Historia forzada: o de la desaparición de la Justicia. A 9 meses de la desaparición forzada de 43 estudiantes en Ayotzinapa, Guerrero.
Corresponsalía y Opinión
de Samuel Mexi,
Fotografía –
Corresponsalía de Chubakai.
27 junio, 2015
Casa de Todas y Todos
A 9 meses
de la desaparición forzada de 43 estudiantes en Ayotzinapa, Guerrero.
La historia la escriben
los vencedores,
y hay que decirlo, en México al pueblo, el vencido en muchos aspectos, le
siguen dictando el mismo capítulo de desaparición y muerte. Desde la guerra
sucia iniciada en los últimos años de la década de los sesenta o quizá mucho
antes, allá en los pasajes fratricidas de la institucionalización del México
moderno, hasta nuestros días, en los cuales el país entero yace convertido en
un campo de batalla para el crimen organizado y las fuerzas militares de los
gobiernos –indistinguibles entre ambos-, las consecuencias antes y ahora se ven
reflejadas en un resultado común, el costo en vidas humanas. Costo que redunda
además en cifras ignominiosas, de las que contrario a lo que pudiera parecer,
un mero juego de números y estadísticas en las peroratas de políticos y
funcionarios, de ellas no es posible reducir, bajo ningún método matemático o
discursivo, el sufrimiento de las madres, hijos y hermanos de las víctimas por
desaparición forzada u homicidios sin resolver; quienes sólo han de encontrar
alivio en la verdad, que sea no el limitarse a señalar frívolamente a unos
cuantos responsables, sino en el desmantelamiento del sanguinario ajedrez del
que nos han hecho peones.
Y es que develar la
intrincada maraña en que se resuelven las formas de opresión es un primer paso
hacia la justicia, hacia el carácter liberador que posee; por una parte conocer
bien a bien el porqué de que hoy en día no tengamos una cifra real o verosímil
de mexicanos desaparecidos, o el porqué de lo monstruoso de hablar en
aproximación de más de treinta mil -la desgracia de cualquier número no es
poca-, y aún más, cuestionar el terror como síntoma de qué, es un primer paso
para estar en aptitud de juzgar sobre lo inmediato, sobre lo que nos salta a la
cara sin contención, para después buscar el origen sus en formas más domesticas
de control social. Ignorar las causas de uno o de otro resultado –primario o
consecuente-, por su parte, afianza el clima de impunidad y nos abandona a la
injusticia, no conocer o no estar dispuestos a ver el copioso entramado de
intereses que se urden detrás del asesinato de un paisano en el marco de la
denominada “guerra contra el
narcotráfico” es aceptar la mentira de una versión oficial que a lo sumo
logrará ser verdad legal, y que en esos términos también actúa como
discurso-soporte para el Estado criminal.
Así pues hablar de la
violencia intrínseca en las relaciones de producción, pasan a un segundo plano,
bien porque dicho trauma al ser asimilado bajo la carácter ideológico del
Estado democrático moderno, los anhelos de desarrollo económico y, el
edulcorante en que se expresa la sociedad de consumo, tanto la explotación o
enajenación del trabajo, como la precariedad de satisfactores económicos
elementales, se vuelven una inopinada forma de vida para la mayor parte de la
población, mientras que para el resto es aceptable como una irremediable
condición de clase (Zizek 2001). Es entonces que para los ojos de la sociedad
cautiva lo que realmente vale como violencia, tiene lugar bajo una forma más
brutal, sanguinaria incluso, hasta menos filosófica podría decirse. La
violencia existe solamente bajo el palpable dolor de la guerra. Frente a este
escenario estamos hoy parados y aun así, ante esta grotesca expresión de la
violencia, de entre los afectados, que en suma somos todos, hay quienes
prefieren aceptar una sola versión de los hechos, una historia a fuerza del
terror; son ellos quienes sin una pregunta compran una respuesta, para poder asimilar
el agravio sin atentar contra la estructura ideológica en la que se sienten
complacidos. Pero están también los que admirablemente, desde el dolor han
renunciado al miedo, ese se lo han tragado y han opuesto el orgullo del
combatiente.
Así lo han hecho las
Fuerzas Unidas por los desaparecidos, así lo han hecho los padres del
Ayotzinapa furioso, tampoco cesa esta Casa en la exigencia de la presentación
de nuestros hermanos; se ha negado pues, si bien con hambre de verdad,
cualquier versión que las autoridades tilden de oficial, pues ésta resulta ser
sinónimo de acomodaticia, exigimos la verdad que incomoda, la que destruye
prejuicios y pone de cabeza la mentira del gobierno. En lo reciente es
señalable la forma en que el anterior titular de la Procuraduría General de la
Republica se refirió a la versión, que de los hechos del 26 de septiembre de 2014,
estaba consignada en la averiguación previa al reputarla como “verdad histórica”, pues tal
calificativo no es sino una ansiosa pretensión por asirse de un cabo de
legitimidad desde el discurso y no a través de las pruebas –que tambalean
frente a las opiniones de la comunidad forense independiente-, pues en el
derecho tal concepto de verdad es por demás utópico, siendo sólo asequibles en
la práctica los términos de verdad legal o procesal, y hasta en tanto no sea
fallada por un tribunal. Al final del día la procuraduría en su cinismo falla
desde la ciencia forense hasta la filosofía del derecho, evidenciándose el
intento de simulación.
