliza
a la “herencia recibida”, porque la “herencia recibida” es también la
herencia que, como terror vigente, nos dejó la dictadura militar y la dictadura
económica que impuso el neoliberalismo.
Dije antes que sobre esa
afirmación de Santayana –“Una
civilización que olvida su pasado está condenada a revivirlo”– se construyó
todo un universo de memorias destinadas a innovar allí donde el olvido
garantizaba la repetición. Pero el aforismo que hizo virtud del recuerdo, trajo
más el recuerdo del horror que el recuerdo del amor. De modo tal que voy a
dedicar los minutos que me quedan para hablar sobre el recuerdo del amor.
Tengo muy presente la
lista de los 110 desparecidos. Algunos fueron mis amigos, otros apenas
compañeros o conocidos. Pancho Bellagamba, Rosita Mitnik, Juan Carlos Risau,
Alberto Pargeament, Beatriz Perosio, Marta Brea, fueron mis amigos. Con muchos
de ellos fundamos, antes del Golpe, la Coordinadora de Trabajadores de Salud
Mental; éramos jóvenes, estábamos llenos de buenas intenciones; éramos un
montón de muchachos y muchachas que soñábamos con un mundo mejor: nos
disponíamos a usar nuestra inteligencia, nuestro saber para ayudar a la salud
mental de los sectores más desprotegidos de la sociedad y pretendíamos,
también, acompañar a los movimientos revolucionarios y demostrar que podíamos
ser útiles en el camino para la liberación.
De modo tal que no solo
fueron 110 vidas truncadas sino que fue un proyecto que quedó arrasado.
La masa crítica del
psicoanálisis argentino que se forjó con los pioneros que enfrentaron a la
psiquiatría manicomial hegemónica en la década del 40; que se forjó en el
Servicio de Psicopatología del Policlínico de Lanús; con la psicoterapia de
grupo y el psicodrama cuando el psicoanálisis individual se postulaba como el
único legítimo; con el grupo Plataforma que partió en dos al psicoanálisis
mundial; a esa masa crítica, en ese linaje están inscriptos los 110
trabajadores de salud mental desaparecidos. Pero su desaparición no impidió que
otros trabajadores de salud mental, desafiando el terror de adentro y el terror
de afuera, continuaran esa luminosa resistencia que en plena dictadura militar
se plasmó en los equipos asistenciales de los ocho primeros Organismos de
Derechos Humanos: Madres de Plaza de Mayo, Familiares de Detenidos
Desaparecidos por Razones Políticas, Abuelas de Plaza de Mayo, Centro de
Estudios Legales y Sociales (CELS), Asamblea Permanente por los Derechos
Humanos (APDH), Liga Argentina por los Derechos del Hombre (LADH), Servicio de
Paz y Justicia (SERPAJ), Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos (MEDH).
Todos esos Organismos contaron con equipos asistenciales de salud mental.
El primero fue el Equipo
de Asistencia Psicológica de las Madres que comenzó allí por el 79. Y en el 82
se fundó el Movimiento Solidario de Salud Mental ligado a Familiares de
Detenidos-desaparecidos por Razones Políticas. De ahí en más, ese campo
asistencial y esa producción teórica no han cesado de crecer próximos a los
Organismos de Derechos Humanos y también en asociaciones y grupos que, de
alguna manera, se convirtieron en el mejor homenaje a los trabajadores de salud
mental desaparecidos.
Muchos de nosotros
acompañamos o protagonizamos esa historia, lo que quiere decir que hemos
aprendido a leer síntomas sociales y a aportar significados a silencios y
gritos. A pesar que nuestra historia abunda más en derrotas que en victorias,
la razón, la fuerza de justicia y la riqueza de sentido sobrevive en nuestra
lastimada conciencia de vencidos y no figura en la historia que los vencedores
de este capitalismo tardío escriben cada día para convertir el horror en hazaña
y la infamia en gloria.
Hemos sobrevivido al
terrorismo de Estado y al terrorismo económico y ahora, más que nunca, estamos
dispuestos a enfrentar al Poder y al saber totalitario, haremos lo imposible
por respetar las diferencias con el derecho asumido a ser intolerantes con los
intolerantes, y con la inclaudicable decisión de no renunciar a la unidad, a la
fuerza que da el conjunto.
No hemos llegado al “fin de la historia”. El imperialismo no
ha llegado al “fin de la historia” y,
por lo tanto, no hay victoria final. Tampoco derrotas pasadas porque, para
muchos de nosotros, vencer es solo eso: intentar una y otra vez lo que
deseamos. Y todo hace pensar que la catástrofe actual es ahora la huella por
donde arrancarán nuestros pasos para intentar, para desear, una vez más.
Seguramente los 110
trabajadores de salud mental desaparecidos no fueron mejores que quienes
continuaron manteniendo viva la llama de la esperanza. Seguramente quienes nos
reunimos hoy aquí no somos mejores psicoanalistas ni mejores psicólogos que los
demás. Tampoco nadie es, sospecho, demasiado diferente a la sociedad que lo
parió. El autoritarismo, la tendencia al individualismo, la ineficiencia, la
irresponsabilidad frente al sufrimiento de los demás, esos males que
caracterizan a los sectores dominantes interesados en justificar y perpetuar la
desigualdad y la injusticia, se reflejan también en nosotros. Los trabajadores
de salud mental que queremos el cambio –o que al menos nos negamos a ser
cómplices de este régimen de oprobio- no estamos vacunados contra la ideología
de la opresión. Quizás nuestra salud consista en saber que estamos enfermos, no
mucho menos enfermos que el Sistema que nos hizo y que quisiéramos ayudar a
deshacer. Quizás nuestra salud consista en confiar sin límite en el poder
instituyente que se dispara con indignación frente a este mundo desgraciado;
nuestra salud descansa en la convicción de que la Historia no perdonará nuestra
cobardía si, compartiendo el mismo interrogante sobre un mismo abismo, no
logramos hermanarnos.
Dice un proverbio español:
“lo
que por sabido se calla, por callado se olvida”.
Si hoy estamos aquí,
entonces, es para no callar, para no olvidar.
110
trabajadores de salud mental desaparecidos. ¡Presentes! Ahora y siempre
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