Por Juan Hernández Zubizarreta y Pedro Ramiro
Kaos en la red
23 enero, 2016
Los autores piden una regulación y mecanismos para
el control de los crímenes económicos y ecológicos internacionales, que
permita, al menos formalmente, procesar a los responsables.
La Corte Penal Internacional es una institución permanente
facultada para ejercer su jurisdicción sobre los crímenes más graves de
trascendencia internacional de conformidad con el Estatuto de Roma. Esta corte
tiene competencia respecto al crimen de genocidio, los crímenes de lesa
humanidad, los crímenes de guerra y el crimen de agresión. Todos estos crímenes
son violaciones muy graves de las normas imperativas del Derecho Internacional;
no obstante, el seguimiento de los mismos, a la fecha de hoy, debe ser
complementado con la persecución de los crímenes económicos y ecológicos.
Las prácticas de las
empresas transnacionales o de aquellas personas que actúen en su nombre, así
como de los Estados y de las instituciones internacionales
económico-financieras —y de las personas físicas responsables de las mismas—
que cometan actos o actúen como cómplices, colaboradores, instigadores,
inductores o encubridores, que violen gravemente los derechos civiles,
políticos, sociales, económicos, culturales y medioambientales podrán ser tipificadas
como crímenes internacionales de carácter económico o ecológico. El elemento
internacional se configura cuando la conducta delictiva afecta a los intereses
de la seguridad colectiva de la comunidad mundial o vulnera bienes jurídicos
reconocidos como fundamentales por la comunidad internacional. Veamos un par de
ejemplos para ilustrar esta cuestión.
La extinta troika
—compuesta por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo
Monetario Internacional— aprobó planes de ajuste vinculados a medidas de
austeridad que han destruido la vida de miles de personas y han generado
auténticas crisis humanitarias. El caso de Grecia es paradigmático: aumento de
la pobreza y del número de familias sin hogar; desmantelamiento de las
estructuras de salud pública y mercantilización de la misma, provocando la
disminución de la esperanza de vida en dos años, que haya tres millones de
personas sin cobertura de seguridad social, miles de mujeres sin derecho a la
prevención de cánceres de mama y la eliminación de la salud reproductiva;
aumento de la mortalidad de los recién nacidos y ausencia de vacunas para quien
no puede pagarlas; incremento de la cifra de suicidios; empobrecimiento
generalizado de la población…
En Ecuador, la petrolera
Chevron-Texaco se dedicó a la extracción de crudo en la Amazonía durante tres
décadas. En ese periodo, entre 1964 y 1992, vertió 80.000 toneladas de residuos
petrolíferos, una cantidad 85 veces superior a la vertida por BP en el Golfo de
México. Después de salir del país, la multinacional dejó tras de sí unos daños
ambientales que, según peritos internacionales, han provocado la muerte de más
de mil personas, todas ellas afectadas de cáncer. Y, a pesar de que los
tribunales ecuatorianos han condenado a la compañía estadounidense a indemnizar
a las víctimas de sus prácticas, Chevron-Texaco no acepta la sentencia ni los
procedimientos judiciales, no asume sus responsabilidades y ha puesto en marcha
todos los resortes de la lex mercatoria
para favorecer sus propios intereses. Dicho de otro modo, la empresa no acepta
la soberanía nacional del país y se aprovecha de un sistema jurídico internacional
completamente asimétrico.
Ambos hechos no son casos
aislados, sino todo lo contrario: son apenas un par de ejemplos para mostrar
cómo funciona la arquitectura jurídica de la impunidad, ese nuevo Derecho
Corporativo Global del que se sirven las grandes empresas para asegurar sus
negocios por todo el planeta y que debe ser neutralizado con propuestas
jurídicas alternativas. Como, entre otras, el Tratado internacional de los
pueblos para el control de las empresas transnacionales, una iniciativa
impulsada por organizaciones sociales de los cinco continentes con el fin de
avanzar en la regulación de los crímenes económicos y ecológicos.
