Río
Blanco: sangre obrera que abonó el terreno de una revolución
La Voz del
Anáhuac
08 de enero de
2016
El 7 de enero
se cumplieron 109 años de la masacre perpetrada por la dictadura porfirista
contra los obreros textiles en huelga de Río Blanco, Santa Rosa y Nogales, Veracruz.
Desde 1906, el Partido Liberal
Mexicano, dirigido por los hermanos Flores Magón, había iniciado una pertinaz
campaña de agitación entre los trabajadores fabriles y agrícolas a través de
Regeneración, periódico que el PLM distribuía de manera semiclandestina. Los
magonistas organizaron círculos de obreros y campesinos que desplegaron la
lucha en sus centros de trabajo, derivando en huelgas obreras y tomas de tierra
que dieron origen a levantamientos armados. Por su parte la dictadura arremetió
con toda la fuerza militar para aplastar estas luchas del pueblo trabajador. En
junio de 1906 fue masacrada la huelga minera en Cananea, Sonora, y en enero de 1907
la huelga textil de Río Blanco Veracruz.
Los magonistas fueron perseguidos con
saña extrema. Algunos fueron fusilados, otros encarcelados en San Juan de Ulúa,
Veracruz, otros más fueron vendidos para el trabajo esclavo en los campos
madereros de Valle Nacional, Oaxaca. Hubo algunos que se exiliaron en Estados
Unidos, donde también se les persiguió y encarceló.
El periodista crítico John Kenneth
Turner realizó una investigación sobre las condiciones de miseria y represión a
que se sometía a los trabajadores fabriles y rurales en México. Sobre esta base
redactó el libro México Bárbaro, en
cuyo Capítulo XI narra acerca de estas huelgas.
Aquí reproducimos la parte de este
capítulo que nos relata la Huelga de Río Blanco. El libro completo puede
consultarse en:
MÉXICO
BÁRBARO: Capítulo XI: Cuatro huelgas mexicanas
John Kenneth Turner
México Bárbaro
En la línea del Ferrocarril Mexicano, que
trepa más de 150 kilómetros desde el puerto de Veracruz hasta 2,250 metros de
altura al borde del Valle de México, se encuentran algunas ciudades
industriales. Cerca de la cima, después de esa maravillosa ascensión desde los
trópicos hasta las nieves, el pasajero mira hacia atrás desde la ventanilla de
su vagón, a través de una masa de aire de más de 1,500 metros que causa
vértigo, y distingue abajo la más elevada de estas ciudades industriales -Santa
Rosa-, semejante a un gris tablero de ajedrez extendido sobre una alfombra
verde. Más abajo de Santa Rosa, oculta a la vista por el titánico contrafuerte
de una montaña, se halla Río Blanco, la mayor de estas ciudades, escenario de
la huelga más sangrienta en la historia del movimiento obrero mexicano.
A una
altitud media entre las aguas infestadas de tiburones del puerto de Veracruz y
la meseta de los Moctezuma, Río Blanco es un paraíso no sólo por su clima y
paisaje, sino por estar perfectamente situado para las manufacturas que
requieren energía hidráulica. En el río Blanco se junta un pródigo
abastecimiento de agua procedente de las copiosas lluvias y las nieves de las
alturas; con la velocidad del Niágara, las corrientes bajan por las barrancas
de la sierra hasta la ciudad.
Se dice
que el mayor orgullo del gerente Hartington -inglés, de edad mediana y ojos
acerados, quien vigila el trabajo de 6 mil hombres, mujeres y niños-, estriba
en que la fábrica de textiles de algodón de Río Blanco no sólo es la más grande
y moderna en el mundo, sino también la que produce mayores utilidades respecto
a la inversión.