Pero a qué va la
simulación, qué es lo que encubren y a través de qué lo hace: la respuesta es
un concepto que cumple un doble propósito, el de hacerse valer como objeto de
la maniobra, y el medio mismo a través del cual se lleva a cabo el
encubrimiento, hablamos pues del Estado de derecho como Estado legal y éste
como limitante a la justicia -o concedamos el termino critico de Estado
paleo-iuspositivista (Ferrajoli, 2001)-. Y es que si se dice tener las leyes,
si se crean las instituciones para su cumplimiento, pero se mofa de los
gobernados con la legalidad cual artimaña o ésta no sirve a sus fines últimos,
entonces estamos ante la simulación de Estado; esta es la historia de México,
un país con leyes pero sin justicia.
Aquí es necesaria otra
pregunta como saeta: ¿en qué parte del discurso del llamado Estado de Derecho,
encontraremos justicia y en qué parte hemos de ubicarla más que como un valor
ideal, como una función propia de la asociación humana?; esto se deja de lado
en cualquier pronunciamiento que haga parecer al Estado de Derecho como
figuración monolítica, el concepto de Estado
de Derecho ha servido para referirnos al sostenimiento de las categorías de
autoridad, incluso para hablar de seguridad pública o paz social, mas nunca
sugiere una función de justicia que valga para todos los horizontes de la vida
social.
Frente a la vacuidad del
Estado de Derecho, la toma de justicia cobra expresión en acciones que desafían
el statu quo de la legalidad, la
justicia se vuelve un incansable proceso de búsqueda, corporizado en la
afrentosa indagación del paradero de un desaparecido al margen de las
autoridades; es el grito que acusa a quienes hacen oídos sordos tras un
escritorio o una barandilla; en suma, es un expediente abierto para un país
mutilado, sobre el que debemos de juzgar nosotros, los que no vestimos toga,
los desnudos. Han ocultado bajo abstracciones inferiores la verdadera justicia,
han disfrazado a los criminales últimos, y desaparecido a los rijosos, a los
testigos, a los rebeldes, a los libertarios, a los comunistas, y a los
inocentes, a estos últimos los entierran bajo el término de daño colateral.
*Fotografía – Corresponsalía de Chubakai. |
Entonces ahí junto al Estado de Derecho, está la violencia de
Estado para perpetuar un orden cuadrangular de legalidad, infranqueable, inmune
a la protesta, monstruosamente más fuerte cuando la reprime; así funciona la
violencia de Estado, tanto para detener o desarticular de manera directa todo
intento de búsqueda de justicia, como para cundir el miedo y el temor en una
sociedad de por sí ya cautiva, borrando toda posibilidad de movilización
emergente. En nuestro país, éste avasallamiento del poder se ha enquistado en
todos los niveles de gobierno, sin la exclusión de pertenecer a un mismo
aparato de poder que encubre la violencia desde el momento mismo en que se
pueda señalar como un acto u abuso de autoridad, o corrupción. Y es que cuando
presuntos policías municipales, entran por la madrugada a un domicilio a
sustraer al mayor de los barones de la familia que ahí reside, la figuración
del Estado está ahí, en el amague con armas prohibidas, en los uniformes y las
botas, en las insignias que ostentan impunidad, la violencia de Estado está
también en una investigación varada.
La desaparición forzada,
por su calificación especifica en cuanto al sujeto activo, posee una
característica complejidad en su persecución, pues si el acometimiento de este
delito de lesa humanidad tiene como presupuesto típico la participación de
elementos del Estado ya en forma directa o mediante su aquiescencia plagiaria, desde
una percepción generalista -como negársela a quien sufre el secuestro de un
hermano por elementos policiales- resulta absurdo, que las pesquisas de los
responsables estén a cargo del mismo aparato que concibió culposamente, o bien
mediante un dolo oculto, el crimen contra un paisano y de quienes tras el viven
buscándolo.
Esta conducta criminal
pues, lesiona gravemente los supuestos de legitimidad de un régimen
democrático, aún más cuando se tiene conocimiento certero de que el contexto en
el que ocurre es el de una represión sistemática. La propia Corte
Interamericana de los Derechos Humanos, se ha referido a la gravedad de la
fenomenología que como delito de Estado tiene la desaparición forzada, pues
advierte este organismo internacional, que el crimen de desaparición forma
parte, en la mayoría de los casos –y México no ha sido una excepción- de un
patrón sistemático aplicado o tolerado por el poder gubernamental. Esto ha sido
relatado en el Caso Rosendo Radilla Pacheco, que desde 1974 tuvo que esperar
treinta y cinco años para que un tribunal internacional reconociera que fue el
Estado; fue el Estado quien llevo a cabo la desaparición de un campesino en un
contexto de efervescencia política. Cabe además acotar lo vergonzoso que
resulta, que nuestra historia, nuestra historia de dolor tenga que ser relatada
por un tribunal fuera de nuestras fronteras, parece el colmo de todos nuestros
males, que la jurisdicción de nuestra conciencia como pueblo no nos alcance
para condenar con expedités a los gobiernos responsables de agresiones contra
la población civil, y que por su parte se haga parecer a la justicia como un
producto de importación.