Según este Tratado de los
pueblos, la tipificación de los crímenes económicos internacionales —además de
valorar la dimensión cuantitativa o la extrema gravedad de los daños sobre los
derechos humanos— debe configurarse sobre premisas como la corrupción, el soborno,
el crimen organizado, el tráfico de personas, la malversación de fondos, el
blanqueo de dinero, el tráfico de información privilegiada, la manipulación de
mercados, la estafa organizada y la falsedad de estados financieros. Se debe,
además, valorar la opacidad del complejo entramado de bancos, empresas, grupos
de inversores, agencias de calificación, consultoras, comisionistas y otros
actores que operan en los mercados financieros, teniendo en cuenta el
movimiento especulativo de capitales y de los fondos de inversión, el fraude y
la elusión fiscal, la retribución de los altos directivos, el secreto bancario,
los flujos ilícitos de capital y de los servicios financieros.
Para la definición de los
crímenes económicos internacionales, se considerarán igualmente las prácticas
de los Estados, instituciones internacionales económico-financieras, empresas
transnacionales, bancos y otras sociedades financieras dirigidas a la
especulación e intervención del mercado de los commodities, es decir, de materias primas y de productos agrícolas;
la mercantilización de la ayuda humanitaria; las políticas de ajuste; el uso
abusivo de los paraísos fiscales y la especulación con la deuda soberana; sobre
cualquier intento de patentar las diversas formas de vida presentes en la
naturaleza y de establecer un derecho de preferencia del dominio privado sobre
las cuestiones fundamentales para la salud.
Por su parte, los crímenes
ecológicos internacionales generados por las prácticas de las personas físicas
o jurídicas —como las empresas transnacionales— incluyen el acaparamiento de
tierras y territorios, la privatización y contaminación de fuentes de agua y la
destrucción del ciclo hidrológico integral, el arrasamiento de selvas y la
pérdida de biodiversidad, la biopiratería, el cambio climático, la
contaminación masiva de los mares y la atmósfera, etc. Y es que la distribución
de todos estos impactos y las cargas de contaminación y avasallamiento son
recibidas por los territorios y, en consecuencia, se produce lo que podríamos
llamar un ecocidio. Esto tiene directa relación con los derechos de la
naturaleza y a su vez con los derechos humanos y la posibilidad de gozar de un
ambiente sano, premisa que resulta fundamental para la garantía de los demás
derechos consagrados en las normas nacionales e internacionales.
En este marco, la
aprobación y regulación de los crímenes económicos y ecológicos internacionales
es urgente. Requiere, eso sí, una adecuada correlación de fuerzas en el ámbito
de la comunidad internacional; no podemos olvidar que su regulación colisiona
con los núcleos centrales del funcionamiento del capitalismo global. Volviendo
al ejemplo de la Troika: sus medidas sometieron a la ciudadanía griega a
condiciones extremas que pueden tipificarse como crímenes contra la humanidad,
con lo que las personas físicas responsables de las mismas —los miembros del
Consejo Europeo y los presidentes de la Comisión Europea, del consejo de
administración del FMI y del consejo de gobierno del BCE— pueden ser
denunciados ante la Corte Penal Internacional.
Convenimos con el jurista
argentino Alejandro Teitelbaum en que es posible invocar ante los tribunales
como Derecho vigente el artículo 7 del Estatuto de la Corte Penal Internacional
(Roma, 1998), que establece que “se
entenderá por ‘crimen de lesa humanidad’ cualquiera de los actos siguientes
cuando se cometa como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una
población civil y con conocimiento de dicho ataque”; entre ellos, el texto
menciona “otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionalmente
grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la
salud mental o física”. A la vez, considera que el “exterminio” comprende “la
imposición intencional de condiciones de vida, la privación del acceso a
alimentos o medicinas entre otras, encaminadas a causar la destrucción de parte
de una población”.
No obstante, a pesar de
que las denuncias de todos estos crímenes económicos y ecológicos disponen de
fundamento jurídico, las relaciones de poder se imponen —los responsables
políticos de los países centrales y las clases dominantes se sitúan al margen
de la responsabilidad penal internacional— y el Derecho Internacional de los
Derechos Humanos queda sometido al poder político y financiero. De ahí la
necesidad de aprobar una regulación y mecanismos para el control de los
crímenes económicos y ecológicos internacionales, que permita, al menos
formalmente, procesar a los responsables de tanta atrocidad.
– Juan Hernández Zubizarreta y Pedro Ramiro
son autores de “Contra la ‘lex
mercatoria’. Propuestas y alternativas para desmantelar el poder de las
empresas transnacionales” (Icaria, 2015).
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