En
efecto, la fábrica es grande. De Lara y yo la visitamos de punta a punta;
seguimos la marcha del algodón crudo desde los limpiadores, a través de los
diversos procesos y operaciones, hasta que al fin sale en la tela
cuidadosamente doblada con estampados de fantasía o en tejidos de colores
especiales. Incluso llegamos a descender cinco escaleras de hierro, hacia las
entrañas de la tierra, para ver el gran generador y las encrespadas aguas
oscuras que mueven todas las ruedas de la fábrica. También observamos a los
trabajadores, hombres, mujeres y niños.
Eran
todos ellos mexicanos con alguna rara excepción. Los hombres, en conjunto,
ganan 75 centavos por día; las mujeres, de $3 a $4 por semana; los niños, que
los hay de 7 a 8 años de edad, de 20 a 50 centavos por día. Estos datos fueron
proporcionados por un funcionario de la fábrica, quien nos acompañó en nuestra
visita, fueron confirmados en pláticas con los trabajadores mismos.
Si se
hacen largas 13 horas diarias -desde las 6 a.m. hasta las 8, p.m.- cuando se
trabaja al aire libre y a la luz del sol, esas mismas 13 horas entre el
estruendo de la maquinaria, en un ambiente cargado de pelusa y respirando el
aire envenenado de las salas de tinte... ¡qué largas deben de parecer! El
terrible olor de las salas de tinte, nos causaba náuseas, y tuvimos que
apresurar el paso. Tales salas son antros de suicidio para los hombres que allí
trabajan; se dice que éstos logran vivir, en promedio, unos 12 meses. Sin embargo,
la compañía encuentra muchos a quienes no les importa suicidarse de ese modo
ante la tentación de cobrar 15 centavos más al día sobre el salario ordinario.
La
fábrica de Río Blanco se estableció hace 16 años... ¡16 años!, pero la historia
de la fábrica y del pueblo se divide en dos épocas: antes de la huelga y
después de la huelga. Por dondequiera que fuimos en Río Blanco y Orizaba -esta
última es la ciudad principal de ese distrito político-, oímos ecos de la
huelga, aunque su sangrienta historia se había escrito cerca de dos años antes
de nuestra visita.
En México
no hay leyes de trabajo en vigor que protejan a los trabajadores; no se ha
establecido la inspección de las fábricas; no hay reglamentos eficaces contra
el trabajo de los menores; no hay procedimiento mediante el cual los obreros
puedan cobrar indemnización por daños, por heridas o por muerte en las minas o
en las máquinas. Los trabajadores, literalmente, no tienen, derechos que los
patrones estén obligados a respetar. El grado de explotación lo determina la
política de la empresa; esa política, en México, es como la que pudiera
prevalecer en el manejo de una caballeriza, en una localidad en que los
caballos fueran muy baratos, donde las utilidades derivadas de su uso fueran
sustanciosas, y donde no existiera sociedad protectora de animales.
Además de
esta ausencia de protección por parte de los poderes públicos, existe la
opresión gubernamental; la maquinaria del régimen de Díaz está por completo al
servicio del patrón, para obligar a latigazos al trabajador a que acepte sus
condiciones.
Los 6 mil
trabajadores de la fábrica de Río Blanco no estaban conformes con pasar 13
horas diarias en compañía de esa maquinaria estruendosa y en aquella asfixiante
atmósfera, sobre todo con salarios de 50 a 75 centavos al día. Tampoco lo
estaban con pagar a la empresa, de tan exiguos salarios, $2 por semana en
concepto de renta por los cuchitriles de dos piezas y piso de tierra que
llamaban hogares. Todavía estaban menos conformes con la moneda en que se les
pagaba; ésta consistía en vales contra la tienda de la compañía, que era el
ápice de la explotación: en ella la empresa recuperaba hasta el último centavo,
que pagaba en salarios. Pocos kilómetros más allá de la fábrica, en Orizaba,
los mismos artículos podían comprarse a precios menores; entre 25 y 75%; pero a
los operarios les estaba prohibido comprar sus mercancías en otras tiendas.
