22 agosto, 2015
Fuente: Colectivo Radio Zapatista
A la memoria de Nadia
Dominique, Olivia Alejandra, Yesenia Atziry
y Milé Virginia.
A la entereza de Mirtha
Luz.
Nuestras distintas miradas
El pensador y artista
británico John Berger lo dibuja con enorme claridad. En sus estudios sobre las
formas en que nos miramos como personas, particularmente en Ways of Seeing (Formas de ver), Berger ha observado que, en nuestras sociedades
contemporáneas, no es lo mismo mirar a un hombre que mirar a una mujer. Si un
hombre aparece, miramos en él lo que nos puede hacer o lo que nos puede dar. Si
una mujer aparece, miramos en ella lo que podemos o lo que no podemos hacerle
(Berger, 1990: 45-46). En nuestra interpretación de lo dicho por Berger,
calculamos, medimos, hacemos cuentas y nos acomodamos para sobrevivir. Si se
trata de un hombre, tendrá nuestro miedo, nuestro respeto en función de lo que
él tenga. Si se trata de una mujer, no tendrá nada. Pensaremos o sentiremos lo
que tenemos para ella y haremos cálculos sobre qué tanto puede permitirnos
hacerle. Si el hombre no tiene nada y no puede lastimarnos ni beneficiarnos,
decidiremos si lo despreciamos o lo ignoramos. A la mujer la despreciaremos o
la ignoraremos en automático. El miedo o el respeto que ella nos infunda
dependerá de lo que diga o haga… tal vez.
Esta diferencia fundamental que ha observado Berger está construida
cultural, política, social y económicamente sobre nuestras percepciones y marca
nuestra postura frente al mundo. “Perspectiva
de género”, dirán los feminismos. “Correlación
de fuerzas”, pensarán los machismos. A la ofensiva, ellos, midiéndose en su
arena de combate contra hombres y mujeres. A la defensiva, ellas, también
contra hombres y mujeres pero, sobre todo, contra ellas mismas, contra nosotras
mismas y en una arena que no diseñamos porque nuestra masa muscular no sueña
cada noche con vivir en guerra. De ese modo, las mujeres parecemos destinadas a
medir todos nuestros actos en función de la imagen que se espera que
proyectemos para satisfacer la mirada de otros y de otras, de preferencia, sin
incomodar esa mirada hasta un punto tal en que se nos vaya la vida. Entender
esta perspectiva diferenciada para hombres y mujeres, una que espera recibir
algo bueno o algo malo y otra que simplemente espera hacer daño si se dan las
condiciones necesarias para hacerlo, ayuda a pensar cómo se han ido definiendo
nuestras diferencias fabricadas en el mundo patriarcal que habitamos, ése que
hoy atraviesa su fase capitalista.
Un análisis aparte merecen las niñas y los niños dentro de esas
sociedades capitalistas. Al no inscribirse en el esquema de combate de quienes
nos pueden hacer algo, nos pueden ofrecer algo o se pueden defender de algo que
podemos hacerles, niñas y niños son vistos más bien como seres inacabados que
no merecen siquiera el tratamiento que se “concede”
a las mujeres.
Si profundizamos nuestra reflexión sobre lo que explica Berger respecto
de nuestras miradas, veremos que no todos los hombres se ajustan a ese esquema
de respeto y miedo determinado por el género. En un sistema de dominación
capitalista encabezado por hombres blancos, adultos y adinerados, también serán
vistos de otra manera, o incluso invisibilizados, aquéllos que no se ajusten a
la métrica que calcula el poder de un hombre en función de su color de piel, su
edad y sus cuentas bancarias. De ahí el sostén de muchos racismos, de todos los
desprecios y de tantas xenofobias. Visto así, también habrá mujeres temidas o
respetadas a primera vista. Serán pocas, pero las habrá. Una de ellas posee una
fortuna obscena, vive en el Reino Unido y se llama Isabel.
Surgen varias dudas después de leer ese análisis de Berger. ¿Cómo
queremos que nos miren? ¿Cómo queremos mirar a otras y otros? ¿Por qué nos
importa tanto esa mirada? ¿Por qué esa obsesión con el miedo o el respeto?
