Colaboración
Por Alessandro Parente,
Gonzálo Guerrero
El Grillo
Project elgrillobus.wordpress.com
Alessandroparente.photoshelter.com
Agencia SubVersiones
27 marzo, 2016
En Tijuana la mayoría de las personas que viven en el famoso «bordo» o que buscan cruzar a Estados
Unidos, son deportadas. Se escuchan varias historias, algunas más difíciles que
otras. Sin embargo, en los 28 años de experiencia que tiene la casa del
migrante «Juan Bautista Scalabrini»,
en donde cada año alojan alrededor de 6,000 personas, hay algunas historias que
realmente se destacan de las demás.
El director de la casa es
el padre Patricio Murphy y según él, lo que cuenta Gonzalo Rodríguez es
extraordinario y aún más asombroso es el hecho de que él lo quiera contar.
La historia de Gonzalo
Rodríguez:
Gonzalo, mexicano de familia costarricense, tenía ocho
hermanos y entre estos uno era federal en México, a los 14 años se fue a
Estados Unidos sin papeles. Ahora tiene 38 años y siempre vivió allá. Su
familia siempre fue unida y le quedó cerca también cuando él, a los 18 años
declaró su homosexualidad. Según Gonzalo esto nunca fue un problema, hasta hizo
dos hijos, ya que siempre quiso ser padre. Las mujeres con las que los hizo
sabían de su homosexualidad y estaban de acuerdo, ellas, las dos, eran
bisexuales. Los hijos también sabían y se veían con él frecuentemente, aunque
vivían con sus mamás.
Su vida era feliz, a pesar
de todas las complicaciones. Un día, Gonzalo perdió su trabajo, era cocinero en
un centro de convenciones. Así que tuvo que buscar otro empleo rápidamente y en
internet encontró una agencia, mejor dicho un hombre que conseguía trabajo a la
gente. Era un hondureño, se llamaba Olbin pero se hacía llamar «La Víbora».
«La Víbora» era en realidad un coyote y traficante. Le
convenció a Gonzalo de que justo estaba buscando a gente para trabajar en un
restaurante chino. Fue así que Gonzalo entregó 500 dólares a «La Víbora» para tener este trabajo. El
restaurante chino de California ofrecía 3,000 dólares de sueldo más hospedaje y
comida. A él no le pareció verdad, así que viajó a Modesto, California, y
encontró a sus jefes en la estación del Greyhound. Le dieron un pequeño
departamento en el segundo piso de un edificio. Gonzalo hizo rápidamente
amistad con un chico de Guatemala, le llamaba «Chapín», los dos acababan de llegar. La primera semana de trabajo
todo parecía estar bien y para él la vida había vuelto a la normalidad. Pero
sólo después de esta semana se enteró de que algo muy feo le esperaba.
Los hicieron subir a un
camión, junto con otras 32 personas, hombres y mujeres, casi todos latinos
menos dos que venían de Nepal, los cuales hablaban bien el castellano. Cosa que
no se podía decir de los demás, sobre todo de las mujeres que sólo hablaban sus
idiomas indígenas. Manejando el camión estaba un asiático que hablaba muy mal
el inglés, luego había otros que solo platicaban en chino. Este hombre declaró
sin medios términos que las pertenencias de todos ya habían desaparecido, las
habían tirado a la basura, aunque probablemente, según Gonzalo, las habían
vendido. Las maletas con las que todos se habían mudado a este lugar de trabajo
ya no existían más, y además, el hombre les estaba ordenando que también se
quitaran la ropa porque ellos se iban a ocupar de entregarle una uniforme nuevo
para el trabajo. Los 36 se encontraron, luego de tener un trabajo, una
esperanza y libertad, a estar encerrados en un cuarto de 4×5 metros, despojados
y desnudos. Con dos botes de agua para hacer sus propias necesidades.
Una noche, después de tres
días de vivir en este cuarto y seguir trabajando en la cocina del restaurante,
los llamaron, a él y a otro. Llegó su primer «cliente». Tenían que bañarse y ponerse una ropa exótica que le
habían entregado. Los metieron a un cuarto donde los esperaban dos
afroamericanos que, apuntándoles con un arma, les ordenaban tener relaciones
entre ellos y luego hasta obligaron a Gonzalo a tener sexo oral con un perro.
Los dos disfrutaban del espectáculo masturbándose y, como lo describió Gonzalo:
«Haciéndose del baño en nuestra cara».
En este momento él se dio cuenta de lo que iba a ser su destino en este lugar.
La tortura duró cuatro
meses.
Una tortura hecha de amenazas, sobre todo acerca de su
familia, de la que los traficantes demostraban saber todo. Por cuatro meses Gonzalo
trabajó en la cocina de día y como objeto sexual de noche, en los dos casos era
un esclavo y tener un arma apuntándole en la cara era su rutina.
Tuvo que someterse a todo
tipo de degeneraciones y sus clientes eran personas totalmente normales a la
luz del día. Enfrente de él tuvo a políticos y policías de varios cuerpos, en
uniforme, cada uno con su depravación, ordenándole, con su arma, hacer algo
horrible o torturándole con violencia, mientras él y sus compañeros actuaban
bajo el efecto de viagra y cocaína.