Los
obreros de Río Blanco no estaban contentos. El poder de la compañía se cernía
sobre ellos como una montaña; detrás, y por encima de la empresa, estaba el
gobierno. En apoyo de la compañía estaba el propio Díaz, puesto que él no sólo
era el gobierno, sino un fuerte accionista de la misma. Sin embargo, los
obreros se prepararon a luchar. Organizaron en secreto un sindicato: el Círculo
de Obreros; efectuaban sus reuniones, no en masa, sino en pequeños grupos en
sus hogares, con el objeto de que las autoridades no pudieran enterarse de sus
propósitos.
Tan
pronto como la empresa supo que los trabajadores se reunían para discutir sus
problemas, comenzó a actuar en contra de ellos. Por medio de las autoridades
policíacas, expidió una orden general que prohibió a los obreros, bajo pena de
prisión, recibir cualquier clase de visitantes, incluso a sus parientes. Las
personas sospechosas de haberse afiliado al sindicato fueron encarceladas
inmediatamente, además de que fue clausurado un semanario conocido como amigo
de los obreros y su imprenta confiscada.
En esta
situación se declaró una huelga en las fábricas textiles de la ciudad de
Puebla, en el Estado vecino, las cuales también eran propiedad de la misma
compañía; los obreros de Puebla vivían en iguales condiciones que los de Río
Blanco. Al iniciarse el movimiento en aquella ciudad -según informó un agente
de la empresa-, ésta decidió dejar que la naturaleza tomase su curso, puesto
que los obreros carecían de recursos económicos; es decir, se trataba de rendir
por hambre a los obreros, lo cual la empresa creía lograr en menos de 15 días.
Los
huelguistas pidieron ayuda a sus compañeros obreros de otras localidades. Los
de Río Blanco ya se preparaban para ir a la huelga; pero, en vista de las
circunstancias, decidieron esperar algún tiempo, con el objeto de poder reunir,
con sus escasos ingresos, un fondo para sostener a sus hermanos de la ciudad de
Puebla. De este modo, las intenciones de la compañía fueron frustradas por el
momento, puesto que a media ración, tanto los obreros que aún trabajaban como
los huelguistas, tenían manera de continuar la resistencia, pero en cuanto la
empresa se enteró de la procedencia de la fuerza que sostenía a los huelguistas
poblanos, cerró la fábrica de Río Blanco y dejó sin trabajo a los obreros.
También suspendió las actividades de otras fábricas en otras localidades y
adoptó varias medidas para impedir que llegara cualquier ayuda a los
huelguistas.
Ya sin
trabajo, los obreros, de Río Blanco formaron pronto la ofensiva; declararon la
huelga y formularon una serie de demandas para aliviar hasta cierto punto las
condiciones en que vivían; pero las demandas no fueron atendidas. Al cesar el
ruido de las máquinas, la fábrica dormía al sol, las aguas del río Blanco
corrían inútilmente por su cauce, y el gerente de la compañía se reía en la
cara de los huelguistas.
Los 6 mil
obreros y sus familias empezaron a pasar hambre. Durante dos meses pudieron
resistir explorando las montañas próximas en busca de frutos silvestres; pero
éstos se agotaron y después, engañaban el hambre con indigeribles raíces y
hierbas que recogían en las laderas. En la mayor desesperación, se dirigieron
al más alto poder que conocían, a Porfirio Díaz, y le pidieron clemencia; le
suplicaron que investigara la justicia de su causa y le prometieron acatar su
decisión.
El
presidente Díaz simuló investigar y pronunció su fallo; pero éste consistió en
ordenar que la fábrica reanudara sus operaciones y que los obreros volvieran a
trabajar jornadas de 13 horas sin mejoría alguna en las condiciones de trabajo.