¿Para qué? Mientras la Antropología, la Sociología y la Biología responden esas
dudas, los mecanismos de funcionamiento económico mundial, y más puntualmente
el sistema capitalista dominante en nuestro planeta, han encontrado en la
importancia de esa mirada diferenciada un campo altamente redituable en su
proyecto de mercantilización humana.
Este análisis de nuestras miradas hecho por Berger se publicó en 1972,
partiendo del mundo del arte y la fotografía y cuando la imagen como categoría
de juicio contra un ser humano comenzaba a tener una importancia destacada en
el mundo del entretenimiento, la publicidad y los medios masivos de comunicación.
Sin embargo, en treinta o cuarenta años, muchas cosas han cambiado. Los
prototipos y estereotipos de belleza occidental fabricados a conveniencia de la
industria de la moda y dictados desde algún penthouse en Europa y los Estados
Unidos no sólo persisten sino que han encontrado un catalizador formidable en
la tecnología informática. El fundamento de nuestras miradas diferenciadas se
sostiene, pero la importancia que se le da a nuestra imagen en las sociedades
capitalistas crece cada día. Basta con recordar la génesis del Libro de Rostros
o Facebook para corroborar estos dos hechos. El exitoso futuro de la idea de
Mark Zuckerberg quedó trazado desde su primera noche en el lujoso campus de
Cambridge de la Universidad de Harvard, cuando unos alumnos tuvieron acceso a
las fotografías de unas alumnas (incluida la novia de Zuckerberg) y pudieron
intercambiar en la red sus calificaciones al físico de sus compañeras. Se
tecnologizó, así, el ofensivo y humillante jueguito de nuestros compañeros de
la secundaria en los años setenta que pegaban cartulinas en el pizarrón de
clases durante el recreo para que, al volver del descanso, las mujeres del
grupo nos viéramos calificadas públicamente por nuestra apariencia. Y sin
importar nunca la de ellos, claro, ésa que no habría llegado al menos uno.
¿Úsense y tírense? No necesariamente
Muchas violencias en los
sistemas capitalistas están relacionadas con el desprecio a la vida, a lo que
vive, a lo que palpita. Como bien lo ha explicado la teórica feminista Silvia Federici,
lo que produce vida debe ser convertido en lo que produce ganancias. De ahí la
apropiación salvaje que busca el capitalismo de los cuerpos femeninos y de la
tierra, así como el control del cuerpo de las mujeres como un instrumento para
la acumulación (véase Federici, 2010). Y como las normas de comportamiento del
sistema capitalista chocan de frente con los ímpetus libertarios, también
tenemos violencias contra la homosexualidad, la juventud, la creación, el
pensamiento, el arte. Pero la mayoría de las violencias capitalistas encajan
sus raíces en su basamento patriarcal y están relacionadas con el sexo, con las
satisfacciones o con las frustraciones que éste genera en lo más profundo de
nuestros cuerpos y nuestras mentes, con la prohibición de su disfrute en todas
las religiones y con el terror a la vagina dentada que aún no superamos como
sociedades primitivas.
La violencia de género y las respuestas que recibe esa violencia han ido
modificándose en las últimas décadas. A pesar de que en todo el mundo se tiene
trabajo feminista organizado, la violencia contra las mujeres crece
exponencialmente porque crece exponencialmente la violencia en todos los
ámbitos y contra todos los seres humanos, hombres y mujeres. Vivimos dentro de
un conflicto estructural en el que somos arrasadas como uno de los grupos
humanos más vulnerables en esa guerra generalizada, y sin importar que seamos
la mitad de la población. Aunque proliferan los tratados internacionales en
materia de derechos para mujeres, niños y niñas, sus resultados no son los
esperados. Ninguno de esos tratados funciona a cabalidad porque todos viven la
contradicción de haber surgido en entornos institucionales que no tienen
planeado suicidarse. En un país como México, por ejemplo, acatar verdaderamente
las disposiciones de una alerta de género en cualquier estado equivaldría a
desmantelar los pactos económicos y políticos que mantienen la maquinaria
capitalista funcionando. Eso no va a ocurrir. Y por si fuera poco, esa
maquinaria ha descubierto maneras para respetar la tradición milenaria de
usarnos y tirarnos, pero con mayores ganancias.