Se ha dicho además, que
el derecho a la verdad frente a un crimen de Estado, es un derecho colectivo,
pero reflexionemos allí, si al referirse como derecho colectivo dicha corte
habla de un prerrogativa que incumbe a la sociedad en groso modo, entonces dicho
derecho no es una concesión sino una construcción que debemos ejercer quienes
nos agrupamos en la búsqueda por la verdad, esa verdad que se nos oculta; la
sociedad organizada no puede pedir al propio aparato criminal la clarificación
de los hechos y que además se imponga las sanciones conducentes, la sociedad
organizada, debe, crear las condiciones mismas para abrogar la injusticia que
es la falta misma de una acusación formal al aparato gubernamental responsable
del delito de desaparición forzada, como hoy lo sería la desaparición de 43
normalitas de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos. Con esto no se quiere decir
que absolvamos a quienes fungen el papel de autoridades, sino que las juzguemos
a la luz de la historia, que las relevemos de la potestad de su cinismo.
El caso del 26 de
septiembre ha alcanzado un aforo mediático de magnitudes insondables, la
indignación, si bien no ha corrido como pólvora, pues no ha prendido en todos
los sectores de la población de manera significativa, sí ha hecho aparecer para
los menos, una idea, suficiente para cuestionar de fondo a todo el sistema
político mexicano, “ha sido el Estado el
responsable único de la desaparición forzada de 43 jóvenes normalistas”, sí:
#FueelEstado. Entonces podemos decir
que si el sólo hecho de que un crimen como la desaparición forzada de personas,
es la primera muestra de que no existe un régimen democrático, o de que éste se
viene abajo en sus supuestos constitutivos, corresponderá pues a la sociedad
organizada restituir los valores democráticos que han sido lesionados, en
desagravio de la soberanía popular, de la cual también se han burlado.
Esto no sucedió en 1968,
nunca antes, tan amplios sectores de la sociedad mexicana han conocido de
manera masiva y de forma inmediata hechos similares, en los que autoridades de
distintos niveles de gobierno sean responsables de la orden y consentimiento de
una agresión en contra de la población civil; no estaríamos hablando de una
certeza acabada de los hechos sino de una amplia difusión de los mismos, en sus
consecuencias más prontas el atentado en contra de la integridad física de
jóvenes mexicanos, p. ej., ahora se tiene certeza sobre la masacre de
Tlatelolco, pero ¿cuántas personas se dieron cuenta del crimen el tres de
octubre de aquel año?. Hoy, nosotros nos hemos enterado del asesinato de 3
personas (una de ellas con aterradores signos de tortura) y la desaparición de
más de 50, al día siguiente a los hechos; es claro que no se ha guardado el
mismo silencio de antes, el #FueelEstado es una resonancia que
nos cimbra de coraje.
Sin embargo, ante un
crimen de Estado un pueblo no puede plantearse la justicia bajo el mismo orden
en que hasta entonces se ha sustentado la conformidad social frente a las
instituciones, es decir, la legitimidad; frente a un crimen de Estado, no se
puede confiar en las investigaciones de un gobierno que puede ser señalado de
responsable directo, así de absurdo es, como que el titular del ejecutivo haya
designado a un comisionado centralizado dentro del ejecutivo para investigar un
conflicto de interés en la compra de fastuosas propiedades por parte de la primera dama y un secretario de Estado,
esto a un contratista favorecido en múltiples negociaciones dentro de gobiernos
priistas -como antecedente el mexiquense-; aquí también cabe la percepción
generalista, pues es visible el cinismo de la clase política frente a los
cuestionamientos de la opinión pública, mismo cinismo con el que ha diseñado la
estructuración del Estado mexicano, se revela pues la farsa de Estado.
Y es que una violación
de esta naturaleza, como lo es la desaparición de los 43, es hasta una
regresión al refinamiento del poder, desnuda la imagen del Estado moderno sobre
la que se construye o hacia donde pretende dirigirse la sociedad actual, el
aparato de dominación se lava la cara y muestra su verdadero rostro, el del
despotismo más exacerbado y vergonzante.
Hoy está puesto el
llamado para que salgamos con la palabra por delante a encontrar la justicia, a
librar la historia, a cuestionar nuestra propia posición, reconocer hasta dónde
nos ha relegado ésta forma de Estado, hasta dónde nuestra soberanía, cuánta es
nuestra libertad de autodeterminación, el para qué de la autonomía, hacía dónde
nuestros derechos, cuándo la transformación de nuestras relaciones de
producción. Un gran debate se está abriendo, y lo más alentador son los
distintos foros en que hemos de encontrarnos, pues las resoluciones de cada uno
de ellos serán voces a punto de actuar.
Para escribir artículos de Opinión o
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