Fieles a
su promesa los huelguistas de Río Blanco se prepararon a acatar el fallo, pero
se hallaban debilitados por el hambre, y para trabajar necesitaban sustento. En
consecuencia, el día de su rendición, los obreros se reunieron frente a la
tienda de raya de la empresa y pidieron para cada uno de ellos cierta cantidad
de maíz y frijol, de manera que pudieran sostenerse durante la primera semana
hasta que recibieran sus salarios.
El
encargado de la tienda se rio de la petición. “A estos perros no les daremos ni agua”, es la respuesta que se le
atribuye. Fue entonces cuando una mujer, Margarita Martínez, exhortó al pueblo
para que por la fuerza tomase las provisiones que le habían negado. Así se
hizo. La gente saqueó la tienda, la incendió después y, por último, prendió
fuego a la fábrica, que se hallaba enfrente.
El pueblo
no tenía la intención de cometer desórdenes; pero el gobierno sí esperaba que
éstos se cometieran. Sin que los huelguistas lo advirtieran, algunos batallones
de soldados regulares esperaban fuera del pueblo, al mando del general Rosalío
Martínez, nada menos que el subsecretario de Guerra mismo. Los huelguistas no
tenían armas; no estaban preparados para una revolución que no habían deseado
causar; su reacción fue espontánea y, sin duda, natural. Un funcionario de la
compañía me confió después que tal reacción pudo haber sido sometida por la
fuerza local de policía, que era fuerte. No obstante, aparecieron los soldados
como si surgieran del suelo. Dispararon sobre la multitud descarga tras
descarga casi a quemarropa. No hubo ninguna resistencia. Se ametralló a la
gente en las calles, sin miramientos por edad ni sexo; muchas mujeres y muchos
niños se encontraron entre los muertos. Los trabajadores fueron perseguidos
hasta sus casas, arrastrados fuera de sus escondites y muertos a balazos.
Algunos huyeron a las montañas, donde los cazaron durante varios días; se
disparaba sobre ellos en cuanto eran vistos. Un batallón de rurales se negó a
disparar contra el pueblo; pero fue exterminado en el acto por los soldados en
cuanto éstos llegaron.
No hay
cifras oficiales de los muertos en la matanza de Río Blanco; si las hubiera,
desde luego serían falsas. Se cree que murieron entre 200 y 800 personas. La
información acerca de la huelga de Río Blanco la obtuve de muchas y muy
diversas fuentes: de un funcionario de la propia empresa; de un amigo del
gobernador, que acompañó a caballo a los rurales cuando éstos cazaban en las
montañas a los huelguistas fugitivos; de un periodista partidario de los
obreros, que había escapado después de ser perseguido de cerca durante varios
días; de supervivientes de la huelga y de otras personas que habían oído los relatos
de testigos presenciales.
-Yo no sé a cuántos mataron -me dijo
el hombre que había estado con los rurales-, pero en la primera noche, después que llegaron los soldados, vi dos
plataformas de ferrocarril repletas de cadáveres y miembros humanos apilados.
Después de la primera noche hubo muchos muertos más. Esas plataformas -continuó- fueron arrastradas por un tren especial y
llevadas rápidamente a Veracruz, donde los cadáveres fueron arrojados al mar
para alimento de los tiburones.
Los
huelguistas que escaparon a la muerte, recibieron castigos de otra índole,
apenas menos terribles. Parece que en las primeras horas del motín se mataba a
discreción sin distinciones; pero más tarde se conservó la vida de algunas
personas entre las que eran aprehendidas. Los fugitivos capturados después de
los primeros dos o tres días fueron encerrados en un corral; 500 de ellos
fueron consignados al ejército y enviados a Quintana Roo. El vicepresidente y
el secretario del Círculo de Obreros fueron ahorcados y la mujer que agitó al
pueblo, Margarita Martínez, fue enviada a la prisión de San Juan de Ulúa.