En el análisis de cómo respondemos las mujeres a esa mirada que nos
agrede en cualquier parte, sirven como herramientas en esta reflexión los
procesos del tratamiento moderno que se da a las mercancías que pueden ser
útiles después del uso y antes del desecho, por lo que no deben
desaprovecharse. Las tres “erres”,
les llaman: reducir, reutilizar, reciclar. No se trata ya del “úsense y tírense” que desperdicia los
desechos. Se trata de formas política, social y hasta ecológicamente aceptadas
que nos envuelven en una vorágine de sinsentidos que, por un lado, en espacios
amplios, desmoronan nuestra autoestima y, por otro, en espacios reducidos,
desarticulan nuestras luchas y ya ni siquiera necesitan obstaculizarlas, como
ocurría en las últimas décadas del siglo XX. Por si fuera poco, somos las
propias mujeres en espacios privilegiados (como la academia, las ONGs o las
instituciones) quienes muchas veces asumimos estoicas la declaratoria no
escrita del feminismo como palabra maldita. En tanto, millones y millones de
mujeres siguen siendo vistas, por los demás y por sí mismas, como una
subespecie humana.
Redúzcanse
Kikky vive en Nueva York,
en uno de los barrios más adinerados de la gran urbe. No conoce el aroma de la
tierra mojada por la lluvia ni se ha detenido jamás a observar cómo funciona
perfectamente un hormiguero. Nació en el piso 18 de un edificio elegante y hoy
habita un piso 52. Mientras más lejos se encuentre del suelo, mejor. Está a
punto de cumplir 32 años, pero se avergüenza del tiempo vivido, de su aspecto
natural, de sus colores y texturas, de su cabello. Se avergüenza hasta de sus
ojos. Es por eso que, aunque tiene una salud envidiable, ha padecido cinco
operaciones innecesarias, carísimas y dolorosas. Ya no recuerda sus propias
uñas, siempre postizas. Los implantes mamarios y el colágeno en los labios han
borrado de su memoria la emoción erótica de un buen beso. Cada veinte días
somete su cuero cabelludo a un ritual de tortura voluntaria que incluye dosis
brutales de amoniaco y altas temperaturas a tan sólo cinco centímetros de su
cerebro. Si se mira en una fotografía de su infancia, ya no se reconoce. Nunca
ha trabajado ni ha tomado decisiones. No tiene proyectos. No estudia nada. No
aprende, no enseña, no genera, no transmite nada. Gasta más de ocho mil dólares
mensuales en ropa de moda, bolsas de marca, zapatos disfuncionales,
tratamientos cosméticos y operaciones estéticas. No le interesa la diferencia
entre un planeta y una estrella. Hiroshima, Nagasaki y sus aniversarios no le
mueven una fibra. Y encima, el bótox.
Su vida perfecta incluye un marido patético. Un hombre que no la ama y a
quien no ama, con quien firmó un excelente contrato marital. Él le paga una
cantidad fija mensual y ella le ofrece todo tipo de servicios. Hoy regresa
emocionada a su departamento porque ha logrado tramitar la espera de su cuarto
hijo. La competencia con las vecinas es dura. Mientras más criaturas procreen,
menos tentadores serán sus maridos, menos posibles y redituables serán sus
divorcios. Por eso la moda en su lujosísimo barrio es llenarse de bebés. Kikky
va por el cuarto y lo celebra brindando con sus odiadas vecinas. Sus medidas
corporales después de cuatro nacimientos seguirán siendo perfectas. Nunca ha
cometido la estupidez de embarazarse y despedazar su figura. Kikky es una de
las mujeres neoyorquinas que, en la última década, han optado por la
fertilización in vitro y el alquiler de vientres sudamericanos para asegurar
cómodamente su patrimonio sin necesidad de estrías. Ni siquiera ha tenido que
amamantar a nadie porque también hay leche materna en el mercado.
Se calcula que una mujer estadunidense de la zona Upper East Side de
Nueva York gasta, en promedio, 95 mil dólares anuales en ropa, dietas,
ejercicios para mejorar la imagen, cosméticos y tratamientos estéticos, es
decir, unos 135 mil pesos mensuales (véase Wednesday Martin, 2015). Pero la
industria de la belleza plástica no sólo se mantiene de mujeres millonarias.