Según lo que Gonzalo
recuerda, el restaurante se llamaba Imperial
China Buffet.
Él estaba desesperado,
quería morir. Continuamente proponía irse, insistiendo en que no iba a
denunciar a nadie. Pero no sirvió de nada, él había sido comprado a «La víbora» por 4,000 dólares. El
infierno seguía y ellos eran trasladados de un lugar a otro, vendados y siempre
con el mismo objetivo. Vio a gente morir, mujeres embarazadas asesinadas con
una bala en el vientre y el también comenzó a pensar que la muerte era la única
manera para acabar con esta pesadilla. De hecho, cuando fueron trasladados a
San Bernardino, él y su amigo en esta desaventura, el «Chapín», buscaron acabar con sus vidas bebiendo una botella de
cloro.
No lo lograron.
En San Bernardino los
esperaban días horribles como los pasados, mientras esperaban ser llevados a
China. Una noche, a unos días de su traslado, Gonzalo se encontraba con uno de
los «clientes», o mejor dicho
torturadores, uno de los más crueles que vio en su experiencia. Éste, en el
intento de penetrarle con una botella de vidrio, hizo que con el vacío que se
hizo con la botella se saliera parte de su estómago. Desmayó.
Estuvo una semana
sangrando, sin comer, al límite entre vida y muerte. Después fue abandonado en
un parque muy poco frecuentado de la periferia de San Bernardino. También allí
luchó contra la muerte, hasta que, después de dos noches arrastrándose en la
tierra, llegó a una iglesia. Mostró al jardinero sus heridas y este, aconsejado
por el cura, llamó al departamento «Human
Trafficking Task Force» que de inmediato trasladó a Gonzalo Rodríguez a un
hospital. Su estómago fue puesto de vuelta en su lugar y reconstruido, pero su
salud fue afectada definitivamente por estos hechos.
De esta experiencia, Gonzalo
se queda con la idea de que todo este sistema es enfermo, y enfermos son los
que le obligaban a hacer estas cosas y los políticos y policías que permiten y
abusan de este sistema tienen que pasar bajo la mano de la justicia.
Gonzalo, después de sus
desventuras, descubrió que un cáncer le está comiendo el estómago, que siempre
se hace más chico, y que en un año va a acabar con su vida.
Ahora se encuentra en la
casa del migrante de Tijuana, donde ha encontrado ayuda legal y sobre todo
amigos, «cuando llegó aquí no confiaba en
nadie, tenía miedo en contar su historia» nos cuenta Bibiana Gómez, la
psicóloga de la casa. Ella fue una de las figuras más importantes para Gonzalo,
juntos lograron que él recuperara la fuerza y el entusiasmo y que pudiera hacer
algo para ayudar a los demás. Ella misma pudo aprender mucho de él, de su
filosofía de vida. Hay una frase que él pronuncia siempre desde que se
recuperó: «cada día tengo una cita con la
vida».
La abogada de la casa del
migrante es una chica que nunca en su vida había pensado trabajar en lo social.
Llegó a la casa del migrante por casualidad, quizás porque no encontró otro
trabajo. Después de dos días en este lugar se encuentra frente a Gonzalo. Él,
preparado por la psicóloga estaba muy decidido a hablar para arreglar su
situación y más para ayudar a los demás. Ella, Melissa Alejandra Viruete, no
supo que hacer, lo escuchó mientras se le escapaban algunas lágrimas y pensando
en cómo ayudarle.
Era imposible ocuparse de
su caso, todo tenía que ver con Estados Unidos, así que después de unos días de
búsqueda consiguió que un grupo de activistas legales de allá, viniera a hablar
con Gonzalo. Ahora él está en espera de su visa humanitaria para entrar a ese
territorio, lamentablemente, este trámite toma alrededor de 5 meses y para Gonzalo
cada día es un día menos. Hoy Melissa toma su trabajo con toda su alma,
haciendo lo posible para ayudar, aunque no se puede hacer mucho: la gente que
transita por la casa quiere pedir asilo político en EEUU. Seguramente el
encuentro con este extraordinario ser humano, un sobreviviente, ya no más una
víctima como él se define, le cambió la visión de las cosas.
Gonzalo ahora trabaja de
albañil y gana 1,800 pesos mexicanos cada mes, lo que ganaba los primeros años
en EU, vive cerca de la casa del migrante donde todavía pasa mucho tiempo y
ayuda lo más que puede. Se conmueve pensando en su pasado, y lo que más le da
felicidad es el haber encontrado a una familia en la casa del migrante, una
humanidad buena en la que él había perdido la esperanza. Amigos, como aquel «Chapín» que él recuerda con una lágrima
mirando de la ventana.
«No sé si está en Estados Unidos, en China, y sobre todo no sé
si está vivo»,
confiesa. «Me gustaría tener el poder de
sacarlo de ese infierno».
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