Entre los
periodistas que sufrieron las consecuencias de la huelga están José Neira,
Justino Fernández, Juan Olivares y Paulino Martínez. Los dos primeros fueron
encarcelados durante largo tiempo; el último fue torturado hasta que perdió la
razón. Olivares fue perseguido durante muchos días; pero logró evadir la captura
y pudo llegar a los Estados Unidos. Ninguno de los tres primeros tenía relación
alguna con los desórdenes. En cuanto a Paulino Martínez, no cometió otro delito
que comentar de modo superficial sobre la huelga en favor de los obreros, en su
periódico publicado en la Ciudad de México, a un día de ferrocarril desde Río
Blanco. Nunca se acercó en persona a las acontecimientos de Río Blanco, ni se
movió de la capital; sin embargo, fue detenido, llevado a través de las
montañas hasta aquella población y encarcelado, se le mantuvo incomunicado
durante cinco meses sin que fuera formulado cargo alguno en su contra.
El
gobierno realizó grandes esfuerzos para ocultar los hechos de la matanza de Río
Blanco; pero el asesinato siempre se descubre. Aunque los periódicos nada
publicaron, la noticia corrió de boca en boca hasta que la nación se estremeció
al conocer lo ocurrido. En verdad se trató de un gran derramamiento de sangre;
sin embargo, aun desde el punto de vista de los trabajadores, no fue totalmente
en vano ese sacrificio; la tienda de la empresa era tan importante, y tan
grande fue la protesta en su contra, que el presidente Díaz concedió a la
diezmada banda de obreros que se clausurase. De esta manera, donde antes había
una sola tienda, ahora hay muchas y los obreros compran donde quieren. Podría
decirse que al enorme precio de su hambre y de su sangre los huelguistas
ganaron una muy pequeña victoria; pero aún se duda de que sea así, puesto que
en algunas formas los tornillos han sido apretados sobre los obreros mucho más
duramente que antes. Se han tomado providencias contra la repetición de la
huelga, las cuales, en un país que se dice República
democrática, son para decirlo con suavidad: asombrosas.
Tales
medidas preventivas son las siguientes:
1) una fuerza pública de 800
mexicanos -600, soldados regulares y 200 rurales-, acampada en terrenos de la
compañía;
2) un jefe político investido de
facultades propias de un jefe caníbal.
La vez en
que De Lara y yo visitamos el cuartel, el chaparro capitán que nos acompañó nos
dijo que la empresa daba alojamiento, luz y agua a la guarnición y que, a
cambio de ello, las fuerzas estaban de manera directa y sin reservas a
disposición de la compañía.
El jefe
político es Miguel Gómez; lo trasladaron a Río Blanco desde Córdoba, donde su
habilidad para matar, según se dice, había provocado admiración en el hombre
que lo designó: el presidente Díaz. Respecto a las facultades de Miguel Gómez,
no habría nada mejor que citar las palabras de un funcionario de la compañía,
con quien De Lara y yo cenamos en una ocasión:
-Miguel Gómez tiene órdenes directas del
presidente Díaz para censurar todo lo que leen los obreros y para impedir que
caigan en manos de ellos periódicos radicales o literatura liberal. Más aún,
tiene orden de matar a cualquiera de quien sospeche malas intenciones. Sí, he
dicho matar. Para eso Gómez tiene carta blanca y nadie le pedirá cuentas. No
pide consejo a nadie y ningún juez investiga sus acciones, ni antes ni después.
Si ve a un hombre en la calle y le asalta cualquier caprichosa sospecha
respecto de él, o no le gusta su manera de vestir o su fisonomía, ya es
bastante: ese hombre desaparece. Recuerdo a un trabajador de la sala de tintes,
que habló con simpatía del liberalismo; recuerdo también a un devanador que
mencionó algo de huelga; ha habido otros... muchos otros. Han desaparecido
repentinamente; se los ha tragado la tierra y no se ha sabido nada de ellos;
excepto los comentarios en voz baja de sus amigos.
Desde
luego, por su propio origen es imposible verificar esta afirmación; pero vale
la pena hacer notar que no proviene de un revolucionario.
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