Basta con ser clase media para alimentarla en todo el mundo. Según datos de la
Sociedad Internacional de Cirugía Plástica Estética (ISAPS por sus siglas en
inglés) en 2014 se practicaron a nivel mundial más de 20 millones de cirugías
plásticas y tratamientos en la dermis, la mayoría para implantes de senos,
levantamiento y transformación de párpados, liposucciones (o extracción de
grasa), lipoestructuraciones (o relleno con grasa), rinoplastia (o cirugía
nasal) y aplicaciones de bótox
(botulinum), la toxina que paraliza los músculos faciales e impide que se
generen las líneas de expresión. Más del 86% de las personas operadas y
tratadas son mujeres (17 millones). El primer lugar en tratamientos lo tienen
los Estados Unidos, con 4 millones de personas operadas en 2014. El segundo
lugar, con 2 millones de operaciones, fue para Brasil. Les siguen Japón, Corea
del Sur y México. Aquí cabe apuntar que el 80% de las mujeres que recurren a
esos tratamientos se operará entre quince y veinte veces a lo largo de su vida.
Según ese mismo reporte de la ISAPS, las operaciones quirúrgicas más
populares de los países punteros en gasto cosmético fueron: para Estados
Unidos, aumento de senos y liposucción; para Brasil, liposucción y aumento de
senos; para Japón y Corea del Sur, la blefaroplastia o modificación de párpados
y la rinoplastia o modificación de nariz, pues desde hace diez años impera la
moda de transformar los característicos rostros asiáticos en rostros de mujer
caucásica o blanca; para México, los procedimientos más solicitados fueron
aumento de senos y liposucción. En cuanto a procedimientos cosméticos no
quirúrgicos, el primer lugar, en todos los países punteros y no, lo tiene la
aplicación de bótox. El Reporte
Estadístico de Cirugía Plástica 2014 que edita la Sociedad Estadunidense de
Cirugía Plástica Estética (ASAPS por sus siglas en inglés) informa que
solamente en EUA, y tan sólo en 2014, la gente gastó 12 mil setecientos
millones de dólares (12,7 billions en inglés, unos 215 mil millones de pesos)
en cirugías estéticas que no eran necesarias para el cuidado de su salud. En
otras palabras, estas cifras no incluyen gastos de ortodoncia ni de
reconstrucciones por quemaduras o accidentes diversos. Prácticamente todas las
mujeres que se someten a aumento de senos y liposucción, se aplican bótox sin importar su rango de edad. Los
datos indican que las mujeres comienzan a paralizar sus facciones y a inyectar
sus labios a los diecinueve años.
Reutilícense
Afuera llueve. Zanira ya no
puede respirar. Ya no quiere. El peso y el olor del hombre que la violenta
sexualmente cada noche se han vuelto insoportables. Y luego el vientre tan
abultado.
Zanira nació en el corazón de África hace trece años. Su infancia fue
difícil pero tranquila. Es la mayor de siete hermanos, cuatro mujeres, tres
hombres. Aunque nunca se entendió bien con su madre, extraña su violencia
moderada. No sabe que su madre murió hace cuatro meses en el ataque a su
comunidad. Y extraña a sus hermanitas. No sabe que dos murieron en ese mismo
ataque. No sabe de la saña con que las mataron. Pero a quien más extraña es a
su padre, un hombre magnífico. Zanira ignora que él murió de tristeza hace dos
meses pensando en ella y en su madre, en sus hijas muertas, en su dolor
cotidiano, en su comunidad destruida y en su futuro inexistente.
Hace ocho meses que Zanira fue secuestrada por unos emisarios de Alá,
junto con doscientas amiguitas que estudiaban en una secundaria cristiana. La
batalla de los dioses y algunos de sus patriarcas las envolvió en pólvora una
madrugada mientras dormían en su internado para señoritas. Cada noche, con un
hombre encima que se autoproclamó su marido, Zanira maldice el haber menstruado
tan temprano. Zanira vio partir hace seis meses a la mayoría de sus amigas. Se
las llevaron como cargamento en cinco camiones militares. Eligieron a las que
no menstruaban todavía. Zanira piensa que fueron devueltas a sus familias, que
fueron liberadas tras una negociación. Ignora que el destino de sus amigas fue
la trata de niñas. En ocasiones, ha lamentado que su pueblo no practicara la
infibulación.
Mientras escucha a la distancia la oración matutina de los hombres
armados del campamento, Zanira se acomoda la estorbosa túnica y busca la estrella
de la mañana que ya se marcha. Sabe que no es estrella sino planeta. Sabe que,
en otros días, puede verse por la tarde. Zanira se arrodilla en un espacio
lodoso, sin aplastar su vientre, y posa sus manos en el suelo mirando al
oriente, como si imitara a los que rezan. En realidad, está buscando el aroma
de la tierra mojada por la lluvia para expulsar de su nariz el agrio olor de
otra noche violenta. El velo que le cubre medio rostro no le nubla la mirada.
Ella distingue a unos metros un hormiguero de los que tanto le gusta observar
por su funcionamiento perfecto y dinámico. Sabe que está fuera del rango de
peligro. Impregna sus pulmones de aire fresco y percibe los primeros rayos del
sol.
Cuando la secuestraron, Zanira había tenido un día emocionante con una
buena clase de cálculo diferencial e integral, su materia favorita. Mientras se
ensucia manos y túnica, la niña calcula que le quedan dos meses de embarazo.
El negocio de la esclavitud moderna es boyante, tanto como el de las
armas. Según datos del Índice de Esclavitud Global 2014 (GSI por sus siglas en
inglés), se calcula que cerca de 36 millones de personas viven en condiciones
de esclavitud, pues han sido secuestradas o engañadas para ejercer actividades
como prostitución, explotación sexual, trabajos forzados, prácticas
esclavistas, servidumbre y extracción de órganos. Los países con los números
más altos de personas esclavizadas son La India, China, Pakistán, Uzbekistán,
Rusia, Nigeria, la República Democrática del Congo, Indonesia, Bangladesh y Tailandia.
El mismo GSI apunta que, de acuerdo a cálculos de la Organización Internacional
del Trabajo (OIT), las ganancias que genera la esclavitud a nivel mundial
podrían alcanzar los 150 mil millones de dólares anuales. Por su parte, el
Global Report on Traficking in Persons 2014 (Reporte Global sobre Tráfico de
Personas) de la Oficina de la ONU para Drogas y Delitos, presenta datos para el
periodo comprendido entre 2010 y 2012. De las personas traficadas en 2011, el
49% fueron mujeres adultas y el 33% fueron niñas y niños. De éstos, el 21%
fueron niñas, lo que totaliza 70% de mujeres, 12% de niños y 18% de hombres.
Casi la mitad de las labores de esclavitud a nivel mundial se relacionan con el
trabajo sexual (53%), mientras que el 40% de las personas son esclavizadas para
realizar trabajos forzados. La participación de las mujeres en el tráfico de
personas se ha incrementado en el ámbito de las secuestradoras o enganchadoras.
El mismo reporte señala que, si bien sólo un 10-15% por ciento de los delitos a
nivel mundial son atribuidos a mujeres, en el caso del tráfico de personas las
cifras cambian. Las mujeres tienen una participación de hasta 30% en la
conducción y operación de las bandas delictivas.
Datos recientes de la Organización Mundial de la Salud (OMS, noviembre
2014) señalan que el 35% de las mujeres a nivel mundial (más de mil millones de
personas) han sufrido violencia sexual por lo menos una vez en su vida, y que
el 38% de los asesinatos de mujeres los cometen sus propios compañeros o
esposos. El porcentaje de mujeres que comienzan su vida sexual a partir de una
violación, crece cada día. El mismo informe de la OMS apunta que, en
Bangladesh, el 71% de las mujeres recuerda haber tenido su primera experiencia
sexual de manera forzada. En su boletín más reciente, el Instituto de
Investigaciones para la Paz Mundial de Estocolmo (SIPRI por sus en inglés)
informa que la industria armamentista global generó ingresos por 1.8 billones
de dólares en 2014 (1.8 trillions en inglés, unos 30 billones 600 mil millones
de pesos). Los países que más gastaron en compra de armas y mantenimiento de
estructuras militares son los Estados Unidos, China, Rusia y Arabia Saudita. Y
aunque no se pueden conocer con precisión los datos sobre comercio clandestino,
se calcula que hasta un 20% de las armas circulan en el mercado alterno de
organizaciones que trafican, al mismo tiempo, con personas.
Recíclense
Mayda ya domina por
completo sus ejercicios de respiración para controlar el estrés. De su casa de
cinco habitaciones, en la que vive sola, eligió la mejor ventilada, el estudio
en planta baja, junto al jardín, para que el curso en línea que le enseñó a relajarse
tenga los resultados óptimos.
Mayda necesita perder los 38 kilos que le sobran, pero no piensa dejar
de comer más allá del hartazgo. Y le urge dejar de vomitar todo el tiempo,
sobre todo ahora, con la buena noticia. Todavía no procesa la emoción de haber
sido designada como Ministra de Asuntos Internos hace apenas unos días. Será la
primera mujer en ocupar ese cargo en esta región tan prometedora llamada Cono
Sur. Y siendo tan joven. Apenas cuarenta. Lástima que esa emoción se haya visto
un poco empañada por el escándalo de corrupción de uno de sus mejores amigos
que no tuvo la inteligencia de cuidarse. Pero el escándalo pasará pronto o será
tapado por otro, piensa Mayda mientras inhala y exhala sentada en posición de
flor de loto, con sus pies descalzos bien acomodados, mientras cuenta del diez
al uno, mientras se felicita porque hoy sólo vomitó una vez, mientras piensa
obsesivamente en comer y beber, mientras planifica cuál será el momento más
adecuado para terminar con su pareja. Mayda tiene una novia patética. Una mujer
visceral que no mide las consecuencias de sus actos y que podría perjudicar su
carrera política.
Por la ventana abierta del estudio, hoy salón de ejercicios, un aroma a
tierra mojada entra a escena. El aroma de su precioso jardín trae a la memoria
de Mayda recuerdos impresentables que rompen su concentración. La cuenta de
inhalaciones se ve interrumpida abruptamente. Mayda se levanta furiosa para
cerrar la ventana pero algo la detiene. Es un piquete doloroso que siente de
pronto en el pie derecho. Fue una hormiga. Mayda gira su rostro y observa que
en la base de la puerta que da al jardín se está formando un hormiguero de
funcionamiento perfecto y dinámico. Mayda estalla en ira y comienza a masacrar
a las hormigas con lo que puede. En el proceso, arroja y despedaza casi todo lo
que encuentra en el estudio. Por último, y llorando a mares, azota la ventana
por donde ingresa ese aroma que le recuerda la primera vez que presenció un
crimen “político” junto a la piscina de un capo. Hace ya nueve años que Mayda
se involucró con organizaciones criminales que le forjaron una exitosa carrera
como regidora, diputada y ahora ministra. En realidad, ya no recuerda la mayor
parte de los crímenes que ha solapado, ni siquiera los que ha procurado, pero
no puede olvidar el primero que presenció. La mujer y el hombre asesinados eran
sus amigos y fue ella quien los llevó al matadero.
Mayda se calma después de unos minutos sentada en el piso. Mañana tiene
una reunión importantísima, tras la cual presentará en conferencia de prensa su
programa de gobierno. La espina dorsal del discurso que le prepararon es
contundente: lucha frontal contra el feminicidio y el narcotráfico. Mayda sale
con cuidado del estudio para no cortarse los pies. Sube pesada y despacio a su
habitación con una botella de agua. Abre el cajón de su buró, donde la espera
una caja con cuatro pastillas multicolores que le auguran una noche tranquila.
Las toma todas juntas. Debe dormirse antes de que llegue la tentación del
vómito.
A la mañana siguiente, antes de salir de casa, Mayda se dirige al baño y
aspira un poco de polvo blanco. Toma con indiferencia su morral urbano mejor
conocido como Urban Satchel de la marca Louis Vuiton que le costó 150 mil
dólares porque está hecho de… trozos de basura. Al bajar la escalera, se asoma
al estudio y nota que las hormigas y el desorden se han ido. La señora que
limpia su casa llegó muy temprano. Nunca se miran ni se saludan. ¿De qué van a
hablar si esa señora no conoce la diferencia entre un planeta y una estrella?
Mayda camina indolente hacia el automóvil donde la esperan un conductor y una
joven brillante con dos maestrías, especialista en cargarle la bolsa y el
celular. Será un día soleado. La tierra mojada de su jardín se irá secando.
Un estudio de Greenfield et al. (2011) informa que, en los Estados
Unidos, el 90% de las personas que padecen desórdenes alimenticios como
anorexia y bulimia son mujeres; el 40% de ellas presenta, además, adicción a
drogas (ilícitas y prescritas), sobre todo si han padecido violencia física y
sexual. Mientras los hombres son los mayores consumidores de alcohol, cocaína,
heroína y mariguana, particularmente con fines recreativos, las mujeres llevan
la delantera en consumo de sustancias antidepresivas y ansiolíticas. Es por
ello que, entre 1995 y 2005, se duplicó el número de mujeres que consumen
metanfetaminas. Los datos específicos sobre mujeres embarazadas sorprenden a
expertos en el tema. Entre 1994 y 2006, el consumo de metanfetaminas entre
mujeres norteamericanas embarazadas, se triplicó (véase Greenfield et al.,
2011). A nivel mundial, se calcula que las metanfetaminas generan ganancias
anuales por más de 20 mil millones de dólares.
Diversas estimaciones de expertos, en un contexto donde es casi
imposible corroborar los datos, calculan que un kilogramo de cocaína puede
comprarse en Perú o en Colombia a un precio de 2 mil dólares. Cuando ese
kilogramo llegue a México para su consumo, tendrá un valor de casi 10 mil
dólares. Al cruzar la frontera norte y llegar a los millones de consumidores
estadunidenses que lo esperan con ansia, ese kilogramo podrá ser vendido hasta
en 30 mil dólares. Pero una vez cortada la droga y repartida en pequeñas dosis
para su mejor distribución, el costo de ese kilogramo llegará a los 100 cien
mil dólares, con lo que habrá incrementado en un 5,000% su valor de producción.
La plusvalía enloquecida de ese kilogramo, tan difícil de entender como
la de un bolso hecho de trozos de basura y con un precio de 150 mil dólares,
sólo puede darse en sociedades capitalistas. ¿Pero cómo explicar esa plusvalía?
¿Cómo entender que haya gente dispuesta a pagarla? ¿Y cómo entender la “minusvalía”, utilitarista pero “minusvalía”, de enormes franjas humanas
que padecen la migración, la explotación sexual y laboral, la vergüenza de su
ser natural? ¿Qué necesidades no vitales están siendo disfrazadas de
necesidades vitales como para que millones de personas inflen de esa manera el
valor de un golpe de cocaína o de un bolso cubierto de plástico roto y
cajetillas usadas? Un análisis elocuente de los recursos utilizados en sus
procesos de producción y distribución puede detallar los costos de materias
primas y mano de obra requeridos para su fabricación y su venta, o remitirnos a
las leyes de la oferta y la demanda. Pero ningún modelo de análisis económico y
político puede explicar, por sí mismo, las leyes que rigen el consumismo
salvaje que nace de la vanidad contemporánea, de nuestro hedonismo insaciable,
de la crueldad autoasumida y aceptada, de esa inacabable sensación de vacío que
el mercado invita y obliga a llenar a toda costa, y a cualquier costo, y donde
los hombres blancos, adultos y adinerados marcan mayoritariamente la pauta.
¿Cuáles son las leyes que rigen hoy el mercado humano? Quizá algún modelo de
estudio que explore los más profundos terrores humanos, esos terrores que
cimentan el patriarcado, pueda llevarnos un día a entender cómo llegamos a
esto.
Hay lum tujbil vitil ayotik (“está muy bonito como
estamos”)
Florelia no encuentra a su
nieta menor. Escapó después de la comida, justo cuando empezaba la lluvia
fresca que apenas dejó de caer. Florelia lleva una hora buscando a su nieta de
diez años para que la ayude a moler el maíz fresco que ya se remojó lo
suficiente. La chamaca siempre se esconde a la hora de la molienda porque
protesta y protesta de que sus hermanos varones pueden seguir jugando mientras
ella muele. Florelia ya le explicó que ellos tienen otros trabajos, pero su
nieta no hace caso. Está terca en que quiere aprender a manejar un camión, por
ejemplo. No entiende la niña que el embrague está hecho por hombres y para
hombres y que le va a provocar calambres en la pantorrilla. Y no le importa.
Además, hay automáticos, dice. Es muy terca, piensa Florelia mientras camina
por un tronco de ceiba desmayada sobre el río, que hace las veces de puente.
Florelia pasa de los sesenta. Su cabello blanco va trenzado con firmeza.
En el libro de arrugas de su rostro pueden leerse cien historias de lucha y de
trabajo organizado. En el cuaderno de notas que lleva dentro del morral
campesino tejido por sus manos invencibles, hay decenas de dibujos que
esquematizan lo que Florelia no sabe escribir. Por la mañana, Florelia asistió
a una reunión de mujeres mayas que tienen la piel de las mexicas, la fuerza de
las maorí, la decisión de las samburu, la valentía de las kurdas, la dignidad
de las munduruku. Mujeres que sueñan por las kiliwa, que lloran por las
aónikenk, que bailan y cantan por las afganas. Mujeres, que, sin conocerlas,
rezan por las matsés. En esa reunión hablaron las voces de mujeres escuchas que
rendían informe sobre un evento político donde, a nombre de sus pueblos, una
voz de hombre que es muchas voces de mujeres y hombres le explicó a mucha gente
que “hay lum tujbil vitil ayotik” (“está muy bonito como estamos”).
A Florelia no le gusta cruzar el río cuando acaba de llover y justo
después de la comida. El aroma a tierra mojada de esa hora en particular le
recuerda sus años de juventud, cuando todavía existían los patrones en las
tierras rebeldes y liberadas en las que hoy habita. Aunque han pasado décadas,
Florelia sigue temblando de rabia cada vez que recuerda que esas horas de la
tarde, despuecito de la comida y de la lluvia, eran las favoritas de los tres
hijos del patrón para salir a hacer sus maldades.
Pero Florelia olvida pronto su angustia porque viene pensando en algo
raro y emocionante que escuchó en la radio rebelde este mediodía. Dicen que
acaban de retratar un planeta lejano y pequeño que ya no querían que fuera
planeta pero que ahora ya todo el mundo quiere que sí sea planeta porque hasta
tiene un corazón con todo y manos agarrándolo, como diciendo que nos perdona.
Florelia como que no lo cree, pero sí lo cree. Además, tiene una pregunta que
hacerle a su nieta. Cuando finalmente la encuentra, la niña está empapada,
arrodillada y feliz, concentradísima en el funcionamiento dinámico y perfecto
de un hormiguero. Florelia la regaña por haberla hecho caminar tanto, le
advierte que tendrá que lavar mucha ropa mañana, y recurre a la experiencia de
sus años para no llegar a los gritos. Convence fácilmente a su nieta de que
regrese con ella para moler el maíz. Necesita que le explique algo, le dice.
Florelia quiere entender la diferencia entre un planeta y una estrella, y su
nieta la conoce bien, así que echan acuerdo para que la niña le explique la
diferencia a la abuela mientras muelen. A cambio, Florelia le contará a su
nieta de un planeta lejano y pequeño que tal vez nos ha perdonado.
REFERENCIAS:
.- Berger, John, 1990, Ways of Seeing, Penguin
Books, Londres. 176 p.
.- Federici,
Silvia, 2010, Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria,
trad. de Verónica Hendel y Leopoldo Sebastián Touza, Traficantes de sueños, 368
p.
.- Greenfield, Shelly F., Sudie E. Back, Katie
Lawson y Kathleen T. Brady, “Substance
Abuse en Women”, en Psychiatric Clinics of North America, Volumen 33, Tomo
2, pp. 339-355.
.- Martin, Wednesday, 2015, Primates of Park
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.- 2014 Plastic Surgery Statistics Report, ASPS
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